Ruina de la voluntad
EL proceso de la caída de los hombres que ejercen un poder personal —validos o dictadores— es, naturalmente, el inverso que originó su elevación. Se alzan con el mando porque la tensión de su voluntad de poderío es superior a la tensión social media, desmoralizada y floja; la multitud se siente sin rumbo; y, acobardada, se entrega pasivamente al imperio del más fuerte, sin exigir de él otra cualidad que esta de la mayor fortaleza que sustituye a la suya, la cura del pánico, y la alivia de pensar en el mañana. Pero el tiempo va desgastando la pasión de poderío del caudillo; y, a la vez, va subiendo el nivel de la tensión de la voluntad pública, antes desperdigada. Primero en forma de simple oposición al dictador, por cansancio en la adhesión de los mismos que contribuyeron a elevarle. Este sentimiento negativo sirve de unión a las tendencias desmayadas y divergentes. Y, a su favor, se forman después otros anhelos comunes, de deseo concreto de otra cosa, de otro ideal, encarnado en un régimen o una persona distintos. En cuanto la carga de energía de la fuerza popular supera a la del caudillo y su organización, éste cae.
El proceso de debilitación de los resortes de la personalidad del gran jefe existe casi siempre, aun cuando no se advierta desde fuera. Muchas veces contribuye a él el cansancio físico, porque la tarea del mando único es siempre abrumadora; también la edad, que corre muy deprisa para el que tiene sobre sus hombros el peso entero del Estado; pero sobre todo el que, a medida que avanza la dictadura, está el dictador preso en mayores compromisos que le obligan a desvirtuar su propia obra y quebrantan su voluntad. En su última fase, un dictador está irremediablemente condenado a seguir la trayectoria que inició su primer gesto; quisiera cambiarlo por otro y ya no puede; y en esto está la clave de su hundimiento moral. Esto ocurrió también en el Conde-Duque. Su espíritu, trabajado por las alternativas de la desgracia y la fortuna, ya no era, a partir de unos años antes, aquella peña en el mar sobre la que rompían, sin conmoverla, las tempestades. Su humor mostraba, día a día, el predominio de los períodos de depresión. Quería en el exterior la paz; y la guerra que él encendió, lejos de apagarse, por todas partes se reanimaba con llamas nuevas. Quería también que cesaran los odios interiores que su gestión de dictador tuvo que levantar; y los odios eran cada vez más numerosos, entrañables e injustos. Soñaba, como todo dictador, con ser, al fin de su vida, no el caudillo sustentado en la autoridad y en la fuerza, sino el buen patriarca sostenido por la gratitud y el amor del pueblo al que se había sacrificado; y el sueño, sin duda, se alejaba para siempre. Acaso era más violento que nunca el aparato exterior de su poderío, el imperio del gesto y la taimada dureza de unos negros ojos. Pero al alma del pueblo no la engañan nunca las apariencias. Antes de que nadie se lo diga, sabe cuándo aparece la primera grieta en la voluntad del dominador.
Acaso uno de los puntos que con más precisión conviene aclarar en nuestro estudio es este del decaimiento interior del poderoso Olivares, porque es absolutamente cierto, y sin él, el fin de la privanza se nos seguiría presentando como hasta ahora, es decir, como un acto de violencia, como el asalto de una fortaleza que al fin cae, sin rendirse, ante el empuje de cientos de enemigos. Nada más lejos de lo que en la realidad ocurrió. Los documentos íntimos que hoy poseemos sobre el Conde-Duque nos permiten asegurar que estaba tan enfermo, y tan dolorido, tan desesperado de fatiga, que a toda costa se quería marchar. Su tendencia temperamental a la fuga se había ido acentuando con los años, si bien la contrarrestaba el sentimiento, en él vivísimo, de la responsabilidad. Sus cartas al Cardenal-Infante están llenas de frases que declaran su propósito de marcharse: «Ando tan malo, que me parece que presto desocuparemos la carga» —escribe en 1638—. «V. A. me crea que lo que me durase la vida, que ya puede ser poco, o el puesto, que será menos, no dejaré de estar a los pies de V. A.» «Justo es, Señor, que a quien ha servido hasta haber perdido la vida, se le conceda morir en paz, siquiera un año.» Y así sin cesar. Es evidente que era el Rey el que no quería dejarle ir: «Yo, totalmente estoy acabado —dice otra vez a Don Fernando— y sin ningún servicio; no me creen, pero bien presto lo demostrará el tiempo.» «Confieso a V. A. que un par de años, o uno, de rincón deseo antes [de morir]; y lo había bien menester; y esté cierto V. A. que estoy tan acabado que no lo oso confesar; mas ello saldrá a prisa a la cara»[652]. De la correspondencia con Chumacero hemos copiado expresiones parecidas, todas henchidas de una necesidad infinita de reposar. Y para no citar más testimonios, ya inútiles, recordaremos el Memorial que desde Toro envió al Rey el Padre Martínez Ripalda, en el que expresamente declara que «V. M. conservole veintitrés años en el ministerio contra instancias continuas suyas, que insistentemente, cada año muchas veces, hizo para alejarse».
No puede, pues, dudarse de que Don Gaspar, desengañado y enfermo, no apetecía más que retirarse; y si no lo hacía era porque el Rey, pobre paralítico, no podía andar sin su apoyo. Y porque él mismo esperaba ansiosamente un claro de paz que le permitiera irse, como su orgullo quería, con dignidad y con aplauso, y no en plena tragedia nacional, cuando su ausencia sería el testimonio más fuerte de su derrota. Pero el momento de irse ya empieza a no depender de él, ni siquiera del Rey. La tempestad de fuera empezaba a mandar en los acontecimientos[653].
Hostilidad del ambiente
La hostilidad comenzó, como ya se ha dicho, apenas apagado el ruido de las fiestas del Príncipe de Gales en 1623. Pero eran resacas contra la roca ingente, que se rompían en espuma. Sólo a partir de 1640, después del triunfo crítico de Fuenterrabía, la oposición comienza a parecer tempestad. Conocemos ya los motivos, harto graves y numerosos, para justificarla. Las guerras, en un área inmensa de Europa y América, iban mal. Las regiones de España, heridas en sus leyes tradicionales, amenazaban con la insurrección. La pobreza era general y, a pesar de ella, los impuestos aumentaban cada día; y, en contraste ofensivo, las fiestas de la Corte proseguían con el mismo fausto insensato. Y sobre esta llama de angustia soplaban las mil bocas ocultas de la maledicencia, atizándola sin cesar y dándola hiperbólicas proporciones. El Rey, para aquellos españoles, era intangible. Por lo tanto, el responsable de todo era su ministro. Un sentimiento unánime fundía, pues, a los españoles: derribar, como fuera, al Conde-Duque.
Cómo se fue formando esta ola arrolladora nos es hoy fácil percibirlo. El Rey no sólo no era todavía contrario a Olivares, sino que de este año (1640) es el documento concediéndole tal vez la más significativa de sus mercedes, el oficio perpetuo de regidor de todas las ciudades de España, en cuyo interminable preámbulo vierte sobre su cabeza un torrente de alabanzas y gratitudes, como jamás Rey alguno haya dispensado al más insigne de sus ministros y capitanes[654].
Tampoco el pueblo bajo, el villano, que era el que más sufría de las desdichas de España, intervino directamente en el derrumbamiento de la privanza de Olivares. El pueblo, hay que repetirlo, era entonces masa pasiva, a la que impunemente se estrujaba y desollaba; y se dejaban matar sin protesta. Su intervención en la vida pública se limitaba a expresar bulliciosamente su contento cuando los acontecimientos le parecían favorables, a divertirse en las fiestas y a mostrar, con mucha más prudencia y recato, su disconformidad si la marcha de aquéllos no le placía. Alguna vez algún menestral de espíritu rebelde se atrevía a protestar, pero ¡con cuánto riesgo! Las Noticias de Madrid nos cuentan que ya en 1627 «dieron 200 azotes a un zapatero y le echaron a galeras porque el día antes dijo que no se le daba nada de los carteles de las pragmáticas, ni del Rey, ni de quien los firmó, y que se ensuciaba en ellas y en ellos, y que votaba a Cristo, y que se había de ir a Argel o a la Inglaterra, donde guardaban la justicia, y vendería en paz sus zapatos»[655]. Otra vez, yendo el Rey a cazar, oyó a alguien que le gritaba desde el arroyo: «¡Señor, a los franceses es a los que hay que cazar!»[656]. También nos cuentan las historias de la época el incidente del labrador —un labrador que conocía a los Reyes godos— que se echó a los pies del Rey en la procesión del Corpus, en 1636, y le dijo que desde Wamba hasta ahora no había habido peor Gobierno, ni estado tan mal el reino. Era, probablemente, un loco[657].
Cuentan los documentos contemporáneos otro suceso que no puede admitirse sin reservas, pero que tiene de todos modos interés como síntoma del estado del espíritu de las ciudades de España. En enero de 1643, seis enmascarados entraron en casa del corregidor de Segovia. Creyó que eran ladrones —suceso frecuente entonces— y les ofreció dinero. Pero los intrusos le dijeron que no iban a robar; y que, si quería salvar su vida, que montase a caballo y saliese al punto para Madrid y, sin que el Conde-Duque lo supiera, entregase al Rey un pliego cerrado, que le dieron. Accedió, aterrado por la actitud decidida de los enmascarados, el corregidor; y al día siguiente llegaba a Madrid y obtenía una audiencia de Don Felipe, al que entregó el documento. Nadie supo qué contenía. Pero el Monarca lo leyó, con el rostro muy serio, y le ordenó que, sin ver al Valido, se volviese a Segovia. En las cercanías le esperaban los seis hombres misteriosos que, después de asegurarse de que el encargo estaba cumplido, le dejaron libre[658].
La burocracia, aunque puesta en sus destinos exclusivamente por Olivares, empezaba a dificultarle el trabajo con esta típica distracción intencionada que entorpece las ruedas administrativas cuando quiere estorbar al que manda. Era, claro es, oposición no franca. La burocracia es siempre gubernamental hasta el día siguiente de caer el gobierno. Sin embargo, a veces se inicia ya la víspera al cambio de actitud. En febrero de 1639 escribía el ministro a Don Fernando, el Cardenal-Infante, que toda su obra de preparación de ejércitos y dinero se la habían echado por tierra en las Juntas: «Lo mal que todo se ha ejecutado parece errado adrede; no es poco así, Señor, que se reviente y se desluzca todo.» Y ya, claramente, en agosto del mismo año: «En efecto, Señor, el Consejo de Hacienda me atraviesa los pagos, y no sólo no me ayuda, sino que se me opone a todo, y por esto lo más encaminado se me desluce. Dios me ayude, que bien lo necesito.» Y poco después confiesa ya la rebelión de los consejeros: «He de obrar con tales desayudas en el Consejo de Hacienda, que aseguro con verdad a V. A. que hay quien no me quiere hablar entre ellos [los consejeros] cuando se les antoja»[659]. La obstrucción era, pues, descarada. Y la idea que nos formamos del poder y de la soberbia de Olivares, leyendo esto, es harto diferente de la que los libros nos habían acostumbrado a creer.
Eran, sin embargo, todos éstos, episodios aislados. Oposición más eficaz hicieron los Grandes de España. Ha sido reseñada ya, pero luego tendremos que volver a ella, por sus relaciones con el episodio de la conspiración de las mujeres, que merece capítulo aparte. También está conexionada con esta fuerza de oposición la que realizaron los curas y frailes, aliados de la Grandeza, agentes activísimos en todos los movimientos políticos de entonces. Ya hemos hablado de los sermones alusivos al mal gobierno del Valido que se pronunciaban incluso en su presencia. Muchos de los libros que mayor circulación lograron, contra el gobierno, eran de pluma cortada en celdas o sacristías, apelando, a veces, a hábiles supercherías, como la de la supuesta carta que escribiera al Rey «su antiguo maestro el anciano arzobispo de Granada, Don Garcerán Álvarez», magnífica falsificación en la que cayeron la mayoría de los historiadores españoles de este período, como sañudamente —con la saña terrible del erudito— demostró Morel-Fatio[660]. No existió tal arzobispo ni, por lo tanto, tal carta; pero la que corrió y se publicó con este nombre está, sin duda, escrita por un eclesiástico y demuestra la animadversión clerical hacia el Valido y los métodos de que hacían uso.
La principal arma que emplearon los religiosos contra el gobierno no fue, sin embargo, el libelo y la polémica, sino otras de más eficacia: la propaganda directa, como se vio en las sublevaciones de Cataluña y Portugal, cuyos animadores fueron principalmente frailes de diversas órdenes, y muy especialmente los jesuitas. Y, además, el arma sutil del engaño, mediante las revelaciones, recurso, entonces, de decisivo efecto cuando se acertaba con un vidente acreditado y de mentalidad propicia a la sugestión. Había, sin duda, religiosos que creían de buena fe en sus revelaciones, como Sor María de Agreda y otros, de entrambos sexos, que no alcanzaron su celebridad; pero, a su lado, otros explotaban cínicamente este artificio, como el famoso Chiriboya y su profeta el Padre González Galindo, cuyas farsas han sido comentadas ya. Ambos, Sor María y Galindo, fueron utilizados contra el Conde-Duque por sus enemigos. En un capítulo próximo veremos la parte que en la caída del Valido tomó, desde Agreda, la célebre monja. La intervención del Padre González Galindo y Chiriboya nos la revela el documento de su compañero de Orden, el Padre Martínez Ripalda, denunciando las intrigas de fray Juan de Santo Tomás, que fue el que llevó a Felipe los documentos con las revelaciones de Chiriboya y el que le convenció de que Dios había dicho que nada se arreglaría en España mientras siguiese gobernando Olivares y fray Antonio Sotomayor de confesor del Rey. Sotomayor había obtenido el cargo de regio confesor por influencia del Conde-Duque, y los enemigos de éste temían que su influencia le favoreciese. Para acabar con él y con Don Gaspar, tal vez el único medio era convencer al Rey, gran supersticioso, de que era el mismo Dios el que aconsejaba el exterminio. Todo fue concienzudamente creído por Felipe IV.
Juan Pasquín
Mas el arma de oposición verdaderamente temible era el ambiente que se formaba en la plaza pública y en los mentideros cortesanos con rumores y hablillas, epigramas, versos, libelos y documentos apócrifos que se difundían por todas partes con increíble ligereza, llegando, conducidos por manos invisibles, hasta los mismos aposentos reales. Ésta era, en el siglo XVII, «la opinión» eficaz. Un romance callejero decía:
Esto cantaba una noche
en Palacio Juan Pasquín,
el que sólo es conocido
por su hablar y su decir[661].
Este simbólico «Juan Pasquín», al que malhirieron, pero no mataron, años después, los periódicos, era en aquella época de los ingenios agudos e inmorales, ente de misterioso poderío. Él fue el que más contribuyó a roer la peana del ídolo que parecía inconmovible.
No sería oportuna, en esta historia, la enumeración de la obra de «Juan Pasquín», esto es, la exposición detallada del movimiento subterráneo de anónimos y libelos que suscitó la oposición del Valido. Es tan vasta la documentación, que ocuparía, además, un espacio desproporcionado al plan de este libro. El poder personal es inseparable de la censura del pensamiento; y la censura, en la vida pública como en la individual, produce una fermentación en las opiniones reprimidas que, al fin, las hacen estallar y se difunden por el ambiente, convertidas en el veneno impalpable de la invención de los pecados más perversos en el dictador. Por inverosímiles que sean, son rigurosamente creídos. Para todos hay pruebas incontestables, hombres de pro que los vieron, ellos mismos, cometer; mas no son precisas para que cualquiera los acepte como artículos de fe, sin más que oírlos al pasar. Es curiosa la deformación que el poder personal crea en la veracidad y en la credulidad, incluso entre las gentes más ajenas al mito. En la historia de España, por lo mismo que es un pueblo que no ha disfrutado de épocas largas de libertad —porque no se la han dado y porque cuando se la dieron no supo merecerla— el libelo y el rumor agresivo —«Juan Pasquín»— han jugado un papel de gran categoría desde las Coplas del Provincial en el reinado de Enrique IV, hasta nuestros días. Esto ocurrió también en tiempos del Conde-Duque. Uno de los más imparciales relatores de la caída de Olivares explica a la persona a quien se dirige, la dificultad que ha tenido para extraer la verdad de «entre la variedad de los humores revueltos» que la enturbiaban. El embajador inglés Hopton escribía a un amigo: «Si leyeses todos los libelos y oyeses todas las necias mentiras que el público inventa contra el Conde, jamás tendrías la tentación de envidiar a un favorito»[662]. Y hasta uno de los autores modernos más hostiles a Olivares tiene que reconocer que los ataques que sufrió eran «injustificadas y arbitrarias atribuciones», «amarga muestra de la veleidosa y cobarde condición de todas las muchedumbres»[663]. A algunos de ellos, solamente, nos referimos después (Apéndice IV). Ahora, para dar idea exacta de la magnitud de esta campaña antiolivarista, me detendré en dos puntos de significativo valor, que son las atribuciones a muertes que se le hicieron y los atentados que sufrió.
Los supuestos asesinatos de Olivares
Nada, en efecto, demuestra hasta qué punto se quiso que el Valido fuera malvado como la lista de los envenenamientos y muertes violentas que le fueron achacados. La que daba el popular papel, Delitos y Hechicerías, es así: el Infante Don Carlos, hermano del Rey, valiéndose del cirujano Martínez Ruiz, que al curarle unos tumores (probablemente sifilíticos), le introdujo el veneno por las heridas; el Archiduque Don Carlos, tío del Monarca, con veneno «según proposición que predicó su confesor el Padre Salazar en el sermón de los cinco panes, en la Capilla Real, el año 1629, en que hizo al Rey señor de muerte y vida, que es lo que practica el Gran Turco»; el Conde de Villamediana; Don Baltasar de Zúñiga, su tío, a quien dio veneno en un papel; Don Fadrique de Toledo; el Duque de Feria; el Conde de Lemos; Don Antonio Moscoso; un barbero que dijo a gritos que no había pan; un caballero de Alcántara, cuyo cadáver enterró en secreto, en Atocha, por encargo suyo, el presidente de Castilla; un fraile «de cierta Orden»; el cura de Calpe, en Valencia, porque denunció al Rey que los moros saqueaban la costa[664]; Don Diego de Lujan, que en la capilla Real denunció al Rey que Olivares quería matar al Rey y al Duque de Híjar[665]. Y alguno más; la lista es aterradora.
Es inútil decir que todos estos crímenes son puras invenciones de la pasión. El memorial de acusación de Don Andrés de Mena, tan implacable para el Conde, tiene que reconocer que «no deben de ser ciertos»; aunque añade que «si los muertos no lo fueron con veneno, lo fueron de pesadumbre».
La bala perdida
Reacción natural a estas violentas campañas contra los hombres públicos son siempre los atentados. Unas veces por mano de hombres convencidos de que librando a la patria del tirano la hacen un bien. Otras, por insensatos o por locos declarados, que reaccionan con el crimen ante las sugestiones de la pasión. Esto no debieran olvidarlo nunca los que predican a las muchedumbres; porque en éstas está, siempre, el loco escondido.
Varios fueron, desde luego, los atentados que se prepararon contra la vida del Conde-Duque. El Conde de la Roca hace mención de tres: una vez le esperaron a la llegada a su casa (en la calle de la Cruzada, antes del valimiento) los asesinos. Olivares se retiraba a media noche y solo. Casualmente llamó a un mozo de caballerizas para que bajase luz al zaguán, «con cuya advertencia los que le esperaban se retiraron a un sitio oculto de la misma casa, y el Conde pasó a su cuarto sin hacer reparo de nada». El segundo intento ocurrió así: salió Olivares de Palacio de mal humor, porque las cosas no le fueron bien allá dentro. Para distraerse, dijo al cochero que le llevase donde quisiera, y el auriga tomó la dirección de la Puerta de Alcalá. En el Prado despidió a sus criados y quedó solo en el coche, con las cortinas bajadas, lo cual visto por los asesinos que le seguían creyeron que era propicia la ocasión. Mas sintiéndose mareado el Conde, bajó de la popa de la carroza y se puso al estribo y alzó la cortina; «los hombres, que antes divididos y entonces arrimados con recato al coche, reconociendo un hombre en el estribo, creyeron que el Conde, a quien vieron entrar solo en la popa, había metido algún criado; y como le buscaban solo y no acompañado, e iban a matar y no a reñir», se fueron. Eran tres. Prendieron a uno y lo confesó. Más adelante, «un hombre de buena calidad», y que ocupaba puesto de confianza al lado del ministro, confesó «no apremiado por la tortura, que por causa que declaraba ni suya ni justa, tuvo dos pistoletes prevenidos para matar una noche al Conde, de vuelta de Palacio»[666].
Muy al principio de la privanza, en 1623, «se publicó sentencia contra Don Antonio Monfort, paje que había sido del Rey y teniente de arqueros de Santiago, porque intentó dar hechizos al Rey y veneno a Olivares. Sus cómplices eran una mujer y un fraile Descalzo que fue confesor del Duque de Lerma. Por su mocedad no le ahorcaron, y fue, a perpetuidad, al Peñón»[667].
Ya en 1640 prendieron a un fraile que quería matar al Rey; y había otros capuchinos que iban a atentar contra el Conde-Duque: él mismo se lo dijo a su confesor el Padre Aguado[668].
Queda, ante la crítica actual, un tanto dudosa la autenticidad de estos intentos de muerte al Conde-Duque. Entonces, como ahora, los hombres de gobierno, y sobre todos los que lo ejercen por la fuerza, han menester de estos simulacros para reforzar, con el prestigio que da el arriesgar la vida por el bien común, la firmeza de su situación. Tampoco puede, desde luego, negarse que alguno o algunos de ellos hayan realmente existido. Mas el único que hemos de creer, sin dudas, es el de Molina de Aragón[669].
Ocurrió el 17 de julio de 1642, en la jornada real a Cataluña. Nos lo cuenta Novoa, con maligna delectación. Revistaba el Conde-Duque las tropas en el Humilladero, fuera de la ciudad, y la tropa hacía salvas al paso de su carroza. Mas uno de los arcabuces, de la compañía del Marqués de Salinas, estaba cargado con bala y dio en el coche del Valido, en la varilla, que saltó hecha pedazos, hiriendo al secretario Carnero y al enano el Primo, el que pintó Velázquez para la eternidad, que al lado del Valido le daba aire con un abanico. Fueron al alojamiento del Rey «con el cuento, los pedazos de bala y las heridillas». Se dio «cruelísimo tormento» al soldado que disparó, y dijo que le habían dado cargado el arcabuz, sin que declarase nada más.
Quedó, pues, en misterio si fue accidente o atentado; pero atentado fue, y no del infeliz que disparó, sino de la opinión, que ni tiene voluntad ni manos, pero que, sin saberse cómo, carga las armas y dispara estas balas perdidas. «Juan Pasquín», fantasma realísimo, fue el inductor y el verdadero autor. El Conde-Duque «no hizo demostraciones ni se mudó»[670]; mas, detrás de su serenidad, se sintió, sin duda, vencido; y aquella noche quiso volverse con el Rey a Madrid.
La tormenta, cuajada ya sobre la cabeza del Valido, había lanzado el primer rayo. Acaso no midió Don Gaspar la fecha en que iba a desencadenarse; pero es seguro que la vio venir. Antes de la jornada real que empezó con el atentado de Molina, Don Gaspar había hecho ya su testamento. Ni el arcabuz asesino ni nada de lo que vino después le cogió de sorpresa. Y, acaso, en las horas de melancolía de su destierro de Toro, mientras paseaba, ya sin esperanzas, por las orillas del Duero, pensaría más de una vez que Dios no debió desviar la bala del arcabuz, que hirió al pobre enano, en lugar de dar en el blanco que apetecían los españoles. Le hubiera evitado horas infinitas de dolor y, al ennoblecer su muerte, mucha ignominia injusta sobre su memoria.