Loeches y el Conde-Duque
LOS madrileños, que veían ya alzarse en la Plaza Mayor otro cadalso como el que un cuarto de siglo antes sirvió de escenario a la muerte de Don Rodrigo Calderón, se sintieron, sin duda, defraudados al saber que todo el castigo impuesto a Don Gaspar de Guzmán se reducía al destierro de Loeches. Porque Loeches no era ni siquiera una fortaleza, sino lugar de la propiedad del Conde-Duque, donde había labrado el convento de sus devociones, parejo al del mismo Rey, y donde, según la fantasía popular, poseía un palacio lleno de lujos y magnificencias. Sin embargo, ahora veremos que, aunque ya herido de muerte, el genio turbulento de Olivares no podía encontrar la paz, mientras le fuera impuesta, ni allí donde él había soñado descansar. Pero antes de seguir con su historia conviene dedicar unas líneas a este pueblecillo humilde de la provincia de Madrid, que la tragedia del Valido de Felipe IV ha hecho inmortal.
En 1576, Loeches, villa desde noventa años antes, era una población pequeña, de 300 vecinos, con casas «de tierra y algún yeso», campos pobres de cebada, viñas y olivos y escasa leña en los montes próximos[720]. Cuando los Condes de Olivares lo eligieron como lugar para su recreo y descanso, era, poco más o menos, igual. Existía en él un convento de Carmelitas Descalzas, fundación de Don Iñigo de Cárdenas y Zapata, señor de la villa, de cuyos testamentarios la adquirió el Conde-Duque[721]. La visita a este convento, muy humilde, debió de sugerir a Don Gaspar, y sobre todo a Doña Inés, a cuyo nombre se hizo la fundación, la idea de erigir otro monasterio, más lujoso[722]; y así lo hicieron, frente a aquél, quedando los dos unidos por el edificio de vivienda de los dueños, y entre los tres una gran plaza. Loeches está en una región tan desamparada y con tan pocos motivos de amenidad, que no puede pensarse más que en una inclinación ascética al retirarse en él. El espíritu extremadamente religioso de ambos esposos les inclinaba a un lugar de meditación y de silencio, cuando descansaban de la vida cortesana, sobre todo después de la muerte de su hija María. Acaso, en los alrededores de Madrid, ninguno pueda superar en este rigor del paisaje a Loeches. Cerca está la vega del Henares, frondosa, pero entonces poco habitable por la plaga del paludismo. Loeches, sobre una colina pelada y sin más horizonte que las estribaciones, pobrísimas, de las sierras de Guadalajara, no tenía otras amenidades que aquellas que el espíritu castellano encuentra para el alma cuando el cuerpo carece en absoluto de sus fruiciones todas. Tenía, es cierto, reputación de pueblo sano, por su sequedad y por sus aires, y por un manantial de aguas medicinales, entonces, muy poco conocido. Algo menor que ahora era su aislamiento, pues por la villa pasaba ya el camino que viene de Aranjuez y Toledo y se une, a la altura de la venta de Meco, a siete y media leguas de la corte, con el que va de Madrid a Barcelona y, como entonces se decía, a Italia. La importancia de Toledo, y después de Aranjuez, como sitio real frecuentadísimo, hacía que se utilizase mucho este camino, practicable a los coches, para tomar, sin pasar por Madrid, la gran ruta que entonces era nuestra principal comunicación con el resto de Europa[723].
El convento
En 1637 nos dicen las Nuevas de Madrid que «el Conde-Duque da mucha prisa en la fábrica del convento en Loeches, habiéndose ya abierto los fundamentos del templo, que será de la misma proporción y grandeza que el de la Encarnación de esta corte. Ha traído también a este convento una porción de agua de una diafanidad cristalina y mucho mejor que la de Corpa»[724].
El convento estaba habitable en 1640[725]; y en esta fecha entraron las monjas que venían de Castillejos de la Cuesta[726]. Pero la fábrica de la iglesia tardó tanto en terminarse, que no la vieron concluida ni el Conde-Duque ni su mujer, pues ésta, en su testamento, muy poco antes de morir, después de encargar a sus herederos que «cumplan enteramente la escritura de fundación», añade que «se acabe con toda brevedad la iglesia» y para ello adjudica «un rubí de mucho precio». El amor de Doña Inés a su obra era tal, que el día de las capitulaciones de Don Enrique, su hijo adoptivo, con la hija del Condestable, le pidió «que quisiese siempre bien a su cuñado el Duque de Medina de las Torres y a Loeches».
La iglesia es bella, de fachada muy semejante a la Encarnación de Madrid, como tantas veces se ha dicho, fruto evidente de una de las fases delirantes del Conde-Duque, en las que, instintivamente, emulaba, en todas sus manifestaciones de grandeza, al Soberano. Y eso que hoy no podemos darnos cuenta de su esplendor antiguo, pues falta la decoración de los cuadros de Rubens, regalo del Rey a Olivares, desaparecidos cuando la invasión francesa, que fue muy dura en esta región[727]. Las monjas actuales cuentan todavía, por tradición oral, que hubieron de desalojar el convento, refugiándose durante tres meses en el cercano pueblecillo de Brea. Las tropas enemigas entraron en el convento y lo saquearon, llevándose o destruyendo el archivo, que se supone era interesantísimo.
El mito del palacio
En cambio, el hiperbolizado palacio de los Condes dijimos ya que es un edificio modesto, de un solo piso, con cuadra subterránea, a la que se baja por una rampa, como entonces era costumbre, a la izquierda del zaguán. De él parte una breve y ancha escalera que da acceso a la vivienda. Consiste ésta en dos crujías, la de la fachada principal, a la plaza, con tres habitaciones (una alcoba y dos despachos, uno de éstos con chimenea de piedra sencilla); y la posterior que da a una huerta y consta de una sola y amplia pieza que debía servir de sala de recepción. El exterior del «palacio» es humilde sin el menor adorno, y el interior, como acaba de verse, tan simple, que no se puede uno imaginar que viviesen allí, aun en modestia campestre, tan grandes señores. Probablemente la servidumbre se alojaría en casas, hoy desaparecidas, al otro lado de la plaza. No hay tampoco, dentro, el menor lujo arquitectónico. Un zócalo de Talavera, ordinario, corría por todas las habitaciones[728], que, sin duda, estarían adornadas y confortadas con tapices, pero «tapices viejos», como su mismo dueño declaró[729]. La cuadra se componía de dos piezas, una para ocho animales y otra para tres.
Así era el convento, grande y bello, pero nada lujoso desde que desaparecieron sus pinturas; y así era el pretendido Alcázar, donde, bien entrada la noche de enero, descendía el Conde-Duque y, apoyado en sus criados, subía los breves escalones de aquella cárcel demasiado estrecha para sus ímpetus, aun estando tan abatidos.
El careo con la eternidad
El Conde-Duque se entregó en Loeches, con mayor ahínco que hasta entonces, a la vida de devoción. Se levantaba muy temprano y oía varias misas y oraba hasta las once, desde la tribuna con celosías, que aún existe, frente al altar mayor y a su izquierda[730]. Tal vez hasta en aquellas horas de recogimiento no hizo su alma ese careo solemne entre el mundo y la eternidad que a todos nos llega y del cual nuestro mundo, por grande que haya sido, resulta invariablemente reducido a cenizas. Careo más solemne en el caído ministro, porque el poder humano tuvo para este Guzmán, arrebatado de ambición, realidades de grandeza tan inauditas que su derrumbamiento y desengaño debió de sonar en la soledad de aquel páramo con ecos de tragedia cósmica. Yo no he sentido, en ninguna de mis lecturas y meditaciones sobre el ministro de Felipe IV, la magnitud de su dolor como en los momentos en que apoyaba mi frente en el mismo lugar donde buscó alivio la suya y contemplé a través de la misma celosía el altar, hoy desmantelado, en que sus ojos, llenos de angustia, se clavaran.
Se paseaba luego por el campo, a pie, con sus perros, o en su carroza. En los días de lluvia o de frío, el paseo sería por la galería cubierta que hay en la fachada sur de la iglesia, desde la cual, limitado por el último arco, se ve sólo un trozo de tierra árida y amarilla y, al fondo, el camposanto.
Después de comer, salía de nuevo, veía jugar a las gentes del pueblo y a sus criados; rezaba las horas mayores y cenaba después. Antes de acostarse volvía a rezar el rosario[731]. Un manuscrito de la época, que se conserva en el convento, añade nuevos detalles a estas devociones. Nos dice que oraba ante la calavera «de un hombre muy insigne en letras que en la Universidad de Salamanca había sido su maestro», y que se ponía al brazo cilicios, «de que daban muestras las señales que de los hierros tenía en las mangas de las camisas»[732].
En todas estas devociones le acompañaban su confesor el P. Martínez Ripalda, y su «compañero», dicen siempre las cartas de los jesuitas sin duda, otro de la Orden; pero no sabemos quién era. Rioja estaba allí también y probablemente no inactivo, como veremos ahora. Salvo éstos y la servidumbre, su soledad era absoluta. Doña Inés y los hijos seguían en Palacio. Y las visitas que venían de Madrid, unas traídas por el cariño y otras por la curiosidad, eran escrupulosamente rechazadas. «Dio por razón al Padre Martínez Ripalda, para no verlos, que los que venían eran amigos o no lo eran; si eran amigos, no quería enternecerse con ellos ni darles ocasión de sentimiento; y si no lo eran, temería turbarse»[733]. Tampoco recibía ninguna carta, salvo las de su mujer. A Pellicer le contó el mismo cardenal Borja que le había devuelto una misiva suya, sin abrir[734]. El rigor de su aislamiento era tal que, según Novoa, ponía «espías en los caminos para avisar y despedir»[735].
Empleaba algunos ratos en la agricultura; «arrojado de la Corte —dice Siri, enfáticamente— no desperdiciaba el vil oficio de jardinero». Serían, probablemente, consejos a los peones los que diera y no golpes de azadón, pues su obesidad, su gota y la fatiga creciente le vedaban ya todo trabajo físico. Aún alentaba en él, no obstante, el espíritu reformador, y trató de convertir aquellas lomas, ya entonces peladas, en cotos de caza. Pero la oposición popular continuaba hasta en sus propios dominios; y los labradores, alegando que los conejos que se proponía traer serían perjudiciales para los sembrados y viñedos, se opusieron a la reforma; no cedió el ex dictador, y acudieron los villanos al Rey, que dio la razón al pueblo y ordenó «que los conejos y conejas que había pedido en varias partes para Loeches no se enviasen»[736].
El secreto de la salida
Pero esta paz duró muy pocos días. Olivares había salido de Palacio, hay que recordarlo aún, no arrojado por el Rey, sino accediendo éste a las propias instancias del ministro, que se sentía aplastado por el destino adverso. Los relatores contemporáneos ocultan esto y se atienen con malicia a la versión de la despedida violenta. Algunos que declaran la verdad de la retirada voluntaria suponen que fue una estratagema piadosa del Rey para dorar el cese del orgulloso Conde-Duque. La verdad la sabemos ya: el Valido se iba porque los resortes de su privanza, los suyos y los del ambiente, se habían quebrado. Si no, ninguna conspiración hubiera podido con él. Se iba y no le echaban; acaso poniendo él las condiciones. Inmensamente dolorido de su propia derrota; pero no humillado por nadie. Que esto no es hipótesis lo demuestra una carta, importantísima para la historia psicológica de este proceso humano, escrita por Don Gaspar durante los días de su caída, dos días antes de salir de Madrid, y dirigida a la persona que, fuera de su mujer, le merecía más confianza de cuantas le rodearon, el Marqués de Leganés, en el amor su verdadero hijo. Esta carta, no comentada hasta ahora, dice así:
«Primo: Aunque creo que el Rey, nuestro señor (Dios le guarde), os ha escrito que en razón de mis achaques y la falta de fuerzas en que me hallo estoy obligado a tratar de cura larga en lugar de asir el remo con más vigor que nunca, como lo pedía la sazón, podía yo excusar el haceros otra relación; pero no de deciros, primo, que ésta es la ocasión de que el Rey nuestro señor (Dios le guarde) conozca que los ministros y parientes que han corrido por mi mano son tales en la fineza, celo y aliento que mis imposibilidades no sólo las han de reparar con sus acciones, sino adelantar más que nunca y hacer que Su Majestad experimente y toque con la mano que aquellos que yo he propuesto son tan finos como yo y más. Si nuestro Señor se sirviese de que la cura aproveche, aquí me tendréis, y donde no, os ofrezco mis oraciones delante de Dios, porque realmente los achaques aprietan y son de mala calidad y toman la cabeza, con que veréis la gravedad a que llegan. En materia de negocios me remito a los despachos de S. M. (Dios le guarde). Algún dinero nos ha remitido; trataré vivamente de que hará luego más; y espero que no se dilatara. Dios os guarde como deseo y he menester. Madrid, 21 enero de 1643.»
De mano propia: «Creo de mí, señor mío y mi hijo, que mi salud no ha podido pasar más adelante y que me podéis consolar en esta parte última de mi vida, sólo con servir al Rey, nuestro señor; también que mis canas y achaques resuciten con nuevas ocasiones de que servir muy aventajadamente a Su Majestad. Yo os echo mi bendición porque deseo infinito curarme por ver si puedo ayudaros; pero lo cierto es morir vuestro padre y vuestro amigo. Hasta que Dios resuelva. —Don Gaspar de Guzmán»[737].
Esta carta revela, ante todo, que era verdad, y no pretexto, la enfermedad de Olivares, que Felipe IV alegaba en su decreto de 24 de enero. El Conde-Duque estaba, realmente, tan malo que no podía seguir actuando de ministro universal. Pero, además, nos damos cuenta, irrefutable, de que la enfermedad había comenzado a producir una confusión grave en el cerebro del Valido. Ya dice él que los achaques «le toman la cabeza»; pero, aunque no lo dijera, se advierte el diagnóstico en la incoherencia de los conceptos y en la oscuridad de la redacción. Flotan en ella, como restos de una nave hundida, algunos rasgos de su pasada y enérgica retórica. Aún aparece, como una muletilla, su metáfora predilecta, la de «asir el remo», símbolo de lo que fue para él el gobernar: remar tenazmente, más que inventar derroteros geniales para España. Pero la comparación de esta carta con cualquiera de los papeles de su juventud, la convierte en un documento clínico. Alienta en ella, en fragmentos alternativos y desgarrados, la desesperanza de curarse y el deseo de volver a su mando. El pensamiento asoma velado por nubes oscuras de sinrazón. Y la posdata, añadida de su mano, tiene ya la vaguedad trágica de los que empiezan a trasponer los lindes de la conciencia.
La contestación de Leganés va copiada en el Apéndice XXIX. Este Leganés, discutido como general, fue, como hombre, intachable. Bastaría para demostrarlo esta carta, tan reverente y dolorida. Se lo debía todo al Conde-Duque, pero en la hora de la desgracia no le negó, como otros, y se honró llamándose su «hijo obediente y criado de buena ley». Se adivina que su dolor es, ante todo, de hijo, que siente, más que la desgracia social consumada, la de la vida de un deudo en peligro y la extinción visible de aquel manantial de voluntad.
Sublevación del desterrado
Ésta era la situación espiritual del Conde-Duque en los primeros días de su retiro. Mas pronto empezaron a llegar a Loeches noticias de la agitación de la Corte. Los Grandes y el pueblo se inquietaban de ver al caído tan cerca de Madrid. Como no se cumplió el esperado milagro de que la salida de Olivares de Palacio fuese seguida de la paz y de la prosperidad, la lógica simple de la muchedumbre lo achacaba a que seguía mandando desde Loeches, ya mediante «el arcaduz de la Condesa», ya directamente, en visitas misteriosas que se aseguraba hacía Don Gaspar al Rey, en el Buen Retiro. Y arreciaban los ataques al Conde y las indirectas al Rey, en libelos y en gritos que la gente profería al paso de los Monarcas por la calle. Todo lo sufría el desterrado con paciencia y esperanza. La monja de Loeches que escribió su semblanza dice que «en muchas ocasiones —y debieron de ser éstas— se reconocieron en él los buenos efectos de la oración, porque fue mucha su paciencia en los trabajos y grande su tolerancia en sufrirlos».
Pero he aquí que un día, el 18 de febrero, sin cumplirse, pues, el mes de su salida de Madrid, circuló por la Corte y llegó a sus manos el Memorial de Don Andrés de Mena, en que, con su firma responsable de Oidor, y sin bajezas de sátira de arrabal, se sistematizaban los principales cargos en contra suya, que corrían de boca en boca y algunos más. Se adivinaba, claramente, que a la pluma de Mena la movía el odio implacable de los Grandes, decididos a rematar al caído. Y la paciencia de éste se acabó. Una vez más reaccionó desde el fondo de su depresión. Llamó a Rioja y pusieron manos a la obra en un opúsculo de defensa, que se llamó El Nicandro, al que dedicaremos el próximo capítulo. Allí veremos que, si los Grandes salieron de la polémica que se entabló más malparados que el Conde-Duque, consiguieron, por lo menos, alejar al enemigo de Madrid, trasladando su destierro a Toro.
En las cartas de los jesuitas hay una relación muy puntual de las últimas horas de Olivares en Loeches[738]. Acordado por la Junta que se formó para dictaminar sobre El Nicandro que el autor de éste era el Conde-Duque, se juzgó «para satisfacción de los lastimados en el papel», que se le castigase llevándole más lejos. El Rey se conformó, pero «añadiendo de su letra que se dispusiese que el Conde pidiese licencia para hacer menos áspero el destierro»; notable bondad, porque el libelo, más que a los Grandes, que tanto se enojaron, era al Monarca a quien zahería. Acaso Don Felipe consideraba como atenuante la enfermedad, ya muy visible, de Don Gaspar. Acaso, también, temía que, si se mostraba riguroso, Olivares realizara las amenazas que contra el Rey asoman, con clara audacia, en el papel. Lo indudable es que Felipe IV no quiso, ahora tampoco, ofender excesivamente a su Valido.
Cortesía en la estepa
Fueron a Loeches con la orden del nuevo destierro, a primeros de junio de 1643, Don Luis de Haro y Don Francisco Antonio de Alarcón. El sobrino, Haro, iba, según el jesuita narrador, «porque fuese templada la purga con el azúcar, si bien yo pienso que en semejantes bebidas es lo dulce lo que más empalaga». Se quería que la entrevista se celebrase en el mayor secreto, para lo cual se citó a Don Gaspar, que había de estar solo, en los alrededores de Loeches; y cada uno de los dos emisarios salieron de Madrid con pretexto de caza y por diferentes caminos. Estaba el Conde esperando cuando llegó Alarcón, que entró en el coche de aquél; y como no debía hablar hasta estar los tres, pasaron la hora que duró la espera hasta la llegada de Haro sentados uno frente a otro, sin decirse más que vagas fórmulas de cortesía. «Perdía el Conde mil colores»; Alarcón estaba más sereno. Apareció, al fin, Haro, retiró su coche y «entró en el de su tío, haciéndole la misma cortesía y veneración que en los tiempos de su prosperidad; y queriéndole besar la mano, se bajó el Conde al estribo porfiando que tomase su lugar, sobre que hubo muchas repugnancias. En fin, Don Luis quedó al estribo, el Conde en la testera y Don Francisco a los caballos; y luego comenzó la conversación». Admirable, por cierto, esta pugna de alambicadas cortesías en aquel trance, solos los tres en la soledad de la estepa y dictada ya la sentencia para castigar al ministro, poco antes dueño del Imperio.
El resto de la conversación se desarrolló en el mismo tono de engolada etiqueta. El Conde se negó a pedir licencia al Rey para retirarse, porque pidiéndolo se privaba del gusto de obedecerle. Así creería mejor que seguía sujeto a su servicio. Pero al fin se convino en que la fórmula fuese que Haro, como sobrino de Olivares, pidiese a Don Felipe el traslado de su tío a otro lugar que no fuese Loeches, porque el calor excesivo de estas tierras, en verano, perjudicaba a su salud. Se pensó en Andalucía, por ser la tierra familiar de Olivares. Pero al día siguiente, el Padre Martínez Ripalda llevó una carta de Don Gaspar para Haro[739], en la que le pedía que no se le enviase a Sevilla o Sanlúcar, sino a Toro o León, «por su mejor templanza»[740]. Así fue acordado.
Al volver de la entrevista, el coche de Haro se rompió y tuvieron que volver juntos, él y Alarcón, en el de éste, hacia Madrid. Don Gaspar regresó a Loeches en el suyo, solo, como había venido, «con lágrimas en los ojos». Toda la arrogancia de El Nicandro, humo de arrogancia ya, se había evaporado.
A los pocos días salió para su nuevo destierro. No llegó, pues, a cinco meses su estancia en Loeches. Tal vez ya no se daba cuenta exacta de su situación. Pero desde fuera la gente contemplaba, con maligno alborozo, su caída gradual por la pendiente. ¿Hasta dónde bajaría? En muchas mentes volvió a dibujarse el recuerdo de Don Rodrigo Calderón, cuya sangre salpicó el comienzo de la privanza del Conde-Duque. El jesuita González, al comentar la marcha hacia Toro, escribe estas palabras, por las que pasa como el relámpago el hacha del verdugo: «De los cuernos de la luna se para en los de Toro, que estas variedades tienen las cosas de la vida; y si para ahí, no es tan malo.»