27. La batalla de El Nicandro

Alegría y desilusión

PARA explicarnos la génesis y la importancia de El Nicandro, la rebelde defensa con que el Conde-Duque respondió a sus enemigos, es necesario recordar el estado pasional del ambiente en los días que siguieron a la caída del poderoso Valido. Los buenos españoles estaban convencidos de que bastaría la destitución del odiado prócer para que, como ensalmo, curasen de raíz todos los males de la Patria. Así que la alegría popular no tuvo límites en aquel mes de enero de 1643. Pero todas estas esperanzas eran —una vez más— muestra flagrante de la vana ilusión con que los pueblos esperan el milagro de que un hombre caiga o se levante; para no tomarse el trabajo de crear el milagro ellos mismos con su enmienda y con su sacrificio. Ya Novoa, el implacable antiolivarista, escribe estas líneas, que valen por muchas páginas de filosofía de la Historia: «El Conde de Olivares deja el gobierno de España… y el manejo de los negocios y se retira… y el Rey los toma sobre sí…; pero no por eso cesan los tributos, cuando el pueblo pensó que se acabarían.» Pellicer describe la misma desilusión, eternamente repetida: «Aquí se ven cosas raras… Están en casa de Don Luis de Haro cuantos antes iban con sus memoriales al salón del señor Conde-Duque. Hacen los consejos y consultas como en su principio, ya destruidas las Juntas; pero se ve muy poco dinero y nadie paga ni cobra.» Pero la impresión más directa del desencanto popular nos la da el mismo Novoa al contarnos que a un tal «Álvaro de Turrienzo, un hidalgo que vivía de sus blanquillas», le fueron a cobrar un impuesto fuerte, replicando al ministro que le apremiaba «que si se proseguía aquello, para qué habían echado al Conde-Duque». El pueblo español, y quizá todos los pueblos, han creído siempre que la consecuencia inmediata de un cambio de política debe ser el no tener que pagar[741].

Pronto se halló, sin embargo, una explicación al inexplicable suceso. Si el estado de la Monarquía no mejoraba —se dijeron los españoles— era precisamente porque la caída del Conde-Duque había sido una farsa y desde Loeches seguía comunicando y privando con el Rey; y aún se afirmaba que por las noches venía a Madrid y ambos tenían secretas conferencias en el Retiro[742]. Creyóse esta especie por el pueblo como artículo de fe; y no tardó en manifestar su disgusto ante los Reyes, principalmente en forma de injurias a la infeliz Condesa de Olivares, cuya permanencia en Palacio era, en el sentir general, indicio cierto de la continuación solapada de la privanza de su marido. Los libelos clandestinos se hicieron pronto eco del malestar popular. El más significativo fue el conocido epigrama:

Que de Loeches lo eches

suplica el pueblo, Señor:

Aparta de ti al traidor,

que está muy cerca Loeches.

Hubo un presbítero que, en la primera audiencia que dio el Rey después de la caída de Olivares, presentó un memorial y lo recitó de viva voz, culpando con descaro al Monarca de no haberse deshecho definitivamente del Privado. Probablemente era un loco, pero, como en tantas ocasiones, un loco por el que hablaba directamente la voz popular[743]. Lo que más irritaba a la muchedumbre era que se dijese que el Conde se había ido —como era verdad— por su gusto y no echado por el empujón de la calle. En unas décimas que corrían entonces por Madrid se lee:

…………… ha caído?

No, no, que le han derribado.

La muchedumbre no se resignaba a no ser ella la que había hecho de escoba[744]. Pero otros pedían, sin eufemismos, su muerte. En varios de los versos por los que hablaba el clamor popular aparece el grito terrible:

España… empieza

a pediros, gran señor,

que del Conde acusador

le deis presto la cabeza.

O bien:

El español arrogante,

en cosa tan importante

como es matar a un traidor,

llega y no tenga temor

que Dios estará contigo

y digan que yo lo digo.

O aquel otro, atribuido a un Grande de España, que termina con este trágico suspiro:

¡Oh verdugo, oh cuchillo,

oh cadalso!

El «Memorial» de Mena

Entre este hervidero de rencores, calumnias y amenazas, un día apareció un impreso titulado Memorial dado al Rey Don Felipe IV por un ministro antiguo. Era el 18 de febrero de 1643, apenas, por lo tanto, pasado un mes de la caída. El papel no tenía nombre de autor, pero pronto se supo que éste era el Oidor Don Andrés de Mena, personaje del que hablan los jesuitas como amigo suyo[745]. La respetabilidad del autor, la relativa mesura del lenguaje, lo copioso y aparentemente eficaz de las razones, dieron a este papel gran trascendencia. Para mí, su ruido se debió en gran parte a que detrás de Mena se adivina el ataque de los Grandes de España. A Mena, personalmente, nada le iba ni le venía en el pleito, y en toda su acusación asoma, antes que ninguna otra cosa, el rencor de la Nobleza agraviada. Esta convicción debió de influir también, sin duda, en la violenta reacción que el Memorial produjo en el Conde-Duque.

Enumera este impreso los agravios que hizo el Valido a los Grandes. Encomia su responsabilidad en las guerras exteriores, en la rebelión de Cataluña (¡por su falta de respeto a los Fueros!) y en la de Portugal. Critica los gastos de los ministros y su opulencia, en contraste con la penuria de la real familia. Critica también las famosas Juntas. Acusa a Don Gaspar de haber traído a los altos puestos a los obispos, dejando huérfanas las diócesis. Afirma que se enriqueció durante la privanza, aunque reconoce que era «limpio en recibir de particulares». Le recuerda los inútiles millones gastados en el Buen Retiro. Hace la historia de los Grandes a quienes desterró y encarceló sin justicia, contribuyendo, si no materialmente, por el pesar que les produjo, a la muerte de varios de ellos. Asegura que trataba al Rey con inmoderada familiaridad, permitiendo, por ejemplo, que el Soberano entrase en su cuarto a verle peinar. Y termina comparando el resultado infeliz de su política con el próspero que Francia debe a la de su rival, el Cardenal Richelieu.

Aparece "El Nicandro"

La indiferencia y resignación con que había acogido hasta entonces el Conde-Duque los ataques del pueblo desaparecieron ante el Memorial de Mena, probablemente, repito, porque adivinó la mano oculta que le movía. Se decidió a contestar, y en unas cuantas semanas se elaboró y publicó El Nicandro, que recorría Madrid, entre un escándalo estrepitoso, en mayo del mismo año de 1643.

Este documento, no fácil de encontrar para el lector corriente, por lo que publico un extenso resumen del mismo en el Apéndice XXIX, es una cumplida respuesta a todos los cargos que le dirige el Memorial de Mena. Admirable de energía y elocuencia, puede haber en él artificiosidades dialécticas, pero en general es uno de los documentos políticos más interesantes de nuestra Historia; y sólo los que no lo hayan leído despacio pueden juzgarlo con antipatía y dureza. Lo que más interesa al historiador es su afirmación enérgica de que todos sus actos de gobierno se hicieron con el conocimiento y la aprobación —y muchas veces bajo el mandato— del Rey; por lo cual, lo que pudiera haber en ellos de culpa no puede en justicia echarse sobre la cabeza del ministro, sino que los dos tienen que compartir por igual la responsabilidad. Por primera y única vez, la sumisión de Don Gaspar de Olivares al Monarca, que en él era casi un sentimiento religioso, se quebraba, a fuerza de injusticias, y se convertía en una amenaza expresa e irreverente.

Sin embargo, el Rey, en realidad el más gravemente ofendido por El Nicandro, no se dio por enterado. Los Grandes de Castilla, en cambio, «se sintieron picados muy en lo vivo» y armaron gran alboroto, reuniendo juntas y conminando al Rey para que los vengase. Ya se ha dicho que una Comisión compuesta por el Conde de Lemos y los Duques de Híjar y de Medinaceli fue la encargada de esta gestión, negándose a formar parte de ella el Duque de Alba, de temple moral muy superior al de sus compañeros. En realidad, era éste un episodio más de la vieja lucha entre los Grandes y el Conde-Duque; y éste, como el Cid, después de muerto políticamente, les daba la postrera y más terrible lanzada. El pueblo, pendiente de la vida aristocrática, presenció con estupor la escandalosa pugna. De la importancia que alcanzó en la Corte da idea la epístola que dirigió a su Gobierno el embajador veneciano Nicolás Sagredo[746], en la que confiesa que no puede precisar cuáles eran los grandes motivos originadores de tamaña tempestad y acaba por decir que el principal pecado de El Nicandro es «un oculto sentido, una quintaesencia que se desprende de la lectura de todo el discurso». Fue, en suma, todo ello, fuego de rescoldo pasional, y mucho más el ruido que las nueces. Y hoy, al leer El Nicandro, se tiene la sensación exacta de que la aristocrática cólera era desproporcionada al agravio del Conde, no flojo, pero tampoco excesivo teniendo sobre todo en cuenta su eximente situación de perseguido.

Los críticos de entonces, como los de ahora, han juzgado, por lo común, mal a este papel, y ya es hora, como pedía Morel-Fatio, de ponerle en su rango verdadero. El jesuita Padre González, que nunca fue muy afecto al Conde-Duque (probablemente por rivalidad con sus compañeros los Padres Salazar y Ripalda), estimaba a El Nicandro como «de poca substancia en las razones, porque ninguna valía nada ni hacía fuerza»[747]. Análogo juicio se encuentra en otros comentaristas de la época. Menos explicable, una vez extinguida la pasión contemporánea, sería el juicio de los críticos lejanos al suceso, como el de Silvela, que califica a esta defensa de «desdichado papel», «inspiración fiel y perfecta de un espíritu ligero, sin juicio y sin estudio»[748]. Cánovas, en cambio, lo alaba mucho, con toda razón[749], y más aún el canovista Pérez de Guzmán que, ya con evidente exceso, lo califica de «producción sublime de alta dialéctica, conmovedora elocuencia y convincente razón»[750].

El autor de «El Nicandro»

Queda ahora por discutir quién fuera el autor directo y el inspirador del discutido documento. Fue éste entregado al Rey, en persona, por Don Juan de Ahumada, que era maestro de Don Juan de Austria. Le prendieron y se declaró autor del escrito. Este Ahumada había sido jesuita y «se salió por socorrer a su madre, que padecía necesidad». El Conde-Duque le protegió, sin duda porque era hombre despierto, y le dio el puesto de preceptor cerca del hijo bastardo del Rey. Nobilísima fue la gratitud con que el ex jesuita correspondió a los favores del Valido. Pues es evidente que no era él el autor del opúsculo, aunque sí tal vez uno de los que tomaron parte en su confección[751].

La mayoría de las opiniones señalaron entonces a Don Francisco de Rioja, el amigo y escritor de cámara de Olivares, como redactor de El Nicandro. El estilo trasciende bastante al suyo. Y ya hemos dicho que hasta el nombre de El Nicandro o Antídoto, denuncia al bibliotecario del Conde-Duque, que manejaba libros de medicina con este mismo rótulo. A Rioja lo atribuyeron desde el primer momento los jesuitas, y también Novoa, que dice así: «Finalmente, se encerró [el Conde-Duque] con Francisco de Rioja y el Padre Ripalda, de la Compañía de Jesús, que estos dos hombres había llevado para alivio de su vida y de su conciencia, y fraguaron un papelón temerario; lo imprimieron y lo dejaron correr, si bien con riesgo de algunos que anduvieron en la manufactura»[752].

La participación de Ripalda, que con tanta certeza asegura el ayuda de cámara, se supuso por otra mucha gente, y la confirma el hermano Diego Ruiz, de la misma Compañía de Jesús, con aquellas palabras ya citadas otra vez de que «como todo lo malo que se hace se atribuye a la Compañía, lo primero que se les ofreció fue esto» (que fuera Ripalda el autor)[753]. Quien haya leído el brioso alegato defensivo que este Padre Ripalda hizo del Conde-Duque, en Toro, no pondría en el fuego la mano sobre si el jesuita no puso la suya en el escrito que tratamos. Muchos de los argumentos de El Nicandro reaparecen, en forma y estilo muy análogos, en el Memorial de Toro. Lo más probable es que, como en torno del Conde-Duque había muchos hombres de letras, y éstos suelen ser agradecidos y nobles, varias plumas intervinieran en la redacción y retoque de estas ardientes páginas. Entre ellas, tal vez también la de Ahumada, que era muy amigo de Rioja[754].

Pero los libros no son de quien los manuscribe sino de quien los piensa. Y el pensamiento de El Nicandro es todo puro Conde-Duque. Nadie puede negarlo: aquella es su robusta, elocuente y orgullosa dialéctica con sus cordialidades y sus desdenes que hieren como zarpazos. La redacción, no. Por entonces Don Gaspar, con la mente conturbada, ya no escribía con el estilo claro, punzante y maduro con que están redactados los argumentos e insinuados los ataques en este papel. Pero él fue el directo inspirador. Tal vez luego se arrepintiera. Una sátira que circuló por entonces, escrita sin duda por un amigo de Olivares, dice que éste sintió haber escrito «este descomulgado papel». Y hay, finalmente, una declaración importantísima: la del confesor del Conde-Duque, el Padre Ripalda, en el citado Memorial, en la que se niega terminantemente su intervención en la confección de El Nicandro diciendo que «por hacer al Conde más odioso, publicaron [los enemigos] que era suyo, sin haberlo jamás visto ni antes ni después de haberse impreso». No obstante esta declaración, un tanto especiosa (porque, en efecto, pudo muy bien Don Gaspar inspirar la defensa sin haberla visto ni antes ni después de impresa), resulta evidente la responsabilidad del Valido en la inspiración del importantísimo documento. La situación angustiosa en que se encontraba en Toro cuando su confesor se decidió a escribir el Memorial, justifica la frase hábilmente negativa de Ripalda[755].

Proceso y sentencia

Es interesante también dejar consignados, en resumen, los procesos y sentencias que se siguieron por estos papeles, a Mena y a Don Gaspar. Del primero se consideró como padre indudable al dicho Don Andrés de Mena, aunque éste, según Novoa, lo negó, echando la culpa a un hijo suyo, fraile. En cuanto a El Nicandro, el presidente de Castilla llamó a Ahumada, que reiteró su declaración de único responsable de la redacción e impresión, dando como causa «el no poder ver padecer la reputación del Conde-Duque, su Señor, a quien debía todo lo que era». El quijotesco preceptor dio con sus huesos en la cárcel, pero la justicia no se dio por satisfecha, y nombraron juez de la causa al alcalde de Corte Don Antonio de Robles. La actuación de éste demuestra descaradamente el deseo de buscar el punto delgado de la cuerda para eludir la responsabilidad del Conde-Duque y de Rioja, que fue siempre muy amado de Felipe IV. Buscoóse, en efecto, a quien probablemente tenía menos culpa, al impresor, un tal Mateo Fernández, y se le prendió por haber tirado el papel sin licencia, aunque en su declaración alega que pidió permiso al alcalde Lezama y que éste se lo dio[756]. Fue preso también el alcalde; pero no hay que decir, dada la justicia de aquellos tiempos, que inmediatamente le devolvieron la libertad. Prendieron asimismo a Domingo Herrera, botiller del Conde y criado del Rey, que había andado en la impresión y en el reparto de los papeles; pero a todos «con buena esperanza de salud», dice Novoa.

La culpabilidad de Olivares fue examinada por una Junta compuesta de dos Nobles —el Conde de Oñate y el Marqués de Castañeda— y de tres ministros —el presidente de Castilla, Don Francisco Antonio Alarcón y Don Pedro Pacheco— con lo que estaba asegurada la minoría de los aristócratas vengativos; y, en efecto, la sanción se redujo al traslado a Toro, pena no demasiada en tiempo de verano y, además, con la promesa solemne de Felipe IV de no molestar para nada ni al Conde-Duque ni a su mujer e hijo, que seguirían en sus cargos. Se hizo intervenir a la Inquisición, con pretexto de que las citas de los libros sagrados que abundan en El Nicandro eran impropias, y esto, ante el populacho, dio cierto acento terrible a la persecución. Pero, en realidad, el cielo inquisitorial se empleó sólo en la captura y recogida de los impresos, que fue, en efecto, rigurosísima, pues hoy es excepcional el encontrarlos, y los ejemplares que conocemos son casi únicamente los manuscritos, que sin duda, y pese a la Inquisición, debieron de circular mucho. Novoa observa, para expresar la benignidad con que actuó el Santo Oficio, que «aún estaba allí todavía el agradecimiento del Padre Salazar, inquisidor de aquel Supremo Consejo»[757].

Los inculpados de menor categoría fueron juzgados por los Tribunales ordinarios y en julio del mismo año de 1643 hizo la acusación el fiscal del Consejo, licenciado Don Juan de Morales y Barrionuevo, caballero de Alcántara. Esta acusación, muy desvaída y vulgar, se limita a rebatir las acusaciones de El Nicandro y a hacer resaltar —los recursos de siempre de la justicia oficial— el antipatriotismo de sus autores. Deja al Conde-Duque, a Rioja y a Ripalda como al margen de toda culpabilidad y pide que se condene al impresor Fernández y al botiller Herrera. Justicia tan injusta que marca, como la columna de un termómetro, los grados de amoralidad de aquel pueblo[758].

En el Memorial de Ripalda se queja éste, en nombre del Conde-Duque, de que «se ejecutaron graves sentencias en el autor y los cómplices» de El Nicandro; y, en cambio, se trató con lenidad a los autores e inductores de «los escritos que ofendieron al Conde, que eran tantos y tan enormes que tiembla la pluma de referir sus injurias, tan declaradas y desmedidas»; pero en esto la queja del ex Valido no tenía el menor fundamento. Basta para comprobarlo leer la sentencia que salió poco después, y en ella se ve que a Herrera, el propagador de El Nicandro, sólo se le desterró durante dos años; a Fernández, el impresor, se le condenó no más que a pérdida de sus instrumentos, y a Ahumada, a la destitución de su puesto de preceptor de Don Juan de Austria. Nada más. En cambio, el pobre Mena, el Oidor, el que había defendido a los Grandes y al Rey y al Papa contra el Conde-Duque, tuvo que pagar 500 ducados, se le envió a servir a Oran durante seis años y se le desterró del Reino para otros cuatro más. Y a Diego de Gradille, que había impreso y propagado este Memorial de Mena, se le hizo pagar 400 ducados y se le desterró del Reino durante diez años[759]. La sentencia es, sin duda, la mejor prueba de que los altos poderes del Estado seguían estando, decididamente, de parte del Conde-Duque.

Otras defensas del Conde-Duque

Mucho menos resonancia que El Nicandro tuvo otro escrito, excelente y apenas citado, que apareció también a favor del Conde-Duque, firmado por el licenciado Don Gabriel de Bolaños, fiscal de Comisiones del Cuerpo de Hacienda. Esta defensa tiene varios puntos de contacto con El Nicandro, pero es mucho más serena. Su argumento capital es también la complicidad del Rey en las faltas que se atribuyen al ministro[760]. Una nueva imitación de la defensa de Bolaños surgió poco después, repitiendo sus argumentos y muchas de sus palabras[761]. Nada sabemos de que estos dos olivaristas fueran perseguidos. Probablemente no lo fueron, y ello demuestra que el defender al Conde-Duque era una empresa, todavía después de su caída, poco arriesgada. El Rey, por bondad, por lealtad a su antiguo y fiel consejero y porque tenía empeñada la palabra, no quería llevar más adelante el leve castigo. Pero, a la vez, necesitaba contentar al coro inquieto de sus Grandes. Sacó para ello de sus cárceles o destierros a los perseguidos por el antiguo Privado; al Marqués de Villafranca, y más adelante a Quevedo, al inquisidor Adam de la Parra[762] y a otros de menor categoría. Pero el juego estaba demasiado claro y la murmuración seguía, dando por hecho que, ahora desde Toro, como antes desde Loeches, era Don Gaspar el verdadero consejero del Rey. De no ser así, no se explicaba nadie que los desastres guerreros y las calamidades en la vida interna siguiesen lloviendo sobre la infeliz España. Y la confirmación evidente estaba en la persistencia en su puesto de Palacio de la Condesa de Olivares, «arcaduz que unía a Don Felipe IV con su ministro».

Era preciso expulsarla. Pero la mantenía en su puesto nada menos que una promesa real contra la cual eran impotentes las fuerzas humanas. Para anularla hubo que hacer intervenir a Dios, y ya sabemos que fue su instrumento la monja que desde el convento soriano se preparaba para nueva privanza en el ánimo paralítico del Rey. Así terminó la batalla de El Nicandro.