Las virtudes de Doña Inés
PARECE increíble que en aquel nido de pasiones, menudas o terribles, que era, al decir de todos los cronistas, el Alcázar Real, pudiera existir durante tantos años este hogar perfecto. Pero nada hay que no sea hacedero para una de estas mujeres españolas, de rectitud de acero, inaccesibles a toda tentación, que, por esto mismo, pueden, en las horas dionisíacas de la vida, dejar escapar la pasión del hombre hacia otros cauces más fáciles y alegres; pero que acaban por imponerse como algo sobrehumano a fuerza del sacrificio tranquilo de todas las horas y de la serenidad imperturbable para juzgar, sin titubeos, del bien y del mal.
Era Doña Inés de Zúñiga y Velasco, bisnieta, por el lado materno, de Don Juan Alonso de Guzmán, Duque de Medina-Sidonia y hermano de Don Pedro de Guzmán, el primer Conde de Olivares, que ya conocemos, abuelo de Don Gaspar de Guzmán, el Conde-Duque. Parientes, pues, de su marido y por ello su genealogista Martínez Calderón podía decir, lleno de satisfacción, que «participa, de la misma manera que el Conde, de 2.664 líneas de estirpes reales y 169 de santos que se han ajustado en cabeza del Conde»[521]. Pero Don Gaspar era también primo de su mujer por la línea paterna y, sin duda, habrá que achacar a estos complicados cruces alguna responsabilidad en las escasas fuerzas vitales que demostraron los hijos del matrimonio de los Conde-Duques, dos de ellos muertos a poco de nacer, y la única lograda, María, muerta también en plena juventud.
Venía, ciertamente, la tendencia virtuosa a Doña María Inés por la inmediata herencia paterna, pues su progenitor, el Conde de Monterrey, fue «grande caballero, ministro y santo, pues habiendo sido Virrey de Nueva España y del Perú, cuando murió en Lima fue necesario que la Audiencia le enterrase de limosna, porque las que él había dado le pusieron en aquel estado». Esto dice Roca[522]; y añade como comentario: «¡Suceso raro!», que nos enseña lacónica y expresivamente la codicia y no buenas artes de muchos de los españoles que iban con cargos públicos a América.
Había nacido en 1584 y tenía, por lo tanto, tres años menos que su marido. No parece que fuera guapa, a pesar de que la leyenda extranjera la haya querido pintar como bellísima, y por lo tanto, galanteada por Felipe IV, inevitable Tenorio de todas las mujeres que tuvo a su alcance[523]. Acaso tampoco sea exacto el calificarla, como Justi, de «vieja, fea y jorobada»[524]. No poseemos retrato cierto de ella. Se le atribuye, sin prueba fidedigna, uno de Velázquez, en el que aparece muy emperejilada y con facciones y expresiones de aplastante vulgaridad. No es segura, repito, la atribución; y el hecho de que no fuera repetidamente pintada por Velázquez, que tanto lo hubiera querido, demuestra que se lo estorbaba o su rígida virtud o la coquetería —compatible en toda mujer con la devoción— de no transmitir a la posteridad sus gracias deficientes. Pasa también por suya, con idéntica incertidumbre, la efigie de una miniatura, en la que aparece con un rostro soso, bobalicón y un tanto monjil, no lejano al de las efigies de Doña Isabel la Católica, y realmente, no muy discordante con su severa psicología[525].
La caritativa prodigalidad de su padre la dejó sin dinero. Y, en suma, no tenía más patrimonio que sus virtudes y su estirpe y la afección de la Reina, Doña Margarita, mujer de Felipe III, de la que era dama, cuando el impetuoso Olivares la cortejó y la hizo su esposa. Debió sufrir mucho en los primeros tiempos del matrimonio, en aquellos años, ya reseñados, de los viajes a Sevilla y de la vida esplendorosa en Madrid, en el bullicioso ambiente de cortesanos y poetas; años llenos de enredo de su marido, de los que resultó el hijo bastardo que tanto dio luego que hablar. Pero su discreción y su actitud digna fueron poco a poco creando, con lazos mucho más firmes que los sensuales, la atmósfera propicia al amor conyugal[526]. La muerte de María, la hija recién casada, unió más a los esposos; y a partir de esta tragedia fue tan perfecta la unión, que Doña Inés tuvo tanta parte como el mismo Don Gaspar en el reconocimiento y protección al hijo de los amores ilícitos, Julián Valcárcel, convertido de repente en Don Enrique Felípez de Guzmán. El documento en el que el Conde-Duque daba noticia pública de este reconocimiento empezaba diciendo que lo hacía, así como la boda con la hija del Condestable de Castilla, por «las repetidas instancias de la Condesa mi mujer, que con el amor, ansia y afecto ejemplar y grande de mi memoria», etc.; y la conducta de ella hacia el hijo nuevo, incluso después de la muerte de Don Gaspar, hasta que Don Julián murió también, no desmintió esta generosa actitud. Fue siempre para él una madre sin tacha.
Era Doña Inés religiosísima y sus continuas devociones influyeron en las que el Conde su marido practicó después con tanto celo. El convento de Dominicas Recoletas de Loeches fue fundación de los dos, pero gusto principal de ella, pues según Martínez Calderón, «su mayor desahogo, holgura y fiesta era visitar a las santas religiosas que, habiendo sido elegidas por su mano, bien se deja considerar cómo serán». Vivía, en suma, a pesar de sus altos puestos en el Alcázar, «como si fuera ella verdaderamente religiosa, apartada de las cosas del siglo»[527]. Quevedo, en una carta ya citada, ensalza sus virtudes; y Lope de Vega, al dedicarle sus Triunfos divinos, le decía: «Triunfos divinos consagro a V. E., debido a sus virtudes, escritos a su devoción y dignos de su entendimiento.»
Fue nombrada camarera mayor de la Reina Isabel[528] y luego aya del Príncipe heredero Don Baltasar Carlos. Sin duda, estos nombramientos demostraban de un modo demasiado visible el plan del Conde-Duque para tener sitiada por todos lados la voluntad de los Reyes; y, probablemente, fue una torpeza de su delirio de poder, pues de ello nació gran parte del odio de los cortesanos y del pueblo, que se imaginaban, con muchas apariencias de razón, a la familia real cercada por Olivares. Los apologistas de éstos, como el citado Martínez Calderón, aseguran que la Condesa hacía servir y servía ella misma a la Reina «con veneración y autoridad jamás vistas»; los enemigos, como Guidi, por el contrario, que «la Condesa a la Reina tenía en tanta sujeción que sólo en la apariencia era Reina y experimentaba todas las desdichas de una miserable esclava». La verdad estará, como siempre, en el justo medio. Puede uno imaginarse que la excesiva rigidez y devoción de la Olivares[529] debía ser un tanto molesta a la regia familia, que, aunque muy católica, era fundamentalmente frívola, sobre todo la Reina. A este hastío contra un sistema de vida demasiado severo, casi monjil, debió unirse la reacción de independencia ante el poder de los Condes, que se colmó cuando se dijo que Olivares pretendía que al poner casa al Príncipe fuera su ayo el hijo recién reconocido Don Enrique Felípez de Guzmán. La debilidad enfermiza de Felipe IV le permitía aceptar estos yugos y todos los que se quisiera; pero ella, la Reina, cuyo carácter adquiría entereza conforme adelantaba en edad, sentía la sublevación de su deprimida realeza. Si hubo, además de estos motivos, directamente humanos, otros de orden político e internacional en la campaña que la Reina Doña Isabel de Borbón capitaneó contra los Conde-Duques, de ello se ha hablado ya y será, más adelante, de nuevo, examinado.
Don Gaspar, en cambio, vivió cada vez más a gusto al lado de esta dulce y tiránica abadesa. Siri dice que tuvo siempre para ella «deferencias infinitas»[530]. En su testamento de 1642 la pide «particular y afectuosamente perdón de las pesadumbres y disgustos que la he dado, tan poco merecidos por su buena compañía y por la ayuda que en ella he tenido». Pero, en esa fecha, Doña Inés aún no había dado a su marido la prueba mayor de esa ayuda; y fue con ocasión de su caída y destierro. Estaba ella en Loeches cuando el Conde-Duque, ya decidido a abandonar el Poder, salió de Palacio; y en este trance, de dolor infinito para él, fue su primer cuidado llamarla; «no le pareció a propósito —dice Guidi— en tanta congoja, desahogarse con otra persona que con su mujer».
Heroísmo en la caída
Describe así Novoa el momento en que recibió Doña Inés la nueva: «Persona que se halló en Loeches y que lo vio por vista de sus ojos dice que, saliendo la Condesa de visitar las monjas y sentándose a la mesa para comer, a la misma hora llegó un papel del Conde en que la daba cuenta de todo y le decía la determinación del Rey; y afirma (el que lo vio) que no sólo los colores de la cara, sino los que se ponía, que eran muy grandes, como se usa en Palacio, todos se le perdieron, sin quedarle ninguno, y que pareció difunta; que dejó la mesa y, sin comer bocado, pidió el coche para ir a Madrid y que en el camino topó a Don Enrique [el hijo del Conde], que apenas le había durado un año la fortuna y… volvieron a Palacio, adonde llegaron a media noche»[531].
Cuando describa aquellos días hablaré de las gestiones y trabajos de la buena esposa, apenas llegó a Madrid, no para tratar, como entonces se dijo, de revocar la dimisión del Valido, que era cosa concertada, sino, sin duda, para lograr la continuación de ella en Palacio, si no como camarera de la Reina, como aya del Príncipe y las Infantas. Sabía que, mientras estuviese allí, no se rompería el hilo que ataba a su marido con el favor real; y sabía también que ella sería la guardadora del honor del Conde-Duque, arrojado a las fauces del monstruo popular y cortesano. Así lo convino con el Rey: hoy lo sabemos con certeza. Y allí quedó, desde los días de enero de 1643 en que empezó el destierro del ministro, hasta noviembre del mismo año de 1643 en que roto, por influencias de otros, el compromiso regio, tuvo ella también que salir. Su permanencia al lado de los Reyes fue, día a día, un verdadero y heroico sacrificio. Hoy sabemos también que durante todos estos meses contó, en silencio, con la buena voluntad del Rey, que no se hallaba sin su Valido; y creía en su fuero interno, que el destierro no duraría mucho. Pero la pobre mujer, sin autoridad, tuvo que resignarse, por servir a su esposo, a que el populacho y los nobles, con bárbara grosería, arrojasen impunemente sobre ella todo el odio con que hubieran querido humillar a la persona del ministro caído e indefenso. En la procesión de Palacio, el día de la Visitación, llevaba la Condesa la cola de la Reina y, al pasar, la insultaron unas mujeres que presenciaban la ceremonia[532]. Y otro tanto ocurrió cuando, el día de San Blas, fueron los Reyes a la ermita de este santo en el campo de Atocha: «los muchachos la silbaron y dieron gritos diciéndola: "¡Métete!", que es como si hoy dijeran: ¡Que se vaya![533]. Otra vez fueron unas tapadas que, en el propio Palacio, se acercaron a las damas que rodeaban a la Reina, que iba con la Condesa, y las dijeron: «Bellacas, ¿cómo sois para tan poco que no echáis a esta mona de casa?»; y ellas respondieron: «¡Harto hacemos, y no podemos más; pero ella se irá.» La Condesa se echó a los pies del Rey, quejándose de cómo la trataban, y el Rey la dijo: «Condesa, ya os he dicho que embarazáis y que no he de castigar a un pueblo que tiene razón.» Y la dejó[534]. Y en la fiesta del Santísimo Sacramento, en la que hubo también procesión por los corredores de Palacio, un clérigo hincose de rodillas delante del Santísimo y a grandes voces le dio gracias por haberse ido el Conde-Duque, y luego, con frases «no tan devotas», insultó a la infeliz Doña Inés[535]. Los criados de Palacio se negaban a servirla. Y, finalmente, un día de solemne procesión callejera, con motivo de la proclamación de la Virgen como Patrona del Reino, al salir la Reina de Palacio y subir a su carroza, la Duquesa de Mantua obligó a Doña Isabel a que la Olivares dejase su asiento habitual y fuera al estribo, aunque por dentro. «Obedeció Doña Inés y fue bien mortificada»[536].
Por mucha animadversión que se conserva a la memoria del Conde-Duque, ninguna de sus reales o supuestas fechorías puede herirnos hoy como la necia y cobarde crueldad de esta chusma.
Todo lo sufría con paciencia la Condesa infeliz, con la esperanza puesta en la rehabilitación de su marido. Pero sus rivales trabajaban sin cesar, temerosos de que su estancia en Palacio fuera —y no pensemos mal— indicio de que no se había extinguido la inclinación del Rey hacia Olivares. Mas no contaban Don Gaspar ni Doña Inés con un enemigo nuevo, mucho más temible que el odio grosero pero fugaz de las muchedumbres y que el rencor de los cortesanos, volubles, pero, al fin, de la misma casta que los caídos. El nuevo adversario tenía nada menos que a Dios —según se decía— detrás de sí; era la monja de Agreda, con la que comunicaba Felipe IV desde Zaragoza, donde estaba, en jornada hacia Cataluña, al frente de su ejército.
Destierro de Doña Inés
El partido contrario al Conde-Duque, viendo que la bondad y el sentido recto del Rey defendía al ministro y a su mujer y familia, acudieron, en efecto, a una estratagema a la que siempre era sensible Felipe IV: le dijeron, utilizando a clérigos y frailes simples o sin escrúpulos, que sabían «por revelación» que era preciso arrojar definitivamente a la familia malvada. El Monarca, acongojado, escribe, como a un tribunal supremo, a la monja de Agreda el 3 de octubre de 1643, contándola la noticia de estas revelaciones «contra algunos —dice, noblemente, refiriéndose a Don Gaspar y Doña Inés— que verdaderamente no son malos ni les he reconocido nunca cosa que pudiera dañar a mi servicio». Pero el ambiente popular había llegado hasta el pueblecito que se abriga del Moncayo y había penetrado en el convento humilde de la Concepción Descalza que rectoraba la venerable Madre: y ésta, sin perder tiempo, el 13 del mismo mes, contesta a su regio consultor, eludiendo hábilmente lo de las revelaciones, pero afirmando que «esas pasiones que hablaron a V. M. pudieron tener otro motivo, fundando en el común sentir del mundo, que abomina del gobierno pasado; y como tan aprisa no se ven buenos sucesos y aciertos, paréceles que gobierna quien gobernó antes: pues han de favorecer los que están a la vista de V. M. al que los puso en ella; y también la carne y sangre de su oficio; y no fuera desacertado dar una prudente satisfacción al mundo que la pide, porque V. M. necesita de él». La alusión a Doña Inés y los suyos era bien clara. Y la opinión de Sor María equivalía a una sentencia. Tres días tardó sólo el Rey en contestarla así: «En lo que toca a apartarme del camino y modo del gobierno pasado, estoy resuelto. Y aunque no faltan personas que quieran ostentar algún valimiento (pues esto es cosa muy natural en los hombres), viven engañados… y espero que luego llegarán a vuestra noticia y de todos, nuevas que acrediten mi verdad y aseguren al mundo que lo pasado se acabó; porque, aunque en realidad de verdad esto es cierto, hay quien lo duda, y así he resuelto que los efectos les muestren mi verdad»[537].
Los actos de energía del abúlico y bondadoso Austria eran siempre así, dictados por otra voluntad, de un ministro, de su mujer o de una monja. Obedeció, pues, al nuevo mandato y salió al punto de Zaragoza la orden de que abandonara Palacio la Condesa, que había quedado en Madrid; y pocos días después, el 3 de noviembre, se ordenó también la salida al hijo del ex ministro, Don Enrique Felípez, que acompañaba al Rey en la jornada.
Se dijo por entonces que la ansiada expulsión de los Olivares se debió a un Memorial que el Reino de Aragón entregó al Monarca, y también a que se descubrieron unas cartas del Conde-Duque, delatadoras de una conspiración que dirigía para volver al Poder. Pura invención. Hoy sabemos que no hubo otra causa que la orden de Sor María. Y así, los sucesos grandes y los pequeños de la Historia obedecen, con frecuencia, a razones que ni los más maliciosos presumen y que o no llegan a saberse nunca o los descubre, al cabo de los tiempos, el azar.
Hay varias descripciones dramáticas de la salida de Palacio de Doña Inés, notoriamente influidas por el espejismo de la del Conde-Duque, su esposo, diez meses antes[538]. La verdad la conocemos por las cartas del ejecutor de la orden regía[539], que fue, para mayor dolor, el propio Don José González, secretario y hechura del Conde-Duque. Son, en verdad, dramáticas estas epístolas, en las que nos parece oír aún el llanto de la Condesa infeliz ante las órdenes secas de aquel Rey de la cara impasible. Con Doña Juana, su nuera, fue, entre congojas incesantes, a Loeches, de donde hubo de salir por orden superior y por su propia inclinación para unirse con su marido, pocos días después[540].
El viaje de Loeches a Toro, a últimos de noviembre, fue penosísimo. El paso de Guadarrama estaba cerrado por aquellas nevadas, mayores, sin duda, que las de hoy, que nos describe Torres Villarroel, en las que los caminos se perdían. Murió helado un paje y se baldó el capellán; y, al fin, sin lograr trasponer el puerto, tuvieron los tristes viajeros, medio ateridos, que volverse a El Escorial. A los pocos días, mejorando el tiempo, volvieron a salir y llegaron, al fin, a Toro[541], donde encontraron a Don Gaspar, que ya sabía la nueva, muy acabado y herido de profunda melancolía.
La gente, novelera y simplista, creyó que a partir del destierro de Doña Inés había cesado por completo su relación con el Monarca. Pero no es así. Es probable que, políticamente, el Rey estuviera, desde la salida del Conde-Duque, libre de la influencia del matrimonio. Así lo indican las líneas de la carta de Don Felipe a Sor María de Agreda, copiadas más arriba: «Aunque en realidad de verdad esto es cierto [la exclusión de Olivares], hay quien lo duda.» Pero, en el fondo, y esto honra a la memoria de Don Felipe, a pesar de la opinión de todos y de las inspiraciones de la monja, seguía queriéndoles y mantuvo con ellos correspondencia mientras estuvo en Toro, dándoles cuenta, como a buenos amigos, de sus sucesos prósperos y adversos. He aquí, resumida, una de estas cartas del Rey, esenciales para nuestra historia, y olvidada por los comentaristas, enviada desde Sariñena a Toro, en 17 de marzo de 1644:
«Condesa: No he querido dejar de escribiros estos renglones para daros cuenta de la victoria que Dios N. S. ha dado a mis armas junto a Lérida, estando cierto de que os holgaréis con esta nueva, que, sin duda, es la mejor que hoy podíamos recibir… A vuestro marido le hago relación sucinta del caso y allí podréis ver cómo fue»[542].
Es decir, que no sólo la escribía a ella, sino a Don Gaspar, y no por mera cortesía, sino relatándole los sucesos de la guerra. Las respuestas de la Condesa al Rey confirman la relación excelente que les unió, a pesar del destierro, y por su importancia van copiadas en el Apéndice XXV. Léase también la correspondencia de González, Apéndice XXXIV. Seguramente estas muestras de afecto mantendrían vivo algún destello de esperanza en los desterrados durante un tiempo más. Pero la salud de Don Gaspar iba empeorando y murió un año después de esta correspondencia, del modo que más adelante se detallará.
La perfecta viuda
Ahora nos toca resumir la etapa de viuda de Doña Inés. Y fue, sin duda alguna, ejemplar. Tiene este tipo de damas españolas especial aptitud para llevar con dignidad y con eficacia las tocas de la viudez. De muchas diríase que es entonces cuando su personalidad alcanza la plenitud y que es este estado melancólico el objetivo verdadero de su vida. Así, en Doña Inés. Terminados los funerales de su esposo, se adelantó a Loeches, adonde llegó el 5 de agosto de 1645 para preparar el derramamiento del Conde-Duque, que se hizo, por las razones que luego se dirán, varios días después. Y allí se quedó, acompañada de su hijo Don Enrique Felípez y de la mujer de éste. Su posición económica era modesta[543]. Su vida, tan apartada, que se dijo que ingresaría como monja, en un convento[544]. Empleaba sus días en rezar en el templo donde yacían, allá abajo en la húmeda cripta, los restos de Don Gaspar; en recibir las visitas de sus familiares y amigos, «que eran más de los que se pensaba», y de los jesuitas, sobre todo las de su confesor el Padre Martínez Ripalda[545]; y en pleitear con sus familiares, como luego se dirá. Sabemos por Novoa que Felipe IV fue un día también con pretexto «de ver un juego de armas», pero, seguramente, para demostrarla, con disimulo, su noble afecto[546].
A principios de 1646 Doña Inés se presentó en Madrid, sin orden del Rey, «a la solicitud de sus pleitos». Da la noticia el mismo Novoa, por esta vez con una metáfora afortunada, aunque siempre maligna: «Las reliquias de los Validos de nuestro tiempo —escribe— se dejaron ver en los contornos o márgenes de la Corte, como las tablas de los navíos deshechos o derrotados de las tormentas que arroja el mar a las orillas.» Quiso ver al Monarca, y éste, siempre bueno y siempre débil, para que no la viesen entrar en Palacio, «fue al Retiro con el Príncipe y, apartado de él, la oyó una hora larga»[547]. Agrega el chismoso ayuda de cámara que había una conjura del Conde de Monterrey para que Doña Inés volviera a Palacio a ser camarera «de la Reina nueva que venía de Alemania». Pero lo seguro es que la Condesa, vieja y llena de preocupaciones, no deseara volver más a aquel laberinto de pasión. Además, ya conocía el testamento que el Conde-Duque escribió en 1642 y que estuvo hasta poco antes cerrado; en él, Don Gaspar la aconseja, a su muerte, «dejar la Corte por los inconvenientes grandes que de la asistencia en ella pueden seguirse»; y que «su parecer es que se retire» del servicio real. Doña Inés, tan devota de su marido, no iba a contrariar, a la vez, la voluntad del muerto amado y la de su propio destino.
La fantasía de la gente suponía ya que era inminente su vuelta al Alcázar, porque el Rey y la Infanta lo querían. Pero la verdad es que ella, sin ambiciones, cuidaba sólo de su alma y de los intereses de su sucesión. En los últimos meses de su vida vino a establecerse a Madrid, «en una casa muy moderada, en la calle de Alcalá, cerca del Prado, frontera de los Caños de Agua»[548]. Su hijo Don Enrique Felípez había muerto, y ella, muy achacosa, necesitaba cuidados continuos. La asistieron los doctores Gaseo y Cupi, a los que dejaba, además de sus salarios, 500 reales en su testamento, y el Doctor Montoya, sin duda el de cabecera, al que legaba 1.000[549]. Hasta última hora estuvo preocupada con sus pleitos, añadiendo otorgamientos y codicilos a sus disposiciones testamentarias; el último, veinticuatro horas antes de morir, no lo pudo firmar y lo hizo por ella su confesor. Dejó concertada la boda de su nieto Don Gaspar Felípez de Guzmán y Velasco, Marquesito de Mairena, de algo más de cinco meses, con Doña Francisca de Zúñiga y Fonseca, de siete meses, hija del Marqués de Tarazona y nieta del Marqués de Leganés. Con esto quedó tranquila la moribunda, pensando que el afán de perpetuar la Casa insigne estaba cumplido y asegurado. Murió a las siete de la tarde del día siguiente, 10 de septiembre de 1647, a la edad de sesenta y tres años[550]. Desde la otra vida se enteraría, libre ya de vanidades genealógicas, que los ternísimos novios murieron, pocos meses después, y los dos, por azar notable, en el mismo día, el 27 de febrero de 1648. La Condesa fue enterrada en Loeches, al lado de Don Gaspar.
Así fue la vida y muerte de Doña Inés, ejemplar admirable de estas señoras hispánicas, de virtud llena de pinchos, como el cilicio; estas mujeres de las que Galdós creó el prototipo en su inmortal Doña Perfecta. Su compañía dio al Conde-Duque austeridad. Pero también intransigencia. Al juzgarla ahora nos atrae, sobre todo, su gran carácter español y su bondad, imperativa, tan española también, sin extremos aparatosos, pero llena de maternales exclusivismos y delicadezas. Fue así para todos. Una vez, cuando el Duque de Nochera estaba preso y enfermo, le envió su secretario con estampas de santos, barros y vidrios de Valencia, ollitas de almíbar y dos cajones de dulce de frutas secas[551]. Murió el viejo y derrotado Duque en la prisión, confortado con esta caridad. Y hay otros muchos episodios como éste en su vida. Pero nos conmueve, sobre todo, el recuerdo que tiene, entre las cláusulas solemnes y complicadas de su testamento, para «una niña que he criado por amor de Dios, que tengo en mi casa y que se llama Aguedilla».
¡Qué ciegos sus enemigos! La supusieron tocada de la pasión del poder. Mas lo cierto es que Doña Inés no se encontró nunca a sí misma en medio del esplendor de los alcázares, sino en aquella castellana soledad, casta y patética, de Loeches; sobre todo, cuando, viuda y sola, dialogaba con el dolor inmenso de su pasado; y donde, al fin, cuando menos lo esperaba y ya próxima a morir, encontró, quizá por vez primera, un alma de verdad noble en Aguedilla.
La rosa blanca
¡De esta suerte nació la blanca rosa!
¡Oh clara e ilustrísima María!
Cándida, pura, casta, honesta, hermosa…
Así cantaba Lope de Vega a María de Guzmán, que en esta historia violenta en que los personajes son más que seres humanos henchidos de pasión, pasiones capitales con figura de hombre o de mujer, pasa, en efecto, ingrávida, blanca, inmaculada, como una flor que se deshoja al siguiente día de abrirse. Hay un retrato, atribuido a Velázquez, que pasa, con harto fundamento, por ser el suyo. Si no lo es, muy bien pudiera haberlo sido, porque la cándida belleza de este rostro adolescente concuerda con lo que de ella nos imaginamos; y aun pudiera asegurarse que la arquitectura de sus facciones y la expresión de los grandes ojos negros tienen mucho de lo que conocemos tan bien en el rostro de Don Gaspar.
Murió al ser madre, sin haber dejado de ser niña. Y, sin embargo, su cuerpo y su espíritu tienen una realidad, vaga y tremenda, a través del amor anhelante de su padre y de su inmenso dolor cuando la perdió. Todo era en el Valido tempestuoso: el vaso bronco y el alma apasionada que latía dentro. Pero a lo largo de su aspereza corre mansamente su ternura paterna y su pena infinita, como un río cristalino que nos deja al pasar el reflejo fugitivo y exacto de María. Después, el poeta pone entre sus versos alguna pincelada breve:
Será milagro de tus bellos ojos
Para que sepan esas manos bellas
que quien te ofrece rosas, diera estrellas
De rojo y blanco el rostro delicado
las hojas de la rosa repartiendo
dejolo en nieve y púrpura bañado.
Y, en verdad, no necesitamos más para conocerla.
Dicen los anales que los Condes de Olivares sólo tuvieron a María. Pero fueron tres sus hijos: «Don Alonso de Guzmán, primogénito, y Doña Inés de Guzmán, que murieron de poca edad y están sepultados en su iglesia colegial de la villa de Olivares, y Doña María de Guzmán, que vino a ser hija única y sucesora de su casa y dama de la Serenísima Reina Doña Isabel de Borbón.» Así nos lo dice su puntual genealogista y lo confirma el testamento del Conde-Duque, del cual se deduce que María ocupó el segundo lugar, siendo la tercera y última la malograda Doña Inés[552].
Nació en 1609 y el dejo respetuoso y admirativo que vaga por todos los cronistas al hablar de ella, nos asegura que fue criada y educada, por su madre Doña Inés, bajo normas de rectitud harto distintas de las que eran usuales en aquella Corte. El Conde de la Roca la describía como «muchacha en años y madura de virtudes, entendimiento, blandura y cortesía, partes que pocas señoras las cultivaron como ésta, porque las poseía para emplearlas en beneficio de todos, no para hacer ostentación de ellas»[553]. En 1622, cuando tenía trece años, la vemos recitando la Loa que precedió a la representación de La gloria de Niquea, en Aranjuez, famosa función, porque terminó con el incendio del teatro y porque pasó a la leyenda como comienzo de los celos del Rey de la muerte del Conde de Villamediana, que aprovechó el pánico del siniestro, producido por su propio designio, para coger a la Reina, y con pretexto de salvarla, tenerla unos minutos en sus brazos.
Se comprende que fuera esta criatura dulce y frágil, contraste maravilloso y reposo de inquietudes para el fogoso Don Gaspar, en aquellos años, los más agotadores de su vida de ambición. Era, además, algo que es importante para todo hombre, pero que en el Conde de Olivares, obsesionado por la pasión del linaje, tenía la categoría de sagrado: la continuidad de aquel vasto árbol genealógico, lleno de Reyes y de Santos, que él suponía multiplicado, en la frondosidad y en la magnificencia, por sus propias acciones. La cuidaba, pues, con amor de padre, que en él fue profundísimo, y con celo de Príncipe. Y como María llegaba a los dieciséis años, edad, entonces, habitual para el matrimonio de la mujer, decidió casarla[554]. No había perdido entonces, ni mucho después, la esperanza de tener nuevos hijos. Pero, sin duda, en el casamiento de María influyó la prisa de ver asegurada dentro de su vida y poderío, su sucesión.
La boda
Además, la posición del Conde-Duque, no sólo la más alta de España, sino una de las más eminentes de todo el mundo, empujaba a los pretendientes a la mano de esta mujer que, ciertamente, conduciría a quien se la diese a los más altos cargos de la gran Monarquía.
«Se la habían, en efecto, propuesto, de fuera del Reino, muchos pretendientes por cuyas venas circulaba la sangre real; y de dentro, cuanto en él había que pudiese aspirar a la empresa.» En todas las relaciones de la época, y singularmente en la del Conde de la Roca, se describen con detalle cuáles fueron, al fin, los candidatos con visos de triunfar y las razones por que fueron desechados. Brevemente diré que estos presuntos yernos del Valido fueron cuatro: el Conde de Niebla, Don Juan Carlos de Guzmán, Don Fernando de Guzmán y Don Luis de Haro. Era el primero, Conde de Niebla, hijo y heredero del Duque de Medina-Sidonia, representante de la Casa más rica de España. Don Juan Carlos de Guzmán era hermano del Duque de Medina-Sidonia, y tío, por lo tanto, del novio anterior. Don Fernando de Guzmán, primo del Conde-Duque, buen caballero y muy unido, por lazos de afecto, con Don Gaspar. Y, por fin, Don Luis de Haro, que ya galleaba en la Corte, era primo carnal de la presunta novia, por ser hijo de la hermana de Don Gaspar, Doña Francisca, la Marquesa del Carpió.
Un rasgo de la época, curioso para nosotros, es la expectación que los más pequeños sucesos de la vida aristocrática producían no sólo entre los de su clase, sino en todo el país. Una boda, un nacimiento, un honor concedido, un devaneo en cualquier noble, y más, claro es, si era un Grande de España, entraba en la categoría de los acontecimientos solemnes. Lo demuestran los numerosos Avisos y Noticias, que corrían de mano en mano por toda la Península, y en los que, junto a la toma o pérdida de una ciudad, la firma de un Tratado de paz o el nacimiento o la muerte de los Reyes, aparecen, en el mismo plano de interés, el pleito de tal Conde, el alojamiento que se preparaba a un Duque, el pecado y penitencia de una Marquesa o los progresos de un Grande en el estudio de las lenguas muertas. Claro que esto tiene una explicación: y es que la Nobleza representaba, casi en absoluto, la totalidad de la sociedad dirigente. Apenas iniciada todavía la importancia social de la clase media e inexistente el pueblo como fuente de individualidades útiles (sólo conocemos, de aquellos tiempos, nombres de hijos del pueblo cuando se hacían criminales famosos), los aristócratas monopolizan no sólo el aspecto público de la vida social (fiestas, viajes, etc.), sino, casi por completo, los altos puestos civiles, diplomáticos y militares. Y si esta expectación despertaba cualquier título, puede calcularse la que suscitaría la boda de la hija única del Valido más poderoso de la tierra. Pero «en medio de la suspensión en que estaban los atentos», esperando una de las cuatro soluciones previstas, el espíritu inquieto y desconcertante del Conde-Duque sorprendió a todos haciendo venir a Madrid, desde León, donde vivían, a unos oscuros parientes, la Marquesa de Toral y su hijo el Marqués, de nombre Don Ramiro Núñez de Guzmán, al que pronto señaló como nuevo y muy verosímil pretendiente. A los pocos días (16 de octubre de 1622), la hermana del Marqués, Doña Isabel de Guzmán, que estaba ya en la Corte, de menina de la Reina, se casaba con el Condestable de Castilla, con lo que ya nadie dudó que la fortuna se había detenido en esta familia y que, a no tardar, sería Don Ramiro yerno de Olivares; como así ocurrió, previo un permiso que por escrito pidió el Valido al Monarca y una respuesta muy galana de éste, en la que le decía: «El que me parecerá más a propósito para vuestro yerno será el que vos elijáis»[555].
Se habló mucho de esta inesperada elección, que la mayoría juzgaron fruto del humor extravagante del Conde-Duque, tan amigo de salir, hasta en las cosas más serias, por registros que nadie presumía. La explicación oficial fue que eran los Toral señores de la Casa de Abiados, en la que los Guzmanes habían tenido su cuna, por lo que, con este enlace, la Casa de Olivares quedaría como cabeza de la estirpe, con facilidades especiales los descendientes, para alcanzar la Grandeza. Pero seguramente influyó también el sentimiento de mando de Don Gaspar y su actitud hostil a los Grandes; sentimiento que se satisfacía más, sacando poco menos que de la nada los personajes nuevos que eligiendo los que lo eran ya en el retablo cortesano. Y aún había que añadir, como observa Artigas[556], que Olivares, tan celoso de su descendencia, atendiese no sólo a las conveniencias heráldicas, sino —con un prudente sentido eugenésico— a las humanas, pues el Marqués de Toral era no demasiado pariente y hombre, según Roca, al que «su edad, discurso, salud y apacibilidad le hacían digno del amor universal».
El novio
Los sucesos posteriores demostraron, en efecto, que Toral, después Marqués de Eliche y Duque de Medina de las Torres, era lo que hoy llamamos un hombre simpático, pues supo cautivar no sólo a su mujer, en su breve vida de casado, sino, lo que era más difícil, a sus dos suegros; y a toda la Corte, en la que lució sus buenas prendas, siendo uno de los nobles llevado y traído por las mujeres galantes —las del oficio y las del vicio—; y acertando a conservar el favor real y los puestos alcanzados, cuando desapareció la privanza de su suegro y con ella el esplendor que derramaba sobre sus deudos y protegidos[557]. Parece seguro que fue gran amigo de comediantas, proveyendo de muchachas garbosas y de buena voz a los teatros de Madrid[558]. Leyendas de poco fundamento que hemos citado le atribuyen también tratos con la Calderona, ya haciéndole figurar como amigo de ella y rival, por lo tanto, del propio Rey[559], ya como tercero de éste, lo cual, en todo caso, es más verosímil en él que en su suegro Don Gaspar, cuya memoria se ha motejado tanto y tan injustamente de alcahuetería.
Fue, pues, sin duda, un personaje galante y afortunado donjuán, pero después de la muerte de María y sin que haya certeza de nada deshonroso en su conducta. Ponía la moda en los vestidos masculinos y en el atalaje de su ostentosa servidumbre; sus carrozas eran de las más lujosas de la Corte, y él introdujo en España el uso de los vidrios en las ventanas de los coches, que causó entonces la misma maravilla que hoy produciría un modelo novísimo de motor[560]. Mas no era todo frivolidad: fue también amante de los libros buenos y de cuidarlos como joyas, y su biblioteca llegó a emular a la de su suegro en número de volúmenes y riqueza de la encuadernación; que, como ya dijimos, muchos confunden hoy con los de la librería del Conde-Duque. Fue también mecenas generoso de artistas y poetas, entre éstos de su paisano Don Luis de Ulloa. Sin duda todas estas cualidades disimularon sus luces no excesivas. Así le llama Córner, que le trató bastante: «Sujeto de maneras gentiles, pero de no mucha inteligencia»[561]. Era, si son suyos los retratos, hombre arrogante y fachendoso.
Sus méritos, genealógicos o personales, no convencieron a los pretendientes desahuciados y a sus valedores; y Roca nos cuenta que la familia se dividió, pues de las tres hermanas, los Marqueses del Carpió ayudaban, como es lógico, la candidatura de su hijo Don Luis de Haro; los de Monterrey, a la de Don Francisco de Guzmán, y los de Alcañices, a Toral. Pero todos acabaron por someterse a las decisiones imperiosas de Don Gaspar y al voto del Monarca, dejándole en libertad de elegir. Y las capitulaciones se firmaron el 11 de octubre de 1623, con cuyo motivo «hubo máscaras y muchos regocijos en Palacio». Estuvo el novio enfermo de tercianas, y apenas repuesto se celebró la boda, el 9 de enero de 1625, en la capilla Real, actuando de sacerdote el Patriarca de las Indias, con cambio ostentoso de regalos y mercedes, no siendo la menor el privilegio que el Rey concedió a Olivares, otorgándole el Ducado de Sanlúcar, firmado cinco días antes de la boda[562].
Con ocasión de ésta, pues, el Conde de Olivares empezó a ostentar el título de Conde-Duque, con el que ha pasado a la posteridad.
Parto y muerte de María
A poco quedó embarazada María, con júbilo inmenso de sus padres, que se trocó pronto en el dolor más hondo de su vida; pues, a su tiempo, en julio de 1626, la dulce esposa dio a luz una niña que en seguida murió[563], en parto tan difícil que se temió que quedase en él la madre. Mejoró, no obstante, y cuando se la creía salvada, a los pocos días sufrió un accidente súbito y mortal «con grande afrenta del arte de Esculapio» —dice Roca— es decir, por torpeza manifiesta de sus médicos (que serían seguramente los de Palacio), o bien porque, como tantas veces ocurre, se atribuyese lo irremediable —probablemente una embolia— a la falta de habilidad de los galenos. Tenía la pobre niña diecisiete años y estaba tan enamorada de su marido que en la tregua que hubo entre su primera gravedad y su muerte decía a sus padres que sólo la afligía abandonarle.
Amigos y enemigos se rindieron al dolor de esta muerte, con tantas apariencias de injusta. Hay una carta de pésame de fray Antonio Pérez al desventurado padre[564] que, entre adulaciones y latines inoportunos, expresa bien el general sentimiento que produjo la desgracia de María y la compasión hacia la pena del Valido. ¡Gran espectáculo el ver llorar a un gigante! Y al duelo se unía la admiración de verle trabajar, «asido a su remo», ahogando la infinita amargura de «sus trabajos», como él los llamaba y ascéticamente definía así: «Los males de culpa son los que merecen llamarse males; que los que nacen de penas, su verdadero nombre es de trabajos y ejercicios»[565].
La lástima —dicen las Noticias de Madrid— fue general. Llevaron a la pobre muerta «al convento de Santo Tomás, y puesto el cuerpo en capítulo, se dijeron misas. Fueron todas las religiones. A las siete de la tarde la pusieron en un gran túmulo, en donde la hicieron todos los Grandes el duelo; y luego, hechos los oficios de difuntos, la enterraron».
Don Ramiro, que —como escribía el propio Conde-Duque— «amó a mi hija y respetola muy de corazón», quedó anonadado. Pero la juventud y las mercedes que la generosidad de su suegro le otorgó le hicieron, claro es, olvidar pronto su pena. La Condesa misma recibió, acaso, el atroz sufrimiento como una merced de Dios para probarla. El dolor puro, terrible, inacabable fue el de Don Gaspar, que había puesto en María aquella forma de amor orgulloso y sin mancha que un padre joven siente por la hija buena y crecida, y la ve, de pronto, morir en ese trance, que tiene siempre algo de heroico, en que la que aún es una niña se somete con alegre inconsciencia a la voz del instinto sagrado de la especie.
Ya se ha dicho la profunda transformación que la tragedia produjo en el alma del Conde-Duque y cómo su vida cambió, desde entonces, de rumbo y —como dice Roca— «de estilo», aunque su fortaleza para el trabajo encontró en el dolor estímulos nuevos. Se ha hablado también de las malicias que la gente inventó para interpretar este cambio, sin dar en el blanco más sencillo, que era el del dolor. El comentario y escarmiento de tanta pequeñez nos lo ahorra la carta que el propio Olivares escribió apenas pasado el mes de la muerte de María y que, por explicar también su actitud nobilísima con el yerno viudo, debe ser aquí copiada y leída. Nos enseña, además, este escrito, como más arriba se dijo, cómo fue de fundamentalmente bueno este hombre que ha sido juzgado por sus contemporáneos y por la posteridad, a través de su vida pública —y ésta a través del odio y el resentimiento—, como un monstruo de dureza y de crueldad. Dice así:
«Bien he tenido estos días que ofrecer a Dios, habiéndome sobrevenido juntas casi todas las causas de dolor que puedo tener como padre y como dueño de mi casa. Murió el señor cardenal de Guzmán, mi sobrino, mozo de veintidós años, hombre ya en el caudal y en las esperanzas que daba de sí y el que yo había escogido para que sirviese al Rey y a la Iglesia en aquella dignidad. En el sentimiento de este golpe, que fue en mí igual a la causa y a las obligaciones, me dispuso Dios, no sin particular providencia, para otra incomparablemente mayor con que quería probarme. A los pocos días tuvo mal parto María, mi hija, en que perdí una nieta que, para la conservación de mi posteridad, me fuera de consuelo y esperanza. Enjugáronse las lágrimas del suceso con la mejoría de su madre, que habiéndola visto peligrosa, el gusto de verla buena bastó a consolarme. Pero como la virtud de María y su buena inclinación la llevaban a lo que está gozando y desde que tuvo uso de razón trató de merecerlo, y en el estado de casada se aventajó en el amor de su marido y en el cumplimiento de sus obligaciones, quiso Dios darla premio anticipado y nos la arrebató cuando la imaginábamos con salud más asegurada. Rindiose el ánimo al dolor y la fuerza de él pudo suspender el sentimiento y dar nueva luz a la razón para considerar que sucesos tales, si vienen por castigo, se merecen, y si por providencia superior, deben venerarse. Y así, aunque se me representa mi soledad, el desconsuelo de la Condesa, la pérdida y desamparo del Marqués y el dolor de todos, que aun en los extraños ha sido grande, traté de ofrecer a Dios lo que venía de su mano y dar su lugar a mis obligaciones. Juzgué que la primera era mirar por el Marqués que, habiendo sido marido de mi hija y viendo tan trocada su fortuna, obligaba a compasión a los más despiadados. Consideré que yo había escogido a este caballero, sólo por su sangre y por lo personal, que naturalmente es amable, para hacerle dueño de mi casa y de todo lo que han merecido y están mereciendo mis trabajos y desvelos. Hele hallado atento al servicio del Rey, finísimo e inteligente en cuanto le he probado y de capacidad para mayores esperanzas.
»Amó a mi hija y respetóla muy de corazón, y supo obligarla tanto que habiéndola mandado dar el viático en el primer aprieto, de que convaleció, decía después que sólo le acongojaba saber cuál quedaría este pobre caballero. La Condesa y yo le hemos debido amor y respeto, con humildad y subordinación de hijo, que ha preferido nuestra reputación a las licencias y ocasiones que suele admitir la prosperidad. Es para mí evidente que si como Dios llevó a María con olvido de todo lo de acá (premio quizá a su virtud y de lo poco que le había desmerecido) se acordara de algo o tuviera tiempo de disponerlo, fuera a su marido a quien dejara cuanto pudiera mandar, en quien deseara cuanto yo tengo y que seguramente en aquel trance me lo pidiera. Vi al Marqués reducido a tal estado que ni la imaginación puede prevenirle, y tan deshecha en un punto su fortuna que nada bastaba a su reposo, y eran forzosas demostraciones grandes y no igualaban a aquello para que lo escogí, y que después creció por el amor y obligaciones con que supo merecernos.
»Lastimábame la imposibilidad de lograrlo, sentía lo mismo la Condesa, mi propio ánimo me persuadía; y aprobaban hombres de valor y de consejo, y la clemencia de S. M. (Dios le guarde) se juntaba a ello, que habiéndome hecho la merced, cuando traté de casar a María, del Ducado de Medina de las Torres, con la encomienda de Caravaca, para que, con los frutos de algunos años de sobrevivencia, fundase Casa en que sucediesen sus hijos, previniendo con esto que Dios me diese hijo varón, que hoy es muy posible, no quedasen los suyos sin Casa a que suceder; que a una hija tal, que desde que nació era nuestro regalo y compañía, no se debía menos.» En el resto de la carta, que está firmada en 4 de septiembre de 1626[566], razona por qué, en lugar de revertir a él, pasa a su yerno el Ducado de Medina, «perfeccionándolo» con el cargo de sumiller de Corps.
Medina de las Torres
Los maliciosos y los que no conocían al Conde-Duque debieron creer que muerta sin sucesión María, su viudo volvería a la oscuridad de donde le sacó la varita mágica de Don Gaspar. La carta copiada demuestra los nobles motivos que desmintieron estas hablillas. Fue Don Ramiro, en efecto, por la bondad de su suegro, Duque de Medina de las Torres y Grande de España (con gran enojo de los demás), sumiller de Corps; y más aún de lo que la carta prometía: consejero de Estado y canciller de las Indias, conservando siempre, con buena gracia, la consideración y la amistad de todos. La de su suegro llegó a extremos desusados; porque doce años después pensó el viudo dejar de serlo, aspirando a nueva boda con la mujer más rica de Italia, Doña Ana Caraffa y Aldobrandino, Princesa de Stgliano; y el afectuoso suegro —que siguió, hasta su muerte, llamándole hijo— le ayudó de tal modo que, para conseguirlo, le dio el Virreinato de Nápoles, aliviando de su disfrute a su cuñado el Conde de Monterrey.
El Virreinato del Príncipe Stigliano fue fastuoso. Venía este cargo como anillo al dedo, a la discreción, al amor a las artes, a la arrogancia y a la simpatía de Don Ramiro. Se dijo —desde luego, porque se decía, ya entonces, de todos los gobernantes— que se «había enriquecido a costa del pueblo»; pero otros testimonios nos aseguran que se portaba «con mucha prudencia», «aliviando al pueblo de muchos tributos e imposiciones»[567]. Sin duda su temperamento sensual le hacía tomar con calma los asuntos del gobierno, desesperando a la febril actividad de su suegro, que escribía una vez: «Temo los accidentes y la nema del Duque de Medina de las Torres…; no he tenido dos renglones suyos»[568].
Esta vida de actividad y esplendor en la alegre Italia no se interrumpió hasta la muerte de la Princesa que, como contraste providencial a tanto lujo, padeció, a consecuencia de un aborto, una enfermedad hedionda, en la que las úlceras supurantes se cubrieron de gusanos y el cuerpo de piojos, haciendo recordar a los que la vieron el lamentable fin de Felipe II[569].
No nos ocuparemos más de él. Fue uno de los hombres más interesantes de su tiempo, como ocurre, con frecuencia, en aquellos que el azar y no el protocolo consagrado saca de la oscuridad a la luz. En aquella época en que el placer y el dolor se bebían en copas inmensas, él probó con abundancia de todas. Amó mucho, gastó sin tino, se embriagó de vanidad, de mando, de cosas bellas, de vino y de manjares suculentos. Todavía en 1646 un viajero francés que le conoció en Madrid le describe como «harto magnífico, comedor de cuanto le ponen delante y poseedor de los muebles más bellos que hay en España». Estaba por tercera vez casado y vivía con su hijo, el Príncipe de Stigliano, que jugando se había saltado un ojo y lo llevaba de cristal[570].
Pasaba, en suma, por arquetipo de la sensualidad feliz; pero, seguramente, la morada recóndita de su alma estuvo siempre cerrada a todo lo que fuera ajeno a la breve y dulce Rosa blanca de su juventud. Aquella para la que fue tan mal profeta Lope, cuando le decía:
Crece, planta feliz, crece dichosa,
pues tu Casa ilustrísima propagas
con larga sucesión, tan venturosa
que su temor, prolífica, deshagas.