28. El crepúsculo de Toro

De Loeches a Toro

EL jueves 12 de junio de 1643 salió el Conde-Duque de Loeches, camino de Toro, a cumplir el nuevo destierro. La elección de esta ciudad se debió a su clima fresco y a que allí tenía un palacio su hermana Doña Inés, la Marquesa de Alcañices, ya viuda, que demostró su amor fraternal al ministro caído, hasta su muerte. Era, en realidad, su única hermana, pues Doña Francisca, la Marquesa del Carpió, había muerto el año antes; y Doña Leonor, la Monterrey, reñida con él, no quiso verle[763]. Pocos días antes, el Marqués de Oropesa, sobrino del difunto Alcañices y heredero de este título, había salido ya para preparar el hospedaje del Valido y de la viuda de Carpió, que quería «cuidar del regalo de Don Gaspar y ser su ama»[764]. No se permitió a Olivares entrar en la Corte, aunque lo solicitó, y fue, dando un rodeo, a comer a Pozuelo de Alarcón, el pueblecito próximo a Madrid, hoy casi barrio suyo, donde un mozo de Don Luis de Haro le había preparado seis almohadas blancas para dormir la siesta. Don Luis en persona acudió, con la Condesa de Olivares, que se despidió de su marido tiernamente. Haro habló con su tío «en secreto algunas horas»[765]. Allí y en la Torre (hoy Torrelodones), donde también se detuvo, fue visitado por su hijo y muchos amigos, entre ellos el Patriarca y el Conde de Grajal. A todos los recibió, rompiendo la costumbre de aislarse, tan rigurosamente observada en Loeches. Por sus jornadas llegó a Toro, y su entrada en la hermosa ciudad está tan bien descrita en un papel contemporáneo, que le copiamos íntegro[766]:

Los primeros días de Toro

«Jueves 10 de junio. —Llegó a Toro el sargento mayor de Don Mateo de Alvear, con aviso de que el Conde-Duque había elegido aquella ciudad para pasar en ella este verano, por la templanza y amenidad del sitio; y como cosa tan lejos de imaginarse, causó la admiración que se deja considerar. Tratóse luego de inquirir la causa, y como faltaban noticias que pudiesen servir de fundamento, eran vanos los discursos. En el modo del viaje, acompañamiento y casa que traía, se hablaba con incertidumbre y variedad hasta que aseguró el aposentador que venían con él pocos criados, y de los conocidos sólo Don Francisco de Montes de Oca y Don José de Insausti y Simón Rodríguez.»

Viernes 19. —Se supo que entraría al día siguiente por la mañana. Salióle a recibir la ciudad por su corregidor y cuatro comisarios, y a todos dio los mejores lugares en su coche, quedándose en el estribo izquierdo. Así entró por la plaza y calles más principales, y en una de ellas encontró a Don Luis de Ulloa, caballero natural de allí, que, después de haber servido bien a S. M., está desacomodado; y como si le hiciera sangre el parentesco de la adversidad, paró el coche y le mandó entrase con él en aquel estribo; y aunque lo excusó, hizo que le obedeciese, diciéndole que, si bien estaba muy gordo, no sería mal vecino; y después de haberle tratado con particulares demostraciones de humanidad, hablando [con él] en su retiro, le dijo: "En fin, es necesario buscar los hombres para hallar hombres, que los que se van a ofrecer o no lo son o son los más ruines." Palabras en que mostró que comenzaba a entrarle la luz común y que se iban desatando las vendas que impidan la vista en la prosperidad.

»Llegó a las casas del Marqués de Alcañices dispuestas para su habitación, y después de haber estado recibiendo visitas, muy apacible, se retiró. A la tarde fue a visitar a la Marquesa de Alcañices, y al salir dijo: "Vamos a darle la obediencia a nuestro corregidor." Y por no hallarse en casa dejó advertido que le dijesen que había ido a besarle las manos, y después de haber andado por el campo, paró en las vistas que llaman el Espolón. Allí llegó el corregidor y le hizo entrar en el coche, tomando el tercer lugar sin querer otro. En una calle, después de haber pasado, se oyó la voz de un niño que decía: "Vítor al Conde de Olivares". Y repitiendo el Padre Juan Martínez Ripalda aquellas palabras del salmo VIII: Ex ore infantium, etc., respondió: "No, sino que esto es más estimado cuanto menos merecido." Poco más adelante salió una vieja de la puerta de su casa y le dijo: "Sea V. E. muy bien venido a esta tierra." Y lo recibió gustoso, dando a entender que hacía caso de estas cortas señas de piedad, en que introduce la fortuna consuelo a los que vuelve las espaldas, trocando en amor el odio inseparable de los grandes puestos.

»El domingo por la mañana salió a la plaza y volvió temprano a recibir a los que fueron a verle, con extremado agrado y cortesía, usando de los términos de particular como si no hubiera pasado por veintidós años en que pudiera haberlos olvidado. Por la tarde estuvo en la pelota concertando los partidos y procediendo como caballero de ciudad, en la misma forma que si se hubiera criado y vivido siempre en ella. Llevó en su coche a los que cupieron, agasajándolos y ajustando el tratamiento de todos, como si conociera la condición y calidad de cada uno.

»El lunes se halló en un Ayuntamiento ordinario y tuvo en él el lugar que le toca, sin admitir el del Marqués de Malagón, aunque se le ofreció, en nombre del dueño su teniente, con muchas instancias. Respondió a la bienvenida y luego trató de los negocios como si fuera vecino. Es tal su tranquilidad y constancia en las acciones, en las palabras, en el semblante y en el modo imposible de fingirse, que ni los que saben distinguir esto lo tienen por artificioso, aunque les admira como milagro; y de todo se va fabricando un concepto con que se truecan los corazones, de manera que no puede creerse ni decirse.

»Este día llegó un criado de su caballeriza a comprar unas guindas en la plaza, y sacando un real de moneda nueva, de los que no tienen cara, para pagarlas, dijo la mujer de la fruta que no conocía aquel dinero, y sobre esto levantaron la voz y llegó mucha gente diciendo que aquella era muy buena moneda, y aun cuando no lo fuera ni pasara, bastaba que la trajese un criado del Conde-Duque para que se le diese cuanto quisiese, teniéndolo por muy buena dicha. Todas las fruteras se levantaron a porfía, tirando de la capa al mozo para que fuese a sus tiendas sin dinero y arrojándole las guindas a cestas. Y como los sucesos menudos explican a las veces las cosas grandes, representando a la imaginación lo que no pueden ni bastan las palabras, ha parecido [oportuno] referir esta circunstancia que envuelve más de lo que descubrieran muchos encarecimientos.

»Jueves, 25. —Se corrieron toros por la festividad de San Juan y [el Conde-Duque] se halló en ellos, en las casas del Ayuntamiento, como Corregidor. Y aunque tenía prevenido para poder salir si se cansase, los vio todos y dio vuelta a la plaza, a la entrada y a la salida, sin perder ocasión en que mostrarse cortés y agradecido a los que se esmeraban constantes.

»Viernes 26. —A la mañana acabó de despachar la estafeta en la calle de la Pelota, y estando sobrescribiendo un pliego llegó un mercader, vecino de Zamora, y le tomó la muletilla, que estaba arrinconada al estribo del coche, por la parte de adentro, y la estuvo mirando por todas partes, con ignorante curiosidad, y se detuvo hasta que levantó la cabeza el Conde y, reparando en su atención, le dijo, con risa, si le agradaba la hechura. A la tarde bajó al río y entró en un barco a ver echar dos lances a unos pescadores; y luego que salió de él se levantó un torbellino con aire recio y tempestad de truenos y relámpagos, que en el río pudieran dar cuidado y memoria al nombre de aquel sitio.

»Sábado 27. —Visitó a la Vizcondesa de Santa Clara y, al salir, llegó a besarle la mano Don Sebastián de Contreras que, con ánimo de retirarse, ha dejado la Corte por el sosiego de su casa o por la falta de salud. Recibióle con ternura y demostración del amor que le ha tenido siempre y del que tuvo a su padre; aunque no estuvo privadamente ni se detuvo Don Sebastián más de cuanto llegó acompañándole hasta su casa, y de allí se volvió a Tordesillas, sin descansar en la posada.

»Domingo 28. —Gastó el Conde gran parte de la tarde en casa de Don Luis de Ulloa.»

A este relato se puede agregar el fragmento que se conserva de las memorias que sobre la estancia del Conde-Duque en Toro escribió el poeta Ulloa[767]. De este fragmento se ha copiado ya lo referente a la memorable visita que hicieron al ministro caído los profesores de su antigua Universidad de Salamanca. Lo que sigue, interesante porque completa la información de cómo pasaba sus días el desterrado, dice así:

«Domingo 12 de julio. —Oyó misa el Conde en San Ildefonso, convento ilustre de dominicos y estuvo en un cancel que se le ha hecho para asistir a los divinos oficios con más decencia y devoción. A la tarde vio jugar las armas en el patio de su casa, mostrando la inclinación que ha tenido a los ejercicios de habilidad y destreza; y salió al campo, caído el sol.

»Lunes 13. —Por la mañana fue a Nuestra Señora del Canto, imagen devotísima, en cuyo templo ofrece la piedad de esta provincia frecuentes votos y plegarias. La tarde y los demás días, hasta el jueves 16 de julio, pasaron sin novedad, bien que a todas horas hay mucho que advertir en la serenidad de ese sujeto, que verdaderamente se ha desconocido por mirarle a mucha luz; pues ausente del resplandor que le daba la eminencia de su puesto, a la sombra que le hacen sus émulos, parece mejor.»

Popularidad

En estos relatos se advierte claramente el tono de majestuosa indiferencia con que su pasión de poder halló en seguida el modo de situarse en la pequeña y gloriosa ciudad. Era su sencillez y familiaridad, no la de un igual, sino la de los Reyes buenos con sus vasallos. La animadversión que en toda España le perseguía —aunque menor a medida que se alejaba de su centro, la envenenada Corte— se disipó en Toro y cambió de signo, transformándose en orgullo y entusiasmo, ante el honor de tenerle por huésped. No le dieron allí, como se lee en muchas partes, el cargo de Corregidor de la ciudad; pues lo era, por Real privilegio: Corregidor de todas las ciudades de España[768]. Mas no le hacía falta, porque su prestigio y su costumbre de vivir en las cimas sociales le daba esa forma bondadosa y fraternizadora que toma la autoridad en los que le han usado mucho: así como los que mandan por primera vez, la exteriorizan con sistemático rigor e impertinente severidad. Gozó con fruición el desterrado, en estos días, de un placer que apenas conoció fuera de sus primeros tiempos de privanza: del amor del pueblo. El niño que le vitoreó y la vieja que le dio, desde su portal, la bienvenida, eran como aromas sencillos de la naturaleza que refrescaron su corazón embotado por los perfumes artificiosos de Madrid. Y acostumbrado a la mirada hosca de las multitudes que le veían pasar como a su tirano y esquilmador, le serviría de infinito alivio aquella graciosa pugna de las fruteras para regalarle sus guindas. Para que no se lo contasen, salía en persona «a ver la fruta y a elegir para sí la que más le contentaba en la plaza»[769].

Hizo en Toro su pequeña corte con criados, amigos, confidentes y hasta poetas protegidos, como Ulloa. Y, desde luego, con las intrigas propias de toda corte, grande o mínima[770]. Logró también, en su desgracia, lo que no pudo lograr en los días de grandeza: el afecto femenino. Nos dice, en efecto, Pellicer que con frecuencia visitaba «a las señoras de porte»; y «en tiempo de feria enviaba a todas las demás de la ciudad papeles de alfileres y guantes»[771].

Por las mañanas, después de sus rezos larguísimos, iba a varias iglesias de la ciudad. Paseaba, en su coche o en caballos mansos, por el campo, generalmente por los altos de Valdevi, y por la tarde, visitaba nuevamente los monasterios torensanos[772]; y no saciado con esto su fervor religioso, proyectaba extender a los de las villas vecinas sus piadosas peregrinaciones, sobre todo si eran de sus amigos los jesuitas[773]. Además del Padre Martínez Ripalda, otros de la Compañía le visitaban, como el Padre Pimentel. Al crepúsculo acudían a su palacio varios caballeros de la ciudad y jugaban en su presencia, generalmente «al hombre», comentando Don Gaspar sus jugadas y dirigiendo la conversación. Y, en suma, para cada una de sus actividades de la época magnífica encontró el correspondiente simulacro en el destierro.

La leyenda de las últimas intrigas de Olivares

Su gran espíritu, templado en las inclinaciones religiosas y ascéticas de los últimos años, se contentaba con estas parodias de la pasada grandeza, logrando, como dice el Memorial de Ripalda, ganarse el amor de los nobles y los villanos de Toro. Ni su salud ni su resignación le permitían nada más; y es absolutamente inexacto que, como entonces se dijo, el Conde-Duque intrigase desde Toro para seguir influyendo sobre el Rey. El miedo del pueblo y, sobre todo, de sus enemigos en la Corte, a que volviese a la privanza, les hacía ver visiones en todas partes y repetían la misma leyenda que ya inventaron en Loeches. Sobre todo en Novoa, cronista implacable del partido antiolivarista, se hallan frecuentes insinuaciones a estos supuestos manejos, que conviene citar, porque ilustran sobre el carácter de la época y de sus hombres.

En 1644 ocurrió una conspiración de nobles contra Don Luis de Haro, que, a pesar del poco tiempo que llevaba de Valido, y a pesar de serlo a medias, y con máxima diplomacia y discreción, tenía ya por enemigos a aquellos mismos insoportables y enredadores cortesanos que meses antes pusieron tanta saña en derribar al Conde-Duque. Los conjurados eran Infantado, Osuna, Lemos, Montalvo y Oñate, y los capitaneaba el Duque de Híjar, que, de tiempo atrás, venía pensando en ser él el Valido de Felipe IV[774]. No debe dejarse pasar este hecho sin meditar la inconsciencia de los nobles que así procedían, inconsciencia que da toda la razón al Conde-Duque, que tan severamente los persiguió; porque demuestra que la campaña de ellos para derribarle no obedecía a los impulsos patrióticos que pretextaron, sino a vanidad y personal interés; y porque coloca una vez más a Olivares a indiscutible altura intelectual y moral sobre todos ellos. A estos conspiradores se les ocurrió, en una comida que tuvieron en la Zarzuela, proponer al Rey que destituyese a Haro, y que «volviese el Conde-Duque, puesto que estaba dueño de las materias de gobierno, diestro y ejercitado». La designación del desterrado era, sin duda, una treta; pues ya sabían que era imposible su vuelta; su verdadera intención era, bajo este pabellón, encumbrar en la privanza a Híjar. Así lo comprendió el Rey, aconsejado por el prudente Haro y castigó a todos, si bien benignamente, y con mayor rigor a Híjar, que fue desterrado a Villarrubia de los Ojos[775]. Cito todo esto porque ya entonces se dijo que el Conde-Duque, desde Toro, estaba en correspondencia con Híjar, «dándole muchos documentos para arribar enteramente a toda la posesión del manejo de los negocios y valimiento»[776]. Novoa cuenta también que el Conde de Grajal deseaba ser primer caballerizo «mientras no volvía el Conde de Olivares», es decir, dándolo por seguro. Y, finalmente, nos informa de que el Conde-Duque salía, todas las mañanas y las tardes, a dos leguas de Toro a recibir «la correspondencia de sus confidentes y cubrir sus designios», «recibir mensajeros y despacharlos», en una supuesta choza que a este fin había preparado.

Por parte alguna se encuentra la menor confirmación de tales intrigas. Pero no nos deja lugar a dudas sobre su inexactitud la declaración terminante y expresa del Padre Martínez Ripalda en su Memorial; dice así: «Pero, sobre todo, cae, Señor, la verdad que a V. M. le consta de que el Conde no ha tenido ni en Loeches ni en Toro parte alguna en las acciones de V. M.»[777]. Siempre negaron los jesuitas, en sus cartas, la especie del mando secreto del desterrado; y ahora vemos que tenían una fuente tan segura como la de su propio confesor, que pertenecía a la Orden. Y completa la certeza de esta rectificación a una de las calumnias que en su tiempo se levantaron contra Olivares y que la posteridad no se ha cuidado de deshacer, la propia declaración del Rey, que ya se copió[778] cuando en documento, casi de confesión, en una de sus cartas a Sor María de Agreda, afirma que ninguna relación de gobierno había tenido con Don Gaspar después de que partió para Loeches.

El último sueño militar

Vivió, pues, en Toro ajeno a los cuidados políticos. Pero aún tuvo su pasión de mando el último y magnífico destello en la carta que escribió «a una de las personas que hoy tienen más mano con S. M.» (probablemente Haro), en la que se duele de su ociosidad en el servicio de la patria, a pesar —dice— «del retiro en que me hallo y el desaparejo para todo cuanto no sea tratar de mi muerte». Lo que desea es —y le vemos, al leer esto, erguirse con su aire fanfarrón, por la vez postrera de su vida— «el mandar toda esa frontera [de Portugal], de una y otra parte; y que todos observasen mis órdenes; y que se diesen medios, por el desamparo y mala forma en que todo esto se halla. No es fácilmente creíble —arguye— ni yo me persuadiera jamás de ello, si yo no lo hubiera visto por mis ojos, siendo cierto que si el enemigo no fuera por su naturaleza tan flaco, con 2.000 infantes solos, de buena calidad, y 300 caballos pudiera poner a juego cuanto hay de su frontera hasta Valladolid». Desgraciadamente, «hasta Extremadura no se hallaron 300 hombres que hayan visto guerra ni 1.000 que sepan disparar un arcabuz.»

Es tan suyo el estilo, que nadie que le conozca podrá dudar de la autenticidad de esta carta, desesperada, inflamada de pasión de mandar; y la más clara que escribió, él, que tan confusa tenía su cabeza desde tiempo atrás; porque les pasa a muchos enfermos de la mente que recobran la lucidez cada vez que se tocan los temas que llevan clavados en el corazón.

¡Aún quisiera el viejo Conde, que apenas podía moverse, ser general y defender la frontera portuguesa! Pero era un sueño imposible. Ya no servía para nada. Sin embargo, no se podía resignar a ver la caída de España, con los brazos cruzados; dice: «Pudiera también en mi desvalimiento que se me encargara alguna leva de caballos con que se asegurarían peligros mayores.» Eso lo haría bien él, que de la nada había creado ejércitos, con sudores de titán. «De aquí a Valladolid, Burgos y Valdeburón, no fuera poco el levantar 300 caballos, no creo que fuera necesario mayor número que éste, agregado a lo que hay.» En otros tiempos había resuelto dificultades mucho mayores. Pero no había dinero, aun cuando él pusiese el suyo, como acostumbraba; aunque «gastase —dice— cuanto tengo». Se adivina la infinita desesperanza de su invalidez. Sólo le quedaba su propia persona y la ofrecía también: «Cuando sin deshonor se me mandare aventurar la persona, lo haré con menos caudal y fuerzas que el más esforzado cabo de S. M., en mi rincón y con un par de pistolas»[779].

El último dolor

Mas restábale aún otro trance amargo que apurar: la expulsión de la Condesa, de Palacio. Creía la gente que Doña Inés era su agente en la Corte. La lectura del documento del Padre Martínez Ripalda nos asegura que no es así. El Conde-Duque se había retirado para siempre; mas para que constase que se había ido y que no le echaban, porque el echarle no era justo, y el Rey, que lo sabía mejor que nadie, no podía hacerlo, es por lo que «resolvió —dice el documento— Vuestra Majestad mandar que la Condesa quedase ejerciendo sus oficios en Palacio; y empeñando V. M. su real palabra de hacerla merced y conservarla en ellos y de no hacer novedad en el Conde por hallarse obligado [el Rey] a sus servicios». Doña Inés en el Alcázar era, pues, «su penacho», y nada más.

Por eso fue un golpe tremendo para Olivares la noticia de que, faltando a la real palabra, la Condesa y sus hijos salían del Alcázar y eran enviados a hacerle compañía en Toro. Ocurrió esto en octubre de 1643, y entonces fue cuando el Padre Martínez Ripalda escribió el alegato a Felipe IV, documento esencial para la reconstrucción de la historia del Conde-Duque. Ignoramos si este papel, sobre cuya autenticidad no hay duda posible, se llegó a entregar al Monarca. Es probable que sí. Tal vez, cuando otro jesuita, el Padre Pimentel, fue desde Toro a El Pardo, en noviembre de 1644, a ver a Don Felipe «de parte del Conde-Duque», y habló con él «durante más de una hora», fuera el portador del pliego; por lo menos es seguro que hablaron de los puestos que tuvo la Condesa en Palacio[780]. Pero la sentencia estaba dada por Sor María de Agreda y no había posible apelación.

Al principio de esta última etapa, es decir, después de la expulsión de Doña Inés, aún hubo entre el Rey y los Condes la correspondencia que en su lugar se copió. Don Felipe se ve claramente que no se hallaba sin ellos. Aún le duraba aquel sentimiento de vacío que, a raíz de la caída, expresaba a Meló cuando le escribía: «Faltándome el Conde-Duque no me atreveré a fiar de nadie lo que de él»[781]. Pero, poco a poco, libre el débil Monarca de la presencia de los desterrados, la influencia de los Grandes, de su confesor y de la monja consejera fueron torciendo su ánimo benigno hacia el rigor. La suavidad con que al principio fueron tratados los suyos se cambió en dureza. «Sus criados todos —dice un comentarista— en julio de 1645, padecen fortuna; unos presos y otros ahuyentados y todos mal vestidos; sus confidentes y hechuras están o deshechos del todo o en la mayor parte deslucidos y sin séquito, teniendo por horas su última desolación»[782]. Entre todos ellos era especialmente estrechado el protonotario, su hombre de confianza, al que cercaba la Inquisición. Y de resultas de este proceso, el Santo Tribunal alzaba ya también su mano terrible sobre el inválido Don Gaspar. Ya se copió la carta de Quevedo, en diciembre de 1644, en la que anuncia la salida de un inquisidor de Toledo para Toro; y por la misma fecha nos informa el Padre González que el Conde-Duque se vio en el convento de la Espina con tres inquisidores «y que estuvieron a solas grande rato»[783]. Hasta dónde hubiera llegado esta persecución, no hay indicios para saberlo. Sabemos que el Inquisidor era amigo suyo y que hacía lo posible por retrasar el proceso; pero, no obstante, todo hace presumir que la muerte del Valido, que acaeció seis meses después, debió de ahorrarle tormentos del alma, y quién sabe si de la carne mortal, que jamás cruzaron como posibles por su conciencia, llena del orgullo de haber servido como ningún otro español a su Rey y a su país.

Dramatización del final

El fin se echaba encima. Estaba Olivares cada día peor; se fatigaba de andar sólo unos pasos. Su cabeza decaía por momentos. Ripalda, el confesor, sólo pedía para él caridad, pues se hallaba «en estado miserable de congoja, de deshonra y de pesadumbre». Lentamente, sus preocupaciones terrenas se iban esfumando, como un humo de vanidad, en su conciencia; mientras en la Corte aquellas pobres gentes, llenas de triste codicia, seguían creyendo que, desde Toro, Don Gaspar acechaba, como una hiena hambrienta, el momento propicio para saltar de nuevo a la presa de la privanza.

Hacia mediados de julio de 1645 su enfermedad entró en el trance final; y murió el 22 en la forma que se dirá en el capítulo que sigue. Murió, sin duda, como allí veremos, de muerte natural. Pero la leyenda que rodeaba su vida de pasión no podía desaparecer y dejar paso a la verdad vulgar, en el desenlace de la tragedia. Corrieron, pues, varias hipótesis para dar emoción a la escena final. En el libelo atribuido a Quevedo leemos dos versiones: una que el día 10 recibió Olivares una carta del Rey que le decía: «En fin, Conde, yo he de reinar y mi hijo se ha de coronar en Aragón, y no es esto muy fácil si no entrego vuestra cabeza a mis vasallos, que a una voz la piden todos y es preciso no disgustarlos más.» Así, nada tiene de extraño que después de esta lectura se quedase «suspenso por espacio de dos horas y se entrase después en su retrete sin dejar de llorar», echándose después en la cama y clamando que ya era cierta su muerte. Del mismo calibre es la segunda versión: según «publicaron los criados [del Conde-Duque] esta carta trajo veneno y ésta fue la causa de su muerte». La carta envenenada no podía faltar[784].

Novoa, por su parte, asegura que recibió una carta, en la que le daba cuenta de la prisión y tormento de su amigo el protonotario Villanueva. La recibió y leyó en la choza de los alrededores de Toro que utilizaba para su correspondencia clandestina. La noticia le produjo tal impresión, que volvió a su casa, y arrebatado de melancolía se arrojó en la cama, diciendo: «Esto es hecho»: como Villamediana al recibir el ballestazo mortal[785].

Los jesuitas, por boca del Padre Sebastián González, recogieron tres versiones más. Según una, el Conde escribió al Rey pidiéndole permiso para ir a convalecer a Loeches, y le respondió: «Tratad ahora de tener salud, que para convalecer, buen lugar es Toro.» El segundo rumor es que el Rey, hablando con el Duque de Fernandina, le dijo que estaba tan mal todo, que sólo veía remedio en llamar otra vez al Conde-Duque o en reunir a los Grandes para escuchar su consejo; Fernandina —viejo enemigo de Olivares— le disuadió de la llamada del ex ministro, y al saberlo éste, por un confidente, entró en la gravedad. Tercera hipótesis: que supo que Don Luis de Haro había ido a Madrid, desde Zaragoza, donde estaba la Corte, y que este viaje se interpretó como el fin del gobierno de Haro y el comienzo del de Fernandina. No pudo soportar la noticia del posible encumbramiento de su enemigo, y la impresión le agravó[786].

Todo esto es fantasía de muy pobre condición, y si lo he copiado es para demostrar el afán de dramatizar del pueblo, sempiternamente infantil; así como la pueril simplicidad de sus invenciones. Cuando surgió la gravedad, el desterrado no estaba en disposición de escribir, ni de leer, ni de ir a la choza, que no existió nunca, a conspirar. Doña Inés no se atrevía a leerle, por no impresionarle, las cartas del Rey[787]; menos dejaría en sus manos éstas, henchidas de mala pasión.

Pero sobre las inducciones de la lógica está el testimonio, repetido cien veces, de los familiares, médicos y criados del Conde-Duque, que declararon en el pleito de sucesión y que jamás hacen alusión a estas cartas envenenadas. Copiaremos tan sólo, para dejar aclarada para siempre la cuestión, el de Diego de Llamazares, ayuda de cámara de Don Gaspar, que describe así el comienzo del trance final de su amo:

«El sábado 15 de julio se levantó el señor Conde-Duque a cosa de las seis de la mañana y confesó con el Padre Ripalda, después de haberle mandado al testigo que hiciese poner un caballo que llamaban Meló y una jaca que llamaban Monterrey, para ponerse a caballo en el campo; y dejó el testigo al Padre Ripalda en su aposento para confesarle cuando fue a mandar componer los caballos; y cuando volvió a subir, le halló oyendo misa en el oratorio de su mujer y allí recibió a Nuestro Señor; y luego, habiendo tomado un poco de miel rosada, se fue en una silla a San Ildefonso, y el testigo acompañándole, donde oyó tres misas en el altar de Nuestra Señora; y de allí, se metió en el coche y con él el Padre Ripalda, Don Luis del Alcázar, el testigo; Don José de Isunza y Don Nicolás Ontañón, pajes; y fue a pasearse al campo, por la vuelta de Morales, por donde solía; y estando en el campo, le dijo el testigo que se sirviese de ponerse un poco a caballo, que lo solía hacer, y le respondió algo colérico que volviese el coche a casa, que no estaba para montar a caballo; y con esto, se volvió una hora antes que solía; y siempre que volvía a casa, le salía a recibir al aposento donde dormía, la señora Condesa su mujer; y como aquel día vino antes de lo acostumbrado, se adelantó el testigo y entró en el aposento de la señora Condesa y le dijo que el señor Conde no venía bueno.» Fue su última salida en la vida mortal.

Y fue, pues, la enfermedad, vulgar y triste, no la emoción ni el veneno de la carta, la que le abatió a tierra para siempre. Los héroes mueren como mueren los demás hombres, muchas más veces de lo que quisieran el buen público y el novelista, y el historiador, que se parece tanto al novelista.