a) Entre las obras modernas sobre Olivares, la que creo más importante es la de Cánovas. Los trabajos de Cánovas del Castillo sobre la Casa de Austria y muy particularmente sobre el reinado de Felipe IV y, de modo singular, sobre su ministro, son, sin duda, fundamentales; por su documentación —aun con los errores que la señala Morel-Fatio (194)—; pero, sobre todo, por lo que tiene más valor que los datos: por la perspicacia del juicio y la penetración crítica. Aun con yerros de erudición, es notoria la posición de inteligencia (y no de mero relator) de Cánovas frente a este problema histórico. La estimación que se cobra hacia el político de la Restauración, después de la lectura detenida de sus libros históricos, es considerable; y la generación actual debiera frecuentar estos textos, mucho menos difundidos de lo que corresponde a su indiscutible categoría. Es conocida la evolución de las ideas de Cánovas sobre el Conde-Duque. En 1854 publicó su Historia de la decadencia de España (53), en la que, siguiendo la corriente general, se mostraba implacable con el Privado de Felipe IV. En el Bosquejo histórico de la Casa de Austria (56), aparecido cuando el estudiante iconoclasta se había transformado en un hombre público, maduro y responsable, rectifica casi todas las opiniones aquéllas, y es sabido entre los bibliófilos, que pocas cosas son más difíciles de hallar que un ejemplar de la primera edición de la Historia, cuidadosamente recogida por su autor, utilizando, se dice, los poderosos medios que como arbitro de la política tenía a mano. Veinte años después publicó Cánovas sus Estudios del reinado de Felipe IV (55), en los que la opinión favorable al Conde-Duque y a su Rey se acentúan todavía más. En el prólogo de este último libro y en el que su sobrino, el académico Don Juan Pérez de Guzmán, puso a la edición, de 1911, del Bosquejo histórico, están explicadas, por lo menos desde su punto de vista, estas interesantes evoluciones del pensamiento de Cánovas. Se ha dicho —y se ha negado— que en el cambio favorable hacia la dinastía austriaca, intervinieron razones políticas: sobre todo el casamiento de Don Alfonso XII, al que Cánovas servía, con una Princesa de dicha Casa, Doña Cristina de Habsburgo. En este punto, el lector actual percibe, con toda claridad, la disociación entre lo que dicta el cerebro y lo que la conciencia deja trascender. Cánovas, en su Bosquejo, obra —repetimos— de madurez, de su época de auge y responsabilidad, defiende el período de los Austrias, como el representativo de la grandeza de España; pero su sensibilidad respira en contra, en cada página, y el lector cierra el libro con el convencimiento de que, bajo la gloria militar, fue en aquellos años donde se incubó nuestra decadencia. Sobre todo en las páginas finales, un tanto oratorias, escritas, sin duda, traspuesto por la inspiración, brota, a cada instante, entre su apologética un tanto forzada, el juicio libre y espontáneo: «Superstición y miseria —exclama— fue, en suma, lo que tras de sí nos dejó la Casa de Austria» (pág. 421, edic. 1911); y éste es el resumen, que coincide con el del lector. Es curioso que a este lector de ahora le parece Cánovas, a través de estos libros —y en ellos está lo más suyo de su personalidad—, un gran espíritu liberal; y lo era, porque lo fue su siglo; y el sello de la centuria lo llevan impreso en el alma hasta los que parecen más contrarios a ese «espíritu del siglo»: como fueron, en cierto modo, enciclopedistas, en el siglo XVIII, hasta los que combatían la Enciclopedia. Por eso no nos extraña que coincidan con esta opinión algunos de los llamados herederos políticos del gran estadista conservador, que también le achacan, pero como pecado, su liberalismo. Cánovas hubiera sido un gran ministro de Fernando VI o Carlos III, y su Rey, tan influenciado por él, pertenece también a la línea de los Borbones liberales. Esto por lo que hace a la dinastía. Por lo que se refiere al Conde-Duque, sí, su evolución es auténtica y sincera y se funda en una legítima causa: en el conocimiento mejor. En su primer libro hablaba de él jugando, como el historiador suele hacerlo, con opiniones ya hechas y transmitidas y no con la propia, nacida de la directa erudición y meditación. Pero, después, tuvo el acierto de buscar esa fuente propia en los documentos de la época, no conocidos o no explotados, como los informes de los embajadores venecianos, las cartas del Privado, los testimonios de sus colaboradores como Meló; y descubrió, en seguida, la doble personalidad de Olivares: el hombre admirablemente humano que había bajo su fachenda de dictador. Sobre Cánovas historiador, véase también el agudo estudio del Marqués de Lerma (141).
b) La obra de Hume es también muy importante. Está resumida en su libro sobre las Reinas de España (128), y sobre todo en el que dedicó a la Corte de Felipe IV (129). Debemos, ante todo, llamar la atención sobre la edición francesa, muy difundida en España. Está hecha por dos cordiales hispanistas, M. I. Condamin y P. Bonnet; en ella hay numerosas notas de éstos, algunas con grandes errores. Uno de ellos es confundir, al hablar del viaje de Felipe III a Portugal, el pueblo de Casarrubios con Covarrubias (pág. 35). Este último está en la provincia de Burgos, lo cual les sugiere la observación: «Se ve, pues, que para venir de Lisboa a Madrid, Felipe III, enfermo, describió una ligera curva.» La curva hubiera sido más que ligera. Pero no era Covarrubias, pueblo relativamente importante y lleno de recuerdos históricos, donde enfermó el Rey, sino Casarrubios del Monte, aldea de la provincia de Toledo, partido de Illescas, que entonces tenía una cierta importancia porque «por ella pasa el camino que va de Extremadura y Portugal a Madrid», como consta en la descripción de este lugar en las Relaciones topográficas de los pueblos de España [(234), 196]. Al construirse la carretera actual, influencias políticas que detalla Madoz [(153), VI-28], lograron desviar su trazado en beneficio de Navalcarnero; y Casarrubios decayó. De los 650 vecinos que tenía en tiempo de Felipe II, bajaron a 360, en 1850. No es ésta la única equivocación geográfica de los citados traductores. Otra vez (pág. 444), cuando Hume refiere que el Duque de Frías fue desterrado por una futesa a Berlanga, pueblo importante de la provincia de Burgos, anotan ellos: «Las islas rocosas y escarpadas de Berlanga se encuentran en el Atlántico, casi a la misma latitud que el puertecillo de Peniche.» En los retratos, confunden a las dos mujeres de Felipe IV, Doña Isabel de Borbón, que aparece como Doña Mariana de Austria, y viceversa.
Aparte estos detalles de la edición francesa, la obra de Hume es inapreciable por la suma de datos que aporta, sobre todo los referentes a las relaciones de Olivares con la Corte inglesa. No llegó Hume a ver la verdadera personalidad del Conde-Duque, al que sigue considerando como un hombre de dura condición, sin cordialidad y de una pieza. Pero juzga su obra política con una consideración no común en los historiadores de entonces, sobre todo los españoles. Su visión crítica de la política española de aquel tiempo es, en general, exacta, salvo las deformidades que inevitablemente le da el observatorio inglés. En las descripciones de España propende —achaque de todo extranjero— a fundar juicios generales sobre lo pintoresco.
c) El bosquejo de Silvela, que precede a su edición de las Cartas de Sor María de Agreda (256), es documento admirable, por su información (aunque con errores también, como toda obra humana), por su clara visión histórica y por su limpio estilo. Su rencor hacia el Conde-Duque es violento y resta equilibrio a sus conclusiones.
d) El libro, clásico, de Castro (62) contiene datos interesantes; pero otros están ligeramente atribuidos; carece de plan y, en general, merece las críticas, duras, de Morel-Fatio. Su posición frente al Conde-Duque es la liberal del siglo XIX: para él, era un monstruo.
e) Lafuente (138) hace del reinado de Felipe IV y, por lo tanto, del Conde-Duque, uno de sus mejores estudios de la Historia de la Edad Moderna. Las fuentes son, en general, buenas. En lo referente a Olivares, sigue, no obstante, casi exclusivamente la versión de Guidi-Quevedo, y no hay que decir que participa de la animadversión contra el ministro, común a todos los historiadores de la época.
f) Entre los historiadores modernos destacan Ballesteros (25 y 26), templado en su juicio del Conde-Duque y perfecto de visión general e información; e Ibarra (130), que se duele del concepto apasionado que aún perdura sobre Olivares, y desea su revisión.
Deleito (78 y 79) ha publicado siete monografías importantes de la época, antiolivaristas, pero de excelente información y criterio general.