20. El hijo bastardo

El ansia de perpetuidad

LA pasión de Grandeza del Conde-Duque de Olivares estaba muy ligada al sentimiento de la perpetuación de su linaje, como ocurre a los Reyes, de tantos de los cuales, no en vano, afluía sangre en las venas del Guzmán. Al dictador de nuestros tiempos, salido por lo común del estado llano, le domina la pasión inmediata de mandar, y con el mando personal considera su misión terminada. Pero la ambición del Valido aristocrático anterior a la Revolución francesa tenía mucho de aspiración real y su sumisión al Monarca era, con frecuencia, una efectiva sustitución del mismo, bajo el símbolo egregio; como, a su vez, el Rey gobernaba en nombre de Dios y sometido a su inspiración. El sentimiento de linaje es parte esencial en la ambición de poderío del Valido. Y lo fue, desde luego, y con terrible violencia en el Conde-Duque. Este capítulo debiera, por lo tanto, estar entre los que he dedicado a analizar el alma de Don Gaspar; si figura aquí, es porque necesitaba los antecedentes del ambiente familiar que se han descrito en los capítulos anteriores.

La esperanza en la sucesión directa y legítima se mantuvo viva en Don Gaspar hasta la muerte de María, en la que la tragedia de perder a hija tan excepcional se sumó a la de la rotura de aquellas ilusiones. El sagaz Córner, hacia el año 1633, observaba que buena parte de la melancolía que visiblemente le atormentaba se debía a no tener hijos. Pero es evidente que, en su propensión hipomaníaca, no desesperó enteramente de tenerlos, porque, aunque los esposos llevaban ya muchos años sin ellos y parecía cortada la fecundidad de Doña Inés, ambos eran jóvenes todavía: él tenía treinta y nueve años y treinta y siete la esposa; y en la admirable carta copiada en el capítulo anterior hay una alusión clara a la posibilidad de un vástago nuevo. Se dijo entonces por Guidi que recurrieron «a los medios más indecentes y sacrílegos» para lograr la ansiada sucesión, refiriéndose, quizá, a los pretendidos recursos para curar la esterilidad de las mujeres, que estaban entonces en mucha boga, sobre todo en Italia, y que, dada la credulidad con que Olivares recibía todo lo tocado de extraordinario, nada tendría de particular que hubiera ensayado. Y está fuera de duda que empleó otros recursos mucho más reprobables: no el sacrílego ayuntamiento con su mujer en la Iglesia, pero sí los tratos con hechiceros y con las monjas iluminadas de San Plácido, de todo lo cual se habló oportunamente.

Un detalle interesante es que cuando el año 1636 estuvo la Condesa muy enferma y se creyó probable que muriera, todo fueron cábalas en la Corte de quién sería la nueva esposa de Don Gaspar. Novoa, con crudeza que refleja bien hasta qué punto era pública la preocupación del Valido, dice: «Mirábase en esto el fin de la importantísima sucesión y que fuesen todas la mujeres parideras para que con poco trabajo se surtiere a tan gran beneficio y cosa tan deseada.» Lo del «poco trabajo» era alusión maligna a que el Conde estaba tan ocupado en los negocios públicos que «no podía acudir bien al fin y a la sucesión del matrimonio»[571]. Todo se arregló con la curación de la excelente Doña Inés.

El año 1642, al hacer Don Gaspar su testamento, aún no había perdido la esperanza de la sucesión directa, lo cual demuestra que ponía los medios para lograrlo. En muchos sitios de ese testamento habla «de los hijos que tengo o tuviere»; otra vez dice «que Don Enrique Felípez de Guzmán, mi hijo, por no tener de presente yo otro, sucederá en la Casa de Sanlúcar y andarán juntas la de Mairena y Sanlúcar; y podría darme Dios hijos legítimos»; y más adelante manda que le suceda en su mayorazgo «el hijo mayor que yo dejare, y los demás luego»; y sólo «si estos descendientes legítimos, varones y hembras faltaren», pasaría al hijo reconocido, Don Enrique Felípez de Guzmán. Llega a ordenar con quién han de casarse «estos hijos o hijas legítimos que sucedan mi Casa de Sanlúcar». No dejan tales frases lugar a duda de cuáles eran sus ilusiones, a pesar de lo mal que llevaba sus cincuenta y cinco años, llenos de achaques; y a pesar de que su mujer, de más de cincuenta, hubiera tenido que ver renovado en ella el milagro de Rebeca; con el cual es posible que contase el Conde, ya casi delirante cuando testó.

Sin embargo, al lado del delirio eufórico aparece siempre en él la previsión; y por ello, sin renunciar por medios naturales o milagrosos, a la posibilidad de una legítima descendencia, decidió reconocer a su hijo bastardo, el famoso Julián Valcárcel, suceso culminante de su vida y causa de tanto escándalo, que puede asegurarse que hizo cuajar, en aquel ambiente tan sensible a las comidillas familiares, el odio al Valido, precipitando su caída ya señalada por el destino.

Muy disparatadas fueron las hipótesis que corrieron entonces sobre las causas de este reconocimiento del bastardo. Se ha dicho, sobre todo, que lo hizo por emular al Rey, que aquel mismo año de 1642 reconoció también a Don Juan de Austria, el hijo de la Calderona; y, quizá, ya lo hemos dicho, no dejase de pesar esta similitud en los resortes inconscientes de la voluntad de Don Gaspar. Otros, por el contrario, afirman que obligó al Rey a reconocer a Don Juan, para mejor justificar la misma acción de él con Valcárcel. Tampoco sería inverosímil. Llama por de pronto la atención la coincidencia de los dos reconocimientos, casi por los mismos días y cuando tenían Don Juan doce años y veintinueve Don Julián. Pero la razón fundamental en un caso y en otro era la misma: la conveniencia de un heredero, fuerte, que estuviese a la reserva de la posible falta de hijos legítimos, los cuales eran, además, mucho más propensos que los naturales a morir antes de lograr la adultez[572].

En su lugar comentamos las hablillas sobre varios hijos bastardos adjudicados al Conde-Duque. Y que hubo, además de Julián, otro, que desapareció del escenario. Aquí nos ocuparemos sólo de Julián. Pero al narrar el suceso, con deseo de ser verídicos, tropezamos, acaso como en ningún otro punto de esta historia, con obstáculos casi insuperables; porque el tema del bastardo que, de súbito, salta desde el arroyo a la cumbre de la fortuna, siempre sugestivo y en este caso adornado por la inagotable inventiva de la pasión política, ha sido de tal modo traído y llevado por libelistas, autores de novelas y de dramas y de eruditos improvisados, que se ha perdido todo contraste entre lo que es la leyenda y la verdad[573]. No obstante, trataremos de reconstruir su historia.

La leyenda del bastardo

La versión legendaria es así: el año 1610 el Conde-Duque se enamoró de una dama, famosa de Madrid por sus galanteos. Unos la llaman Doña Margarita Espinola, genovesa[574]; otros, Doña Isabel de Anversa, napolitana[575]. Se corrió que había sido persona de gran calidad —lo cual convendría más a la hipótesis de Doña Isabel— y aun Grande de España; Novoa, en cambio, incapaz de atribuir nada noble ni a las queridas de sus enemigos, asegura que fue una «mujer de mediana estofa»[576]. Entre sus amantes, pasó por ser el oficial —el que mantenía la casa y el lujo— un alcalde de Casa y Corte, muy rico, que se llamó Don Francisco Valcárcel. Pero ella mantenía otros amoríos más o menos «de corazón», y uno de ellos fue el del Conde de Olivares, a la sazón en su época de gastos y de vanidad. Por entonces le nació un hijo que se tuvo por de Don Francisco. Le dieron el nombre de Julián y se crió y educó en los malos ejemplos de la casa materna, «con las ilícitas ganancias» que su liviandad aportaba. Tenía dieciocho años cuando la madre murió, y entonces pidió a su padre que le declarase por hijo, a lo que se negó Don Francisco, consintiendo sólo en hacerlo a la hora de su muerte y apretado por Olivares. Llamado ya Julián Valcárcel, se fue a las Indias, en 1629, y allí sus aventuras fueron de tal calaña, que le condenaron a la horca, salvándole el Virrey, Conde de Salvatierra, que había sido amigo de su padre el alcalde. Volvió a España en 1636 y pasó, de soldado, a Italia y Flandes, regresando a los veintinueve años, en 1639, con ingenio tan vivo como malas costumbres. Entonces fue cuando el Conde-Duque, que había perdido toda esperanza de sucesión, «a pesar —dice Guidi— de los misteriosos artificios de San Plácido», se le ocurrió hacerle pasar por hijo, acordándose de que cuando nació le había tenido el rumor público por tal, aunque él, el Conde, nunca lo creyó. Don Julián o Julianillo, como le llaman los libelos de la época —o Julianillo el Jacarero— amante del vivir andariego, no estaba por la existencia magnífica que se le brindaba y se casó en secreto con una mujer pública de la que estaba enamorado, Doña Leonor de Unzueta, hija del secretario de este nombre, ya muerto, y de su mujer legítima, Doña María Gamboa, en cuya casa se hizo el matrimonio. Pero el poderoso Valido, por dinero e influencia, logró la disolución de este enlace, enviando a Doña Leonor a un convento y casándola luego con Don Gaspar de Castro, que, con un buen empleo, partió con su esposa para América. Y entonces reconoció a Julián como su hijo, le dio el nombre de Don Enrique Felípez de Guzmán y le casó con Doña Juana de Velasco, hija del Condestable de Castilla, derramando sobre él toda suerte de honores y prebendas[577].

La verdad de la leyenda

Ésta es la leyenda aceptada por todos, en la que hay mucho elemento falso y una parte de verdad. Ya Novoa rectifica algo muy importante, y es que Julián se criara y creciera en el ambiente vergonzante y lleno de ejemplos nefastos de una cortesana. Mejor enterado que los libelistas y los historiadores ligeros, nos cuenta que apenas nacido de esa mujer «que no nombra por harto conocida», le llevaron a casa de un hombre que tenía otro hijo de la misma edad; y añade que este hijo murió, y entonces hicieron creer a Olivares que el muerto era el suyo, apropiándose del ajeno, hasta que años después, estando este sujeto en trance de morir, confesó la verdad al Conde y éste recuperó al hijo que creía muerto. Es verdad la primera parte, no la segunda, la del cambio de niños, leyenda muy frecuente en aquella época, que Novoa tomó de la historia del otro hijo legítimo de Don Gaspar, como se dijo en otro lugar de este libro. No hubo, pues, educación indecente, y lo comprueban los datos siguientes, recogidos del Pleito de sucesión de Sanlúcar que años después tuvo Don Luis de Haro y Guzmán, que lo pretendía, contra la viuda de Olivares, Doña Inés, ésta en nombre del hijo de Don Enrique, ya muerto, Don Gaspar Felípez de Guzmán, el Marquesito de Mairena. En este pleito declaran personas que conocieron la juventud de Julianillo y nos precisan puntos interesantes de su vida, por lo que los vamos a resumir[578].

Declara Don Antonio Vargas Manchuca, y a la pregunta: «Si sabe que Don Enrique Felípez de Guzmán, que antes se llamaba Don Julián de Guzmán, nació por el mes de abril del año 1613 y es el mismo que se bautizó en la parroquia de San Sebastián en último de dicho mes de abril y año», contesta: «que sabe que Don Enrique Felípez de Guzmán, difunto, a quien conoció, antes se llamaba Don Julián de Guzmán. Le conoció de edad de cuatro años, en casa de Don Gonzalo de Guzmán Salazar, suegro del testigo, y ha oído decir a Doña Juana de Guzmán, mujer del testigo, que se bautizó en San Sebastián el dicho Don Julián de Guzmán, y que en la partida del libro está puesto por hijo del dicho Don Gonzalo de Guzmán y Doña Juana de Ocampo, su mujer. Y la partida del libro de bautismos de la parroquia de San Sebastián, donde se bautizó, dice Julián Bentura, el cual es el mismo que crió el dicho Don Gonzalo de Guzmán Salazar, suegro de este testigo, siendo Don Julián de Guzmán y después Don Enrique Felípez de Guzmán, hasta que murió, él por él, y aunque este testigo no ha visto la partida del libro original, ha visto traslado de ella simple» (fol. 150).

Otro testigo, Don Julián de Pareja, dice que conoció a Julián de Guzmán desde siete años de edad. Se le reputó como hijo de Don Gonzalo de Guzmán y Doña Juana de Ocampo. «Se crió en casa de Doña Francisca de Ocampo, hermana de la dicha Doña Juana de Ocampo, que posaba en la calle de Preciados, junto a la Inclusa, y sabe que después fue a Alemania el dicho Don Julián en compañía del señor cardenal Don Diego de Guzmán, en la jornada que hizo en servicio de la Emperatriz, mujer que fue del señor Emperador que hoy es de dicho Imperio; y después de haber vuelto a esta Corte de la dicha jornada, Don Julián navegó en la carrera de Indias algún tiempo.»

Tomás de Peces Cornejo dice que conoció a Julián «a los diez años, poco más o menos, en hábito de estudiante».

Y, finalmente, Don Juan de Aguilar Acuña afirma que durante dieciséis años, hasta que fue reconocido, lo conoció como Don Julián de Guzmán.

Y el mismo Don Luis de Haro, que promovió este pleito contra la paternidad de Don Gaspar, tiene que reconocer que «sabe que el señor Conde-Duque trató al dicho Don Enrique como hijo en algún tiempo» (fol. 164).

Respecto de la madre, declara (fol. 1620) Don Pedro Arze, secretario que fue de la Marquesa de Eliche (la hija de Don Gaspar), y dice que el Conde-Duque trataba a Don Enrique de hijo, y éste al Conde-Duque de padre, «así de palabra como por escrito, en el tiempo que asistió este testigo en casa de los susodichos, por lo cual este testigo le tiene por su hijo, habido en mujer soltera, y esto último lo sabe por haberlo oído decir a muchas personas, de cuyos nombres no se acuerda, y en particular al Inquisidor Don Francisco de Rioja, presidente en la ciudad de Sevilla, inquisidor de la Suprema; pero a este testigo no le dijo quién fuese tal mujer más que era muy noble».

Don Pablo Martínez Ángulo, capellán de dicha Marquesa de Eliche, dice «que oyó decir el nombre de la madre de dicho Don Enrique, que era mujer soltera, y que por temor de los inconvenientes que pueden resultar de nombrarla, no lo hace».

Don Antonio Carnero dice que «la madre era mujer soltera, y por su calidad e inconvenientes que pudieran resultar, este testigo no la nombra».

Figura en este legajo (fol. 104) el título de merced del hábito de Calatrava que se hizo a Don Julián o Don Enrique, y en él se dice que es éste un «hijo del Conde-Duque de Olivares y de mujer soltera», sin nombrarla.

Queda por copiar la partida de bautismo que publica el pleito (fol. 147 v.) y que hemos cotejado en los libros parroquiales de San Sebastián. Dice así:

«En la Iglesia Parroquial de San Sebastián de la Villa de Madrid, en último de abril de 1613 años, yo, el licenciado Ruiz Gaona, cura-teniente, bauticé a Julián, que nació en catorce de dicho mes y año, hijo de Gonzalo de Salazar y de Doña Juana de Ocampo, su legítima mujer, que vive en la † (sic), y fueron sus padrinos Francisco Lucio y Doña María de Velasco.—Licenciado Ruiz. Rubricado»[579].

Estos datos, cuya veracidad atestiguan sus mismos pequeños errores —indicios ciertos de la espontánea naturalidad con que fueron depuestos, sin previo amaño aprendido— permiten rehacer la parte más humilde de la historia de Don Julián, que es tan falsa como la de los amores de Villamediana y la Reina, u otra cualquiera de las leyendas que, acompañadas de unánimes pruebas, en la apariencia irrefutables, han llegado hasta nosotros. De ellos resulta, en efecto, que Julián nació en 1613 (y no 1610), en Madrid; que su madre no fue una cortesana cualquiera, sino persona que, tantos años después, merecía por su posición el respeto de callar su nombre pecador; que el Conde de Olivares le tuvo desde que nació como hijo suyo, puesto que le entregó a los cuidados de algunos de sus familiares, Don Gonzalo de Guzmán y Salazar[580], y su esposa, que le criaron como hijo, pasando después a casa de la cuñada de Don Gonzalo, Doña Francisca de Ocampo; que, lejos de andar perdido por el arroyo, estaba «en hábito de estudiante» a la edad oportuna, lo cual sólo lograban pocos muchachos; y que ya en vida de María, la Marquesa de Eliche, es decir, cuando Julián tenía menos de trece años, le trataba su padre como a hijo, y él, al Conde, como a padre. La misma «Doña María de Velasco», que apadrinó al recién nacido, junto con el Francisco Lucio, sin «Don», es posible que fuese dama de la Casa de los Vélascos, tan unida a los Guzmanes; y quizá de este nombre pueda deducirse algún día el verdadero de la madre. Se llamó siempre Don Julián de Guzmán y no Valcárcel[581]. Y el mismo hecho de ir como paje en el séquito del cardenal Don Diego de Guzmán, en la jornada de la Infanta María para ser Reina de Hungría, hecho que era ya conocido porque lo cuenta Novoa, debió haber hecho pensar a los historiadores que el Conde de Olivares le cuidaba y preparaba, como entonces hacían con los bastardos de calidad los grandes señores, con la vista puesta, desde el principio, en un posible reconocimiento[582].

Todo esto, que da un aspecto completamente distinto a los orígenes de Don Julián y a la conducta del Conde-Duque, no es incompatible con que el bastardo fuera mozo de poca formalidad, arriscado, rebelde y dado a los vicios, sobre todo al juego, plaga de aquella sociedad aún más que de la de ahora. La leyenda que pasionalmente se formó entonces, considerándole como un canalla peligroso, podría, pues, tener algún fundamento real, aunque exagerado. Nada sabemos de la vida de Enrique desde su viaje a Hungría hasta que Olivares le reconoce, salvo que estuvo en las Indias, lo cual demuestra o que el padre, por su mala conducta, le quiso alejar, o que él se fue, llevado de espíritu aventurero. Allí se dijo lo ya copiado: que le quisieron ahorcar por sus delitos; o bien que hizo una vida tan humilde que guardó puercos durante siete años; ambas versiones, sin duda, con la misma falta de verdad. Menos sabemos aún de su improbada estancia militar en Italia y Flandes. Podemos suponer que su vida no sería monacal, dado su carácter y el ambiente de aquellos tercios tan gloriosos como poco edificantes. Que no se le calumnia con esta suposición lo demuestra el que, vuelto ya a Madrid y en vísperas de ser un gran personaje, y aun después de serlo, las crónicas hacen figurar su nombre unido a riñas y desafíos por causas fútiles. Pellicer nos cuenta que poco antes de casarse se dio de cuchilladas con el Duque de Lorenzana, a la salida de los toros, por si bajaban deprisa o despacio una escalera. Otra vez, de recién casado, tuvo un encuentra con Don Luis de Ponce, «no lejos del terreno del palacio de Madrid», por «una nimiedad»; sacaron las espadas y todo terminó gracias a la intervención del fiel Marqués de Grajal, que le servía[583]. Y, ya después de la caída de su padre, estaba una noche jugando en Zaragoza y tuvo otra riña con Don Antonio de Mendoza, que indica hasta qué punto era vivo su genio[584]. Ahora bien; todas estas hazañas eran el pan nuestro de cada día entre la Nobleza de entonces, educada en un absurdo concepto puntilloso del honor. Cualquiera de las relaciones contemporáneas nos cuenta los mismos desafíos y las mismas aventuras de juego en muchísimos títulos y Grandes. Y antes tenían sentido de buen tono que de lo que realmente eran, de estúpidas frivolidades. En la irritabilidad de Don Julián hay, además, que poner la muy probable disculpa de que aquellos nobles, humillados por su padre, debían de vengarse en el hijo con pullas y alusiones a su condición de bastardía.

Pero lo que nos da idea más clara del espíritu libre del mozo es su matrimonio con Doña Leonor de Unzueta cuando ya estaba considerado como hijo del Valido y previsto por todos como gran personaje. No se ha juzgado con justicia este hecho de Don Julián. Entre los rasgos de su agitado temperamento estaría, como no podía ser menos entonces, el de hombre galante. Pero lo cierto es que las aventuras que se le han atribuido, como la de raptor de Antonia Clara, la hija amadísima de Lope de Vega, son totalmente falsas, y, en cambio, sabemos que cuando se enamoró de una mujer, de Doña Leonor, fue tan puntual caballero que, contra viento y marea, la desposó con romántico desinterés, pues este enlace contrariaba a su padre y deshacía la fortuna increíble que a la vuelta de unos cuantos meses le esperaba. Se atribuyó esta boda a presión de la Marquesa del Carpió, madre de Don Luis de Haro, para eliminar así a Julián de la sucesión del Conde-Duque, que revertiría en Don Luis. Y a otras causas menos dignas. La propensión al mal pensar del género humano ha olvidado la razón más lógica: la de que Don Julián estaba enamorado y prefería, con noble independencia, servir a sus sentimientos que a las conveniencias sociales. El mismo Novoa —y si él lo dice no hay más que decir— declara que se casó «por amores»; y esto es siempre indicio de nobleza.

Doña Leonor de Unzueta era hija, como se ha apuntado, del secretario del Rey, ya muerto, Don Leonardo de Unzueta, y de Doña María de Gamboa, su mujer. La calumnia de entonces dijo que era una mujer pública. Uno de los documentos contemporáneos más extendidos y después, por desgracia, más acreditados, dice bárbaramente de ella que «sus puertas jamás estuvieron cerradas ni aun a los taberneros»[585]. Para dar esto por falso, bastará considerar que Novoa, a pesar de su resentimiento contra todo, y muy especialmente contra lo que se relacionase con Olivares, tiene que declarar que era «mujer hidalga y de buena sangre»; y lo decía con conocimiento de causa, pues Unzueta, el padre, fue compañero suyo en los servicios del Alcázar. Además, por encima de Novoa está el sentido común, y éste nos dice que si Leonor y Julián hubieran sido tan livianos, para nada necesitaban casarse, y tanto más cuando el matrimonio no iba a proporcionarlos, socialmente, más que disgustos.

El enlace se hizo con precipitación y secreto, en casa de la madre de ella, la Gamboa, por el cura de una parroquia que no era la legal, lo cual sirvió de pretexto para la anulación. Causó el matrimonio grandísimo dolor y sentimiento a Olivares, que preparaba a la vista de todos el reconocimiento de su bastardo y le tenía en casa de una persona de su confianza, Don Jerónimo de Legarda, el cual se ocupaba de disponer a Julián para la nueva vida cortesana, a la que, por lo visto, tenía tan poca afición. Pero la impetuosidad con que el Conde-Duque servía a sus instintos —y éste de la perpetuación de la estirpe era uno de los más fuertes— no se detenía aunque topase con la Iglesia, como en esta ocasión; y, pasada la ira de los primeros instantes, decidió deshacer el matrimonio, fuese como fuese. Esto era en noviembre de 1640. Empezó por aislar en casa de Legarda al recién casado, y a la novia en el convento de la Piedad, de Guadalajara; y mientras duraba el encierro de los dos se tramitó la nulidad del enlace, fundándose en defecto de ritual, que Roma negoció favorablemente, dando plenipotencia para resolverlo al gobernador del Arzobispado de Toledo, Don Diego de Castejón, que sentenció conforme a los deseos del ministro[586]. Quedaron, pues, descasados, con gran sentimiento y protesta de los dos, pero más de ella, dice Novoa; y añade, esta vez con gracia: «porque le pareció a Leonor que perdía brava alhaja: pero hanos de dar licencia que la digamos que no tenía razón». Pleiteó la pobre mujer contra la sentencia y lloró «por los Tribunales, por los conventos, por los confesonarios, por los jurisprudentes y teólogos»; pero, naturalmente, nada consiguió. Y, al fin, los dos cedieron. Hoy no podemos calcular hasta qué punto pesaba la fuerza del poder sobre las voluntades y sobre las conciencias y, por lo tanto, no sería justo juzgar con la mentalidad de nuestro tiempo esta claudicación que echa una sombra sobre la juvenil y romántica rebeldía de su furtivo enlace[587].

Quedan por decir, antes de pasar adelante, algunas palabras sobre Don Francisco Valcárcel, personaje principal en la historia que corría hasta hoy; pero en la nuestra, como se ha visto, muy secundario. De los datos expuestos se puede deducir que no tuvo tales amores con la madre de Julián, ni participación, ni duda de haberla tenido, en la paternidad de éste. Lo más probable es que, a la vuelta del joven Guzmán de la jornada de la Reina de Hungría, necesitando tutor, fuera confiado a este Francisco Valcárcel hasta que pasó a la tutela de Legarda y Grajal, hacia el año 1637, pues ya entonces Valcárcel estaba en Portugal, donde servía como presidente y formando parte del séquito de la Duquesa de Mantua[588].

Esto es lo que se sabe. Y todo lo que no sea esto fue invención de las lenguas envenenadas.

Reconocimiento y boda del bastardo

El Conde-Duque no reñía todas estas batallas por el gusto de pelear, sino porque necesitaba un hijo que le diera descendencia ilustre. Y apenas deshecho el vínculo de Doña Leonor, partida ésta y tranquilizado Don Julián, preparó su reconocimiento público y su boda con la hija del Condestable de Castilla. Se le vio ya por Madrid, con tren de personaje, acompañado de un ayo de categoría: el Conde de Grajal, muy afecto al Conde-Duque y persona de excelentes prendas intelectuales y morales. «No hay otra cosa que ver en Madrid —escribía un jesuita[589]— más que a este señor [el bastardo] con la ostentación que pasea y vive en su coche de cuatro mulas de respeto». Y al fin, en enero de 1642, se circuló entre los embajadores y la Nobleza, por conducto de los secretarios de Estado, Don Antonio Carnero y Don Andrés de Rozas, el conocido documento en que se anunciaban el reconocimiento y la boda, que dice así:

«Las repetidas instancias de la Condesa mi mujer, con el amor, ansia y afecto ejemplar y grande, de mi memoria y de otros estrechos parientes, y amigos, y sobre todo la obediencia de los Reyes, nuestros Señores, Dios les guarde, que repetidamente me lo han mandado, me han obligado a declarar y poner en estado de casamiento con la Señora Doña Juana de Velasco, hija mayor del señor Condestable de Castilla, mi primo, a Don Enrique Felípez de Guzmán, prenda de yerros pasados, que deseo represente dignamente la memoria de mi gran padre y disculpe mis yerros y poco digna memoria, y por cumplir con la obligación de servidor de V. E. doy cuenta a V. E., de esta resolución y que yo y todos los míos estarán siempre al servicio de V. E., a quien guarde Dios, como deseo.—Madrid, enero 24 de 1642. Don Gaspar de Guzmán»[590].

Julián Guzmán —el Julianillo de los maldicientes— quedaba, pues, convertido en Don Enrique Felípez de Guzmán, hijo del ministro todopoderoso, yerno de un Grande de España y con las sendas de la fortuna abiertas, como caminos reales, delante de sus veintinueve años.

Es muy curioso considerar ahora el tumulto de pasiones que produjo esta noticia y aun el juicio que a muchos sigue mereciendo. Es, entre los modernos autores, Sánchez de Toca el que lo ha juzgado con mayor imparcialidad[591]. Desde luego era natural el disgusto en las hermanas del Conde-Duque y sus allegados, sobre todo en los Marqueses del Carpió y su hijo Don Luis de Haro, que veían perdidas sus esperanzas de sucesión; pero todos ellos comprendieron que lo mejor era someterse[592]. Tampoco puede extrañarnos que los poetas satíricos y los murmuradores, enemigos del Valido, aprovechasen esta ocasión para lucir su ingenio contra los novios y sus padres[593]. Mas que se escandalizase una Corte que consideraba como un mérito el tener hijos bastardos, porque los propios reyes daban el ejemplo más copioso, es incomprensible; y más aún que el escándalo se haya transmitido a tan altos historiadores como Silvela. Dice éste[594] que el reconocimiento de Don Enrique «no podía menos que lastimar los respetos de la Corte»; pero ¿qué respetos, cuando a los pocos días acataba el reconocimiento de Don Juan de Austria, hijo de la Calderona? Dios no ha dado al pecado categorías distintas, según el linaje de quien lo comete; antes son los más altos los que han de soportar mayor responsabilidad; y lo que en un hombre del arroyo podría encontrar atenuación no la tendrá en los que, por su posición muy visible, tiene que extremar la obligación trascendente del ejemplo. No podemos, pues, admitir los aspavientos de la alta sociedad como pudor ofendido, sino como expresión de su odio político[595]. Además, lo malo es el pecado, y éste nadie lo sancionaba; y no era delito sino virtud, su reparación, el reconocimiento de la culpa y la rehabilitación de quien fue, sin su voluntad, fruto de aquélla.

En este punto sólo la pasión puede pasar por alto la pulcritud con que el Conde-Duque la cumplió. Reconoce noblemente «sus yerros»; pone a su mujer por la primera interesada en la corrección del pecado; y, además, declara que al obrar así obedece a repetidas instancias de los Reyes. El que todo esto, que está fundamentalmente bien, provocase la befa de sus contemporáneos, sólo indica la pequeñez moral de éstos y nos confirma otra vez la superioridad moral de Olivares.

Las capitulaciones de la boda se hicieron el 21 de enero de 1642, día de Santa Inés, en cuyo detalle se advierte la sincera ternura de la Condesa[596]. Y al fin —llegada la dispensa de parentesco, de Roma— se celebró la boda el 28 de mayo en la capilla del Alcázar, bendiciéndola el Patriarca de las Indias y siendo padrinos la Reina y el Príncipe Don Baltasar[597]. Interesa destacar de estas ceremonias, que se celebraron sin las pompas habituales en la Corte española en casos tales, sino dentro de la mayor discreción, dos notas: a saber, el afecto demostrado al novio por la familia real y la actitud maternal de la Condesa de Olivares. Dicen los cronistas que la Reina dijo a Don Enrique: «No sólo sois ya hijo de la Condesa, mas también lo habéis de ser mío.» Y el día de la boda le regaló la cama en que había dado luz al Príncipe. No era insincera Doña Isabel en estas mercedes y cariños, aunque ya, para entonces, urdía el modo de poner fin a la privanza del Conde-Duque: ya hemos visto que hizo compatible el personal afecto, que nunca se entibió, con su actitud política contraria a la prolongación del Ministerio de Olivares. También estuvo el Príncipe Don Baltasar Carlos muy cariñoso con el desposado, «instigado por la Condesa» —dicen algunos— pero en realidad por sincero amor a ella y a su nuevo hijo; pues consta que el Príncipe, heredero de la bondad de su padre, fue, entre todos los miembros de la regia familia, el que más cerca estuvo en el amor de los Olivares y, sobre todo, de Doña Inés.

En relación con el rango social a que estaba destinado, Don Enrique recibió multitud de honores: fue Marqués de Mairena, Conde de Loeches, alcaide del Retiro, gentilhombre del Rey, comendador mayor de Alcañiz en la Orden de Calatrava, de la Orden de Alcántara y varías cosas más, aparte de otros cargos remunerados y rentas. Se dijo que se le destinaba a ayo del Príncipe Baltasar; y este supuesto fue uno de los que más odio encendieron contra su padre y contra él. Se le dio, finalmente, el mando de una de las compañías de la coronelía del Príncipe, creada para la guerra con Cataluña, compañía que el nuevo Marqués de Mairena reclutó y pagó con lujo inusitado y al frente de la cual salió de Madrid, pocos días antes de casarse, siguiendo la jornada del Rey, el 26 de abril de 1642. Estando en Santa Cruz de la Zarza[598], llegó la dispensa de parentesco de Roma y volvió a la Corte, celebrándose el matrimonio el 28 de mayo, como se ha dicho. La breve luna de miel, de cuatro o seis días, la pasaron en la casa del Conde de Chinchón, en la calle del Barquillo, «aderezada de mil maravillas»[599], y apresuradamente se incorporó otra vez el recién casado a sus hombres, alcanzándoles en Molina de Aragón.

La adulación al Conde-Duque, a pesar de lo cerca que estaba ya la tempestad que había de aniquilarle, se reveló en los regalos fastuosos[600] y el acatamiento que prestaron a Don Enrique los Grandes, cuya conducta fue, como ya se ha dicho, calificada de vil; así como todas las representaciones oficiales, Comisiones de las ciudades, etc. El contraste entre esta reverencia y el odio que en la realidad profesaban todos al Valido y a su hijo, no es nada valorable a los que hacían el doble juego; y, por su lealtad, merecen citarse dos caballeros de Sevilla: Don Lope de Mendoza y su hermano, que llamados a la jornada de Cataluña, se volvieron a su casa «por no querer ir sirviendo al señor Don Enrique»[601]. Claro es que hubieran quedado mejor yendo en otra compañía que en la de aquél, pero no faltando a la patriótica jornada.

Caída y muerte del bastardo

La caída del Conde-Duque, en enero de 1643, puso al Marqués de Mairena en situación tan difícil como la de su suegra. Quedó, como ésta, con sus cargos palatinos, pero hubo de sufrir idénticas humillaciones: quizá no tan duras, porque los capaces de ensañarse con los caídos son siempre cobardes, y no era igual una mujer vieja que un joven que tenía fama de ser tan vivo de genio como de manos. En 1 de julio de 1643 emprendió el Rey nueva jornada para Navarra y Aragón. Fue el viaje fatal para los Olivares, porque al pasar por Agreda visitó Don Felipe a Sor María, la mujer que había de desarraigarlos de la Corte. Al llegar a Zaragoza, el 19 de julio por la noche, los del séquito real no encontraban alojamiento, porque decían los zaragozanos «que no se les había pagado el año pasado». Al fin se arregló el albergue para todos menos para uno, que fue, según Novoa, que lo presenciaba, «Don Enrique de Guzmán, cognominado el Julián», al que «no querían por ningún caso recibir y aposentar y lo traían peregrinando por muchas casas, sin hallar ninguna donde acogerse, y con palabras muy rigurosas que le traían, muy desabrido y le hacían desatinar»[602]. Más arriba se ha referido la riña que tuvo con Mendoza, el poeta y amigo de Quevedo.

El fin se acercaba. Los consejos de la monja al Rey eran imperativos. Y el 3 de noviembre, como se dijo ya, recibió el flamante Marqués de Mairena la orden de retirarse de la Corte y de ir, con su mujer y su suegra, a acogerse a Loeches o a Toro.

Al morir en 1645 el Conde-Duque, se quedó Don Enrique en Loeches, con su mujer y con Doña Inés, en perfecta armonía, que demuestra virtud de ella y también la bondad del yerno. A primeros del 1646 le nació un hijo, Don Gaspar de Guzmán y Velasco, hijo débil, porque el padre estaba ya muy enfermo, probablemente de tuberculosis, y abatido por el destierro que de un soplo deshacía su pasajera gloria. ¡Cuánto debió de pensar allí en sus horas de libertad aventurera y en los amores románticos y sabrosos, cuando aún no era personaje, con Doña Leonor!

En la entrevista que tuvo la Olivares con Felipe IV en el Buen Retiro, a los comienzos de 1646, logró que el Rey le dejase a Don Enrique volver a la Corte y se le iba a proveer por general de la costa del Reino de Granada[603]. Pero no tuvo tiempo de gozar este comienzo de rehabilitación. La enfermedad avanzaba. En 6 de febrero, «estando muy enfermo», dio poder para testar, nombrando heredero «a su hijo legítimo y único» y declarando tutoras a su mujer y a su madre adoptiva[604]. El 9 de junio se le presentaron «flujos de sangre» (probablemente hemoptisis), que se repitieron, agravándose hasta el extremo de recibir los sacramentos. Sabemos que fue llamado a toda prisa el padre Martínez Ripalda, con los médicos de cámara, a pesar de los cuales murió, a los treinta y tres años, el 13 de junio de 1646, según consta en su partida de defunción[605].

No es difícil rehacer la personalidad de este Marqués de Mairena. Hay un retrato que se dice ser suyo, aunque ninguna razón lo abona, y menos que todo la indumentaria, muy posterior a la fecha de su esplendor social. De su genio aventurero y espíritu de independencia he hablado ya. Novoa dice que no sólo gustaba de vivir novelas, sino de que alguna vez las escribió[606]. Se dijo que era muy presumido, y uno de los papeles de la época, dirigido al Rey, dice: «Pregúntese a los bordadores cuánto ha gastado Don Enrique Felípez de Guzmán en superfluidades»[607]. Todos encomian su lujo cuando hacía la corte a su novia y, sobre todo, cuando, al frente de su compañía de Infantería, desfiló delante del Rey, al revisar éste a las tropas que irían a Cataluña; fue el 2 de abril de 1642 y lo certifica un jesuita que escribe: «Vile e iba muy bizarro de galas y buena gente»[608]. Su vida agitada debió de quebrantarle la salud. Ya al salir su padre de Palacio (enero de 1643) cayó Don Enrique en cama, primero con un desmayo y luego con un ataque de gota[609]. A poco comenzó la fase final de su tuberculosis. Es un galán joven que pasa por el escenario de la historia vestido con trajes pintorescos, de trotamundos, de enamorado, de capitán flamante, de tísico que paseaba la melancolía infinita al morir a la edad de Cristo, por aquellas lomas de Loeches, coronadas de un cementerio. Pero debajo del disfraz, el hombre se nos escapa, como una sombra, de entre las manos. Y, en definitiva, lo que queda de limpio en su recuerdo es aquello que más le censuraron en vida: su gesto rebelde de enamorado, casándose con Doña Leonor, por amor puro, en el que se jugaba, sabiendo que la perdía, una posición por la que los fariseos de la Corte hubieran vendido su alma al diablo.

La nuera del Conde-Duque

¿Y su mujer? Era Doña Juana de Velasco, hija de Don Bernardino Fernández de Velasco, Duque de Frías y Condestable de Castilla, al que conocemos por su matrimonio con Doña Isabel de Guzmán, la hermana del Marqués de Toral, luego yerno del Conde-Duque y Duque de Medina de las Torres. Tenía cuando la eligieron por esposa del bastardo, diecisiete años. Era menina de la Reina y, según los libelos, una de las espías que Olivares y su mujer tenían en la cámara de Doña Isabel. Su figura, bajo un tono gris, está llena de ferviente humanidad. Se dijo que se casó sin amor, obligada por el contrato de los padres, y que el suyo aceptó la boda porque estaba en desgracia con el Rey, y el ser consuegro del Valido le rehabilitaba en la real gracia y le abría perspectivas nuevas de fortuna; pero esto no puede asegurarse. Se dijo también, y esto sí que es inverosímil, que, al caer el Conde-Duque, el Condestable quiso liberar a su hija de este matrimonio, defendiendo la validez del enlace primero de Don Enrique con Doña Leonor; y que como un Grande le objetase que esto equivaldría a declarar a su hija querida de Don Enrique, respondió Don Bernardino: «Prefiero que Doña Juana sea conocida por mi hija, aunque con esa desdicha, que por mujer honesta de Don Enrique»[610]. No hubo tal separación. Vivió, por el contrario, en paz con su marido. En Toro se juntó a sus suegros, desterrados; y se condujo con ellos con caritativa dignidad. Un testigo del pleito de sucesión, Juan de Arbuza, cuenta cómo durante la gravedad de Don Gaspar, cuando éste se negaba a comer, Doña Juana le pedía dulcemente que lo hiciera: «Por vida del Rey, que V. E. coma otro bocadito», y al rehusar el enfermo, insistía ella: «Señor, entonces, por amor de mí, ¿no comerá V. E, otro bocadito?» A lo cual respondió el moribundo: «Por amor de ti, comería; pero no puedo comer»[611]. Doña Inés, la Condesa, contemplaba la escena, ahogada en llanto, «sentada en una silla a la cabecera». Y por eso, en el testamento que dictó en nombre de su marido deja una joya a Doña Juana, «la mujer de Enrique, su hijo, en prenda del amor que la tenía y estimación de la buena y apacible compañía que le hizo en su retiro». En Loeches, muerto Don Gaspar, acompañó y asistió a su marido enfermo y luego a su suegra, con la que era fácil hacer buenas migas, hasta su muerte.

Esto, en cualquier mujer, hubiera consumido la mayor parte de su vitalidad. Pero no en Doña Juana. Su gran existencia empieza después del drama. Se casó, en efecto, en segundas nupcias en 1648, con un hijo del Conde de la Puebla de Montalbán; y cuando, viuda de nuevo, dos años después, reincidió por tercera vez en el sacramento, unióse al Marqués de Alcañices, séptimo de este título, que era entonces Don Juan Enríquez de Almansa. Murió también este marido, veinticuatro años después, dejándola tres hijos: el Duque de Uceda, el Marqués de Alcañices y la Condesa de Oropesa. A pesar de vida tan agitada, alcanzó Doña Juana la edad de sesenta y dos años, avanzada para las mujeres aristócratas de aquella época.

Madame d’Aulnoy nos cuenta que la vio en 1679, cuando tenía ya cincuenta y tres años. Dice que era «una de las más limpias y ricas señoras de España». Describe su tocador, muy refinado y complejo, a pesar de su edad. Tenía, sobre todo, una mezcla de clara de huevo y azúcar cande excelente para la cara. La entonces Marquesa de Alcañices se friccionaba con ella y «tenía el rostro tan lustrado que sorprendía».

¿En qué estrato del alma de esta vieja pinturera y sociable estarían, ya arrinconados, los años aquellos en que Don Enrique caracoleaba, lleno de encajes y de plumas, al estribo de su carroza; y aquellos otros de la soledad de Loeches, embarazada de su único hijo, con el marido que tosía y tosía a su lado, bajo la férula monacal de Doña Inés? Así acabó el sueño de la perpetuidad de la casta del Conde-Duque de Olivares.