Las hermanas y sus maridos
HEMOS de tratar ahora del elemento ambiental que más suele influir en la vida de los hombres, incluso en la vida pública de los políticos: de su hogar. Hay hombres virtualmente sin hogar, y en ellos la influencia del medio se reduce al ambiente social, que no es nunca, ni aun en las épocas más favorables de la Historia, austero; y por ello, estos hombres propenden a la frivolidad y a la falta de espíritu de sacrificio y de rectitud moral. Hay otros seres humanos que viven en un hogar hostil; en ellos esta influencia adquiere carácter reaccional y propenden a la misantropía, al escepticismo y a todas las formas sociales del resentimiento; para ellos, todas las mujeres son como la propia mujer, necia o casquivana; o todos los hombres, como el marido, egoísta y brutal; la sociedad entera, pura ficción, como lo es la familia en que viven, hervidero de pasiones y no remanso de paz. Finalmente, hay otros hombres que llegan a su madurez en un hogar favorable, en el que se aprende a juzgar a los demás hombres a través de los únicos sentimientos veraces y también a través de los únicos sinsabores profundos: los que por no afectar a la vanidad, sino directamente al alma, noblemente la modelan. De esta última categoría fue el hogar del Conde-Duque, severo, recto y pródigo en las dos eficaces influencias —los hondos afectos y las desgracias entrañables— que tanto influyeron en su vida y que importa dar a conocer.
Pero antes de hablar de la familia íntima conviene recordar la situación del segundo círculo, el de las hermanas y sus maridos. Como pasa siempre que en una familia surge un personaje, las tres hermanas del Conde-Duque le exigían protecciones exageradas para los suyos; y después de obtener la merced, se enfadaban porque todo les parecía poco. Eran, por lo menos dos de ellas, como ahora veremos, hembras de voluntad fogosa, y dieron la impresión al pueblo de una ilimitada influencia. El viajero Bertaut[498] recoge, imperfectamente, una copia que oyó cantar en Madrid, que dice:
Monterrey es Grande ya;
Carpió en la Cámara está;
Don Gaspar es presidente;
las mujeres de esta gente
nos gobiernan. ¡Bueno va!
La hermana mayor, Doña Francisca, casada con un noble andaluz, Don Diego Méndez de Haro, Marqués del Carpió, da la impresión clara de una auténtica Guzmán, llena de irrefrenables ambiciones. No pudo hacer instrumento de ella a su marido, hombre insignificante; pero logró la púrpura cardenalicia para su hijo Don Enrique, al que su tío el Conde-Duque quería entrañablemente, tal vez porque soñaba, a la vez que su madre, ver algún día a un Guzmán en las cimas más altas de la Iglesia. A su otro hijo, Don Luis, el que sucedió a su tío en la privanza, le ayudó también poderosamente a subir. En este Don Luis, hombre equilibrado, se oculta la vena de anormalidad de la familia para reaparecer después en su hijo Don Gaspar de Haro y Guzmán, Marqués de Eliche, medio loco, que atentó en el Buen Retiro contra la vida de los Reyes, y después de muchas aventuras murió heroicamente en el campo de batalla[499]. Era Don Luis de Haro astuto y discreto, cualidades secundarias con las que suplía muy bien su falta de genio. El secreto de su triunfo consistió en hacer lo contrario, en cuanto al carácter y a las maneras sociales, de su tío el soberbio Don Gaspar. Por esto le llamaron «el discreto en Palacio» (apodo que, por cierto, se dio también al literato palatino Hurtado de Mendoza). Le llamó Roca «mancebo de dulces, apacibles y aplicadas costumbres»; y Novoa «buen mozo, virtuoso, ornado de prudencia y avieso cazador». Como político fue tan infausto como el Conde-Duque, sin ninguna de sus grandezas; a pesar de lo cual ha pasado casi inadvertido ante el juicio de la Historia: porque ésta se atiene muchas veces a razones puramente accesorias para dictar sus fallos. En su tiempo tuvo, no obstante, que luchar con la oposición de los Grandes, enredadores sempiternos, los mismos que habían amargado la vida de su tío; y también con la hostilidad inexorable de Sor María de Agreda; pero a diferencia de Don Gaspar, sorteó con habilidad y sin enfadarse a todos los enemigos.
Todo el mundo le tuvo por adversario implacable de su tío, no sin razón, puesto que había sido desahuciado como novio de su hija y luego como heredero de sus títulos y caudales (cuando por la muerte de aquélla los tenía casi asegurados), al ser reconocido el bastardo Don Julián. El Memorial del Padre Ripalda, confesor del Valido, nos dice que éste tuvo a Don Luis por uno de los causantes de su desgracia. Pero es lo cierto que su comportamiento durante la caída de Olivares y durante el destierro fue noble y afectuoso[500]. Hace pensar su conducta que al obrar contra su tío lo hacía por motivos puramente políticos, compatibles con su respeto y cariño; ésta fue también la actitud de la Reina Isabel y la de otros cortesanos, frente al Conde-Duque. Fuera de la declaración de Ripalda no se encuentra en los documentos de Olivares ninguna otra queja contra su sobrino. En su testamento le nombra afectuosamente y le deja un gran regalo: «un diamante de hasta 1.000 escudos». Sabemos, además, que, durante el destierro en Loeches, Haro siguió teniendo relación constante con él, y que a Toro escribía con frecuencia dándole noticias políticas y guerreras y tratándole con verdadera efusión[501]. Después de muerto Olivares, empezaron los pleitos entre Haro y la Condesa viuda, y ni aun entonces se rompió la amistad entre los dos[502].
Doña Inés, la segunda hermana, Marquesa de Alcañices, era mujer menos alborotada y muy buena. Debía recordar mucho, en el modo de ser, a su madre. Tuvo cinco hijos, que murieron al nacer, y están enterrados en Loeches. Vivió retirada de las ambiciones y fue la que, al terminar la privanza de su hermano, le recogió en su casa de Toro y con ternura maternal le sirvió hasta su muerte.
La hermana tercera, Doña Leonor, era la más interesante. Su cara fina, con grandes ojos inteligentes e inquietos, como puede verse en el retrato de Ribera, debía de ser trasunto de la de su madre; flaca como ella, bien distinta del tipo macizo de Don Gaspar que le venía por herencia directa del abuelo materno: aquel Don Pedro, guerrero y poeta[503]. Casó, sin sucesión, con su cuñado, el Conde de Monterrey, Don Alonso de Acevedo y Zúñiga, hermano de Doña Inés, la Condesa de Olivares. Era Monterrey un hombrecillo vanidoso, astuto y no demasiado inteligente. La estatura era muy pequeña[504] y la vanidad muy grande. Se presentaba siempre en público con gran aparato. Una sátira que circuló con el título de Prodigios del año 1641, daba como uno de estos posibles prodigios «el que se vería un día pasear a pie al Conde de Monterrey».
Su mujer atrajo sobre él la copiosa protección del Conde-Duque. Le hicieron Grande de España y le otorgaron multitud de prebendas, entre ellas la de Virrey de Nápoles. La fama que dejó allí desde el punto de vista administrativo fue pésima, bien distinta de la de su padre, santo varón del que ya se habló. Se dijo que al regresar a España trajo un equipaje de 8.000 bultos y que el pasaporte le costó 60.000 ducados[505], exageración que probablemente no hace más que hipertrofiar una verdad. Todo esto se lo debía a su cuñado; pero no le perdonó el que le destituyera de la sinecura de Nápoles para nombrar en su lugar a su yerno, el Duque de Medina de las Torres. La indignación de Monterrey fue tan grande, que pensó incluso en sublevar a los napolitanos antes de ceder su puesto; y si no lo hizo fue porque intervino el Padre Pimentel, el jesuita que gobernaba a esta rama de los Guzmanes[506]. Doña Leonor tenía el delirio de grandezas, típico de su casta. Aparte de estos manejos a favor de su marido nos dejó un documento interesante de su psicología en el cuadro de Zurbarán, que la representa conduciendo hacia Dios, como mística capitana, a una Comunidad de monjas dominicas. Su actitud en este lienzo admirable representa puntualmente la pasión de mando típica de los Guzmanes. Era, además, dura en el rencor. Cuando su hermano cayó, no quiso verle, mancha que afea su vida. Mas al fin se reconcilió con la bondadosísima viuda Doña Inés[507].
El Marqués de Leganés
Aparte de las hermanas, el pariente que más cerca estuvo de los afectos de Olivares fue su primo, el Marqués de Leganés, Don Diego Mesia Felípez de Guzmán, al que su favor omnipotente hizo llegar a los más altos puestos de la milicia española. Era Leganés hombre de clara inteligencia, que se advierte bien en el retrato que le pintó Van Dyck; muy hábil para los negocios; y hubiera sido un buen general, de no ser tan tardo en sus resoluciones, lo cual costó a nuestras armas desastres gravísimos. El Conde-Duque, a pesar de quererle tanto, escribía al Cardenal-Infante en 1639 comentando los errores de su primo en la campaña de Italia: «Sumamente culpable es el de Leganés; tiene cuanta bondad cabe en la tierra, mas se ataca mucho a estar siempre grueso»[508]. Esta calma de gordo apacible, que tan agudamente calificó Olivares, era interpretada por el vulgo como cobardía. Un verso de entonces decía:
De ladrón y de gallina
motejan a Leganés.
Con todos sus defectos, fue quizá una de las figuras más respetables de aquella época. El Conde-Duque le quiso con cariño filial, que fue noblemente correspondido, como se desprende de las importantes cartas que serán copiadas en el capítulo 26. En su testamento Don Gaspar le trata de hijo, al par que Medina de las Torres y que Don Enrique, su hijo bastardo[509]. En el amor es probable que estuviese Leganés por encima de éstos; y, desde luego, por encima de sus hermanas.
La casa de la Cruzada
Fue, como siempre, rectora del hogar una mujer, admirable —«muy cuerda y entendida», decía León Pinedo— prototipo de la hembra hispánica: Doña Inés de Zúñiga. Pero antes de hablar de ella hay que decir algunas palabras de la mansión donde se alojó, porque las referencias de los autores están, en este punto, equivocadas. Olivares, al establecerse en Madrid con ánimo de conquistar el Poder, se instaló con el lujo correspondiente al fausto que, como ya sabemos, empleó en la conquista de la frívola sociedad cortesana, como primer paso para conquistar después al Príncipe. Todos los autores, a partir de Mesonero Romanos, señalan que esta mansión de los años que precedieron a la privanza fue un palacio en la calle que hoy se llama del Conde-Duque. Es una leyenda más de las muchas que rodean la vida de este personaje singular.
En el Apéndice VI refiero que Don Gaspar vivió en la casa de la Cruzada, hace poco derruida. La casa de enfrente, que hoy persiste, la que tiene entrada por la calle de la Cruzada, número 4, o «Casa de los Guzmanes», con hermoso portal, se llamó así porque fue también de la familia Guzmán, de Don Pedro Ossorio, el epiléptico, hijo del primer Conde de Olivares, y tío, por lo tanto, de Don Gaspar; y es posible que, en los tiempos de esplendor, sirviese de alojamiento a parte del vasto y linajudo acompañamiento del futuro Conde-Duque. Eran, pues, las dos casas alojamiento de los Guzmanes.
Los criados y los caballos
Vivía en ellas, sin duda, en unión de algunos de sus parientes, como se desprende de una hoja incluida en la Colección de jesuitas[510], en la que se enumera toda la servidumbre del Conde-Duque y aparece mezclada con las de Don Alonso de Acevedo, Don Francisco de los Cobos y el Conde de Uceda[511], aquél, cuñado, y los dos últimos, primos del futuro Valido. Esta relación de criados antes citada nos da cuenta del esplendor con que vivían los Condes de Olivares antes de alcanzar su eminente posición palatina. Debe ser muy del comienzo de la estancia de Olivares en Madrid, pues no aparece en ella ninguno de los nombres de los criados que adquirieron popularidad durante la privanza, como el famoso ayuda de cámara, Simón, ni los que luego citara en su testamento. El mayordomo era un italiano, Ludovico Acerbo, y no era el único de esta nación entre su servidumbre: probablemente supervivientes de los viejos criados que trajo su padre de la Embajada y Virreinatos. Entre los pajes, que eran 31, había varios de apellido ilustre, como un Garcilaso de la Vega. Entre las mujeres había dos negras[512]. La gente empleada en la cocina era numerosa, entre cocineros, reposteros, pasteleros y sus ayudantes, más los que cuidaban de los vinos y el botiller y sus criados, encargados de las bebidas y refrescos, cargos éstos importantísimos, pues sabemos que Don Gaspar tenía un verdadero vicio por tales bebidas, que tal vez influyeron en su enfermedad y muerte. Sustentaba, con cargo fijo, un barbero y una enfermera. La cantidad de criados de Olivares era mayor aún que la de los parientes, que vivían en la misma casa, como parásitos del jefe de la familia. En total eran 166 servidores. La relación del personal se completa con la de los caballos del Conde. Entre los animales de parada y paseo, los de coche, las mulas de coche y las acémilas, había 32. El caballo de paseo era castaño, su color favorito, pues sobre uno de este pelo aparece retratado por Velázquez. Uno de los brutos se llamaba Guzmanillo, y sería curioso saber qué cualidad apreciaba en él para designarle con el diminutivo del apellido insigne: acaso la fiereza[513].
Las habitaciones en el Alcázar y en el Buen Retiro
Al nombrar al Conde ministro se fue a vivir al Alcázar, tomando, para mejor cuidar al Rey —o, según sus enemigos, para mejor vigilarle— la habitación contigua a la regia, que había ocupado el Infante Don Carlos. Pero sus dominios por el Palacio se extendieron al ser nombrada su mujer camarera de la Reina, llegando a ocupar casi un ala interior del primer piso, con luz a uno de los grandes patios[514]. Posteriormente, en 1627, hubo de labrarse, como ya dijimos, un edificio más de los varios que en el transcurso de los años se añadieron, según las necesidades, a aquella inmensa colmena, para ampliar la vivienda de los Condes e instalar la biblioteca y secretarías. Durante el verano ocupaban otras habitaciones con aires y vistas al Norte.
Al construirse en el Buen Retiro, los Condes tuvieron en el nuevo y magnífico edificio sus habitaciones, como toda la Corte. Allí vivían cuando los Reyes, por temporadas, lo habitaban; y allí están firmados muchos de sus documentos, entre ellos su testamento de 1642. Es sabido que el famoso «gallinero», situado en los jardines de los Jerónimos, que dio origen al gran Palacio del Buen Retiro, era una pajarera de la Condesa de Olivares, por lo que la gente debió de creer que la monumental fábrica que a su lado se iba alzando era, más que Palacio Real, vivienda para el Conde-Duque; y no influyó poco esta creencia en la inmensa impopularidad de que gozó el nuevo Real Sitio[515].
En todos los años de privanza, a pesar de vivir en el Alcázar, y casi con el mismo rango que los Soberanos, el lujo del Conde-Duque no debió ser superior al que tuvo en la época prepalatina. Su espíritu había cambiado y vivía austeramente, participando, sí, del fausto exterior, pero también de la interior mezquindad —a veces verdadera pobreza— del Regio Alcázar, a la que su melancolía le inclinaba. Hemos visto ya que en su casa de la villa —la de la calle de la Cruzada— seguía manteniendo el rango y la cocina para servicio de sus familiares y huéspedes.
Seguramente sus criados eran entonces menos numerosos, pues utilizaba la servidumbre palatina. En su testamento de 1642 nombra y deja mandas a Simón Rodríguez, Juan Vicente y Artus de Rois. El testamento de la Condesa, en nombre de su marido, ya muerto, en 1645, conserva estas mandas. Y en el de 1647 de la misma Condesa nombra y lega mandas, aparte de a Doña Jerónima de Mendoza, su camarera y mujer de confianza, a Catalina Olivares, Isabel Delgado, María y Ana de la Cuesta, Ana Gómez y Catalina Pérez; y a Simón Rodríguez, Juan Vicente, Armes y Miera. Ninguno de estos nombres —ya lo hemos dicho— figura en la nómina de criados de veinte años atrás.
Por gusto, o por imitar al Rey, andaba el Conde-Duque muchas veces rodeado de enanos y bufones, por lo que estas «Sabandijas de la Corte» fueron también llamados «Sabandijas del Conde». Lo probable es que tales pequeños monstruos sirvieran indistintamente al Rey o a su Valido. Se supone que estuvieron especialmente afectos al servicio de Olivares el bufón Barbarroja y el Primo, el que le acompañaba en su coche cuando en Molina de Aragón atentaron contra su vida, hiriendo, aunque levemente, al enano. Es probable que también fuera de sus preferidos el bufón llamado el Geógrafo, pues ya se ha dicho que Olivares tenía grandes aficiones geográficas y poseía esferas, como la que señala con su mano, en el retrato de Velázquez, este pobre imbécil[516]. De sus criados fue el más famoso Simón Rodríguez de Ubierna. Era su más íntimo servidor; lo mismo le curaba las almorranas que daba las audiencias «desde el más firme embajador al más humilde pretendiente», dice Roca; y añade que, a pesar de haber pasado por su mano más de tres millones de audiencias, su amo no le favorecía nada: ni siquiera le dio el don. No todas las noticias coinciden, sin embargo, con ésta, acerca de la austeridad de Simón; en las Nuevas de Madrid, de 20 de agosto de 1637, leemos, en efecto, que estuvo este criado del Conde-Duque, «tan conocido de todos los ministros y pretendientes de esta Corte», muy enfermo, curándole médicos del Rey; con este motivo testó «más de 100.000 ducados, que ha parecido gran suma, si bien es verdad que tiene cierto comercio en las flotas de Indias»[517]. Y en cuanto a los honores, los recibió también, y abundantes, pues le vemos en la tropa que organizó Olivares para la Jornada de Cataluña de 1642, vestido con lujo, «con título de Gentilhombre y ayuda de guardarropa de S. M.», montando muy bien a caballo[518]. Acompañó a Don Gaspar hasta su muerte y figura mucho en los relatos y declaraciones de los pleitos de sucesión: véase Apéndice XXXII. Hay muchas alusiones en la literatura de la época a este emperador de escaleras abajo, suerte de Gil Blas de auténtica realidad, y quién sabe si el verdadero modelo de héroe novelesco; yo estoy convencido de que es así, de que este Simón, tan popular en su tiempo, fue conocido del autor de la gran novela picaresca[519].
Era el de Olivares un hogar riguroso. Pero el desenfreno y el crimen que corrompieron a la Corte inficionaron, a la postre, hasta esta austera mansión. El maestresala de la Condesa azotó una vez a dos pajes que habían hecho alguna falta; y ellos, por venganza, lo apuñalaron, matándolo, sin confesión, en su cama[520]. Podemos imaginar la impresión que haría al severo Valido este crimen entre sus propios familiares.
Al final de la privanza debieron los Conde-Duques deshacerse de la casa de Madrid, pues al casarse su hijo reconocido, Don Enrique Felípez de Guzmán, se fue a pasar la noche de bodas a otra casa, en la calle del Barquillo. Y la Condesa, cuando, de viuda, volvió a Madrid a vivir, y a morir poco después, habitó, como bien pronto veremos, no la mansión de la calle de la Cruzada, sino otra muy modesta, en la calle de Alcalá.
Así fue el hogar del Conde de Olivares. Veamos ahora cómo fueron sus habitantes.