21. La política exterior y regional

La idea de la unidad nacional

LA vida pública del Conde-Duque de Olivares ha sido sucintamente referida en el capítulo 4. El comentar esa vida, no ya como allí lo hicimos en relación con su personalidad, sino desde un punto de vista estrictamente político, excede los límites de este estudio, cuyo autor es un mero naturalista. Sin embargo, no pueden excusarse algunos comentarios acerca de su obra interior y exterior, porque sin ellos quedaría incompleta la pintura de este ministro, en igual medida grande e infeliz.

En la obra de todo hombre público hay que considerar el propósito y el resultado. Para el vulgo, la sanción ante la posteridad la dan los hechos; y de ellos resulta bueno el que vence y malo el que fracasa. Pero el hombre de ciencia debe estudiar también la intención en los grandes gestadores de la Historia, reservando un juicio distinto para el hombre recto que fue vencido por el ambiente adverso y por la mala fortuna, y para aquel que mereció su derrota por su falta de preparación, de inteligencia y de ética.

Los planes políticos de Olivares cuando se alzó con el gobierno de España eran dignos de sincera alabanza, aunque no fuera más que por el hecho insólito de existir. Lo corriente entonces, y ahora, en el político español, es, en efecto, que arribe a la responsabilidad del mando, sin otro programa que procurar, en el caso mejor, ajustar las conveniencias del país al fluir imprevisto del azar de cada día. Desde que murió Felipe II hasta el final de su dinastía, la política de la Casa de Austria estaba particularmente ayuna de todo programa y previsión. Sin hablar de los últimos Reyes, de manifiesta incapacidad, nos bastará el simple examen de la actuación de los ministros que precedieron a Olivares —los Duques de Lerma y de Uceda— y de los que le sustituyeron —Don Luis de Haro y los del reinado de Carlos II— para que no se dude que su gestión carecía de ese mínimo de arquitectura en los proyectos y de meditación en las ejecuciones que permitan hablar de programas, aun en su sentido más modesto.

Merece, en cambio, todos los elogios que le dedicó Cánovas, y ninguno de los olvidos de la mayoría de los otros historiadores, el manifiesto o «programa de Gobierno» que dirigió a Felipe IV el Conde de Olivares en 1625, que se copia, casi íntegro, en el Apéndice XVIII, cuyas ideas políticas se podrán discutir, pero no su noble intención. Nos basta para respetarle su declaración de haber sido meditado: «Si yerro —dice— es bien cierto que es error de entendimiento.» Y otra vez: «He dicho a V. M. cuanto se ofrece en el gobierno de estos reinos con las noticias que he tenido de ellos y con lo que he leído.» Aun cuando corrigieron la redacción sus literatos de cámara, el estilo de muchas frases denuncia, directamente, a la pluma de Olivares. Y realza su mérito la ausencia de las vanaglorias y delirios de grandeza, que ya aparecen en otros de los papeles anteriores y posteriores. Concibió y redactó éste, sin duda, en uno de los momentos de ecuanimidad de su humor, oscilante entre la depresión y la manía.

Es bien conocida su tesis, aquí desarrollada: la magnitud de las empresas de España fuera de sus fronteras exigía, ante todo, unificar la nación, dando un régimen común ante los deberes y sacrificios a cada uno de los antiguos reinos y regiones —retazos mal cosidos— que formaban el cuerpo de la Monarquía. Se daba cuenta de que, sin un Estado vigoroso y uniforme, como un bloque, no podía sostenerse por más tiempo la misión que España pretendía seguir ejerciendo en el mundo. Acaso un espíritu genial hubiera enfocado el problema modificando los términos en que estaba planteado, esto es, empezando por darse cuenta de que esa misión de hegemonía de los Austrias y de paladín del catolicismo a costa de todo, era imposible ya; y de que convenía a la continuidad de nuestra historia reducir las ambiciones y atenerse a una política «de modestia internacional», como acertadamente dice Soldevilla[612]. Pero los sueños de imperialismo y de monopolio de la catolicidad estaban tan ligados a lo que era la esencia y la razón de existir de la Casa de Austria, que jamás los hubiera podido renunciar quien, como Olivares, era, ante todo, fiel hasta el fanatismo a la Corona; más aún, representante y ejecutor, en mayor medida que el mismo Monarca, del espíritu de los Austrias; y, además, sobre esta profesión política, dotado de un carácter imperativo y horro de matices, cuyas consecuencias no se hicieron esperar.

Aceptado este hecho, es decir, considerando al Conde-Duque como héroe de la visión española de Felipe II, no puede juzgarse con extrañeza su programa político, resumido en este párrafo de su manifiesto: «Tenga V. M. por el negocio más importante de su Monarquía, el hacerse Rey de España; quiero decir, Señor, que no se contente V. M. con ser Rey de Portugal, de Aragón, de Valencia y Conde de Barcelona, sino que trabaje y piense, con consejo mudado y secreto, por reducir estos nervios de que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia; que si V. M. lo alcanza será el Príncipe más poderoso de la tierra.»

El acierto de soñar con la unidad enérgica se bastardea aquí con el error de pretender imponer a las demás regiones el modelo obligado de Castilla, error fundamental en un problema como el de los regionalismos, hecho, más que de razones, de susceptibilidades. Hubiera sido más cuerdo crear una forma de unidad en la que no se advirtiese sombra de sometimiento de unas regiones a otras. Y aun esto sería difícil, porque de estas regiones, las que tenían privilegios que les permitían permanecer un tanto al margen de los sacrificios nacionales fuera ilusorio suponer que se avendrían a perderlos. No puede negarse, no obstante, que eran inteligentes, y (por lo menos, inicialmente) benignos los métodos que proponía el flamante ministro para realizar su programa. Pedía al Rey —y repitió más adelante el ruego en muchas ocasiones— que no se estuviese quieto en Madrid, sino que residiese en las capitales de los distintos territorios; a pesar de lo cual ha pasado a la Historia con el sambenito de tener a Don Felipe, en la Corte, cautivo de frivolidades y placeres menudos y degradantes. Le pedía también que los altos puestos de gobierno se proveyesen en hombres eminentes de las regiones: porque nada, en efecto, aguza la lealtad como la responsabilidad. Y en otros medios más para sustituir la artificial pegazón de los fragmentos de España, hecha a base de pactos políticos, por una fusión viva, de entrañable compenetración biológica. Es cierto —y no debemos, por justicia, dejar de consignarlo aquí— que después de este plan nobilísimo, y para el caso en que fracasase, apunta otros métodos recusables, basados en la astucia y en la fuerza; uno, sobre todo, maligno, aprendido en los libros de Maquiavelo, que con cínica claridad expone así: «El tercer camino, aunque no como medio tan justificado, pero más eficaz, sería: hallándose V. M. con esta fuerza que dije, ir en persona, como a visitar aquel reino donde se hubiere de hacer el efecto, y hacer que se ocasione algún tumulto popular grande y con este pretexto meter la gente, y en ocasión de sosiego general, como por nueva conquista, asentar y disponer las leyes en la conformidad de las de Castilla; y de esta misma manera irlo ejecutando con los otros reinos.» Esta técnica del «agente provocador» nos repugna y nos deja con la amarga sospecha de que tal vez la empleara en alguna de las sublevaciones que más adelante se produjeron en el territorio nacional. Pero era fórmula de gobierno muy usada entonces y no específica, ciertamente, de este ministro.

La realidad echó por tierra el programa inteligente, el de la hora buena. Las guerras europeas se desencadenaron y ya no tuvieron fin en todo el reinado de Felipe IV. La política interior fue abandonada. Obligada la Monarquía a enviar soldados y dinero a todas partes, la única acción visible del gobierno en el territorio peninsular era la del capitán que pasaba por los pueblos haciendo leva de la gente moza, con métodos brutales; y la del recaudador que exprimía a los villanos «hasta desollarlos», como con trágica contrición escribió el propio Conde-Duque[613]. Castilla, heroica y sumisa, acabó por secarse de hombres y de pecunia; y entonces se exigió, sin tacto, a las demás regiones el mismo sacrificio, suscitando su indignación y, al fin, los levantamientos, que pusieron tan lúgubre remate a la privanza de Don Gaspar. Quince años después de escrito el prudente manifiesto que hemos comentado nada quedaba de sus buenos propósitos. Agobiado desde los múltiples campos de batalla con peticiones de soldados y de oro, el Valido, enfermo, medio loco, se pasaba las noches en blanco arbitrando lo que le exigía la necesidad imperiosa de cada día. Se exacerbó su nativa propensión a la violencia. Y, para servir al Rey y a una política de quimeras, no dudó en sacrificar los principios más elementales de tacto y de prudencia, necesarios en toda obra de gobierno, pero indispensables cuando hay por medio pleitos regionales.

Grande fue su culpa, y ya se ve que no tratamos de disimularla; pero para juzgarla con justicia hay que contar, sin embargo, con los factores inmodificables que concurrieron a producirla: con su mentalidad intemperante y con la realidad universal de entonces, que estaba concitada contra España y hubiera hecho menester, para hacerla frente, un genio político que, sin duda, Olivares no poseyó. La autoridad de Cánovas, máxima en esta ocasión, porque en él habla no sólo el historiador, sino quien, por ser jefe de Gobierno con toda plenitud, conoció las responsabilidades del Poder, dice esto, que es de absoluta exactitud. «No habría sido mejor [que el Conde-Duque] ninguno de sus contemporáneos, porque, cuando menos, a los que de ellos han dejado noticias les llevó ventajas notorias. Para medirlo bien, aun juzgando por lo que a primera vista aparece, hay que trasladarse con mente serena a su bufete, examinar los problemas con que tropezó cada día y emprender, a modo de intelectual ejercicio, la tarea de resolverlos con razonable probabilidad de acertar»[614]. Para detener nuestro derrumbamiento, hubiera tenido Olivares que ser lo que jamás podía ser un Guzmán: un Cronwell de España —Cronwell sin decapitaciones— como dijo, y ya lo hemos comentado, otro político activo, más conservador aún que Cánovas, Don Francisco Silvela.

La guerra con Holanda

Así entendida, explicada y, en lo humano, disculpada su gestión política, podemos comentar, con algún detalle más, algunos de sus yerros. Fue el primero la ruptura de la tregua con los holandeses, que había mantenido Felipe III, y que se consideró como el orgullo de su reinado. Ya en su tiempo fue éste uno de los motivos del ataque de sus adversarios. Siri consideró como los cuatro grandes pecados del Valido de Don Felipe éstos: la ruptura de la tregua con los holandeses o, más exactamente, como él dice: «el haber impedido que se prolongase la tregua»; la ruptura del matrimonio de la Infanta María con el Príncipe de Gales; la guerra de Mantua, y las guerras de Cataluña y Portugal. Cánovas y Sánchez de Toca[615] y otros han pretendido justificar la ruptura de esta paz con argumentos políticos, documentales, cuyo valor no vamos a discutir. Nos interesan los de orden psicológico, que están ligados a la personalidad de Don Gaspar y a las circunstancias en que acaeció el suceso. Al finalizar el reinado de Felipe III la impresión que tenían los españoles era que el país se hundía en un marasmo que aprovechaban los validos y sus secuaces para gozar en paz de sus rapiñas. Los gloriosos ejércitos estaban desmoralizados por la inactividad. El prestigio de España, la nación que con sus tercios y sus capitanes conquistara el mundo, disminuía visiblemente ante otras potencias, Inglaterra y Francia, cuya pujanza se sentía, por instantes, crecer. El infiel nos temía menos cada vez. Y el vasto y remoto Imperio colonial se resquebrajaba ante la blandura y el descuido de los que, desde la metrópoli, manejaban las riendas del Gobierno. En esta situación, el nuevo reinado no advino como un cambio de Reyes más, ordenado por la fatalidad de la muerte. Bajo el signo del Conde de Olivares se aspiraba a una completa renovación del país. El ímpetu nacionalista, tan característico de los poderes personales, estremeció de entusiasmo a la nación entera sugestionada, una vez más, y no sería la última, por el gesto optimista del nuevo animador. Mas este nacionalismo eruptivo, que a veces es medicina heroica para los pueblos decadentes, iba a ser, en aquella ocasión, una droga venenosa. Estaba España demasiado cerca de sus horas de grandeza, y de una grandeza tan inverosímil por su magnitud y por los modos casi milagrosos con que se logró, que, como a los delirantes recién tranquilizados, le bastaba una leve excitación para que retornase el delirio. A los que hemos visto, más de dos siglos después, al pueblo español, agotado por las luchas civiles y descendido en categoría internacional, alzarse de nuevo, en 1898, a impulsos de una inverosímil locura guerrera, apenas se le hirió la fibra de su antiguo orgullo, que parecía anestesiada, no nos puede sorprender que aquellos otros remotos abuelos nuestros, hijos directos de los conquistadores, se lanzasen a las funestas guerras europeas, cuando aún el español podía llamarse señor de medio mundo. Es cierto que hubo voces prudentes que desaconsejaron la aventura: ya Don Quijote había paseado sus huesos escarmentados por el alma nacional. Pero el que decidía era este hombre enfermo de la pasión de poderío, que lo arrastró todo detrás. No se busquen otros argumentos fuera del que él mismo expuso en otro de sus documentos pragmáticos: «Casi todos los Reyes y Príncipes de Europa —le decía al Monarca— son émulos de la grandeza de V. M. Es V. M. el principal apoyo y defensa de la religión católica; y por esto ha roto la guerra con los holandeses y con los demás enemigos de la Iglesia que los asisten; y la principal obligación de V. M. es defenderse y ofenderlos»[616]. No me importa recopiar estas gravísimas palabras, demasiado significativas. De ellas se desprende que la guerra de Holanda, y el racimo de las que se le fueran enzarzando, se debió a un brote de imperialismo territorial y religioso, animado por un conductor delirante, lleno, eso sí, de buena intención; y secundado por el ambiente propicio del pueblo entero.

La boda del Príncipe de Gales

El mismo espíritu de imperialismo anacrónico le llevó a los demás conflictos que aniquilaron a España. Está, por de pronto, bien demostrada su responsabilidad directa en el fracaso del matrimonio de Doña María de Austria con Don Carlos, el Príncipe de Gales. No es seguro que tal matrimonio nos hubiera proporcionado una alianza con Inglaterra; y lo prueba el que era española la Reina de Francia y francesa la de España, sin que por ello se evitaran las largas y desastrosas guerras entre los dos países. Pero el que el enlace angloespañol hubiera significado un cambio de rumbo de nuestra política, en el sentido de desposeerla de su rigidez y sectarismo, eso no cabe duda; y el progreso que hubiera supuesto tal cambio, en aquel momento crítico, en que el mundo entero acechaba nuestras flaquezas para herirnos sañudamente, tampoco se puede discutir.

La rivalidad con Richelieu

El rastro del ansia de grandezas de Olivares es patente en las guerras con Francia; hubieran sido, de todos modos, difíciles de evitar, porque era Francia la que principalmente las quería; pero en su génesis intervino, tanto como la natural emulación de los dos pueblos que se disputaban la hegemonía de Europa, la emulación de sus dos hombres representativos. Para Olivares, Richelieu fue una pesadilla de cuya obsesión no acertó a desembarazarse.

Se ha hablado mucho de la rivalidad entre Richelieu y Olivares; pero aún no se han escrito sus vidas paralelas. Ambos se movían, en muchos de sus actos públicos, empujados por el odio o la emulación del rival. Pero la semejanza de su obra, en su conjunto, no se debe a estas reacciones personales, sino al hecho de que uno y otro nacieron con aptitudes parecidas, con ambiciones idénticas y empujados por un común ambiente favorable: como frutos de un mismo «clima histórico», que en todas las latitudes geográficas producía entonces el ministro absoluto y todopoderoso. Se diferenciaron en dos cosas esenciales: en la personalidad biológica y en el ambiente nacional. Olivares era un gordo, de pasiones superficiales y aparatosas, y, en lo hondo, un infeliz. Richelieu era un asténico, agudo y afilado como un cuchillo frío, solapado y de dureza y crueldad refinadas. El ministro español trataba de sostener con sus espaldas de cíclope una Monarquía que, por ley natural, se derrumbaba. El francés puso su genio político al servicio de una potencia que corría la parte ascendente de su órbita. Estos dos órdenes de diferencias explican el fallo opuesto con que ambos personajes aparecen ante la Historia. El Cardenal triunfó, y al que vence se le perdonan los más graves defectos. El Conde-Duque fue vencido, y al que fracasa se le niegan hasta las virtudes más notorias. La posteridad sólo mide a los hombres públicos por su eficacia; y acaso hace bien. Las analogías entre ambos validos se han ido señalando en el curso de este libro. Uno y otro tuvieron el mismo pensamiento político central: la unificación de la Monarquía. El descuido de los problemas interiores, por la exagerada atención a las guerras y conflictos internacionales, fue también rasgo común de la política de los dos validos; e idéntica la opresión financiera con que esquilmaron a sus respectivos pueblos. Richelieu mantuvo con la Nobleza francesa la misma pugna que Olivares con la española; como éste, procuró el francés separarla del ejercicio de los altos cargos civiles y empujarla a servir en la guerra. Las mismas supersticiones, la misma fe en las monjas milagreras, que tanto se censuró en el Conde-Duque, imperaron en el espíritu del Cardenal. Los dos gustaban del manejo de los espías y eran maestros en tramar subterráneas conspiraciones. Y el parecido puede seguirse hasta en muchas de sus disposiciones de gobierno interior, como la canalización de los ríos, las prohibiciones del duelo, etc.

Richelieu era más cauto y más eficaz. Olivares gastaba, por el contrario, su eficacia en el aparatoso gesto. Pero era, en cambio, el ministro español mucho mejor que el francés, despótico, duro y cruel. Si el destino hubiera sido desfavorable al gran Cardenal, el relato de sus flaquezas y defectos llenaría libros enteros. Ahora se cuentan de soslayo, como acentos un tanto sombríos, pero necesarios para completar su silueta. Si Olivares hubiese vencido, ¿quién se acordaría, al lado de sus positivas virtudes, de sus extravagancias sobre las que se edificó la leyenda de su maldad? El mundo es así. Con razón decía aquel gran español, sabio de la vida y no de los libros, contemporáneo de los dos magnates, el cazador y filósofo campestre Juan de Mateos: «Viva quien vence, que todos son contra el caído y contra el que menos fuerza tiene.»

Deseos de paz

Sin embargo, la compleja personalidad del Conde-Duque no permite juzgar su gestión por sólo los documentos oficiales que se han comentado. Su deseo de paz fue muy precoz. Existe, en efecto, una importantísima consulta del ministro al Rey, en 1627, en la que expone con notable información y minucia el estado de la política internacional, que juzga tan complicada «que no se ha visto otra igual, muchas eras ha». La idea suya de mantener el Imperio de los Austrias y de sostener la religión católica persiste, naturalmente, en esta privada información; pero no con la crudeza que en los documentos destinados al público. Estudia la ventaja y los inconvenientes de las posibles alianzas con Francia e Inglaterra. La idea desproporcionada que por entonces tenía de las fuerzas del Imperio español le mueve a concluir que es mejor no contar con aquéllas y «atizar la rotura entre Francia e Inglaterra», realizando, en cambio, la alianza con el Emperador de los alemanes. Sin embargo, conviene —añade— la paz con Inglaterra, «apretándoles a que hagan venir a los holandeses a una buena paz, pidiéndoles algún privilegio para la religión católica». Es decir, que con esta salvedad ansiaba terminar la ruinosa guerra de Holanda. Pero, fiel a su táctica astuta, no consideraba que debía presentarse la paz francamente a los ingleses, sino que se deben hacer «las prevenciones de guerra como si hubiéramos de conquistar a Inglaterra y Holanda»: en suma, la paz por el miedo a la guerra, como aún hoy preconizan las grandes potencias: probablemente con tan mal resultado como el que logró el Conde-Duque[617].

Aquella cabeza hirviente de ambiciones ilimitadas sufría con el agobio de tantas guerras y tantos conflictos; pero, a la vez, se nutría de la realidad magnífica de que era él, desde su despacho, el árbitro de Europa, y de que Richelieu, el amo de Francia, y de su Rey, soñaba, seguramente, muchas noches con él. Pero había algo más que sueños. Se olvida demasiado que no sólo hubo desastres en los veintitantos años de ministerio de Olivares, sino que, a veces, nos sonrió plenamente el triunfo. Las últimas glorias militares de la epopeya española son del tiempo del Conde-Duque y se deben en gran parte a él, que, aunque no olió nunca el humo de la pólvora, ganó, literalmente, muchas batallas; y son injustos los historiadores que se lo disputan. «Se diría —escribe Hume al relatar los gloriosos triunfos de Feria y de Spínola— que, en verdad, revivían los tiempos de Felipe II.» Cierto que, como las de Pirro, y la de tantos otros Pirros de la Historia, fueron victorias que, al fin, nos costaron muy caras. Pero esto no lo ven nunca los contemporáneos, y menos aquellos españoles tan propicios a la embriaguez de la gloria. Para el ánima delirante del Conde-Duque eran espolazos que le impelían a la desenfrenada carrera emprendida. Y acabó olvidando por completo que la grandeza que generosamente soñaba para España no podía ya venir de fuera, sino de aquella reconstrucción interior que preconizaba en su manifiesto de 1625, si bien —y éste fue su error— no como fin del destino estrictamente español, sino como medio para perseguir el destino imperialista.

Ya hemos visto que, al fin, con la evolución de sus ambiciones le fue penetrando la idea de la paz, que ya se percibe en la citada información secreta al Rey, fechada en 1627, y de la cual son pruebas irrefutables las gestiones diplomáticas de Rubens y los tratos secretos y semisecretos que tuvo para reconciliarse con Richelieu[618]. Este deseo de paz resurge ya como una obsesión en los documentos de su última época, singularmente en sus cartas al Cardenal-Infante. «En lo de la tregua —escribe en 1636— debo decir a V. A. que no hay en la tierra quien más la desee que yo»; y más adelante, en 1640: «Ojalá fuera hecha la paz, que esto es toda mi ansia»[619]; y así, con insistencia dolorosa, a cada instante. El mismo deseo expone, ardientemente, en su comentado discurso en el Buen Retiro, precisamente cuando acaba de alcanzar la victoria famosa de Fuenterrabía. Pero la paz es una diosa esquiva y llena de rencor, que no acude a quien la llama porque sí, después de haberla despreciado; y así, a pesar de sus tardíos afanes, Olivares murió políticamente sin conocer la paz.

El amor a Castilla

En esta situación, le sobrecogió la catástrofe de la unidad de España que, por herir en lo más vivo sus convicciones políticas, fue el más tremendo castigo a los errores que pudo haber cometido y el último golpe que recibió su salud física y su entendimiento claudicantes. Olivares, andaluz por herencia y muy obsequioso con los andaluces, tenía mucha sangre castellana; y fue seguramente ésta la que más influyó en su personalidad. Amaba a Castilla, como entonces y luego la amaron todos los gobernantes españoles, porque ha sido siempre la región que ha sabido dar el paso mesurado en los tiempos de agitación; la que se ha orientado hacia el progreso estricto sin preocuparse de la moda; la que ha hecho, en cada instante, el sacrificio más costoso por la patria común, sin pasar jamás el recibo; la que ha visto nacer al hombre sobrio e inteligente y a la mujer enjuta, paridora y recta que conservan y transmiten como nadie la esencia inmortal de lo español. En aquel siglo la virtud castellana era aún más notoria, y puede decirse que era ella la que, con prodigioso aliento, mantenía en pie un Imperio, casi infinito, que se desplomaba. Ya lo decía Quevedo:

En Navarra y Aragón
no hay quien tribute un real;
Cataluña y Portugal
son de la misma opinión;
¡sólo Castilla y León
y el noble reino andaluz
llevan a cuestas la cruz!

Y aun en lo del «reino andaluz» hay, quizá, mucho de ripio. Sólo, sólo, «Castilla y León».

En el manifiesto de 1625 escribía el Conde-Duque este encendido elogio de Castilla: «… la infantería de España, donde se ve, junto con la fidelidad a sus Reyes… el brío y libertad del más triste villano de Castilla con cualquier señor noble». Y en el discurso del Buen Retiro, ya en las postrimerías de su vida pública, nombra con ternura paternal a «nuestra buena Castilla». El Rey, contagiado de su ministro, no sólo en el amor, sino en el estilo, decía también al Consejo, a su vuelta del viaje a las costas de Levante, en 1626: «Nuestros buenos, fieles y leales vasallos de Castilla y León, que con su sangre y valor me han hecho señor de tan grande Monarquía; a quienes amo en tal grado y a quienes deseo tanto descanso, que si lo pudiera conseguir pidiendo limosna de puerta en puerta, lo hiciera»[620].

El problema de Cataluña

Está justificada la gratitud y el amor a Castilla; lo incomprensible en el Rey y en su Valido, como en tantos políticos posteriores, fue el olvidar que las demás regiones que formaban el reino tenían otras obligaciones con el Estado, estipuladas y aceptadas en sus leyes regionales; y había que aceptar el hecho fatal de contar con esas regiones a través de esas leyes, o, en todo caso, de modificar esas leyes con generosidad, con tacto inagotable, poniendo un exceso de comprensión frente a cada una de las inevitables susceptibilidades regionalistas. Francia había desarrollado una política de unificación, que, como tantas veces se ha dicho, influyó poderosamente en la actitud del Conde-Duque; porque al enemigo que nos preocupa quisiéramos destruirle; pero, a la vez, la preocupación nos impulsa a copiarle. Mas era allí el problema sólo político, y bastó a Richelieu para resolverlo meter en cintura, con la crueldad necesaria, a unos cuantos nobles de sangre feudal. En España el problema tenía profundidades biológicas que escapaban y han escapado siempre a las concepciones simplistas de la mayoría de los gobernantes. Los majaderos se ríen cuando se dice que el problema de las regiones es de pura biología; pero es, a pesar de sus risas, tan biológico como su estupidez. Las razones políticas de que Portugal, por ejemplo, fuera un reino de España eran tan artificiales que sobre ellas sólo se hubiera podido fundar una alianza federada y nunca una sumisión: y ello, a fuerza de siglos de una convivencia infinitamente inteligente, incompatible con las realidades artificiosas, rígidas y nacionalmente antibiológicas, de la política de enlaces o de conquistas. Y fuera ya de Portugal, nación genuina, dentro de España misma la personalidad de las regiones es un hecho tan vivo, que sólo la pasión, la malicia o la necedad lo puede desconocer. Hasta el patriotismo del español es, ante todo, regional. Cuando los españoles se encuentran en el extranjero, no hacen, así que su número es algo crecido, un centro español, sino centros regionales[621]; y en la vida pública, lo único que une a un español medio con los demás, por encima de las diferencias políticas, religiosas, etc., es la regionalidad.

El Conde-Duque, aunque partiendo del error de querer suprimir las leyes regionales de los pueblos que las tenían, entrevió, en cuanto a la táctica, la verdadera solución del problema en el sentido de la mezcla paulatina y cordial de las regiones. Pero le hizo olvidar esta táctica y todo lo demás su desatinada política exterior, que le obligaba a exigir a los reinos sacrificios vedados por los fueros, de un modo perentorio, sin tacto ni inteligencia ni cordialidad. Era difícil, en efecto, que ante guerras no defensivas ni inspiradas en un interés nacional, sino de sentido imperialista o religioso, y, por lo tanto, arbitrario, los portugueses o los habitantes del Reino de Aragón —aragoneses, valencianos, catalanes— se aviniesen a dar los hombres y los dineros que, mientras sus leyes no se modificasen, no tenían obligación de proporcionar.

En el asunto de Cataluña la táctica del Conde-Duque no tiene disculpa. No creo que tuviera, como dice Soldevilla[622] «una instintiva hostilidad» hacia el Principado, sino, tan sólo, una idea histórica y política equivocada del problema. Olvidó que era imposible hacer, ni por las buenas ni por las malas, una suma uniforme de dos sustancias —los dos pueblos, Cataluña y Castilla— históricamente reacios a fundirse, aunque sí a mezclarse en un mínimo cordial de afectos y de conveniencias comunes. Y sentía la natural irritación contra los catalanes al verlos rebeldes a sus designios y al sentir humillada su vanidad. En este sentido se han de interpretar las palabras de Contarini, que reproduce Soldevilla con una cierta malicia, pues copia sólo el final de la frase: el Conde-Duque, transcribe el excelente historiador catalán, tenía «una pésima disposición hacia este pueblo, hablando de él muy malamente»; pero no copia lo que antecede, que es así, y cambia el sentido de la frase: «He de añadir que el Rey y el Conde-Duque, cuando fueron el año pasado a Barcelona, recibieron grandísimos disgustos de aquel pueblo, en el modo con que fueron tratados y las palabras que tuvieron con aquellos diputados, por lo cual el Conde desde entonces ha conservado una pésima disposición», etc[623]. El verdadero sentimiento hacia Cataluña, cordial y respetuoso, está escrito en el Memorial de 1625[624]. Explica en él, y disculpa por falta de atención del Poder central, las inquietudes de estas provincias y aconseja, dentro de su idea de hacer efectiva la unidad nacional, que se haga gozar a sus gentes «de los mismos honores, oficios y confianzas que los nacidos en medio de Castilla y Andalucía». Aún más explícita está su opinión en la carta que Don Gaspar envió a los consellers y Consejo de Ciento, en 1632, en la que mezcla una inhábil negativa a sus pretensiones con palabras de sincero amor; en posdata manuscrita les dice: «Todos sabrán mejor hablarles a VV. EE. de estas cosas; pero con más desinterés y buena voluntad, nadie»[625]. Su pecado principal fue, pues, el eterno pecado de la incomprensión por el Gobierno central de la psicología del pueblo catalán y, en consecuencia, la técnica inconveniente con que fue tratado. A ello se unió la barbarie de los tercios extranjeros, que maltrataron con crueldad estúpida el país. El pueblo catalán se alzó, entonces, no sólo convencido de su derecho, sino enardecido por el clero y los frailes, creyendo que el luchar contra el Conde-Duque, impío ministro, era servir a Dios, como puede verse en las proclamas y opúsculos escritos por sacerdotes que circularon por toda Cataluña y contribuyeron poderosamente a la rebelión[626]. Aún ahora enumeran los catalanes con no dormido dolor los agravios que moral-mente recibieron de las órdenes reales, y, materialmente, de la soldadesca que ocupaba los pueblos como país conquistado. Pero esto mismo lo reconoció, afligido, el Conde-Duque en la carta en que da al Cardenal-Infante la noticia de la sublevación de Barcelona. «De España hay harto con la muerte del Conde de Santa Coloma a manos de los villanos de Cataluña, en Barcelona. Caso raro, y ahora el estarse acañoneando los de la villa de Perpiñan y el Castillo. En efecto, es una rebelión general, sin cabeza ni sin intento forastero, sino sólo irritación contra los soldados que estando sin cabos han dado no poca ocasión. Aseguro a V. A. que me tiene esto fuera de mí y tal que escogiera la muerte.» Se ve, en estas líneas, su dolor, que aún exalta en las cartas siguientes. En una, de septiembre, exclama: «¡Y, sobre todo, las cosas de Cataluña, en que mi corazón no admite consuelo!»[627].

De modo desdichado tuvo fin para España y para el Conde-Duque este conflicto, que se inició olvidando los factores elementales de su génesis y se llevó adelante con insensata torpeza, dejándose, además, arrastrar por el ambiente popular de Castilla, adverso a Cataluña; cierto que como en Cataluña era también adverso a Castilla. Pero el gran político ha de estar, fundamentalmente, por encima de estas olas pasionales de la multitud; y no lo estuvo Don Gaspar. Hirió hasta la fibra delicadísima del idioma, que para los gobernantes prudentes debiera ser sagrada, llegando a no querer recibir a los catalanes que hablasen su lengua regional. La plebe aplaudía estas torpezas, salvo algún espíritu atrevido, como el de un tal Goicoechea, que fue condenado en Madrid por decir, a voces, que eran los catalanes y no los castellanos los que tenían, en este conflicto, la razón[628]. En la misma Corte, hombres de la talla social de Oñate, eran opuestos a la violencia, y, aun después del asesinato de Santa Coloma, preconizaban una política clemente. Pero prevaleció, por desgracia, la de sangre y fuego, que ni los mismos que la empujaban y aplaudían agradecieron después al Conde-Duque. Una de las grandes amarguras de éste debió de ser el leer en uno de los memoriales de acusación, que se publicaron a su caída, como cargo grave, «el negarse a perdonar a los catalanes»[629]. Así han sido siempre los fariseos que quieren que los gobernantes sean muy severos: para poder llamarlos luego crueles.

La separación de Portugal

Mucho menos grave es la responsabilidad del Conde-Duque en la guerra y pérdida de Portugal. Era tan artificiosa la incorporación de este Reino a la Corona de España, que su separación, impuesta por la realidad de lo étnico, por todo lo que hay de vivo y eficaz en el juego de la historia humana, no se hubiera hecho esperar, con Olivares o sin él. No parece dudoso que la conducta inhábil del Valido, exigiendo sin cesar hombres y tributos a un pueblo, descontento por verse privado de libertad, unido por vínculos artificiales al vecino al que siempre mirara con reservas, ajeno a su política ambiciosa y dolido de verse arrastrado en sus errores políticos, acelerase lo que fatalmente tenía que ocurrir. Es decir, que si no fue Don Gaspar el organizador de la pérdida, fue, sí, su eficaz adelantador. «Apenas —dice Cánovas— tienen fuerza para más, los hombres de gobierno, que para adelantar o retardar los acontecimientos»; y lo dice refiriéndose a la pérdida de Portugal. Olivares, distraído y sin el juicio cabal, no vio venir este cataclismo, que amenazaba, cada vez con más notoria claridad, la integridad del Imperio heredado por Felipe IV. Posiblemente le ocurrió lo que a todos los que presumen de cautelosos: que pecan, cuando menos deben, de confiados; y él confiaba en el Duque de Braganza, al que consideró incapaz de alzarse, por su honor de casta y por estar casado con su parienta Doña Luisa de Guzmán. No contaba con que los Guzmanes eran fieles hasta que la ambición se hacía tan grande que anulaba la fidelidad. De aquí la reacción de ira, pero sobre todo de estupor, que hubo de experimentar contra su prima cuando supo la infausta nueva de la sublevación, capitaneada por ella[630].

Cánovas en su libro tan citado aquí, estudia los antecedentes de esta guerra con serenidad que no suelen tener otros historiadores, sobre todo si son, además, políticos. Hay mucha literatura escrita sobre esta cuestión; pero ninguna más apropiada al lector español que este libro, más aún que erudito, perspicaz. Lo que aquí nos importa aclarar es la certeza de que la independencia de Portugal era, como se ha dicho, inevitable; y que entre los desaciertos del ministro español —imprevisión, sobre todo— no puede contarse, como entonces se dijo y aún se repite, la crueldad. El manifiesto de 1625, tan repetidamente citado, explica bien su pensamiento sobre el problema portugués; más o menos discutible en el terreno de la política, pero en la táctica, comprensivo y sagaz, nunca violento. Las circunstancias, ya comentadas, le obligaron a olvidar aquí, como en Cataluña, sus buenos propósitos. Mas todavía en plena guerra escribía al Duque de Alba «Y, sobre todo, negociación e inteligencia, perdones y mercedes; y no furias derramadas»[631]. Queda bien claro que, si hubo más furia que inteligencia en este negocio, no fue culpa de Olivares. Él, como ministro supremo, hubo de aceptar entonces la responsabilidad de cuanto sucedió y sufrir las consecuencias; pero el historiador no puede limitarse a sancionar los hechos tal cual ocurren, como hacían los libelos de entonces o como los periódicos de ahora, sino que ha de examinar su génesis y su intención para no olvidarlo en el momento de fallar.