La leyenda de la conspiración
LA Historia suele gustar de que ante la posteridad aparezcan, en el momento de producirse sus grandes acontecimientos, hombres o mujeres con el aire heroico de ser ellos los causantes directos de las efemérides. Mas, en la realidad, son estos personajes hijos y no gestadores del suceso, si bien le padecen y le imprimen, a lo sumo, un cierto ritmo y dirección. Así ocurrió con el episodio de la caída de Olivares. Todos creyeron entonces que el memorable suceso se produjo gracias a la intrepidez personal de la Reina Isabel y al esfuerzo de otras mujeres que la rodeaban. Se habló y se habla todavía de una «conspiración de las mujeres» que hizo derrumbarse al inexpugnable tirano. Ahora es el momento de analizar la actividad y la exacta eficacia de las cuatro mujeres antiolivaristas.
Hay que reconocer, para explicarnos la leyenda, el profundo significado mítico de estos personajes femeninos. Uno, la Reina Isabel, representaba, encarnado en una mujer llena de belleza y de gracia, el amor conyugal y el sentimiento de la realeza, celosos y ofendidos. La Duquesa de Mantua era la intriga cortesana y el instrumento de la pasión de los nobles agraviados. Por Doña Ana de Guevara, la nodriza vieja, hablaba la familiar tradición, la antigua Corte de Felipe III y el Duque de Lerma y, además, la sibila popular que conducía hasta los oídos del Rey la queja de las muchedumbres. Y, finalmente, Sor María de Agreda, la que oía a Dios en sus raptos, era el voto santo, el decisivo para el Monarca más creyente de la cristiandad.
Aún podría agregarse a esta lista Doña María de Austria, la hermana del Rey, novia fugaz del Príncipe Carlos de Inglaterra y Reina de Hungría después. Se dice, en efecto, que era, desde los comienzos del valimiento de Olivares, una de las aliadas de la Reina Isabel; y que la Condesa Doña Inés, respiró con satisfacción al marchar la Infanta a su jornada matrimonial, porque era un elemento levantisco en el cuarto de la Soberana. Hay que hacer pasar todo esto por el cedazo de la crítica. Igualmente se habla, por ejemplo, del odio al Valido de los Infantes Don Carlos y Don Fernando, y está comprobado, como se ha visto más arriba, que tal odio no existió jamás. Más verosímil era, sin embargo, en ella que en sus hermanos; por el hecho de ser mujer y de participar de la aversión colectiva del sexo al Conde-Duque; en este caso, aumentado por la notoria y personal intervención que tuvo el Valido en la ruptura de su noviazgo romántico con Carlos de Inglaterra. Es muy perspicaz la indicación de Mercedes Gaibrois de que cuando, como luego veremos, el Marqués de Grana, embajador de Alemania en Madrid, aconsejó a Felipe IV, en nombre de su Soberano, la expulsión de su primer ministro, es probable que fuera la Reina Doña María la que hubiera puesto más aversión en el consejo[671].
El sentido simbólico de esta conspiración es, pues, muy grande y por eso su leyenda ha durado tanto. Pero no conviene exagerar la importancia de la conspiración de mujeres. Sus manos blancas empujaron al coloso y le hicieron caer con admiración y aplauso de sus contemporáneos y de las historias futuras; mas nosotros sabemos ya que el coloso, cuando aquéllas se decidieron a intervenir, estaba casi muerto.
Leyenda de la jornada real a Cataluña en 1642
Ocurrió la «conspiración de las mujeres» durante la jornada del Rey a Cataluña, sublevada e invadida por los franceses, desde la primavera hasta el otoño de 1642. Veamos, como en otros capítulos de este libro se ha hecho ya, primero la versión legendaria y clásica; luego, la real. La leyenda se forjó, principalmente, sobre el relato de Guidi y dice, en resumen, así: que el Conde-Duque se opuso a que el Rey fuese a la guerra para evitar que se enterase por sus propios ojos de la triste realidad; pero que el Monarca, animado por su mujer, se decidió a partir; y que entonces el Valido retardó maliciosamente la jornada, haciendo dar al Monarca un rodeo por Aranjuez y Cuenca, en cuyos lugares, y en otros de la ruta, le hacía entretenerse con cacerías y todo género de placeres. Que al fin se decidió ir a Zaragoza, por la intervención del embajador de Alemania, el Marqués de Grana, que estaba de acuerdo con la Reina, por lo que el Conde-Duque quiso matarle con veneno. Pero en dicha ciudad Don Felipe estuvo casi encarcelado con Olivares, aislado de sus Grandes y de los cabos de guerra y encerrado en una habitación, sin más alivio que ver jugar a la pelota por una ventana. Entretanto, la Reina, que había quedado de regente en Madrid, empezó a actuar por su cuenta, visitando los cuarteles y poniéndose en contacto con el pueblo, del que recibió, con sus aplausos, infinito apoyo moral. Empeñó, como Isabel la Católica, sus joyas y le envió a Aragón el importe al Rey, el cual quedó admirado con las virtudes cívicas de su mujer, durante tantos años inadvertidas. A la vez, el Conde de Castrillo, que había quedado con ella, se carteaba con Don Luis de Haro, otro conjurado, que iba en el séquito real; y de este modo el Monarca seguía los trabajos de Doña Isabel para librarle del Conde-Duque. Al llegar el invierno volvió el Rey a Madrid, y la Reina, crecida, le habló con claridad sobre la necesidad inexcusable de alejar al ministro. Los Grandes, decididos también, se declararon contra éste. Castrillo tuvo un serio altercado, en presencia de Felipe IV, con Don Gaspar. Grana presentó a los Reyes un documento en que el Emperador, su Soberano, le transmitía su consejo, adverso a la continuación de la privanza. Doña Ana de Guevara, la nodriza vieja, abordó un día en Palacio al Rey recordándole sus deberes de Soberano y pintándole la desesperación del pueblo. Y, finalmente, apareció en Madrid, huida de su destierro de Ocaña, donde Olivares la tenía muerta de hambre, la Duquesa de Mantua, ex Regente de Portugal, que llegó a Palacio y, encerrada con el Rey y la Reina, les contó que la sublevación de Portugal se debía a las torpezas del Conde-Duque y que ella lo había avisado con tiempo, impidiendo aquél, que interceptó sus cartas y aun se atrevió a contestar con otras, fingidas como si fueran del Soberano. Con todo esto se colmó en el Alcázar la medida de la indignación contra el Privado y fue acordada su destitución.
La verdad de la leyenda
Ésta es la leyenda. He aquí ahora la realidad. Ésta nos dice que la jornada de 1642 contra Cataluña se preparó con ímprobos afanes del Gobierno, y sobre todo, claro es, del Conde-Duque, que no sólo organizó, de su bolsillo, la tropa en que iba su hijo, recién reconocido, Don Enrique, sino que desplegó, con nuevos y ya postreros esfuerzos, sus recursos infinitos para extraer el dinero al pueblo y a los Grandes y para obligar a éstos a una personal colaboración[672]. Con el pretexto de su enemistad con el Valido, anduvo la Nobleza bastante reacia[673], y aun los que fueron, se dedicaban a la frivolidad y al pecado, sin cuidarse de las armas, hasta el punto de merecer del hermano Diego de Echave, de la Compañía de Jesús, una de las más duras invectivas que mano seglar o eclesiástica haya podido escribir jamás: eunucos les llamó, con decoroso eufemismo, pero sin atenuación[674]. No hay prueba alguna cierta de que Olivares se opusiese al viaje del Rey, aunque sí indicios[675]. De lo que no cabe duda es que, de existir esa oposición, no obedecería al infantil pretexto de que no conociera la verdad, sino a las ya comentadas razones de gobierno, más o menos equivocadas, pero que seguían una tradición iniciada en cuanto murió Carlos V de que no se expusieran los Reyes de España a los peligros de la guerra.
Al fin salió Don Felipe de Madrid, el 26 de abril de 1642. Iba en tren guerrero, «a caballo y con las pistolas en el arzón», lo cual produjo inmenso entusiasmo en la plebe, que de buena fe creía que entrar el Rey en batalla y ganarlas todas sería todo uno. El itinerario del viaje está muy detallado en Novoa, que iba en el séquito y todo lo apuntaba con minucia[676]. Lo más importante que nos permite rectificar su lectura es la pueril imputación de que se hizo dar al Rey un rodeo y detenerse en cada etapa para estorbar su llegada a Zaragoza. Lo cierto es que el viaje se hizo así porque el Rey quería ir antes a Valencia, «a ver la Armada y a dar, desde allí, calor a lo que se hubiere de obrar». «Deséanle de aquel Reino de Valencia y el de Aragón, como que esperaban la salud de su persona»[677]. Esta misma explicación dio el Rey a los de Cuenca, cuando llegó a esta ciudad[678]. Y era tan grande el empeño de los valencianos, que se amotinaron cuando en Cuenca se decidió tomar el camino de Aragón prescindiendo del itinerario primitivo[679]. En cuanto a la lentitud de las jornadas está bien claro que se debía a causas bien ajenas a la voluntad del Conde-Duque, a saber, a la natural pereza de Felipe IV, que, además, encontraba en cualquier sitio pretexto para visitar todos los santuarios, conventos y reliquias; o bien para cazar. Pero, sobre todo, la pausa obedecía a la necesidad de dar lugar a que se fueran terminando las levas y reuniéndose la gente, mucha de la cual venía de Levante y del Sur[680]. En Cuenca y en Molina de Aragón se celebraron, además, Consejos largos e importantes. Y, finalmente, en el retraso tuvieron no poca parte las visitas de la Reina, encendida de amor otoñal hacia su marido, que en lugares apartados de la comitiva —en Loeches, en Getafe, en Vaciamadrid— se reunían casi furtivamente[681]. En una ocasión fue tal el dolor de la ausencia en Doña Isabel, que Don Felipe hubo de volver grupas y entrar en Madrid, donde estuvo consolándola «desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde»[682]. No hubo, pues, culpa del Valido en el desarrollo de las jornadas. Lo prueba irrefutablemente que todavía llegó la Corte con notable adelanto a Zaragoza, pues el ejército estaba aún sin hacer y se tardó mucho en que saliese a campaña.
El Conde-Duque no partió con el Rey, sin duda porque le reclamaban en Madrid los trabajos de organización del ejército y quizá la boda de su hijo, aún no celebrada, como se recordará, porque no habían llegado las dispensas de Roma[683]. Se dijo que el Rey quería prescindir de él en la jornada; pero tampoco es cierto, pues se sabe que apresuró su partida por reiterada instigación del Monarca, con el que se reunió, al fin, en Aranjuez, haciendo ya juntos el resto del viaje[684].
En resumen: hoy tenemos la impresión de que la jornada se hizo prematuramente, antes de que estuviese el ejército organizado, a impulsos de la voluntad popular; porque la guerra iba muy mal en Cataluña y era preciso satisfacer el anhelo de los españoles y hacer que el ejemplo del Monarca animase a los remolones e indecisos.
Otra rectificación interesante se refiere a la entrevista de la Duquesa de Mantua con el Rey, que no fue en diciembre, a la vuelta de éste a Madrid, sino a la salida, en las primeras jornadas. Estaba la ex Regente de Portugal en Ocaña y fue a reunirse con Felipe IV en Aranjuez; e hicieron juntos y solos el camino desde el Real Sitio a Ocaña, donde ella volvió a quedarse. El Conde-Duque sabía ya que esta entrevista, que estaba, sin duda, en el programa del viaje, se iba a celebrar; pues Novoa cuenta que llegó a Aranjuez «desabrido por una visita que había de tener el Rey a solas y a boca con la Princesa de Mantua». Fue en esta entrevista, según él mismo ayuda de cámara refiere, cuando la Duquesa contó a Felipe IV su gestión en Portugal, los errores del Conde-Duque y las supuestas tretas de éste para interceptarla las cartas. Es, pues, falsa la leyenda, sin excepción repetida[685], de que estuvo casi prisionera e incomunicada en Ocaña, hasta que se presentó en Madrid, poco antes de la caída del Conde-Duque.
En Cuenca se unió a la regia comitiva otro personaje importante de la conspiración, el sospechosísimo Carreto, Marqués de Grana, embajador del Emperador de Alemania en la Corte española. «Fue llamado… para asistir en los Consejos por la experiencia que tenía en la guerra»; sin duda por los que conspiraban contra el Valido. Su primera determinación fue aconsejar que se desistiera de ir a Valencia, contra el parecer de los amigos del Valido, principalmente de Don José González, con el que tuvo violenta discusión; prevaleció su criterio, y, en efecto, al día siguiente la comitiva tomaba la dirección de Molina de Aragón, por un monte cerrado y sin caminos, que Novoa describe como selva peligrosa, bien distinta de los supuestos «entretenimientos de Cuenca» en que los libelos suponían prendida a la Corte[686]. Se dice que Carreto recibió una carta del Emperador, su señor, aconsejando a Felipe IV la salida de Olivares; pero no consta que sea verdadera. Habla de ella algún noticiario de la época[687], sin que lo confirme ningún documento fidedigno. De haber sido cierta, demostraría, a más de intolerable impertinencia, escasa gratitud del Emperador, al que tanto sirvió Olivares en sus guerras, que para nada afectaban a España, y con un entusiasmo que ciertamente constituyó uno de sus pecados políticos menos defendibles[688].
Otra de las grandes mentiras que se han transmitido sin escrúpulo es que el Rey en Zaragoza, estuvo encerrado «más en jaula que en campaña» —dice un anónimo— para impedir su relación con los jefes del ejército y con los Grandes. La información de Novoa, definitiva por las razones tantas veces dichas —por ser testigo presencial y porque su odio terrible a Olivares no le permitía ocultar ni disminuir ninguna de sus malas acciones— nos cuenta, por el contrario, que Don Felipe IV asistía libremente a la organización de la tropa[689] y recibía una a una las tristes noticias, desde la rendición de Perpiñán, el 10 de septiembre, hasta la gran derrota del Marqués de Leganés, a primeros de octubre. Pinta, más adelante, «al Rey que melancólico y macilento; y sin poder sustentar la constancia del ánimo y del corazón, prorrumpía con suspiros secretos; y sin poder contenerse reclinaba sobre la mano la cabeza»: es decir, en plena posesión de la verdad amarga, y no secuestrado.
Entretanto, la Corte, menos sensible que su Señor, continuaba la habitual vida de inconsciente disipación. Con frase dura escribe Novoa que «Zaragoza era la plaza de armas de los vicios y las delicias, donde se divertían los hombres que debieran ser la prez de los hechos y de las hazañas». El Conde-Duque, no sólo no se paseaba orgulloso de su poder, sino que los sucesos «le traían tímido y asombrado», presintiendo su fin, que ya le anunciaban los del cuarto del Rey «con el mal semblante y el disfavor». Todo iba, pues, desarrollándose hacia el final. Y cuando, ya entrado el invierno, regresó el Monarca a Madrid, el pleito del Conde-Duque estaba fallado, a la espera tan sólo de encontrar la fórmula digna que el viejo ministro merecía y que el Rey no le quería regatear.
Verdadera actitud de Doña Isabel
Poco quedaba, pues, que hacer a las mujeres. Su conjura queda muy reducida de categoría. La referiremos, después de lo dicho, con brevedad. La actitud de la Reina se nos aparece un tanto confusa. Que intervino en la batalla final contra Olivares es indudable; y la leyenda la convirtió en su heroína; heroína de cuento de hadas, que acometía al monstruo inexpugnable y lo derribaba, como David niño al gigante. Material, en suma, muy fácil de prender en la mente colectiva y apasionada. Por ello, al salir, despedido, Don Gaspar de Palacio, los vítores más entusiastas de la multitud fueron para ella. Se adivina un sincero fervor isabelino en los documentos contemporáneos. La gente gritaba por las calles que tres Isabelas, Reinas, habían salvado a España, refiriéndose a Doña Isabel de Portugal, esposa de Don Juan II, que hizo caer al Valido Don Álvaro de Luna (tan semejante en muchas de sus circunstancias personales y, sobre todo históricas, a Don Gaspar de Guzmán); a Doña Isabel la Católica; y a esta Doña Isabel de Borbón. Sin embargo, era su papel, en la realidad, de bastante menos importancia. Ya se ha explicado que la Reina estaba frente al Conde-Duque por razones políticas y quizá también por el enojo que causaba a su frivolidad la tutela puritana de su camarera mayor, la Condesa de Olivares[690]. Pero no se encuentra un solo acto de Doña Isabel hostil, personalmente, al Valido, ni en éste un solo gesto de queja y resentimiento contra ella, hasta que murió. Ya se han referido las muestras de cariño de la Soberana cuando la boda del bastardo de Olivares, ocurrida unas semanas antes de lo que estamos refiriendo: llamó hijo a Don Enrique, besó tiernamente a la Condesa y regaló su propia cama a los novios para que les sirviese de tálamo nupcial. Estando ya el Rey en Zaragoza, y la conjura, por lo tanto, en marcha, tuvo ella el gesto de vender sus joyas para remediar la penuria de los ejércitos, y en este acto hizo, delicadamente, intervenir al Valido, en una carta a la que Don Gaspar contestó con otra, que parece un madrigal: ambas serán luego copiadas. Y, por parte de Olivares, la misma corrección; ni en El Nicandro ni en los otros documentos que en defensa suya redactaron sus amigos hay alusión alguna a Dona Isabel. El testamento de 1642 está lleno de reverencia por la Soberana. Y cuando ella murió, estando Don Gaspar desesperanzado de toda posible rehabilitación en el destierro de Toro, mandó celebrar, como se ha dicho, exequias solemnes por su alma. Todo ello demuestra que no existió ese odio que inventó el pueblo y que los cronistas pintaron después.
Queda por dilucidar otro punto grave: y es el de la posible complicación de la Reina en los manejos subterráneos que Francia movía contra el Conde-Duque de Olivares. El asunto merece ser tratado con mayor extensión de la que puede tener aquí. Diré, sin embargo, que esa complicación no es nada improbable. Doña Isabel había intervenido con Richelieu en la primera guerra con Francia, y «su diplomacia fue mucho más eficaz que la habilidad de los generales para poner fin a la guerra»[691]. Aquella fue una gestión clara «de acuerdo con Olivares» y terminó con la paz de enero de 1626. Pero las circunstancias habían cambiado en los años que precedieron al de 1642. Es evidente que Francia tenía agentes secretos en Madrid; y no obedecían sólo a susceptibilidades del carácter del Conde-Duque, sino a la legítima defensa, los frecuentes arrestos y castigos de espías franceses, incluso diplomáticos, que leemos en los papeles de la época[692].
Con una de estas alarmas pudo estar relacionada, como ya se ha dicho, la prisión de Don Francisco de Quevedo.
El Conde-Duque era tan odiado en la Corte francesa como Richelieu en la de España; y aunque en los campos de batalla llevaban los franceses la mejor parte, la eliminación de Olivares era, probablemente, uno de los objetivos de la acción subterránea de nuestros enemigos de entonces. Así lo pensaba Cánovas, y su prologuista Pérez de Guzmán no duda en afirmar que se tejió «la opinión hostil para derribarle [a Olivares] por los manejos franceses en el tálamo mismo de la esposa de Felipe IV»[693]. Hauser apunta también que Richelieu venció al Conde-Duque, «víctima de una conspiración afortunada, en la que intervinieron los hermanos del Rey, el Infante Baltasar Carlos y la Reina Isabel»[694]. No sería justo suponer que Doña Isabel, que tan lealmente se acomodó a los usos de España y que amaba, a pesar de sus infidelidades ininterrumpidas, a su marido, se prestase a una conjura contra su patria adoptiva; pero esto es compatible con el supuesto de aquella intervención, pues la caída del Conde-Duque se podía considerar por ella como útil a la paz de sus dos países, el nativo y el de adopción.
La venta de las joyas
Cualesquiera que fuesen las razones de la actitud de la Reina, se fortalecieron, sin duda, con la popularidad que ocasionalmente disfrutó durante la ausencia de su marido. Para los Reyes no hay tónico comparable al del aura favorable de su pueblo; ni señal más cierta de que van a morir que su falta o su brusco descenso. Es sabido que, al partir Don Felipe, dejó a su mujer por gobernadora, con la asistencia del cardenal Borja, el presidente de Castilla, el Marqués de Santa Cruz y Don Cristóbal de Benavente. Hizo grata impresión el verla presidiendo las Juntas solemnes en Palacio; y, además, empezó a hacer visitas a los cuarteles, «favoreciendo a los capitanes con hablarles», «con mucha familiaridad»[695]. Nos imaginamos fácilmente el desvanecimiento y la exaltación de los fanfarrones y galantes soldados al ver entrar en sus cuerpos de guardia a la bellísima Soberana, que sobre la gracia francesa había sabido poner un discreto garbo español. La multitud la aclamaba en sus frecuentes exhibiciones callejeras. Y el entusiasmo subió de punto cuando se supo que pensaba vender sus joyas para ayudar a la jornada guerrera que se estimaba, con razón, como decisiva. Con este rasgo se acentuaba su parecido, en la imaginación popular, con la gran Isabel.
Los relatos solventes son muy parcos en la relación de este incidente[696]. En cambio, los libelos contra Olivares refieren con detalle que fue Doña Isabel, en persona, con sus joyas en una arquilla de plata, acompañada del Conde de Castrillo, a casa del prestamista portugués Don Manuel Corticos de Villasante, pidiéndole por ellas 800.000 escudos. Confuso el rico Don Manuel por el honor que se hacía a su casa, rehusó las joyas y entregó el dinero[697]. Joyas y dineros fueron enviados al Rey, por intermedio de Olivares, con la carta, antes aludida, que decía así:
«Conde: todo lo que fuere tan de mi gusto, como que el Rey admita mi voluntad en esta ocasión, quiero que vaya por vuestra mano; y así os mando le supliquéis, de mi parte, se sirva de esas joyas, que siempre me han parecido muchas. Hasta ahora tengo por cierto que creerá S. M. que en tiempo, en que todos ofrecen sus haciendas, he hecho yo mucho menos, que no sea mi vida, con la que remedie cualquiera de los trabajos en que se halla.—Dios os guarde.—De Madrid.—Hoy viernes, 13 de septiembre de 1642.—La Reina.»
La respuesta del Conde-Duque fue:
«Señora: Yo haré la embajada de V. M. con el alma, que no puedo hacer otra cosa que pueda merecer esa honra que V. M. me hace, encomendándome tal acción. Y sé, Señora, que serán millones los que importará este ejemplo digno de tan gran Reina, y de lo que más me huelgo es de saber, bien sabido, que cuanto lo merece le paga a V. M. con su amor el Rey.—Guarde Dios a V. M., como la cristiandad y sus vasallos deseamos y hemos menester.—De Zaragoza y el aposento, hoy 22 de septiembre de 1642.—Criado de V. M.—El Conde-Duque»[698].
Se ha discutido la autenticidad de estas cartas. Morel-Fatio las consideró sospechosas. No lo creo yo así, y me fundo en el estilo inconfundible de la de Olivares y en lo verosímil que era este truco de las joyas, para animar a los avaros con tan egregio ejemplo a contribuir al sostenimiento de las tropas. Si son, pues, como parece, ciertas, expresan estas cartas un cariño difícil de inventar entre la Reina y el Conde-Duque. Pero las razones de conveniencia política debían de pesar cada vez más en el ánimo de Doña Isabel; y en los Reyes es un deber sacrificarlo todo a esa conveniencia.
La impopularidad del Valido, por otra parte, aumentaba. Sobre la que le acarrearon los desastres guerreros, influyó, en estos días, la medida de la baja de la moneda de vellón, que se ejecutó a mediados de septiembre y produjo un descontento general[699]. Por todo ello, cuando llegó el Rey, cariacontecido, a Madrid, Doña Isabel salió a recibirlo al Retiro y, a favor del amor reverdecido de Don Felipe[700], debieron de quedar fácilmente de acuerdo en acceder a la retirada del hastiado Don Gaspar, con la ayuda oficiosa y enconada del Conde de Castilla, de Don Luis de Haro y de otros cortesanos[701].
La Duquesa de Mantua
La intervención de la Infanta Doña Margarita de Saboya, Duquesa de Mantua, tiene todas las señales de una intriga, interesada y muy poco limpia. Sólo en aquellas horas de pasión pudo adquirir popularidad y prestigio, con artes tan poco nobles, esta mujer a la que llama, con razón, Sánchez de Toca «inepta e inaguantable». Su falta de tacto con la Nobleza de Portugal fue decisivamente funesta en las horas críticas que precedieron a la Revolución[702]. No puede decirse que ella y su inhábil secretario, Miguel de Vasconcellos, fueran los causantes de esta guerra, que era, por la ley de biología de las razas, inevitable, pero sí que contribuyeron a enconarla. Después del motín de Lisboa, que costó la vida a Vasconcellos, pudo la Duquesa escapar de Portugal y vino a España, residiendo primero en Badajoz y Mérida, donde dio nuevas muestras de impertinencia[703]. De Mérida pasó a Ocaña y desde allí, sin duda, se puso en combinación con la Reina y su camarilla para actuar contra el Conde-Duque. La campaña debía empezar con la acusación a la gestión del Valido en Portugal, que se hizo en la entrevista, ya relatada, entre ella y el Rey, yendo juntos en coche desde Aranjuez a Ocaña.
En enero de 1643, pocos días antes de la caída del Conde-Duque, se presentó una noche en la Corte, como llovida del cielo. Tenía entonces esta mujer la edad en que el resentimiento alcanza su más alta fermentación, cincuenta y tres años. Hizo en Madrid una entrada de ópera, vestida con hábito de franciscano, según Siri, y declamando su eterna queja de que no la daban suficiente dinero; pero todo obedecía a un plan; y ya por entonces se dijo que la Reina fue la que la hizo venir[704]. Se ha escrito que Olivares la trató con dureza; pero los Reyes la acogieron con tan aparatoso cariño que, después de lo ocurrido, era el más ciego presagio de que la caída se aproximaba. Cuando ésta ocurrió, la Mantua tuvo su premio, ocupando un puesto de confianza al lado de la Reina, del que se aprovechó indelicadamente para perseguir y vejar a la Condesa de Olivares. La dieron casa en la del Tesoro, junto a Palacio, criados y 24.000 ducados de renta[705].
La nodriza Doña Ana
De Doña Ana de Guevara nada nos dicen en esta ocasión los documentos fidedignos. Pero hablan de su intervención los libelos con tanto detalle que no se puede excluir un posible fondo de verdad a sus referencias[706]. Conocimos ya a Doña Ana, porque veinticinco años antes sirvió de instrumento a Lerma y su partido en el intento de arrojar a Olivares del cuarto y de los afectos de Don Felipe, cuando éste era Príncipe todavía. Bastó entonces a Don Gaspar, en la plenitud de su orgullo, uno de sus golpes de audacia para deshacer la conjura. El Duque y sus partidarios fueron barridos, y con ellos se fue, arrastrada como una hoja por el vendaval, la intrigante nodriza. Pero es el enemigo pequeño el que nunca perdona. Los Grandes ofendidos, en los años siguientes, fueron gastando su odio en otros odios y en otras empresas. En cambio, la mujer del estado llano lo conservó intacto, y esperó, agazapada en la sombra, la hora de vengarse. Una tarde, en efecto, a primeros de enero de 1643, apareció en Palacio, y a las cuatro, cuando el Rey salía de su habitación para ir a la de la Reina, se echó a los pies de aquél y le habló, como hablan las sibilas viejas, en nombre del pueblo, pintándole los sufrimientos de éste y comparando la situación de España, deshecha por tanta guerra, con la era de paz que disfrutó bajo el Gobierno del Duque de Lerma. Le dijo todo esto a gritos tales, que pudieran llegar a la cámara de la Reina, que oyó sus razones, rodeada de las damas, una de ellas Doña Juana de Velasco, la nuera del Conde-Duque; todo estaba, sin duda, preparado por el partido antiolivarista.
Dicen que el Monarca contestó a la imprecación de la nodriza así: «Ana, decís la verdad, y yo pondré remedio a todo.» Y añaden los relatos que «el general aplauso que mereció la nodriza por esta acción fue extraordinario». Mas eran, en realidad, éstos y los demás ataques a Don Gaspar, hachazos a un árbol caído; innecesarios ya; inducidos sólo por el miedo que produce a los cobardes el coloso, todavía después de muerto.
Sor María de Jesús, de Agreda
Sin aparente relación con esta conjura, actuó contra el Valido otra mujer, la monja de Agreda. Digo sin «aparente» relación, porque el Rey no se encontró con Sor María por casualidad, sino, seguramente, instigado por gentes de la Corte que esperaban encontrar en ella un apoyo en la lucha contra el enemigo común. Sabemos hoy que la jornada de Cataluña de 1642, que tanto nos ha ocupado, estaba dispuesta por Agreda[707]; por lo tanto, si no se hubiese cambiado, por las razones indicadas, el itinerario, es seguro que Don Felipe hubiera tenido un año antes la conversación trascendental con Sor María: la que mantuvieron el 10 de julio de 1643; y es posible que se hubiera anticipado entonces la caída y destierro de Don Gaspar. Sor María tenía fama en toda España de mujer extraordinaria, tanto por sus escritos como por los arrobos y revelaciones que de ella se contaban, hasta el punto de que intervino, aunque sin fruto, la Inquisición, que analizaba con gran celo estos casos de pretendida comunicación divina. Nada tiene, pues, de particular que los cortesanos indujeran al Rey a que la hablase, sobre todo si, como es probable, por las relaciones entre confesores, se sabía cuál era su pensamiento en el asunto de la privanza de Olivares. Pero sobre todas las hipótesis están unas palabras de El Nicandro, el documento de defensa inspirado por el Conde-Duque, escrito en mayo de 1643, por lo tanto, antes de la primera entrevista del Rey con Sor María. Estas palabras, que los historiadores han pasado por alto, nos aseguran que en la retirada del Conde-Duque tuvo ya una parte importante la opinión de la venerable, transmitida al Rey, quizá, por fray Juan de Santo Tomás, al que el Padre Martínez Ripalda acusa como terrible intrigante y manejador de estos embelecos pseudorreligiosos, en contra del ministro[708]. Para mí no hay duda que son alusión clara a Sor María dichas palabras, que dicen así: «Yo me río, y ya me indigno, ya me compadezco, de algunos hombres que, con pocas letras y apariencias de virtud, han querido desacreditar las acciones del Conde, introduciendo revelaciones de mujeres devotas»; y más adelante: «Pero que se traten con mujeres encerradas los puntos de la Monarquía que a V. M. tocan, no es justo pensarlo en Dios, que no ha usado de estos modos con su iglesia.» La intervención de Sor María es, pues, muy anterior a lo que se cree; y cuando el 10 de julio de 1643 la visitó Don Felipe, por primera vez, ya sabía a qué atenerse respecto a la actitud de la beata hacia el Conde-Duque[709].
De lo que no cabe duda es que de su celda partió, como se ha dicho, la sentencia suprema que cerró el paso a la posible rehabilitación del ministro caído. Sabemos hoy que Don Felipe, incapaz de moverse sin el báculo de otra voluntad, presionado por la fuerza del ambiente, apartó de sí a Don Gaspar, pensando, sin duda, en volver a descansar en él en cuanto la tempestad se fuese alejando. No podía vivir sin Valido y debía de tener muy clara la idea de que ninguno de los hombres de su Corte podía suceder a aquel titán de actividad y de celo. Por eso conservó a su lado a la Condesa, que era el alma misma del desterrado. Pero Sor María, desde el umbrío rincón de Agreda, alzó su mano, que era la mano de Dios y también la voz del pueblo, e hizo el gesto imperativo que acabó para siempre con el Conde-Duque en el ánimo de su Rey; y que acabó, también, a los pocos meses, con la existencia de Don Gaspar.
La «conjura de las mujeres» contra el Conde-Duque fue, en resumen, más que la acción concertada de algunas de ellas, la expresión histórica de un sentimiento subterráneo de oposición de la mujer, como sexo, al famoso ministro. En la vida de los hombres, como en la de los pueblos, actúan muchas veces, al lado de las pasiones personales, estas otras de acento cósmico, de masas humanas, de colectividades, de sexos, movidas por instintos oscuros y sin estructura, pero de potencia formidable. Ya Siri nos dice que «muchas damas de las más importantes de la Monarquía y de la más estrecha intimidad con la Reina entraron en esta vasta conspiración contra el Conde-Duque de Olivares y le atacaron con eficacia tanto mayor cuanto que era imprevista y ejecutada por invisibles manos». Es así. Las mujeres, «la mujer», no quisieron nunca al Conde-Duque. Es difícil, sin divagar demasiado, decir por qué. Lo atribuyen autores de entonces a aquella frase suya de que «las monjas son para rezar y las mujeres para parir», que, realmente, expresa el sentido imperativo de su concepto de lo femenino, tan parecido al de otros dictadores, principalmente al de Napoleón, que fue también, por las mismas razones, odiado de las mujeres. Un hombre así puede alcanzar el amor monogámico con perfección tan grande como Olivares lo alcanzó. Pero no la simpatía difusa de la feminidad. La mujer no encuentra interesante más que al hombre que la halaga o al que la pide protección. El sentirse adorada, como una diosa, del más fuerte; o el poder proteger al débil como una madre, son las brechas por donde se rinde la mujer al varón. De nada de esto era capaz Don Gaspar, para el que la mujer fue un peón como los otros en la gran partida de ajedrez que jugó sobre los destinos de España. La mujer no se lo perdonó. Y entre las pasiones que dejaba atrás levantó esta ola de desdén y de odio femenino, que desde el mismo trono llegó hasta la oscuridad del convento en que rezaba y escribía Sor María de Jesús.