25. La salida de Palacio

Se fue y no le echaron

QUEDA demostrado en los capítulos anteriores que la caída del Conde-Duque no fue, como creyó el pueblo entonces y se refleja en los alborozados libelos, resultado de un postrer ataque a fondo de todas las fuerzas enemigas —a cuyo frente iba, como capitana, la Reina Doña Isabel— contra el Valido, recalcitrante, aferrado al Poder, como un molusco a su roca. Sino que el proceso íntimo de la declinación de su privanza se había cumplido ya; y el hecho de la salida de Palacio, con ser tan teatral, era, cual todos los llamados «acontecimientos históricos», mera espuma de una violenta y oculta tempestad anterior.

La magnitud del desastre nacional era inmensa, y Don Gaspar, deprimido y cansado, no se sentía capaz de seguir sustentando su responsabilidad. Estaba, además, físicamente enfermo, pues las lesiones que antes de que transcurriesen dos años habían de producirle la muerte, estaban, con absoluta certeza, ya muy avanzadas en este enero de 1643 en que el derrumbamiento ocurrió. Su cabeza, como demuestran sus cartas, sobre todo a partir del esfuerzo de Fuenterrabía, empezaba a flaquear. Pero en una Monarquía absoluta era necesario el gesto del Rey para realizar lo ya decidido; y Don Felipe tardaba en decidirse, sin muletas, a dar este paso; el primero después de veintidós años; y precisamente contra el que había sido, hora por hora, el báculo de su voluntad impotente. El gesto, al fin, llegó.

El Conde-Duque, que tantas veces solicitó del Rey licencia para irse, la pidió ahora también. Consta, en efecto, y de origen tan autorizado como el confesor de Felipe IV, «que el Conde pidió licencia para irse a su estado de Sanlúcar, y respondió el Rey: "Tan lejos, no, Conde; más cerca, sí"»[710]. En el próximo capítulo se copiará una carta de Don Gaspar al Marqués de Leganés, también muy demostrativa del verdadero sentido de su marcha del Gobierno[711]. Y, finalmente, el Memorial de Martínez Ripalda, desde Toro, lo confirma de nuevo. Pero, aun sin estos documentos, hasta ahora poco o nada conocidos, bastaría a demostrarlo el propio decreto de cesantía que firmó y publicó Felipe IV. De este papel existen bastantes versiones[712]; pero, de las fidedignas se deducen algunos puntos esenciales que nos conviene destacar, a saber: primero, que está redactado en un tono de tan generosa consideración para Don Gaspar, que los libelistas, interesados en dar la sensación de que el Rey arrojaba por las escaleras abajo a su ministro, no se atrevieron a copiarle o le deformaron cínicamente; segundo, que hace constar que el Conde había pedido muchas veces irse; tercero, que éste se hallaba «con gran falta de salud», «apretado por sus achaques»; cuarto, que el Rey esperaba que con el descanso se repondría «para volverle a emplear en lo que conviniere» al real servicio; y quinto, que no pensaba sustituir al Valido por otro, sino encargarse él personalmente del Gobierno con la normal colaboración de sus Consejos.

Esto, es decir, el sentido de la caída es lo que fundamentalmente nos interesa. Los pormenores de su desarrollo, que tanto preocuparon a los chismosos cronistas de entonces, no tienen para nosotros el valor que alcanzaron en aquella sociedad, maligna y atenta tan sólo a los detalles escenográficos de la gran tragicomedia de la Corte. De esta salida se ha hecho también una leyenda dramática, creada principalmente sobre el relato de Guidi y difundida por el Gil Blas de Santillana. El cotejo de los datos, a veces contradictorios, que se hallan en las diferentes relaciones contemporáneas nos permite la siguiente sucinta versión del suceso que apasionó a toda Europa[713].

Grandes anales de ocho días

El sábado 17 de enero, día de San Antón, el Rey envió al Conde-Duque, desde la torre de la Parada, por medio del famoso Cristóbal Tenorio, el raptor y espía, un billete concediéndole la licencia que había pedido, en términos muy semejantes a los del documento de cesantía, ya comentado[714]. Don Gaspar envió a llamar a su mujer que, como sabemos, estaba en Loeches y llegó por la noche «como cierva herida, a las aguas —dice uno de los cronistas— pero vio la fuente cerrada». Hasta muy tarde se ocupó el ministro, con el protonotario Villanueva y Don José González, de arreglar sus papeles y de quemar algunos.

Domingo 18. —La noticia de la despedida del Conde se supo por todo Madrid, «inventando —dice Pinelo— sobre una verdad mil falsedades». Los patios y alrededores del Alcázar se llenaron de una inmensa muchedumbre que comentaba el rumor; «pero como el respeto del Conde era tan grande y la nueva tan peligrosa, unos no se atrevían a decirla y otros ni a preguntarla». Nada anormal se vio, durante todo el día, en Palacio. Dentro, el Conde hizo su vida habitual. La hostilidad de grandes y pequeños era ya manifiesta, hacia él y hacia su mujer. Pero no le abandonaron sus amigos, entre ellos el Marqués de Santa Cruz, que entró a saludarle «con ofrecimientos de reconocido deudor», y al que Don Gaspar encargó que no olvidase a su mujer y a sus hijos.

Lunes 19. —Con admiración de los que creían al Conde-Duque poco menos que encarcelado, «dio audiencia en su aposento como solía y presidió una Junta de Estado» en la que mostró tan gran mal humor, que los secretarios se decían: «¿Qué diablos tiene el Conde? Nos ha tratado como trapos viejos»[715]. Por la tarde fueron los Reyes a visitar a la Duquesa de Mantua, a la Encarnación. Dicen que, al volver, se juntó alguna gente que gritaba: «¡Viva nuestro Rey muchos años si lleva adelante tanta resolución!», de lo que se holgó la Reina, sacando la cabeza del coche; el Rey no quedó tan contento, porque «reparó en lo condicional» de la aclamación popular. Por la noche hubo Consejo en el aposento real, sin asistir el Conde.

Martes 20. —La desorientación del pueblo aumentó este día, y el miedo a verse defraudado en lo que tanto deseaba, pues el Conde-Duque continuó despachando como si nada ocurriese. Besó la mano al Rey el célebre Don Juan Chumacero, que había estado unos años de embajador en Roma, y la gente pensó que sería el Valido que sustituiría a Don Gaspar; con lo que se advierte la poca confianza que se tenía, y con razón, en las decisiones del Rey de gobernar por sí mismo. Por la tarde se supo que, a la mañana siguiente, Felipe IV se iría a cazar a El Escorial para que, durante su ausencia, se fuese el Conde-Duque.

Miércoles 21. —Fuese, en efecto, el Rey a San Lorenzo, «a desahogarse un poco la cabeza —dice Novoa— que desde que salió de Aranjuez no había muerto una res». Pero la res era la que quedaba en Palacio. Es evidente que el Monarca, débil siempre, y en este caso ligado por vínculos de indudable afecto por Olivares, no se atrevía a presenciar el momento, doloroso para los dos. El Príncipe Baltasar Carlos se fue a la Zarzuela con su aya la Condesa, Doña Inés[716]. El Conde continuó despachando, sin inmutarse, todo el día.

Jueves 22. —La Reina, impaciente, envió un despacho al Rey para que volviese. Lo hizo éste así, y al pasar por Aravaca tuvo el encuentro con los Grandes capitaneados por el Duque de Híjar, que se ha referido ya. Confortase mucho Don Felipe con esta asistencia de la Nobleza, que le venía faltando desde hacía tiempo. Dicen que al llegar a Madrid, y ver que Don Gaspar estaba en el Alcázar todavía, «mostró más que moderado desabrimiento». La relación de Guidi precisa, en castellano, este desabrimiento que fue decir a Don Luis de Haro, cuando éste le informó de que aún no había salido el ministro: «¿Qué aguarda ese hombre?, ¿la horca?»; frase tan dura para los labios de este débil y noble Rey, que puede afirmarse que es una de las muchas falsedades que amenizan el relato del embajador de Módena[717].

Viernes 23. —Publicaronse temprano algunas mercedes que el Conde-Duque había solicitado para sus criados, antes de abandonar el Poder, y que le fueron concedidas. Novoa las enumera: Tenorio, Carnero, Valero Díaz, Pedro López de Calo y Simón Rodríguez, entre otros, obtuvieron buenas prebendas. Esto demuestra la nobleza del Valido, que no abandonaba a los que le sirvieron con lealtad, al dejar de ser omnipotente; y también la generosa disposición de Felipe IV. Con estas nuevas se dio por cierto que la salida del Conde era inminente y se llenó, de nuevo, de gran muchedumbre el Alcázar, aumentándose la expectación al ver que en la Priora[718] esperaba desde primera hora un coche «conforme a oficio de caballerizo mayor», esto es, «con seis mulas, un carro largo, dos hacas y una mula regalo»: el ceremonial denunciaba sin remedio el viaje del Conde-Duque, y sólo de él.

El Conde estuvo media hora con el Rey. No hay noticias ciertas de cómo fue esta conversación postrera de aquellos dos hombres, que la fatalidad había unido y que la Historia no podrá separar jamás. Nadie estuvo presente. No hay referencias, por ninguno de los dos, de lo que hablaron. Unos suponen que Felipe IV trató a su ministro con dureza. Es, seguramente, inexacto. La templanza del Monarca en sus alusiones escritas y habladas a Olivares y la conducta que siguió después hacen presumir que el diálogo fue cordial, en medio del dolor que a ambos debía de traspasarles; y nos dan la certeza de ello las cartas de Don Gaspar a Leganés, la ya copiada que escribió al Príncipe Baltasar, y, sobre todo, el Memorial de Ripalda, en el que rotundamente se afirma que el Rey prometió «dos veces», «no hacer novedad en el estado del Conde» y conservar en Palacio a la Condesa. Acaso, acaso, si la conversación se encrespó entre los dos, pudo Olivares insinuar a su señor lo que pocas semanas después dijo El Nicandro: que las culpas de los ministros en las Monarquías absolutas son también culpas de los Reyes; y que éstos, por lo tanto, han de mirarse mucho al exigir a aquéllos cuentas de su gestión, por desafortunada que parezca. Incluso puede pensarse, y tal vez sea ésta la hipótesis menos descaminada, que tal postrera entrevista no existió, pues así lo afirma el Conde-Duque en la carta al Príncipe Baltasar, repetidamente aludida aquí: «Mi ternura no me deja despedirme.»

Había luego una Junta, y Olivares asistió a ella con aparente serenidad. Pero su angustia se delataba en la insistencia con que a cada instante inquiría qué hora era. Terminó a las once. A esa hora «comió con dos personas solas que le asistían —Rioja y el contralor de la Reina, que había sido criado suyo— con profunda melancolía y sin hablar palabra»; «apenas probó un bocado de los platos que le pusieron». Quizá más que el dolor de dejar el Poder, que era dejar su vida, le entristecía el rumor del alborozo y la befa con que el pueblo —el pueblo de Castilla que tanto amó— esperaba verle salir. Y quién sabe si miedo también. Porque tras estas alegrías de la muchedumbre insurreccionada hay siempre escondida una tragedia que estallará en cuanto un exaltado dé un grito. Por esto, sin duda, fueron todos del parecer de que la salida así, por la Priora y entre la multitud, era una imprudencia. Él —hizo mal— se resignó y cambió la salida dolorosa, pero gallarda, por una fuga poco noble que había de pesar sobre su porvenir como una piedra amarrada al cuello de su reputación. Esperaron, pues, a una «hora más ocupada, en que los hombres estaban comiendo y reposando en sus casas de trabajo común y cotidiano de los oficios y de los negocios»; y mientras los curiosos recalcitrantes esperaban en torno de la carroza oficial, bajaron los criados en una silla al Valido, porque no podía andar, por otra escalera secreta, acompañado de Don Luis de Haro, su sobrino, del Conde de Grajal y de Don Francisco Rioja. Se despidió de Haro, que en estos últimos lances de la vida oficial de su tío se comportó, como era en él costumbre, con escrupulosa caballerosidad; y con los otros dos —Grajal y Rioja— más el Padre Martínez Ripalda, desde aquel instante confesor suyo, que abajo le esperaba, salieron por una puerta del servicio y montaron en un coche ordinario, que se le había, con todo secreto, dispuesto. Detrás iba otro coche con algunos criados. «Los coches de la Priora salieron algo más tarde, y los que estaban con deseo de verle partir se quedaron burlados, porque el coche donde S. E. había de ir iba vacío, abiertas las cortinas. Dentro de dos horas se supo en todo Madrid, así como la estratagema de la salida.» No obstante, grupos de galopines apedrearon el coche oficial.

Dice Novoa que «el miedo con que salió fue notable» y que en lugar de seguir la ruta directa y habitual para ir de Palacio hacia Loeches, que era la calle Mayor, Puertas de Guadalajara y del Sol, calle de Alcalá y Puerta de este nombre, tomó un camino excusado por la red de San Luis y calle del Caballero de Gracia; mas, en este lance de la salida, el ayuda de cámara no estaba presente y habla por referencias y equivocándose[719]. En cambio, Pinelo cuenta que el coche del ministro siguió el rumbo corriente, por la Puerta del Sol, hasta la Puerta de Alcalá; allí —dice— aguardó a otros criados que habían salido por Leganitos. Tomó una litera y con dos coches detrás y hasta 40 personas a caballo, se dirigió a Loeches.

Al día siguiente, sábado 24, salió el decreto dirigido al Consejo, dando cuenta oficial de la salida del Conde-Duque, que será copiado y comentado en el Apéndice XXVIII.

La noche oscura

En esta noticia hemos ahorrado varias descripciones que se dan, ligeramente, por verídicas, de escenas de humillación y de violencia de la Condesa, con el Rey y con la Reina, suplicándoles que volviesen sobre el acuerdo del cambio de Gobierno. Nadie las vio y sólo constan en documentos de mínima veracidad. Lo seguro es que, estando convenidas, la salida de Olivares y la permanencia de su mujer, ocurriera todo en la forma triste pero cordial que se ha indicado; y que no hubiera, por lo tanto, más tragedia que la que llevaba en su alma tempestuosa Don Gaspar, cuando, ya casi inválido, le bajaban en una silla por las escaleras excusadas de aquel Alcázar, que fue casi más suyo que de los Reyes.

Poco conocen el alma humana los que dijeron y dicen que el Conde-Duque llevaba clavada, como un puñal, la pérdida de la gracia del Rey. Él sabía bien que esa gracia no la había perdido y que Felipe IV, confortado por una popularidad que a él le faltaba, se sentía, sin embargo, tan vencido por el destino como él mismo. Un Rey, en último extremo, no era obstáculo decisivo para un Guzmán. Lo terrible para Olivares, en aquellos instantes, era sentirse humillado por el fracaso de la propia obra infeliz, a la que sacrificó el torrente fabuloso de su energía durante un cuarto de siglo; y a la que sacrificó también su salud, sobre la que se tendía ya esa sombra levísima que proyecta la muerte antes de que los mismos médicos la perciban.

Luego, en Loeches y en Toro, aleteó aún la esperanza en su ánimo indomable. El 23 de enero, no. Sin duda, la noche más triste de su vida fue aquélla, helada, en que, hundido en su silla, le parecía que unas sombras negras le llevaban, por las lomas desiertas de la cuenca del Henares, hacia la eternidad.