Fracaso de la política interior
LA política exterior del Conde-Duque puede tener, como hemos visto, sus puntos disculpables y aun sus pretextos para la alabanza. Su actitud imperialista fue, sin duda, funesta, pero se la pueden encontrar justificaciones de orden social y biológico, que han sido ya expuestas en el capítulo anterior. Hay que volver, además, a reconocer que las últimas glorias de gran potencia que iluminaron a España, a Olivares se debieron. Es perfectamente exacto, en este sentido militar, el juicio de Hauser, al decir que se habla demasiado a la ligera de la decadencia española a partir de la muerte de Felipe III, pues la nación tuvo aún un largo período de preponderancia durante el reinado de Felipe IV; y no debido al Rey, «verdadero símbolo del agotamiento de una raza», sino a su Valido. «Era éste —añade Hauser— a pesar de sus defectos, un hombre que supo encontrar en la herencia de los Felipes la concepción del papel imperial de España. El gran nombre de Richelieu ha hecho olvidar demasiado los méritos de su rival; rival que pudo ser su vencedor»[632]. Esto dice un historiador francés. Y Spengler habla de cuando «el Conde-Duque de Olivares, en Madrid, y Oñate, el embajador de España en Viena, fueron las personalidades más poderosas de Europa»[633].
Pero la política interior fue, en sus manos, un puro desastre. Aquí no hay atenuación psicológica ni brillo espectacular que amengüe la catástrofe. Desastrosa tenía que ser por el error inicial de la concepción centrífuga de nuestro poder; por querer hacer de España el centro de una política imperialista, concepto siempre discutible, y en su tiempo ilusorio; en lugar de la nación peninsular, agrícola, comercial, industrial en lo posible y, sobre todo, civilizadora, como depositaría de una gran cultura y como madre y rectora de una lengua universal. Pero el error lo fue, aún en mayor grado de lo presumible, porque las aventuras guerreras vertieron fuera de España todo lo que debía haber quedado dentro: hombres, oro y atención; nada sobró para el solar exhausto.
Al comienzo de su privanza, la atención de Olivares se dirigió, atentamente, a la reforma de la inmensa podredumbre que corroía la vida española; y con proyectos de gran altura que encendieron de fervor el entusiasmo popular. Cuatro fueron los aspectos que intentó reformar el Conde-Duque, con tan noble intento como pésimo resultado: la burocracia, las costumbres, las obras públicas y la hacienda. Son los puntos típicos, los tocados siempre por los dictadores. No se ha hecho un estudio documentado e imparcial de estos intentos de reforma olivarense, de mucho mayor interés para nuestra historia que los relatos y juicios de las guerras. Si este estudio, no podrá nunca darse una sentencia imparcial sobre este reinado y sus hombres. Tal vez, si otros quehaceres me dejan, lo intentaré algún día. Aquí sólo cabe una rápida enumeración.
Consejos y Juntas
Para la administración y gobierno interior creó las famosas Juntas, bien ideadas, precursoras, en parte, del tipo actual de ministerios y patronatos, pero multiplicadas excesivamente. Había, en efecto, las siguientes: de Ejecución, de Armadas, de Media Anata, del Papel Sellado, de Donativos, de Millones, de Almirantazgo, de la Sal, de Minas, de Presidios, de Poblaciones, de Competencias, de Obras, Bosques, de la Limpieza, de Aposentos y de Expedientes. Y sobre ellas los Consejos, que eran: el Real, el de Castilla, el de Estado, el de Inquisición, el de Aragón, el de Portugal, el de Indias, el de Órdenes, el de Hacienda, el de Cruzada y el de Guerra. Nombres que indican una atención inteligente hacia los problemas esenciales de la vida nacional; pero, a la vez, una frondosidad burocrática excesiva. Por ello su eficacia fue, en general, limitada, y desaparecieron sin dejar otro rastro que el aumento del funcionarismo parásito[634].
La reforma de las costumbres
La reforma de las costumbres fracasó también. Ya se ha visto cuan necesaria era. Pero en cada período de la Historia las costumbres de la calle son síntomas de la salud del Estado mismo; y querer corregirlas con leyes y castigos es tan pueril como el pretender curar la tuberculosis, disimulando con drogas la calentura. Los religiosos y eclesiásticos apretaban mucho en este sentido, pero se fijaban de un modo casi exclusivo en las licencias de lo sexual, que eran, ciertamente, escandalosas, pero que pesaban en la descomposición nacional mucho menos que la inmoralidad económica, la pereza, la vanidad y la violencia, que no merecieron parecidos anatemas. Para el teólogo hispánico el pecado sexual es, al parecer, el que más ha de irritar a Dios; y frailes y monjas clamaban de continuo contra tales desafueros; pero clamaban en desierto, entre otras razones, porque tenían por principal protagonista al propio Rey. Las comedias fueron particularmente atacadas, ya por su intrínseca maldad, ya por el círculo de pasiones pecaminosas que en torno de ellas hervía. Fueren los jesuitas los mayores enemigos del arte dramático[635]. Pero nada se consiguió, y en los últimos años del gobierno del Conde-Duque alcanzaron el libertinaje sexual, el impudor de los burócratas y la violencia en las costumbres grados nunca conocidos. Y era lógico que así fuese, por el sentido pueril y ñoño de las reformas. Se hizo casi una revolución, en 1623, por si debían usarse las valonas o las golillas. En 1627 hay cabildeos de ministros y clérigos, y doctas conferencias de Olivares con el Padre Aguado para ver de reformar los guardainfantes de las mujeres, considerando que su indecencia era casi una de las causas fundamentales de los males de España[636]. Y otras nimiedades por el estilo. «Lo que había que reformar era el pueblo», dice Hume, con razón, pero los mismos que decretaban las pragmáticas eran ejemplo vivo de corrupción, empezando por el Rey. Si favoreció las comedias fue porque, más inteligente y menos pacato, no podía atribuirlas el maleficio que aquellos otros pobres de espíritu. Él, personalmente, no iba a las comedias. En una importante carta a Chumacero, ya próxima su caída, se disculpa de los ataques que le hacían desde Roma por haber protegido el arte escénico, y escribía: «Puedo decir con verdad que en veinte años no he visto diez comedias. Sus Majestades sí gustan mucho de ellas»[637]. Sabía bien lo que representaba el arte en la dignidad histórica de los pueblos y, acaso, presentía que cuando él y el Rey y todos los demás figurones de la Corte yacieran en el desdén de la posteridad, Calderón y Quevedo y Lope de Vega serían los que continuaran iluminando de gloria, para siempre, a la España de su siglo.
La ruina de la industria y el comercio
La obra de reconstrucción interior que proyectó, con clara intuición de lo que años más tarde habían de realizar los ministros de Fernando VI y Carlos III, quedó abandonada ante las necesidades de la guerra. Cuando Olivares llegó al gobierno, España, y sobre todo las sufridas provincias centrales, eran, salvo algunas ciudades, montones de ruinas en la estepa. Deshechas las industrias, sin cultivo los campos, paralizado el comercio, a pesar de la paz que impuso Felipe III y que fue tan mal aprovechada para el bienestar de la nación, era preciso rehacerlo todo, de arriba abajo. Pero nada se logró, como no fuera empeorar los males crónicos, por los continuos impuestos, levas y latrocinios. La Corte fastuosa era un oasis de lujo en un desierto de miseria. Los propósitos de Olivares eran excelentes. De su mano es el admirable decreto, que firmó Felipe IV el 18 de noviembre de 1625, tratando de remediar la despoblación de España y fomentando «la fábrica y labor de lanas y sedas y otras artes para que cese la necesidad de entrar de fuera las cosas de estos géneros que se pueden labrar y fabricar en ellos», para «mejorar el comercio y contratación», para «establecer la navegación de los ríos», etc.[638]. Pero pronto fueron leyes en desuso, y empezaron a desaparecer las industrias nacionales, por falta de brazos y por la huida del oro al extranjero, acaparado por las garras inmensas de los prestamistas. Nada da idea de la lucha del noble agricultor y del industrial español contra la mano oficial que les agarrotaba, como los interesantísimos documentos al Rey y al Conde-Duque, suscritos por el toledano Damián de Olivares, en los que expone la desventura de los artesanos, y propone, con datos y buenos juicios de incomparable valor, los remedios, que nunca llegaron. «Segovia —dice— deja de labrar cada año, por la entrada de mercaderías extranjeras de lana y seda, 25.500 piezas de paño.» Suplicaba que se protegiese el cultivo del gusano de seda. «Hay alrededor de Toledo muchos cigarrales y tierras de secano, y en la ribera del Tajo muchos sotos por ambas orillas, donde se pueden plantar las moreras y criarse muy grandes cantidades de seda… No hay que poner duda en el temple de las tierras para la cría, pues se ha criado ya en Toledo, y a la redonda de él en muchas partes; la tierra de Talavera lo acostumbra a criar, y ahora, ha tres años, lo cría en Toledo un vecino que se llama Gaspar Martín, que viene a las tenerías, y tuvo buen suceso y sacó muy buena seda»[639]. ¡Gran toledano este Olivares, gran escritor sin pretenderlo! Le vemos en las tenerías de la ciudad, doliéndose, con el bueno de Gaspar Martín, del mal gobierno, viendo con su clara mirada castellana la locura de los hombres de la Corte, emborrachados por la Historia, olvidados del suelo sagrado de la Patria. Sus memoriales son un cuadro viviente de la Castilla inmortal, la humilde, la que soportó sobre su escuálido espinazo el peso de tantos errores; y la que continuó, una vez y otra, cuando parecía terminada, la historia de España.
Las obras públicas. El Buen Retiro
Las obras públicas fueron atendidas cuando las circunstancias azarosas lo permitieron. Pero casi siempre obedecían o al propósito de encontrar el dinero ansiado por medios maravillosos, o a complacer al Monarca. Las más notables fueron: los intentos de explotación de las minas «para que los tesoros perdidos en los senos ocultos de la tierra… saliesen a suplir los tributos»[640]. Y también sus obras de canalización, unas realizadas o empezadas, como la del Guadalquivir[641], y otras que quedaron en proyecto, como la magna empresa de hacer navegable el Tajo, desde Lisboa hasta Toledo, y luego el Jarama y Manzanares, hasta la Casa de Campo de Madrid, que ya comentamos; quimera para aquellos tiempos, que Don Gaspar brindó al Rey en uno de sus períodos de hipomanía, soñando verle embarcar, junto a su Alcázar de la Corte, en una falúa, que le dejaría en los muelles de Lisboa[642].
Pero la obra más famosa de Olivares fue la construcción del Palacio del Buen Retiro, en Madrid. En el erial que se extendía por detrás del convento de los Jerónimos había Don Gaspar edificado «cuatro aposentos donde pasar, apartado del bullicio, la Semana Santa y los pocos días en que S. M. sale al campo»[643]. Allí tenía su mujer una pajarera, con aves, corrientes y exóticas: el famoso «gallinero» que tanto dio que hablar en toda la Cristiandad. Sin duda, los Reyes frecuentaron el lugar y nació de ellos y del Conde-Duque la idea de construir un Palacio que sirviese de retiro apacible a los Monarcas, permitiéndoles dejar, sin necesidad de alejarse de Madrid, la estancia sombría y desagradable del Alcázar; y que fuese, a la vez, asombro del universo. Claramente se ve la vena de grandezas del Conde-Duque, queriendo que bajo su gobierno se fabricara un Palacio Real, al igual que habían hecho los otros grandes Monarcas de la dinastía; y que ese Palacio naciese de su propia casa, ligado a ella, como lo estaba a su persona la persona del Rey.
Son muy conocidas las descripciones del Buen Retiro, obra extraordinaria, por su lujo y elegancia, por los gastos enormes que ocasionó no sólo su construcción y aderezo, sino la creación, en aquel desierto, de bosques, alamedas, canales y estanques en los que se celebraron nunca vistas fiestas acuáticas y terrestres. La fama de la residencia real recorrió todo el mundo, emulando la de los grandes jardines y estancias de placer de los otros Soberanos de Europa, a cuyo renombre, sin duda, no fue ajena, en el ánimo celoso de grandezas de Olivares, el propósito de esta construcción. Nada da idea del delirante énfasis con que el Palacio fue concebido y ejecutado, como el ramillete de elogios de la fábrica, que escribieron los más peripuestos ingenios de la Corte y publicó Don Diego Covarrubias[644], Guarda Mayor de la Real Posesión. Hoy leemos con bochorno esta increíble adulación, ejemplar para entender todo lo que el poder personal tiene de corruptor de las conciencias.
Pero de aquí nació, y así para siempre, uno de los más tenaces y violentos motivos de impopularidad para el creador del Buen Retiro. Como ya se ha dicho, debieron creer los españoles que aquellas deslumbrantes obras eran de la propiedad del Valido, casa suya, de insultante esplendor. Mas, aun siendo Palacio para el Rey, el contraste entre su magnificencia y la pobreza del país era tan grande, que fue este asunto del Buen Retiro el cargo principal que hizo la plebe al Conde-Duque en los días de su caída. De la misma Roma vinieron severos juicios, de los que se defiende Don Gaspar en la citada carta a Chumacero, demostrando que no se gastó cuanto se dijo y que dio jornal, durante muchos años, a gran número de peones desocupados. De dicha carta son estas líneas significativas: «Si Nuestro Señor se sirviese de darnos una paz, entonces, si V. S. [Chumacero] me viese en el Buen Retiro, ni siquiera en Madrid, ni a sesenta leguas de él, desde luego me confesaré por ruin y mentiroso; y esto no sólo sirviéndose el Rey N. S. darme licencia, sino yéndome yo, huido, sin ella, si así fuere necesario.» Es decir, que lo que deseaba era perder de vista a este dichoso Buen Retiro que tantas amarguras le costó. Es otro de los sinos del poder personal: sólo a su favor se pueden realizar estas grandes empresas, que invariablemente se tachan de vesánico derroche por sus contemporáneos, y, al fin, son lo que queda, mientras pasa todo lo demás; y acaban por ser, ante la posteridad, la más legítima defensa de la dictadura[645].
Por herencia, sin duda, de su padre, que fue gran protector de la Beneficencia, Don Gaspar le prestó mucha atención también. Cuando la famosa peste de Andalucía en 1637, él presidió personalmente las Juntas, entrometiéndose más de lo discreto en la faena de los doctores. Al Conde-Duque se debe la concesión del impuesto sobre las comedias, al Hospital General de Madrid. Reñía con los médicos, pero los respetaba; y cuando estaba en Toro, próximo a morir y, en su delirio, decía las verdades más íntimas de su espíritu —su amor a Doña Inés, sus recuerdos a la Salamanca juvenil, etc.—, hablaba también de los galenos, y decía: «Los médicos son grandes hazañeros.»
El desastre financiero
Salvo estas obras aisladas, la ruina interior de España acabó de consumarse. Y de ella fue causa principal, y a la vez expresión característica, el desastre financiero, en el que la responsabilidad del Conde-Duque alcanza su máximo valor. La bancarrota es, con gran frecuencia, una de las secuelas del poder personal, por razones fáciles de colegir. El dictador posee al máximo el instinto del fausto y de la grandeza material, y carece, al máximo también, del sentimiento de la responsabilidad; porque este sentimiento, para que no se embote, necesita restaurarse cada día con la crítica del ambiente; y el dictador, para poder serlo, lo primero que hace es suprimirla. De la misma raíz psicológica nace la facilidad con que los jefes únicos degeneran en arbitristas, defecto que, como a su tiempo se vio, padecía, y de modo grave, el Conde-Duque.
Los recursos del Estado venían ya agotándose desde el reinado de Felipe II. Los infinitos recaudadores que recorrían el país, como una plaga, estrujaban al pobre pueblo español, o, más exactamente, al castellano, hasta dejarle exhausto. Los galeones de América vertían, periódicamente, sus tesoros en la Península, en proporciones enormes[646]. Pero nada bastaba para mantener las guerras en ambos continentes y para sostener la ociosidad, indigente o lujosa, de los cientos de miles de españoles que no querían, a ninguna costa, trabajar.
Los Reyes de la Casa de Austria se vieron obligados a realizar inflaciones de la moneda de vellón que, prácticamente, llegó a ser la única que circulaba en la Península. Pero las grandes maniobras de este género se hicieron bajo el reinado de Felipe IV y, por tanto, bajo la máxima responsabilidad de Olivares. En los primeros cinco años de su reinado lanzaronse emisiones enormes de vellón, cuyo valor estuvo, en adelante, sometido a las oscilaciones más bruscas y descabelladas. En 1628, el valor del vellón fue reducido al 50 por 100. En 1638 se ordenó la reestampación del vellón al triple de su tarifa en las Casas de la Moneda. En 1641, a consecuencia de las revoluciones de Portugal y Cataluña, se hizo una nueva reestampación al doble de su valor. Pero al año siguiente, 1642, el Gobierno tuvo que hacer una deflación, rebajando el valor de las piezas de 12 y 8 maravedíes a 2 maravedíes; las de 6 y 4 maravedíes, a 1 maravedí, y las de 1, a medio maravedí (o «blanca»). En marzo de 1643 (ya retirado el Conde-Duque) pareció excesiva esta deflación y se cuadruplicó el valor de la calderilla de 1 y 2 maravedíes. En 1650 se hizo otra reestampación de los maravedíes de 2, elevándolos al cuádruple de su valor. Y así podrían citarse otras varias operaciones más que mantenían la moneda diaria, el vellón, en constante y brusca inestabilidad, produciendo, como dice Hamilton[647], «si no daños tan graves como los de las guerras de Flandes, sí un poderoso obstáculo al progreso económico de España».
El oro y la plata que llegaban de América desaparecían de la circulación y eran sustituidos por la moneda inestable de vellón. Ya las Cortes de 1590 se quejaban de esta ausencia de las monedas preciosas, que ocasionaba graves daños al comercio y grandes dificultades en la recaudación de rentas reales. Pero los males aumentaron en el reinado de Felipe IV. Las deudas públicas eran tan grandes que el tesoro de Indias era absorbido en su casi totalidad por las deudas apremiantes del Rey, despojando a los particulares; tal ocurrió con la escuadra de galeones llegada a Sevilla en 1632, cuyo espléndido importe fue absorbido, enteramente, por los usureros de la Casa Real. Pero hasta esta fuente se empezó a secar, pues la importación americana, que en el quinquenio de 1631 a 1635 alcanzó la cifra de 35.184.892 pesos (cifra máxima de todas las exportaciones de América), descendió hasta 13.763.802 en el quinquenio de 1641-1645, último del Gobierno de Olivares, para seguir su declive hasta 3.361.115 en el quinquenio de 1656 a 1660 (cifra mínima) y extinguirse después.
Se ha tratado de defender al Conde-Duque de esta mala política financiera, considerándola como consecuencia inevitable de los errores en el exterior y en los problemas vitales del interior de España. Es esto cierto; pero no es una disculpa, sino un traslado a otro término del problema de la misma culpa indefendible, pues él fue el responsable de esos innumerables agobios que venían de fuera. Que Don Gaspar era un economista funesto lo demuestra no sólo su fe en los arbitristas, síntoma fatal, porque sólo han sido útiles a sus pueblos los hacendistas modestos, los que, con más o menos aparato, se han atenido en el fondo «a la cuenta de la cocinera»[648], sin su testamento, escrito en 1642, en el que hace con su propia hacienda los mismos juegos malabares que hacía con la del país, mereciendo este severo y justo juicio del jesuita Padre Rodolfo Martínez, al comentarlo, en carta al Padre Pereyra: «El caballero que hizo este testamento gobernó veintinueve años esta Monarquía en la misma forma que dispuso este legado. Tal quedó ella»[649].
La falta de cabezas
Acaso su más importante disculpa está en la incapacidad de los hombres que le rodearon. A su lado, para la ayuda directa de los negocios, tuvo a tres secretarios, modestos, pero de gran eficacia: José González, Antonio Carnero y el protonotario Villanueva. Mas le falló la ayuda en los generales y diplomáticos. Al principio del reinado, todavía pasan con brillo por el escenario del Imperio Spínola, Córdoba, Feria, Don Fadrique de Toledo. Luego, muertos, cansados o enconados contra el Valido, dejan de actuar. Las victorias que de vez en cuando obtenía Leganés o algún otro, parecen, entre la serie de sus desaciertos, fruto del azar. Obligado a recolectar sus ayudas en el huerto limitado, hosco y muelle de la Nobleza, se sentía cada vez más solo. Sus confidencias al Cardenal-Infante —el único capitán brillante de esta época— abundan en la misma queja dolorida: «Lo de Italia me da cuidado, porque hay pocas cabezas, y esto de las cabezas, Señor, es gran cosa y rara.» «La falta en que V. A. se halla de ministros españoles me tiene a mí atravesado el corazón.» «¡Cabezas, Señor, cabezas, que esto es lo que no hay!» «¡Donde no hay cabezas no hay nada!» Y así, sin cesar19. Pero es, sobre todo, expresivo el voto de Olivares en el Consejo de Estado, en marzo de 1640, referente «a que cada día se reconoce más la falta que hay de cabezas militares y lo que conviene irlas criando; y que le han hablado algunos caballeros mozos ofreciéndose para ir a servir a la guerra y particularmente los Duques de Alburquerque, Villahermosa e Infantado». Allí dice que «en las ocasiones que han sucedido en España estos años ha visto tanto desaliento en la Nobleza que le ha hecho reparar mucho en ello, pues para ir a la ocasión y tomar una pica no es necesario ni mucho gasto ni larga ausencia»; otros de estos nobles —dice— no sirven por su engreimiento, «porque no admitiendo consejo, no se les puede encaminar». Hace, en cambio, el elogio de otros, como el Duque de Alburquerque, «que es de los que pueden salir soldados», pues «cuando el sitio de Fuenterrabía salió de Madrid sin decir nada y se halló en aquella ocasión, y así le parece que se le podría enviar a Flandes, a que sirva con dos compañías de caballos y después mandarle a infantería». El sentido de justicia del Conde-Duque es aquí, y siempre, admirable[650].
Tal fue el proceso de la disolución española bajo la Casa de Austria. El país hubiera, sin duda, perecido, a no haber surgido en la historia de España los prudentes primeros Reyes de la Casa de Borbón —Fernando VI y Carlos III— y, sobre todo, sus ministros, unos geniales, otros tan sólo bienintencionados, pero todos llenos de una de las virtudes esenciales del gobernante, que es oír la voz de su tiempo.
En no saber oírla consistió, precisamente, el error y el defecto del Conde-Duque. En una biografía suya, escrita el comienzo del siglo XIX por un inglés, James, se lee este exacto juicio: «La integridad, los talentos y la fidelidad al Rey [de Olivares] merecían mejor fortuna; es probable que, en otro período de la Historia, este ministro hubiese sido uno de los estadistas más afortunados que España haya visto jamás»[651]. Pero no se escoge, por desgracia, ni el modo de ser ni el momento de nacer.
El Conde-Duque hubiera salvado a España y se hubiera salvado ante la Historia, si en lugar de oír y obedecer las resonancias falaces del pasado se hubiera detenido a escuchar las realidades claras, humildes y escuetas de Damián Olivares, el toledano de las tenerías.