La gota del Conde-Duque
OLIVARES, a pesar de su aspecto ciclópeo, no tuvo nunca una salud cabal. Así les ocurre a muchos, como él, de exterior sanísimo. El Conde de la Roca nos cuenta que cuando murió Felipe III y Don Gaspar alcanzó la privanza, a los treinta y cuatro años de edad, tenía ya «la salud quebrada y achacosa»[788]. Córner dice también que era «bastante corpulento, pero no gozaba de buena salud»[789]. Es fácil colegir cuáles eran estos achaques porque su constitución, ya estudiada en el capítulo 5, induce a padecer enfermedades determinadas del cuerpo y del espíritu que coinciden perfectamente con las que ciertos detalles de las crónicas de su tiempo nos indican. Estudiaremos por separado sus achaques físicos y su indudable trastorno mental. El más conocido de aquéllos fue, sin duda, la gota. Diversas referencias nos le pintan, desde joven, apoyado, para poder andar, en un bastón de puño en travesaño o muletilla, que es el que suelen llevar, en efecto, los gotosos porque les alivia de la presión dolorosa que sufre el pie al pisar. No abandonaba nunca esta muletilla, ni aun cuando hablaba en público. La Reina misma regalaba al Valido «muletillas de madera y hechura extraordinarias»[790].
A veces se le imputó que los accesos de gota eran falsos; recurso, como los empleados por muchos políticos de todos los tiempos, para sustraerse a obligaciones o conflictos ingratos, de lo cual tenemos harta experiencia los médicos que hemos vivido al lado de personajes. La vida de Don Gaspar de Guzmán está tan envuelta en fantasías que no podemos juzgar si fueron reales o maquinadas algunas de las enfermedades que padeció, como el ataque de gota sufrido en Barcelona en 1626, cuando tuvo que resolver uno de los enojosos conflictos de etiqueta de aquellos tiempos entre el Almirante de Castilla y el Duque de Cardona[791]. De otra enfermedad fingida se habla cuando en 1627 estuvo a riesgo de morir Felipe IV; ya hemos referido este trance y hemos dicho que probablemente eran enfermedades de la mente, pero no simuladas, producidas por los derrumbamientos del espíritu ciclotímico del Privado; y el hecho de que repentinamente se curasen, como sucedió en esta ocasión cuando el Rey mejoró, no es argumento a favor de la simulación; pues no sólo las enfermedades psíquicas, sino las orgánicas, incluso la gota, están sujetas, sobre todo en estos individuos de temperamento muy acusado, a los vaivenes del humor[792].
La ciencia moderna ha precisado que la gota es afección comunísima en estos individuos, como Olivares, pícnicos, gordos, corpulentos, de tendencia a la calvicie e hiperviriles. Es enfermedad hereditaria y la sufrió también su hijo Don Enrique; lo cual sería una razón más para no poner en duda (que ya no debe ponerse) que era, en efecto, vástago de Olivares y no producto de un fraude sexual.
La buena mesa
Eran, además, extraordinariamente frecuentes los reumatismos y accidentes gotosos en aquella época de la Historia, y tal vez entre nosotros de un modo singular. Un viajero de España, algo posterior, escribía: «El gran número de gotosos que se ven aquí hace pensar que sea España la patria de esta enfermedad»[793]. La razón de tal abundancia aparece clara en cuanto se repasan las minutas de los banquetes de la época. En las capitulaciones del Conde de Oropesa con la Marquesa de Alcaudete, en mayo de 1636, «dio el novio una gran cena a las damas: treinta manjares antes [lo que hoy llamaríamos entremeses], treinta postres y noventa platos»[794]. El anecdotario sobre este punto no acabaría nunca; puede verse una relación pintoresca de estas bárbaras costumbres dietéticas en Deleito, que acertadamente comenta los proyectos de minuta del gran cocinero de Felipe IV, Martínez Montiño, cuya sola lectura da una idea de las diferencias gastronómicas entre la humanidad de entonces y la de ahora, mucho más profundas que las que se deducen de cualquier otro aspecto de la vida. Es, en efecto, más comprensible el pensar que los seres humanos de hoy, acostumbrados a volar de un punto a otro de la tierra, volviésemos a andar en carretera, que imaginar que pudiésemos ingerir en una sola comida todo esto: perniles, capones, olla de carnero, pasteles, pollos con habas, truchas, gigote de carnero, torreznos asados, criadillas de carnero, cazuela de natas, tarteletes de ternera y lechuga, empanadillas con masa dulce, aves en alfilete frío, alcachofas con jamón, frutas, pastas, queso, conservas, confites, suplicaciones y requesones; pues todo ello forma una de las comidas que daba el cocinero a Su Majestad. Así nos explicamos que la gota fuese frecuentísima y que los hombres, envenenados con tantos perniles y pasteles, envejeciesen prematuramente y muriesen anticipando sobremanera su ciclo natural.
Con estas causas, dependientes del abuso de la alimentación en total y de su absurdo predominio en carnes, colaboraban las infecciones, que hoy sabemos tienen importancia capital en la génesis de la gota. Eran numerosísimos los sifilíticos, por infección directa o por herencia, y siempre, claro es, mal tratados; así como las lesiones purulentas crónicas de diferentes regiones y singularmente de los dientes y muelas. Aun cuando entonces era, desde luego, muy frecuente el paludismo, tenemos hoy la impresión de que muchos de los casos de la fiebre accesional que se diagnosticaban como tal paludismo eran en realidad fiebres supuratorias debidas a aquellos focos. El mismo sentido tiene la frecuencia de las erisipelas, que aparecen como una plaga en las lecturas de la época.
El Conde-Duque, en los años de fausto y licencia que precedieron a la privanza, tuvo una mesa famosa; de ella dice Roca que «el saber servirla era ciencia»; y esta «ciencia» fue lo que le hizo gotoso. Luego, conforme se sentía agobiado de achaques y responsabilidades, y sobre todo conforme su espíritu se vencía hacia el ascetismo que dominó el último tercio de su vida, se fue haciendo sobrio; y durante la época de su gobierno nos dice el mismo y fidedigno autor que «come poco, de lo común, sin aparato y aun con asomos de indecencia», es decir, de pobreza. En Siri leemos también que era «sobrio» en la comida, no bebiendo, de ordinario, más que agua en las comidas y a veces un poco de vino para fortificar su estómago. Pero los datos más significativos sobre sus hábitos dietéticos nos los da el doctor Cipriano de Maroja, que asistió en consulta al Conde-Duque en su última enfermedad y que los recogió directamente de su colega el doctor Lázaro de la Fuente, médico de Toro, que le conocía bien. Por su puntual relación sabemos que, en efecto, «su comida era moderada, pero muy picante; la bebida, muy corta, y en lugar de ella tomaba quintaesencias de cosas aromáticas con que se abrasaba, encendía y consumía el calor natural»; otra vez habla de «quintaesencias de cosas muy calientes y secas»[795].
Es, pues, evidente que la sobriedad en las cantidades era compensada —y esto hasta el final de la vida— por los picantes en la comida y por las bebidas abrasadoras. Como casi todos los hombres de su temperamento oscilante y obligados a mantenerse en un tipo de producción intenso y continuo, buscaba, porque las necesitaba, estas artificiales excitaciones. Apenas hay gentes en estas condiciones de temperamento y lucha social que no usen y abusen de alguna ayuda de este orden, y es la más frecuente el alcohol, en forma de vino o de las mezclas excitantes que, como se ve, no son, precisamente, de ahora. Todo ello sentaba tan mal a la gota del Valido anciano, como los juveniles banquetes de quince platos.
La vida sedentaria
A los factores alimenticios se unía, para fomentar la enfermedad, la obligada vida de reposo a que le condenaba su inmenso trabajo. Poco a poco fue olvidando su gusto por la equitación. Raramente salía a caballo, en alguna cabalgata, a partir de 1630; a las cacerías iba en carroza y apenas se bajaba de ella. Cuando salía de Palacio iba siempre en silla o en coche. En 1637, cuando el Príncipe Baltasar jugaba en su jaca a las lanzas con sus meninos, intentaba correr a pie, a su lado, para que no se cayese; y se sentía morir de cansancio[796]. Sin embargo, como se ha dicho, hasta el final de su vida montaba a veces, un rato, en el campo, en aquellos sus caballos mansos a los que daba nombres de personas conocidas. Con rigor de médico, describe así Maroja las costumbres del ministro: «Su ejercicio era poco, con que por falta de él se llenó de flemas y crudezas; y por estar tan grueso, cuando andaba se le aceleraba la respiración y se fatigaba; daño éste común a los grandes señores que no hacen ejercicio y si lo hacen es fuera de tiempo y el que no conviene para la salud. El sueño era fuera de tiempo, pues dormía antes y después de comer y antes de cenar, con que después de la cena no podía dormir; y entonces sus criados procurando inclinarle a sueño, le cantaban de noche.» El mismo Olivares escribía en 1636: «No duermo de noche, ni de día muchas veces, que es señal mortal en mí»[797].
Descomposición
Gordo, medio inútil, andando lentamente apoyado en su muletilla, fatigándose en cuanto daba unos pasos, agotado e insomne, sostenido a fuerza de excitantes, al llegar a lo que entonces se llamaba «la primera senectud» según la división hipócrita de las edades, es decir, de los cincuenta a los sesenta años, nos da la impresión, en efecto, de uno de esos gotosos antiguos, obesos y con complicaciones viscerales importantes, que arrastran unos años de vida trabajosísima y casi nunca alcanzan a doblar el cabo de los sesenta[798]. Los retratos de Velázquez, que oportunamente se comentaron, demuestran el rápido envejecimiento que le fue ganando en aquel bufete suyo, donde en las horas de la madrugada, a solas con su conciencia torturada, gravitaba sobre su responsabilidad la pesadumbre de dos continentes en guerra y una Patria que se deshacía. Uno de los italianos que por entonces le conocieron describe su tez como de color «entre la tierra y la ceniza». Pero ni siquiera estas lúgubres palabras dan idea de su descomposición física como la comparación de los dos retratos que le pintó el mismo pincel de Velázquez con apenas catorce años de diferencia. El rostro maduro, lleno de enérgica plenitud, se ha deshecho rasgo a rasgo, y le ha sustituido la facies espectral en la que vaga la locura y se presiente la muerte.
Al salir de Palacio por última vez, le hemos visto vencido ya, encanecida la escasa cabellera, obligado a bajar las escaleras en silla de manos. En Loeches envejeció aún más. En Toro empeoró todavía. En noviembre de 1643 tuvo una erisipela grave, por la que hubieron de sangrarlo tres veces; y en abril siguiente repitió el mismo mal y se le hicieron otras tres sangrías más[799]. Hemos de interpretar tan frecuentes erisipelas suponiendo que era portador de alguna infección crónica, latente, suceso muy frecuente en los gotosos obesos al final de la enfermedad. Sabemos que, desde luego, tenía esa infección en los dientes y muelas, que le supuraban[800]; y, probablemente también, en las piernas, hinchadas e inflamadas por los accesos de gota repetidos, en los que se forman linfangitis que eran, sin duda, las erisipelas de repetición de que hablan sus cronistas de este período final.
En los primeros meses de 1645 era cada vez más evidente su declinación. La salida de la Condesa y de sus hijos de Palacio fue para él, como ya hemos visto, un golpe moral mucho más recio que su propia caída. Ésta, en realidad, fue una dimisión. El verdadero despido vino con la eliminación de Doña Inés; y con ella la certeza de que había perdido la gracia real, que era, para su orgullo y su lealtad, indispensable. Acaso entrevió, además, que, perdida esta gracia, podía perder rápidamente todo lo demás, incluso la vida, que las voces sanguinarias que surgen del cuerpo monstruoso de los pueblos no se cansaban de pedir. Supo que se agravaba la situación de su íntimo amigo el protonotario Villanueva, preso en la Inquisición de Toledo; y, al fin, él mismo sintió en su puerta el aldabonazo del Santo Tribunal. El drama acongojante de su alma precipitó, sin duda, el derrumbamiento de la carne enferma, que se acercaba al trance comatoso final.
El trastorno mental
Dejamos aquí, ya al borde de la agonía, su salud material para ocuparnos de la de su espíritu. En el capítulo 6 se estudió su humor ciclotímico y se detalló el paso, insensible al principio, después ya claro, desde las depresiones temperamentales a las grandes excitaciones patológicas. Se dijo también el posible elemento epiléptico de su carácter, lleno de impulsos, a veces frenéticos, heredados del de su padre —el de los raptos con el Papa— y transmitidos también a su sobrino-nieto, el hijo de Don Luis de Haro, epiléptico típico, el que quiso incendiar el teatro del Buen Retiro, con los Reyes dentro.
El humor de Olivares, que fue siempre extravagante, acentuaba sus rarezas; y en 1641 algunas referencias de extranjeros le daban por decididamente loco[801]. Se quejaba de debilidad cerebral: «Me hallo tres meses ha en grande aprieto de mi cabeza», decía, en el año 1639[802]. Sus ideas se iban haciendo obsesivas. En las cartas repite, por ejemplo, el «Dios nos asista», como un tic mental. La confusión de los razonamientos y de su expresión aumentan, sobre un fondo de tremendo pesimismo, del que brotan, de tarde en tarde, las últimas llamaradas de su antigua euforia. La memoria se debilita de tal suerte, que olvida que ha hecho testamento. Y el delirio, finalmente, asoma como en el papel manuscrito emborronado, probablemente muy poco antes de morir, porque en su letra y en su incongruencia, en torno de la idea de la Inquisición, se adivina la razón que se extingue. Dice así: «Véase si tales inconvenientes ponderados en la conversación son mayores que la de admitir obispo y agente; y si cosas de tal cualidad, y que pueden producir tantos daños, convendrá dejarlas llegar cerca. Sería como relajación del juramento o daría gran disgusto y clara sospecha de ello.»
El día 15 de julio de este año de 1645 la enfermedad entró en su fase postrera y el trastorno mental se hizo escandaloso. Ya se ha referido que se sintió indispuesto en el campo y se volvió, antes de la hora habitual, a su casa. Por la tarde acudieron los caballeros de costumbre a jugar «al hombre», y estando viéndoles comenzó a decir despropósitos y hubo que acostarle, corriéndose, al punto, por todo Toro, la noticia de su desvarío. Y en los días que siguieron, hasta su muerte, no cesó de delirar. En los momentos más graves, «se reía, daba la mano, se divertía con Burrigay [un paje] y consumía el tiempo en vanas conversaciones». Dos días antes de morir, su criado Llamazares, que le velaba, cuenta esta escena tragicómica: «a las cuatro de la mañana sacó el brazo derecho el señor Conde y abrió el ojo izquierdo y, riéndose y teniendo el otro cerrado, comenzó a hacerle cosquillas, como acostumbraba». No atendía a razones. Y, como una muletilla, repetía palabras, que eran como símbolos de los más profundamente arraigados en su corazón, astillas de su espíritu, que flotaban en la hora del desastre; a todas las preguntas que se le hacían, contestaba: «Mi mujer, mi mujer»; y al final, aquello ya comentado de: «¡Cuando yo era rector en Salamanca!»
No queda, en suma, ni resquicio de duda de que el Conde-Duque murió en estado de demencia; y que este estado fue la culminación de un largo proceso, que arrancaba en su temperamento y que las agresiones de la vida fueron desarrollando hasta el trance mortal[803].
Agonía y muerte del Conde-Duque
Después trataremos de clasificar estos trastornos. Antes hemos de describir cómo llegó el fin del ministro desventurado. Hay de ese fin varias versiones empíricas, anónimas o de meros cronistas, que se encontrarán resumidas en el Apéndice III. Hablan de hidropesías, de erisipelas, de tabardillos. No sería lícito seguirlas ni comentarlas, después de conocidos los informes de los médicos que le asistieron, corroborados, en cuanto a la recopilación de síntomas, por las declaraciones de los numerosos testigos que hubieron de intervenir en los pleitos de sucesión de la Condesa de Olivares. A éstos, pues, nos atendremos únicamente.
Asistieron al ministro en desgracia tres lejanos colegas: Don Francisco Medina, como doctor de cabecera; Don Lázaro de la Fuente, que le veía en consulta, y Don Cipriano de Maroja, catedrático de Prima en Valladolid. Los dos primeros eran prácticos modestos de Toro, y si han pasado a la Historia ha sido tan sólo por su casual relación con el gran personaje. No así Maroja, famoso en su cátedra, autor de tres obras de Medicina, que se publicaron, precisamente, en aquellos años, a partir de 1641, y que más tarde se reimprimieron en Francia; y elevado no hacía mucho a los cargos de médico del Santo Oficio y de la cámara del Rey[804]. Persona, pues, encumbrada y, quizá, de moralidad no muy limpia, pues los abogados contrarios en el pleito de la sucesión del Conde-Duque le acusan con encono de que informó a favor del Marqués de Leganés interesadamente, «estando ya inficionado —dice el informe de aquéllos— de las promesas del señor Marqués de Leganés, que le había dado cartas para que a su hijo hiciesen capitán, como queda probado por los testigos del señor Duque de Medina»; y luego: «con la infección de las promesas del señor Marqués de Leganés de muchas cosas y de la gineta para su hijo: Bucis sacra fame, quid non mortalia pectora cogis».
Le llamó en consulta a Toro la Condesa, sin duda por ser médico de cámara, porque Felipe IV tenía aún estas deferencias con los caídos. Llegó de Valladolid el lunes 19 de julio, «entre una y dos de la noche»; y era tal la prisa con que le habían requerido, que en uno de los relatos citados se lee que la mula en que venía «reventó luego al punto». La lectura del informe de este famoso doctor le acredita de buen observador; pero sus interpretaciones son tan alambicadas y pseudoteológicas, que nos hacen temblar por sus enfermos, vistos con buenos ojos pero a través de tanto disparate.
El informe que redactó, con soborno o sin él, como prueba pericial a favor de los derechos del Marqués de Leganés, es interesante y, desde luego, el más fidedigno entre todos los que hemos ido resumiendo. Maroja empieza por relacionar, certeramente, la muerte con las circunstancias personales del Conde-Duque: su robustez y obesidad; así como con sus malos hábitos: el abuso de las bebidas especiosas, a que ya me he referido; el excesivo trabajo físico, la tensión perpetua de la imaginación, la vida desordenada y el sueño irregular. En estas condiciones sobrevino la fiebre el día 15, que se manifestó por intenso delirio, por lo que fue sangrado el domingo 16. Llegó el doctor en la madrugada del lunes y encontró al enfermo, sentado en la cama, delirando y diciendo a grandes voces: «Ea, ¿no venís? Dad acá presto, acabad», y otras palabras confusas en las que mostraba su deseo de vestirse, sin que bastase nada a calmarle. Volviósele a sangrar el mismo lunes por la noche, con gran trabajo, pues, dice, «como era robusto y deliraba, aunque éramos muchos para tenerle y todos, según sus fuerzas, parecíamos pocos; con que se derramó la sangre por la cama y se hizo la sangría de mala manera»[805]. Luego se le dio una ayuda, «que inclinó el humor al vientre», haciendo «hasta el miércoles por la mañana veintidós o veintitrés cursos de humores crecidos y coléricos». Recobró ligeramente la conciencia, conoció al Marqués de Mairena, su hijo, y a otros que entraron en la sala. Fue entonces cuando se confesó y dio el poder para testar a la Condesa. La fiebre remitió. Desapareció el delirio, pero «quedó como suspenso y estaba olvidado y no hablaba si no le preguntaban, indicio claro de que le faltaban las especies de la memoria». Le trajeron la comida y «comiendo se le olvidaba el bocado en la boca, sin atender a lo que hacía». Acabada la comida, la calentura volvió a crecer, pero ya sin delirio, sino «con un sueño profundo y una privación de sentido y movimiento y, sobre esto, mucha dificultad de respiración». Comenzó el estertor, «haciéndose el caso desesperado», y el sábado 22, a las nueve o diez de la mañana, murió[806]. Uno de los criados que declaran en el pleito de sucesión dice que «tenía el cuerpo llagado por la espalda, tanto que parecía estar comido».
El diagnóstico de entonces y el de ahora
Ésta es la descripción de Maroja, a la que no añaden nada nuevo las de los otros médicos. Las diferencias entre éstas y aquélla se refieren al punto crítico para el pleito, es decir, a si durante la remisión del miércoles, cuando conoció a algunos de los presentes, se confesó y habló con Doña Inés, estaba o no en su cabal conciencia y, por lo tanto, con responsabilidad para testar. El doctor Maroja hace el diagnóstico de frenitis, esto es, inflamación crónica que produce el delirio independientemente de la fiebre, por lo que, aunque ésta remitiese, no pudo recobrar la razón ni testar. Los médicos de la parte contraria (Medina y La Fuente) opinaban que era parafrenitis o frenitis espúrea y no verdadera, es decir, producida accidentalmente por la calentura, de suerte que extinguida ésta, la razón se recobraba y el testamento era legítimo. Dejémosles en su disputa, en la que hacen intervenir, más que al buen juicio clínico, a los dogmas de los Santos Padres de la Iglesia y de la Medicina, y tratemos de explicarnos los datos expuestos con arreglo a la ciencia actual.
No cabe duda que Don Gaspar, gotoso antiguo, tuvo una complicación, frecuentísima en estos enfermos: la lesión del aparato circulatorio que determina la insuficiencia del corazón y del riñón, que, en Medicina, se llama estado «cardiorrenal». A esta lesión se debía la fatiga que le impedía andar y la hinchazón de que nos hablan los papeles comentados. Algunos de los síntomas psíquicos, que se han ido indicando y que se intensificaban conforme llegaba el fin —depresión, indiferencia, confusión mental, sueño irregular— son señales de la uremia que lentamente va envenenando el sistema nervioso de estos organismos. Y este estado, que podía haberse prolongado durante mucho tiempo más, se aceleró bruscamente por una infección que, tras producir unos días de fiebre alta y acentuar su delirio, ocasionó el coma final, seguramente urémico, con su típica modorra y con «mucha dificultad de respiración», que debió de ser la respiración irregular, penosísima, que acompaña muchas veces al final de las uremias y que en el tecnicismo médico se llama respiración de Cheyne-Stokes. La comida intempestiva que le dieron aprovechando la mejoría, seguramente influyó también en el coma final. Durante todo el período de delirio le alimentaban, sin duda, con carne y otros platos fuertes, como era costumbre entonces; y como en su desvarío se negaba a tragar, le daban los alimentos a la fuerza, «abriéndole la boca con un instrumento que se hizo al intento; y muchas veces no bastaba». Es decir, que, con la mejor intención, hicieron concienzudamente lo posible por abreviar sus días.
Quedan por determinar dos puntos: cuál fue la infección que decidió el final, y cuál fue la naturaleza del delirio que anunció este fin. Respecto de la infección, en los papeles de la época, se habla de tabardillo, nombre que entonces no tenía significación precisa, aplicándose principalmente a los estados tíficos intensos; pero se llamaban también así, indistintamente, todas las fiebres graves, con embargo del cerebro, modorra o delirio, cualquiera que fuera su causa; causa que era por aquellos años imposible de diferenciar. Probablemente fue una septicemia, originada en aquel mismo foco que producía las erisipelas. Pero queda abierta la posibilidad de otros procesos febriles, principalmente una pulmonía, hipótesis que podría apoyarse en el «dolor de costillas» que citan algunas de las relaciones y en la misma duración breve, de siete días, del episodio, terminado con estertor bronquial muy marcado. Téngase en cuenta que ambas complicaciones, la septicemia y la pulmonía, son frecuentes en el período final de los enfermos cardiorrenales.
En cuanto a la causa del desvarío, la impresión es muy clara en el sentido de que no fue un simple delirio febril. La fiebre pudo acentuarlo; pero todos sus caracteres y la consideración de los antecedentes de Don Gaspar, a lo largo de su vida, inclinan vehementemente el ánimo a pensar que corresponden a la fase demencial de su temperamento, fuertemente tarado. Algunos de los testimonios de última hora insisten en que cuando empezó el agitado trastorno mental del día 15 de julio, la fiebre no había empezado aún. Pero, sobre todo, insisto yo en que los caracteres del delirio no corresponden a los de la fiebre y, en cambio, concuerdan bien con los que venía mostrando desde varios años atrás. Si era sólo una demencia constitucional, acentuada por la arteriosclerosis y el veneno urémico o si había una parálisis progresiva, de origen sifilítico, no puede precisarse. Es posible esta última hipótesis y sería fácil darla una brillante demostración. Yo la anuncio con la mayor cautela porque, sin duda, se ha abusado de las interpretaciones sifilíticas en estos juicios retrospectivos de la patología de las grandes figuras humanas. Tal vez, digo; porque quién sabe si, en efecto, no será esta enfermedad la colaboración más eficaz de las musas de la gran Historia. Yo no me cansaré de repetir que, de la Historia que ha pasado cerca de mí, lo más famoso ha sido realizado por sifilíticos con reacciones cerebrales; muchas veces, por verdaderos paralíticos generales. En el caso de Don Gaspar de Guzmán hay a favor de esta sospecha los hechos siguientes: los dos hijos muertos al nacer o muy poco después, de tres que hubo el matrimonio; la probable lesión aórtica, a juzgar por el tamaño enorme del corazón; y las fases de delirio de grandeza, ya señaladas reiteradamente, que acentuaron hasta los límites de la demencia la natural propensión hipomaníaca de su temperamento. No insistamos más.
La autopsia
Fue embalsamado el cadáver de Olivares, y a esta circunstancia se debe el que conozcamos algo de sus lesiones. Maroja habla de ellas sólo de pasada. Los datos más interesantes nos los dan los noticiarios anónimos; lo cual no es de extrañar, pues los médicos no tenían entonces sino muy escaso interés en examinar los desperfectos orgánicos para compararlos con los síntomas; y, en cambio, el vulgo recogía estas noticias de boca de los embalsamadores, con la expectación y curiosidad que siempre le producen las cosas macabras. En una relación de la época se lee: «Sacáronle más de un cántaro de agua que tenía en el buche; el redaño dijo el médico que era el más singular que se ha visto y pesó 12 libras; tenía la asadura dañada; y el corazón mayor que jamás se ha visto en hombre y con algunos puntos negros de sangre, que calificaban la sospecha del veneno»[807].
No cabe dudar de la autenticidad de estos datos anatómicos, porque corresponden exactamente a los síntomas y porque uno de aquéllos, «la asadura dañada», lo cita Maroja. Dice éste, en efecto, que «en la disección que se le hizo se vio el hígado [asadura] todo amarillo y con unos tumorcillos duros, como piedrezuelas, de que estaba sembrado».
Éstas son, en efecto, las lesiones que corresponden a la enfermedad que hemos diagnosticado. Enorme corazón, «el mayor que se ha visto en hombre», que hace pensar en el «corazón de buey o cor bovinum», que presentan en la autopsia los cardiorrenales, sobre todo si, como es frecuente, se complican con lesiones de la aorta; y no serían éstas inverosímiles en el Conde-Duque. El vientre (o buche) lleno de agua corresponde al derrame del peritoneo o ascitis producida por la insuficiencia del corazón y la lesión renal. Y el hígado amarillo y con nudosidades duras, es decir, en degeneración grasosa y fibrosa, es también el hallazgo ordinario en esta enfermedad.
No hubo, pues, veneno. Los «puntos negros» del corazón del pobre Conde-Duque eran las sufusiones de sangre tan frecuentes en los enfermos cardíacos que mueren, como él, tras penosa agonía. La muerte fue natural: gota y arteriosclerosis, como cualquier mortal que no fuera gran ministro. Pero a un hombre que vive entre leyendas, el pueblo no se resigna a verle morir como los demás hombres; y por eso inventaron lo de la carta emponzoñada, digno final del melodrama de su existencia. Y aun después de muerto había motivos para el dislate y la fantasía: quedaba el entierro, lleno de símbolos; y, después, todavía, el alma errante del difunto, en perpetua inquietud.
La capilla ardiente
Fue el funeral un suceso extraordinario, en el que la pompa se mezcló con la podredumbre con aquella naturalidad española que vemos en los cuadros de Valdés Leal. Sería imperdonable describirlo con palabras de ahora, pensadas y eruditas, y no dar su dignidad en este libro a la narración anónima, llena de exactitud y de castiza belleza, que corrió por entonces y que dice así: «Tuviéronle a la vista del pueblo el día siguiente, lunes 24, en una sala muy grande; y en ella había tres altares y la cama, donde estaba el cuerpo, arrimada a la pared, debajo de su dosel. La colgadura de la sala y la almohada que tenía debajo de la cabeza eran de una materia muy rica; enviósela, hará tres meses, el Duque de Medina de las Torres, su yerno y hechura, desde Nápoles, donde era Virrey. Estaba el cuerpo sobre un paño de brocado, con calzón y ropilla de tela nacarada y oro; bota blanca y espuela dorada; de armas muy relucientes; bordado sombrero blanco con cuatro plumas leonadas; manto capitular de Alcántara, y el bastón de general. Así le tuvieron hasta las doce de la noche y le llevaron a la iglesia de San Ildefonso[808], donde le pusieron en una caja de terciopelo negro con galones de oro y clavazón dorada. Estuvo metido en la misma tribuna donde siempre oyó misa. Cubriéronla y colgáronla toda de bayetas, asistiendo de noche y de día, sin faltar un punto, 12 criados con capuces y hachas amarillas en las manos y cuatro religiosos por la parte de afuera; y en todos los altares incesantemente diciéndose misas y responsos de todas las religiones que hay en aquella ciudad, por su alma; y también asistido del Cabildo de la Santa Iglesia Colegiata. Estuvo así hasta el sábado 29 de julio, que se esperó la orden de S. M. para poderlo llevar a su enterramiento de la Villa de Loeches. La Condesa, su mujer, aguarda la misma orden para irse con su marido. Éste es el estado que hoy tienen las cosas del Conde de Olivares. Y, sobre todo, que huele tan mal que no se puede entrar en la tribuna donde está, sin que baste el bálsamo a corregir la corrupción. Dios le tenga en su santa gloria. Amén»[809].
No creo que haya muchos trozos de prosa castellana de tan seco y emocionante realismo como éste, escrito, probablemente, por uno de los frailes que estuvieron en la capilla ardiente, en el que aún se respira la mezcla acre de los olores de la cera y del bálsamo, dominados por la pestilencia mortal.
El entierro tempestuoso
Todo había de ser extraordinario y aparatoso, hasta después de muerto, en el Valido. Se retrasó el entierro tantos días porque el Corregidor de Toro no solamente cumplía con su deber —hecho insólito en nuestra historia— sino que lo cumplía con tal rigor que, como el Rey le había prohibido que saliera de su ciudad el Conde-Duque, extendió la prohibición al cadáver y se obstinó en retenerle, provocando su putrefacción espantosa, porque fue aquél un verano de mucho calor. Hubo por ello que enviarle de Madrid un ataúd de plomo que pesaba 20 arrobas, y para transportarlo se hizo un gran carretón. La condesa, como ya se dijo, había llegado el día 5 de agosto a Loeches para esperar el entierro. Éste se puso, al fin, en marcha y llegó a Madrid el 10 de agosto, con tal acompañamiento de truenos y rayos, que la superstición de las gentes lo interpretó como presagios celestes, ya de condenación a la memoria del tirano, ya de amenaza a los que, con su hostilidad, había acelerado su muerte; según los gustos y las pasiones. También aquí sería imperdonable omitir o resumir la descripción que hizo del suceso, en una de sus mejores cartas, el jesuita Padre Sebastián González. Hela aquí:
«El día que murió [el Conde] hubo una grande tempestad; en Valladolid cayeron tres rayos; algunos afirman que fue de la misma suerte en Toro. Llegó cerca de Madrid la víspera de San Lorenzo y estuvo el cuerpo en N. S. de Monserrate, aguardando a que el Marqués de la Puebla llevase el de su hija, que estaba depositada en Santo Tomás, para enterrarlos en Loeches a padre e hija. Este día hubo en Madrid una de las mayores tempestades que se han visto, con truenos estupendos. Cayó un rayo en una torre de la casa del embajador de Alemania y quemó un pedazo de ella; otro junto a San Pedro, que es parroquial de esta villa. Éste no hizo daño, como tampoco dos centellas que cayeron, una en casa de un clérigo, cerca de nuestro Colegio, y otra cerca de la Casa de Campo. Acudió la mayor parte de la Comunidad a decir las letanías delante del Santísimo Sacramento, y quiso Dios cesase dentro de una hora. Lleváronse a Loeches los dos cuerpos para enterrarlos[810]. Al día siguiente acudió mucha gente de la Corte, de los que eran más afectos y otros por razón de Estado. Estuvo tan poco prevenida la iglesia, y los que de ésta cuidaban tan poco advertidos, que no tuvieron música y ofició la misa el cura con dos clerizontes por diácono y subdiácono; y las monjas fueron las que cantaron. Volviéronse los que habían ido, acabado el entierro, y fue tan grande la tempestad y agua que les cogió en el camino, que, con ser tierra llana, parecía el suelo un mar. Volcóse el coche en que iba el Conde de Mora; él salió descalabrado y los demás señores mal aporreados. Éste fue el suceso del entierro del Conde-Duque; que, si bien todas estas cosas pueden ser casuales, como estaba tan mal recibido, cada uno habla conforme a su afecto. Los que se lo tenían bueno dicen que quiso nuestro Señor castigar a sus émulos; al embajador de Alemania, porque siempre se le había mostrado opuesto a sus dictámenes; y al clérigo donde cayó el otro rayo, porque dicen hablaba mal del Conde. Tan poco caso hay que hacer de estos dichos como de los misterios que otros han hecho contra el Conde, con ocasión de las tempestades»[811].
La sombra del muerto
Tanta conmoción atmosférica y el funeral infortunado, sin música, con el capellán y «los dos clerizontes», dio rápidamente aire de mito a la leyenda del Conde-Duque. Espíritus adversos o amigos rodeaban la memoria del Valido y, apenas muerto, le hacía cobrar nueva vida fantástica y convertíanle en duende también. Y así leemos una apostilla del Padre Pereyra, que, en Madrid, «los muchachos dicen que se pasea por el campo de Santa Bárbara en un coche de fuego el Conde-Duque, llevando a Carnero en el estribo. Es tal el miedo —añade— que si no se aseguran de que acabó también el cuerpo, aún no están seguros de que resucite»[812].
Estaba, sin embargo, bien muerto. Pero al sino de pasión que acompañó a su vida tormentosa ni aun la muerte podía anularlo. Los males que años después de su fin continuaron desquiciando a la Monarquía, aún se achacaban por las gentes a «castigo por haberse reducido el Príncipe a la expulsión del Valido»[813], es decir, por no haberle degollado. La sucesión de su fortuna y títulos ocasionó uno de los más largos y encendidos pleitos que presenciaron los Tribunales españoles[814]. Y, lo que aún es más sorprendente, el odio implacable de sus enemigos, sin respeto al Jordán augusto de la muerte, siguió moviendo las lenguas y las plumas contra su fama de político y su honra de hombre, hasta nuestros días. Durante el siglo XVIII, multitud de copistas llenaban las bibliotecas españolas de ese aluvión de escritos, goteando ira, que nos da hoy tanta angustia leer. Y hasta los más pulcros historiadores de nuestro tiempo se turban de pasión cuando han de juzgar a este hombre que compró con cada hora de grandeza siglos de animadversión. De él puede decirse, como Menéndez Pidal del Cid, que hubo de correr el riesgo, «mayor que todos los peligros de la vida», de dejarse historiar por el pueblo que le odiaba «y por los eruditos modernos, más incomprensivos a veces que los enemigos a quienes humilló».
Cuando se piensa en la causa de este trágico destino póstumo de Olivares y se le compara con el de otros grandes ministros absolutos como Don Álvaro de Luna o Don Rodrigo Calderón, se comprende que a la vida de Don Gaspar de Guzmán le faltó la trágica muerte. Murió nuestro héroe en su cama, rodeado de menudas intrigas caseras, de gentes codiciosas y herido de morbos vulgarísimos. La posteridad, como sus contemporáneos, no le han perdonado el no haber visto su cabeza colgada en el garfio del suplicio, que hubiera lavado sus culpas y convertido sus supuestas fechorías en lo que fueron realmente: en grandes hazañas sin fortuna.
Pero es hora ya, por el honor de nuestra Historia, de dar a este gran protagonista de uno de sus más trascendentes reinados su justa categoría: la del último genuino español de la época imperial; la de un político excelente, pero de virtudes anacrónicas, que por serlo se convertían, al tocar la realidad nacional, en atroces defectos; finalmente, la de un ejemplar de humanidad desbordada, arquetipo de la pasión de mandar, de ímpetu imperativo, unas veces eficaz y otras baldío, pero siempre magnífico; y presidido por el signo de la anormalidad, que ha colaborado, tanto como el azar y como el genio, en la historia política de los pueblos.