17. La familia real

Felipe IV o la voluntad paralítica

DE los cinco Austrias, Carlos V inspira entusiasmo; Felipe II, respeto; Felipe III, indiferencia; Felipe IV, simpatía, y Carlos II, lástima. De estos juicios, el único que encubre un equívoco histórico es el de Felipe IV. A todo español es simpática la figura de este hombre impasible, pero bueno, enemigo de toda crueldad; de elegante abandono en el gesto de donjuán fatigado; más inteligente y quién sabe si más bueno que su padre; amador de todas las artes y enamorado de todas las mujeres. Le vemos, ya como le pintó Velázquez de cazador o de caballero; ya como las crónicas le insinúan, persiguiendo a cómicas, a damas y meretrices, incluso a monjas; ya, en fin, como le retrató Lope de Vega en unos versos admirables, en su despacho adornado de dos bufetes, uno cubierto de terciopelo rojo, en el que Don Felipe redactaba su traducción de la Historia de Italia, de Guicciardni; y otra con un pomo de agua de ámbar, en lo que el regio traductor buscaba excitación a costa de sus riñones y de su hígado[455]. Mas, por debajo de estas imágenes amables, unos historiadores le achacan responsabilidad gravísima en el derrumbamiento de la Monarquía española, gracias a su frivolidad y a su pereza; otros, por el contrario, le defienden, atribuyéndole talento excelente, buena voluntad y hombría de bien, con los que no pudo, sin embargo, vencer el destino adverso y las torpezas de sus ministros, principalmente las de su Valido, Don Gaspar de Guzmán.

Cuál de las dos opiniones es la exacta no lo podemos decidir nosotros. Parece, sin embargo, que sobre pocos personajes del pasado nos es dable formar un juicio más a salvo de interpretaciones históricas o afectivas, pues nos dejó en su correspondencia larguísima con Sor María de Jesús, la monja de Agreda, una serie de huellas tan finas y precisas de su alma como casi no haya otro ejemplo en la psicología retrospectiva. Las acciones públicas de un político nos revelan muy lejanamente su alma; sus escritos oficiales y sus mismas cartas privadas (escritas casi siempre pensando en el público) menos aún, porque ni siquiera tiene la espontaneidad del gesto y de la acción; las memorias, los diarios íntimos tienen esa misma preocupación espectacular, más o menos disimulada y proyectada sobre la posteridad; pero estas epístolas que Don Felipe creía escritas a Dios mismo, por intermedio de la madre venerable, tocada de revelación, son absolutamente sinceras y no dejan lugar a dudas respecto a su más recóndita personalidad.

De esta correspondencia, quizá más manoseada que leída, se desprende el diagnóstico de la enfermedad terrible del Monarca: la parálisis de la voluntad. Acaso fuera más exacto decir la ausencia de voluntad, porque muchas veces da la impresión de que no la tuvo nunca. Como el pobre paralítico de las piernas, ha menester el brazo fuerte del amigo que le sirva de báculo; así la voluntad de cera del Rey necesitaba de otra para poder dar los pasos más sencillos en su existencia oficial y en la privada. Fue este defecto común a todos los Austrias, desde el gran Carlos V, severo en la ejecución de lo que decidía, pero que para decidirse necesitaba ayudas ajenas, a veces potentísimas. En Felipe II, la astucia, la prudencia, la reserva, la severidad eran cualidades hipertrofiadas para defenderse de la debilidad interior. La bancarrota de la voluntad es ya patente en Felipe III, falto de recursos con que disimularla, y por ello, refugiado en una excesiva devoción religiosa y en el albedrío de un Valido absoluto, el Duque de Lerma. Aún más claramente aparece la atrofia de la voluntad en los hijos del Rey devoto, si bien en los dos que alcanzaron vida histórica, Felipe IV y el Cardenal-Infante, la parálisis de la decisión y de la iniciativa estaba compensada por otras cualidades excelentes; parte de la bondad, que fue común a toda la dinastía, y que Felipe IV recibió por herencia en grado sumo, fue, en efecto, este Rey, inteligente, espiritual y lleno de una simpatía cortesana cuyo antecedente ancestral es difícil de colegir; y su hermano, el Cardenal-Infante, estuvo dotado de un evidente prestigio personal, de capitán de la gran época, que puso de claro manifiesto en las difíciles circunstancias de Flandes y que se enlazan, directamente, a través de dos generaciones de Reyes excesivamente civiles —su padre y su abuelo— con la vena conquistadora de su glorioso bisabuelo Carlos V. Si fuera lícito al historiador el juego, prohibido por fundamentalmente inmoral, de discurrir sobre «lo que hubiera pasado si las cosas no hubieran sido así, sino de otro modo», una de las perspectivas más agradables de este juego sería soñar en la suerte de España si el trono de Felipe III lo hubiera heredado Don Fernando, el caudillo, y no Don Felipe, el donjuán.

Tenía Felipe IV, en efecto, como rasgo fundamental de su carácter, una sensualidad pasiva, y por pasiva inagotable, como la mujer, que es en el hombre la más expresiva manifestación de la falta de voluntad, bien distinta de la activa y episódica del recto varón. Su vida pública, continuada efemérides de devaneos amorosos con mujeres y más mujeres, altas y bajas, de todas las categorías morales, sociales y estéticas, lo indica así. Pero, sobre todo, nos lo demuestra el inapreciable documento de las epístolas, más que entre el Rey y la superiora de Agreda, entre la regia conciencia y Dios. Con insistencia que acaba por aburrir al lector —como llegó a aburrir y a enojar a la propia Sor María— nos va exponiendo Don Felipe en las cartas sus inacabables tentaciones, a las que, con perfecta regularidad, sucumbe. Cada vez, sin excepción, pide auxilio al cielo para no caer; pero, inexorablemente, cae. La caída se acompaña de profunda contrición, de un sentimiento terrible de responsabilidad, porque sabe que él no es un hombre como los otros, sino el Rey de la nación elegida por Dios; y que, al ofenderle, no sólo compromete la salvación de su alma, sino la seguridad de la Monarquía y de España, cuyas continuadas desdichas atribuye a la ira divina que sus culpas han suscitado. Y así se suceden, y nunca se interrumpen, los períodos de la tentación, de la resistencia y del desplome de la voluntad; y, a veces, la sucesión es tan rápida, que esos períodos se superponen y dan la impresión de una doble personalidad en el Monarca, de una dolorosa ambivalencia de su alma, que a un tiempo peca y llora su pecado, que a un tiempo se golpea el pecho contrito con una mano, mientras la otra escribe la nueva cita de amor.

Constantemente surge en las cartas la confesión angustiosa de la impotencia de una voluntad infeliz… «me temo a mí mismo más que a ninguna otra cosa»; «procuro cumplir con lo que debo y con la voluntad de Nuestro Señor, pero soy frágil y temo que sin cuidado de los buenos que suplan mi malicia no lo he de conseguir»; «temo a mi frágil naturaleza»; «lo malo es que, aunque conocemos lo mejor, suele el apetito inclinarlos a lo contrario; y yo temo, Sor María, que me suceda a mí esto, pues mi flaqueza es mucha». «Deseo ejecutar vuestros consejos y doctrinas…, pero me temo a mí mismo y necesito de vuestra ayuda para conseguirlo.» «¡Ah, Sor María! ¡Cómo temo que mi flaqueza me estorbe a conseguir los bienes que deseáis!»[456]. Y así podrían multiplicarse estos clamores de reconocimiento de su abulia, algunos de los cuales son ya de pocos meses antes de morir.

Ironía y autoacusación

A veces el testimonio de su debilidad ante los apremios de su consejera tomaban un dejo de ironía mundana, picada de gracioso cinismo madrileño, como cuando responde a las exhortaciones de Sor María para que imite la constancia en rogar a Dios que tenía la mujer Cananea: «Con la última que me escribisteis me he alegrado mucho y alentado en medio de mis ahogos…, reconociendo lo que obra la fe como lo hizo en la Cananea; lo malo es, Sor María, que no es fácil imitar a esta santa mujer como debiéramos; pero es cierto que si siguiéramos su ejemplo, se doliera Dios de nosotros»[457].

Otra vez contesta así a la invitación de que imite a San Pablo: «Gran confianza nos puede dar a los pecadores lo que decís de San Pablo; pero como él debía de tener más méritos, le acudió Nuestro Señor con el auxilio tan eficaz…; mas como a mí me faltan…, no puedo esperar tan gran favor»[458].

A otra carta de la madre, en la que pone como ejemplo a Ezequías, responde: «Reconozco, Sor María, que nuestros pecados, y particularmente los míos, son motivo de los aprietos y castigos que padecemos; pero como en mí faltan las virtudes que poseía el santo Rey Ezequías, temo que no he de acertar a desenojarle»[459].

Pero esta leve espuma de humorismo bíblico que rizaba el mar tempestuoso de sus preocupaciones era rara. Su tono casi constante es de autoacusación. «Cortos son los medios humanos…, y lo que más me atemoriza es ver mis culpas, que ellas solas bastan a provocar la ira de Nuestro Señor.» «Bien reconozco, Sor María, que nosotros, sin la ayuda de Dios, daremos siempre de un abismo en otro; y esto es lo que más me aflige a mí, por temor que mis pecados pasados y presentes impidan este auxilio.» «En medio de este alivio me aflige mucho el parecerme que yo echo a perder todo esto con lo que ofendo a Nuestro Señor, pero mis culpas son tantas, que no dejan obrar a su misericordia»[460]. Y docenas y docenas más de los mismos gritos de su responsabilidad, que parecerían ejemplares a quien no conociera la historia de este Rey e ignorara que, cuando escribía cada una de tan humildes contriciones, tenía ya dispuesto el nuevo devaneo nocturno, que jamás el temor de Dios le impedía celebrar. Era, pues, una autoacusación de deprimido, sin el necesario rebote eficaz de la enmienda. La heredó muy directamente de su padre, que murió, como es sabido, aterrado por la idea de que el mal estado en que dejaba a su Monarquía era el castigo de Dios a sus muchas culpas. El maligno Padre Aliaga se encargó de fomentar la racial propensión del pobre Felipe III, al que, tal vez, se presentaba, en su última hora, la visión de los miles y miles de buenos y honrados moriscos, despojados de sus bienes legítimos y muertos en la miseria y el destierro por su culpa. Pero en Felipe IV las razones para creer en la ira de Dios eran, en cambio, incuestionables y numerosas; y por ello, la sempiterna asociación del dolor de pecar con la reiteración inexorable de sus pecados cotidianos irritan al lector de hoy y le hacen formar una triste idea moral de este Príncipe que la leyenda y los retratos de Velázquez nos presentan con tan simpática dignidad. Es conocida la carta de Sor María al cardenal Borja, en la que, desesperada del juego del Rey, exclama con noble indignación: «Dejaré la materia de confesar para otra ocasión y ahora sólo digo que la correspondencia con el Rey se continúa muy a mi pesar por dos cosas: la primera, porque me han dicho que está con sus mocedades antiguas y que le habían herido; dígame V. S. si es verdad y ¡quién ha de tener ánimo, si así lo fuera, para escribirle! La segunda, porque ven que esta Corona está en gran peligro y que los herejes se conjuran contra ella y todos están ciegos; y yo no puedo hacer nada sino llorar y afligirme y escribir claro; pero todo es hablar con un roble y diamante»[461].

En algunas ocasiones coincidían los devaneos del Rey con buenos éxitos de las armas, y esto le animaba en el camino del pecado. Por ejemplo, cuando Don Juan de Austria redujo a Nápoles en abril de 1648, estaba Felipe IV en trances tan pecaminosos, que esperaba, en justo castigo a su liviandad, la derrota de su hijo. No fue así, y escribía a su consejera: «Sor María, muy confuso me deja el ver que cuando yo ofendo tanto a nuestro Señor, Él me favorece. Sírvase de ayudarme para que, reconociendo yo esto, sea agradecido y observe lo que tanto me importa, aprovechándome de los santos documentos que me dais en vuestras cartas»[462]. En estas líneas, en apariencia humildes, late la satánica confianza de que Dios, lleno de benevolencia para su hijo predilecto, se hace amablemente el distraído ante los egregios pecados, por graves que hayan sido.

La penitencia en la espalda ajena

Los testimonios copiados y el epistolario íntegro muestran claramente otro rasgo peculiar de la impura religiosidad de la época, que inducía a los magnates, y sobre todo al Rey, a pecar alegremente, encargando a los hombres y mujeres piadosas del cuidado de rogar a Dios y de sufrir en sus espaldas, con disciplinas y ayunos, el castigo de los pecados ajenos. Don Felipe, en cada tentación de su vivir donjuanesco o en cada trance de peligro para sus armas, rogaba a Sor María que rezase, y con ella la Comunidad; y que se mortificasen, como lo hacían abnegadamente las santas mujeres; pero no ponía el mismo empeño en huir virilmente de la aventura y en organizar con prontitud sus ejércitos. A veces la paciente abadesa perdía la calma y le contestaba con admirables perífrasis del refrán «a Dios rogando y con el mazo dando», que jamás supo ni practicó el Rey. Una vez, por ejemplo, le escribe: «Acá [en España]… cuando ha habido felicidad y ventura, ha sido milagro, porque sólo Dios los ha obrado; pero no siempre los merecemos, porque quiere Su Majestad que nosotros nos animemos y hagamos lo que nos toca, concurriendo con las causas naturales»[463]. Con ser tan afecta al Rey, no podía menos de reaccionar en éstas y otras ocasiones contra la cómoda actitud de atraer la divina gracia no con el trabajo y el esfuerzo y el propio dolor y la austeridad, sino con los rezos de los infinitos conventos que con este fin sustentaban el país mientras sus directores habían perdido por completo su tono moral.

Necesidad del Valido

Esta sucinta pintura del alma del Rey, flotando, inerte, como un trozo de madera en las olas, nos explica su conducta en la vida pública y exculpa a su Valido, el Conde-Duque, de la acusación más fuerte que sus contemporáneos le hicieron y transmitieron a los comentadores futuros: la de captar la voluntad del Monarca. No la captó, porque no existía. Porque no existía, la sustituyó. Fue su privanza y dictadura, como todas las que ha conocido la Historia, un fenómeno de biología pura. En la naturaleza todo tiende a remediarse, sustituyéndose los órganos y las actividades que flaquean, lo mismo en un ser vivo que en una organización social, por otros más fuertes. Aquel disparate retórico, encubridor de una indudable verdad de que «la naturaleza tiene horror al vacío», se observa también en la vida política de los pueblos. Todo caso de dictadura encubre el vacío de la autoridad legítima del Estado. En la época de las Monarquías absolutas el fenómeno tenía una realidad directamente humana, más que social, como ocurre en estos tiempos de democracia. Ahora, a un Estado claudicante le sustituye una organización imperativa, organización social, de muchedumbres, aun cuando la dirija y personifique un solo hombre. Entonces el proceso sustitutivo se reducía a lo personal: el Rey inútil era suplantado por un hombre fuerte que gobernaba en nombre de aquél y con los mismos instrumentos. Y éste es el caso típico del Conde-Duque. El hueco absoluto de la voluntad real se llenó por el torrente del empuje voluntarioso de Don Gaspar. Fue el báculo necesario de su alma paralítica. Y por eso, cuando el Privado, vencido por las enfermedades físicas, por la demencia inicial, por el odio del pueblo y por el empuje de los leñadores de árboles caídos, que tanto abundan en los Alcázares, abandonó la Corte, el pobre Rey, tambaleándose, buscó el apoyo en Don Luis de Haro; apoyo discreto, que le hacía añorar a cada hora el fuerte y abnegado que acababa de perder. Y como no le bastaba, buscó otro, oculto y formidable, el de Dios; pero no el Dios invisible de la fe, sino encarnado en un ser humano, como él lo necesitaba, para que respondiese a sus preguntas con palabras y no con gestos inescrutables, y para poder mandar, aunque fuera un poco, sobre él.

Esto fue Sor María: su Valido y no sólo su espiritual consejera; y es importante insistir sobre ello, porque este hecho incuestionable alumbra todo el proceso psicológico de la privanza del Conde-Duque. Sor María, en efecto, no sólo le ayudaba en sus escrúpulos morales y en sus cuidados de familia, sino que le aconsejaba en el orden político interior, en la corrección de las costumbres, en la preparación de los ejércitos, en el nombramiento de capitanes y en la misma táctica guerrera. Se ha ponderado mucho la suma discreción y, a veces, el milagroso buen sentido con que la monjita, desde aquel rincón apartado, aconsejaba al Rey en sus trances más difíciles. Pero reconociéndolo, y sin menoscabo de la gran figura literaria, humana y religiosa de Sor María, la lectura actual de esta correspondencia da miedo, al considerar que la suerte de un Imperio como aquél no dependía de la voluntad y del criterio del jefe del Estado, ni siquiera del consejo de los ministros, sino de los pliegos que llevaban y traían los peatones desde la Corte al remoto convento en que habitaba una mujer llena de santidad y de buen deseo, pero necesariamente inexperta. Sí, da miedo leer, por ejemplo, que el Rey escribe, hablando de la guerra de Cataluña: «Si por donde ha empezado [el francés], carga con todo el grueso, creo nos ha de ir mal, y Balaguer no podrá resistir, que es flaco; con todo eso, luego que recibí vuestra última carta, hice la diligencia que me decís y di órdenes apretadas para que se fuese poniendo allí bastimento y lo demás necesario»[464]. Una indicación de Sor María era bastante para torcer sus planes guerreros. Claro es, la campaña fue de mal en peor.

El Rey creía, con toda el alma, que estos consejos venían directamente de Dios. «Os vuelvo a encargar —dice una vez, y otras muchas escribe cosas parecidas— que siempre que se os permitiere, me digáis cuál es la voluntad de nuestro Señor, para que yo la ejecute.» Sor María le daba la certeza de estas revelaciones, una vez transmitiéndole tres cosas que la Virgen le había pedido para que el Rey las ejecutase; anunciándole otra, que, por el mismo divino conducto, sabía que había sido frustrado un atentado que se preparaba contra él, etc.[465]. Su libro de la Virgen lo creía ella dictado por la Virgen misma, y sólo se extrañaba de que hubiera elegido tan humilde amanuense. Es sabido que la prudente Inquisición intervino en éste como en todos los casos de supuesto trato con Dios[466]; y aunque no la persiguió, porque su gran talento y la protección del Rey la ponía a salvo, es evidente el desagrado con que veía esta intervención de un pretendido influjo sobrenatural en la gobernación del país. También lo había combatido, con noble valentía, el jesuita Martínez Ripalda en el escrito que envió al Rey desde Toro, donde acompañaba en sus últimos días al Conde-Duque; luego nos referiremos a este importante documento. Por grande que sea, en suma, la simpatía que inspire esta gran mujer, admirable en muchos aspectos de su personalidad y de su vida, nadie podrá dejar de considerar su privanza como un triste episodio de nuestra decadencia. Que, desgraciadamente, no hablaba por su boca Dios lo demuestra el que dio la victoria no al cuitado Don Felipe, sino a los otros Reyes, los que actuaban con energía propia o se aconsejaban no de monjas, sino de políticos y guerreros de verdad, sin perjuicio de rogar a Dios todo lo que fuera preciso.

La captación del Rey por Olivares

Ahora bien: es cierto que el Conde-Duque, una vez llevado por el fatal destino de lo biológico a la posesión del espíritu del Rey, hizo cuanto supo y pudo, que era mucho, para que la captación fuese completa. Le empujaba a ello, de una parte, su imperativo afán de mando, y de otra, el conocimiento de cómo era el Rey, de su inmensa debilidad, que le arrastraría a entregarse a otras voluntades, que él en su orgullo creía, fuesen las que fuesen, menos nobles y útiles que la suya. Hay que reconocer, no obstante, que en esta ansia le faltó tacto y medida y dio al pueblo y a la Historia, con excesiva violencia, la sensación de que entre su asistencia personal, la de su mujer y la de sus familiares, y la turba de espías que celaban al Monarca, era éste un prisionero suyo; y con tal rigor, que tenía que herir la sensibilidad del sentimiento monárquico de sus contemporáneos y los celos de los ambiciosos; y lo eran, como siempre, casi todos los cortesanos.

Sobre esta indudable realidad se crearon luego las leyendas que hasta nosotros han llegado, sobre todo la de que el Privado incitaba pecaminosamente al Rey a los placeres sensuales, para que, absorto y enervado por ellos, no se ocupase de los asuntos de gobierno, leyenda que ya hemos examinado y rebatido. Y la de que no le dejaba trabajar, absorbiendo él toda la labor de gobierno, lo cual es innecesario también, pues Don Felipe fue siempre, a pesar de sus aventuras y sus deportes, Rey aplicado, papelista, como su abuelo Felipe II; y él mismo lo declara y detalla en su prólogo a la traducción española de la Historia de Italia, de Guicciardini[467]; y, muy expresivamente, en estas palabras de una de sus cartas a la monja, llenas de simpática sinceridad de colegial: «Yo, Sor María, no rehuso trabajo alguno, pues como todos pueden decir, estoy continuamente sentado en esta silla con los papeles y la pluma en la mano viendo y pasando por ellas todas cuantas consultas se me hacen en esta Corte y los despachos que vienen de fuera, resolviendo las más materias, aquí, inmediatamente»[468]. Y hay testimonios certísimos en varios de los escritos que dirigió al Rey durante su privanza, de que fue el propio Conde-Duque el más interesado en esta actitud de Don Felipe, llegando a veces, en su insistencia, a la falta de respeto. Recordaré tan sólo el documento que envió al Monarca en septiembre de 1626, en el que dice: «En el Consejo, aunque sea con la mayor fatiga mía, sin la asistencia, sombra y aciertos de V. M. y su trabajo, no es posible obrar lo que es necesario, como la experiencia me lo ha demostrado. Y porque puede ser que el no reducirse V. M. a trabajar y a hacer lo que tanto le he suplicado», etc. Bastarían estas palabras, de un documento público, para no hablar más de que el Rey no trabajaba por culpa de su Privado.

También nos hemos referido ya a otros de los cargos que se hicieron a Olivares para demostrar lo ilegítimo de su influencia sobre el Monarca: de su empeño en que no fuese a la guerra con el pueril pretexto de que no conociera la verdad. ¡Como si la verdad de aquellos desastres se pudiera ocultar cerrando los ojos y tapándose los oídos! Es posible que el Conde-Duque tuviera el criterio, ya inaugurado en tiempos de Felipe II —que jamás asistió, tampoco, a las batallas—, de que el Rey de España no debía guerrear. No consta en ningún documento oficial, pero sí en los escritos de una de las mentes representativas de la época, Baltasar Gracián, que dice así: «No tienen algunos por gran Príncipe sino al que fue gran caudillo, gran batallador, estrechando así el empleo universal de un monarca al especial de un capitán; confundiendo el de un superior con el de un inferior. La eminencia real no está en pelear, sino en gobernar. Gran prenda del gran Felipe IV, que, aunque universal en eminencias, de juicio máximo, de ingenio relevante, de valor heroico, se ha extremado en el gobierno, violentándose y como hurtándose en la natural belicosa inclinación»[469]. Era ésta, sin duda, la manera de pensar de los españoles de entonces, hija de su terrible vanidad: el Rey se desdoraría yendo a la guerra; su papel está en su trono, recibiendo las inspiraciones de Dios. Lo malo es que tampoco iban los nobles, como certeramente comenta Cánovas[470]. Pero es leyenda pura la pretendida obstrucción sistemática del ministro a unos supuestos ardores bélicos del Rey. Se dijo y se dice, sobre todo, que en la jornada de Cataluña, en 1642, Olivares, una vez que el Rey se decidió a realizarla, le distrajo llevándole con placeres y rodeos por caminos que le alejaban de sus fines guerreros; después se verá que en aquella extraña circunvolución por Aranjuez y Cuenca para llegar a Zaragoza no tuvo el Privado culpa alguna. Era el Rey, perezoso y abúlico, el que prefería quedarse en Madrid; y cuando salía, dedicarse a cazar y a visitar iglesias y santuarios; y a gozar de sus citas amorosas, incluso con su propia mujer; y por eso, después de caído el Conde-Duque, los viajes reales fueron aún menos frecuentes que durante la privanza. La real inercia era infinita. La propia Sor María, que comenzó su influencia sobre el Rey con la bandera de la actividad, acabó rindiéndose; y cuando, en 1647, ante una nueva jornada, Don Felipe le expone las causas que le inducen a quedarse en Madrid y no ir a la campaña catalana —las mismas razones, sin duda alguna, que le daría tantas veces el Conde-Duque— la buena monja, la que antes le aseguraba que de su presencia dependía la victoria, envenenada ya por la suave y bondadosa pereza del Monarca, le contesta: «en cuanto al ir V. M. a Aragón, veo muchas conveniencias en que asistiera la persona real de V. M. en la defensa de Lérida para que el ejército se juntase; pero las hallo mayores en que se eviten las penas, disgustos y riesgos de V. M. y de su salud»[471]. Si el Conde-Duque, ya muerto, hubiera podido leer este consejo de la venerable madre, hubiera sentido la satisfacción infinita de ver reproducidas sus presuntas culpas en sus mayores enemigos, y, por lo tanto, justificadas ante la Historia.

El amor al tirano

Por fin, es igualmente incierta la versión del odio del Rey al Valido, iniciado a última hora, que culminó, tras titánico forcejeo, con su expulsión del Poder. Los documentos actuales destruyen todo esto y nos enseñan que Don Gaspar, fracasado, agotado, enfermo del cuerpo y con evidentes señales de demencia, se fue voluntariamente, quizá con la intención de volver a la privanza cuando su salud se rehiciese, como se desprende de la carta que dirigió al Marqués de Leganés, que en su sitio será copiada; pero sin duda, a sus propias instancias y no echado a empellones, como nos cuentan los cronistas. Es seguro que fue el Rey, por el contrario, el que le retuvo; porque aunque a veces sintiese con dureza la tutela excesivamente vigilante y oficiosa del dictador, se había acostumbrado a ella y su abulia gozaba de la plena absorción que Don Gaspar hacía no ya de su trabajo, sino de su responsabilidad. Como todos los sometidos a la voluntad de otro más fuerte, las mismas incomodidades del yugo habían creado una necesidad. En los matrimonios en que un cónyuge domina al otro, es con frecuencia éste, el sometido, el que más entrañablemente necesita a su compañero; lo mismo pasa en la amistad y en toda clase de relaciones humanas.

De profundo interés psicológico es el viaje de Felipe IV a El Escorial el día en que su dictador había de abandonar el Alcázar. La debilidad del Rey era incapaz de afrontar la despedida, y huyó. Su angustia no tuvo límites cuando, avisado por la Reina de que Olivares seguía en Palacio, hubo de volver y afrontar cara a cara la despedida. Fue, sin duda, afectuosa y tierna. La ligereza de los críticos no ha reparado en el sincero amor al Conde-Duque que se transparenta en el noble documento en que el Rey dio cuenta al pueblo de la salida; aquel que empieza: «Las repetidas instancias del Conde…», etcétera. Por ello, el pueblo quedó defraudado. En la conversación que tuvo, poco después, en la cámara real, con la Nobleza que vino a ofrecérsele, entusiasmada por la desgracia de Don Gaspar, no tuvo Don Felipe para éste más que palabras de respeto, a pesar de que el ambiente le empujaba a zaherirle. El castigo, que todos esperaban ejemplar, fue un blando destierro; y quedó en Palacio la Condesa, que era como la promesa del retorno. Luego veremos las cartas afectuosas que, aun en Toro, después del escándalo de El Nicandro, escribía el Rey a su antiguo Valido. Y en la solemne sinceridad de sus cartas a Sor María de Agreda, a pesar de que ésta, en nombre de Dios, le empuja contra la familia de Olivares, él la defiende (y acaso sea el único punto en que se permitió contradecir a su consejera), si bien tan débilmente, que al segundo ataque sucumbió. Muy a la fuerza se fue debilitando su generosa resistencia, y, al fin, accedió despedir también a la Condesa y a permitir el que la Inquisición se alzase contra el desterrado, aunque, probablemente, con más intención espectacular que propósitos eficaces. Ambos hechos fueron, sin embargo, para el Conde-Duque como los símbolos de la pérdida de la gracia real y acabaron con su razón y con su vida. Mas, en resumen, podemos afirmar que el mejor amigo que Olivares tuvo fue el Rey.

Ante estos datos ciertos, fehacientes, es inútil seguir exhibiendo la leyenda de un Rey admirable, pero corrompido, captado e inutilizado por un monstruo, tal como la crearon las pasiones de su tiempo y ha transmitido hasta nosotros la crítica inerte. Los excesos del Conde-Duque eran, antes de serlo defectos complementarios, de la misma profundidad, en el Rey. Si dentro del ritmo fatal, providencial, que tienen los acontecimientos históricos, puede de algo hacerse responsable a los Monarcas, es de sus ministros; y, más aún, de sus privados y dictadores. Las grandes equivocaciones de Olivares serán luego examinadas. Pero Olivares no anuló al Rey, sino que le sustituyó, porque éste estaba, de nacimiento, anulado. Echar a los dictadores la culpa de la anulación de los Reyes es tan pueril como lo fuera el echar a las muletas la culpa de la cojera de los cojos.

Así fue, frente a la ambición desbordada de Olivares, este Rey, débil y desgraciado a fuerza de ser débil; de quien dijo, agudamente, un embajador de Venecia: «Nació Felipe IV un Viernes Santo: auspicio de pasión»[472].

La Reina Isabel

Una profunda simpatía envuelve la figura de la Reina Isabel de Borbón, primera mujer de Felipe IV, que tanta influencia tuvo en la vida del Conde-Duque de Olivares. Era hija de dos padres interesantes: de Enrique IV, el bearnés, frívolo, inteligente y gran político, y de María de Médicis, aguda, muy femenina, y en los momentos difíciles capaz como la que más para la intriga y para la lucha enconada. Vino a España de doce años, en 1615, en medio de fiestas desaforadas, que ya han sido aludidas, en las que Olivares, aún simple aspirante ambicioso, lució sus galas con ímpetu y derroche que asombró a la Corte. Acaso, ya entonces, la Princesa se fijaría en aquel hombre robusto y de aire dominador: porque los niños tienen siempre despierta la sensibilidad para adivinar, cuando pasan a su lado, los seres que han de jugar un papel importante en su destino. El futuro Felipe IV, algo menor en edad que su prometida, la vio cerca de Burgos, y dicen los cronistas que quedó tan deslumbrado de su belleza, que apenas pudo balbucear en su presencia algunas palabras: buen principio para quien había de ser, con el tiempo, incorregible donjuán.

A los dieciséis años aparece, en el retrato de Bartolomé González[473], con rostro bellísimo, en el momento en que sobre el candor infantil se insinúa la primera curiosidad de mujer y esa inofensiva petulancia que da la inocencia recién perdida. Los ojos, enterados, tienen varios años más que el resto de la cara, aniñada todavía. En la boca se insinúa apenas la enérgica dureza que veremos en sus retratos maduros. Y el conjunto de la forma y de la expresión de esta cabeza muestra, con feliz armonía, la depurada complicación de razas y sangre de los Príncipes de la Europa posrenacentista. El contraste es notorio con las Infantas españolas, de raza más estricta y de aspecto un tanto bobalicón.

Alegría y tristeza de la Reina

Esta mujer, alegre y atractiva en la vida exterior, que unía al garbo español, que según todos los testimonios se apropió rápidamente, el ribete picante de la gracia francesa, era natural que ejerciese una influencia considerable en la Corte española. Amaba las fiestas, el boato y la algazara y tenía pasión por el teatro; por lo que, probablemente, una gran parte del tono fastuoso y literario que tuvo la España oficial de su tiempo fue huella del entusiasmo de la Reina. Muchas acusaciones que han caído sobre Felipe IV, de ligero y frívolo, debe compartirlas ella; aunque en ella, por ser mujer, el pecado se aminore y acabe, de puro justificable, por anularse. En cambio, no es inverosímil que a su influencia se deban, en parte, algunas de las cualidades que realzaron la figura del Rey: su amor a los poetas, el mecenazgo fastuoso, el rango que dio en su Corte a dramaturgos y poetas. La tradición española de estas modalidades de las actividades regias es tan escasa, que hacen presumir la importancia que en ella tuvieron los gustos de la nueva Reina.

Los historiadores amigos de la anécdota han comentado varias veces las escenas que cuenta Pellicer, demostrativas de cómo la frivolidad de la Reina derivaba a veces hacia la grosería, que es el escollo de la frivolidad. «Los Reyes —escribe— se entretienen en el Buen Retiro oyendo las comedias en el Coliseo, donde la Reina, nuestra señora, muestra gusto de verlas silbar, por lo que se ha ido haciendo con todas, malas y buenas, esta diligencia. Asimismo, para que viese todo lo que pasa en los corrales, en la cazuela de las mujeres se ha representado bien al vivo, mesándose y arañándose unas, dándose vaya otras, y mofándose los mosqueteros. Han echado entre ellas ratones en cajas que, abiertas, saltaban; y ayudando este alboroto de silbatos, chiflos y castradores, se hace espectáculo más de gusto que de decencia.» Las damas se entretenían tirando huevos plateados llenos de aguas de olor, en cuyos proyectiles gastó el Conde-Duque, en una ocasión, 20.000 reales. Y en los ensayos los alborotos eran frecuentes, acabando a veces en cuchilladas, de una de las cuales salió una noche herido Don Pedro Calderón[474]; aunque, tal vez, menos dolorido que cuando, por complacer a Doña Isabel, le silbaban, sin merecerlo, una comedia. ¡Duro pan el que daban, en ocasiones, los mecenas!

Esta desenvoltura de la Reina dio lugar a las conocidas dudas sobre su virtud, sobre todo a la historia de sus supuestos amores con el Conde de Villamediana, que ya es hora de enterrar para siempre[475]. Ningún dato medio serio hay que permita poner en duda la virtud de Doña Isabel, aunque su alegría juvenil y sus posibles coqueteos fueran pretextos bastantes para que las lenguas malignas de los mentideros la clasificaran entre las pecadoras; a favor también de su condición de francesa, nacionalidad que el español de entonces consideraba naturalmente vinculada a la lascivia; y a favor también del odio general de los españoles contra el país enemigo.

Lo cierto es que entre estas calumnias y animadversiones y la incorregible y cínica vida amorosa de su marido, la juventud de Doña Isabel debió ser, en aquel Palacio viejo, mucho más triste por dentro de lo que desde fuera nos cuentan los cronistas. Estaba, además, delicada, enferma, con achaques prematuros que limitaban su vida. Los que la veían reír en las fiestas no se daban cuenta, sin duda, de lo fácilmente que disimulan las mujeres con el aparato de la frivolidad las angustias de su corazón. Pero nos la revelan las notas perspicaces de los embajadores venecianos. Mocénigo —1632— nos dice: «La Reina, poco contenta de ver al Rey tan dado a los placeres y de tenerla a ella casi abandonada, vive mísera vida…, y es poco amada de los grandes señores de la Corte.» Córner —1631 a 1634— escribía: «En el tiempo que yo estuve en la Corte vivía [la Reina] muy melancólica, más entre remedios de médico que en las fiestas, mostrando mucha pena de no tener más que un hijo y deseando ansiosamente tener nueva prole.» Giustiniani —1634 a 1638— afirma que «no tiene en la Corte autoridad alguna». Y Contarini —1638 a 1641—: «La Reina es una Princesa de costumbres amabilísimas, de ingenio y de capacidad; pero por ser la hermana del Rey de Francia no tiene autoridad alguna, y si bien, en la apariencia, el Rey la honra y la demuestra estimación, íntimamente no la ama»[476]. Hay, pues, que atenuar la leyenda de la alegría desenfrenada y en su lugar poner esta otra visión de sufrimiento dorado, entre lujos ficticios, alegres chabacanerías y adulaciones de los cortesanos, encubridores, tantas veces, de despego o de odio.

La revelación de la madurez

Así fue la juventud. Pero la historia de Doña Isabel de Borbón no se sumerge, como la de otras mujeres, sobre todo en España, en una temprana reclusión y aniquilamiento sexual y social. Por el contrario, como ocurría ya entonces a la mujer francesa y hoy es fenómeno universal, con la proximidad del ocaso se encendieron en ella actividades y energías hasta entonces dormidas, y con ellas, motivos nuevos de atracción, a los que por dicha suya fue especialmente sensible su casquivano esposo. En otra parte he explicado[477] cómo el desarrollo de la feminidad propiamente dicha es muy temprano en la mujer. Por ello es frecuente que alcance muy joven la plenitud de su éxito sexual, sobre todo en los países meridionales; mas este éxito suele ser fugaz, como fugaz es la belleza femenina pura. Por ello, en nuestros países es —y, sobre todo, era— muy común que mujeres que desde antes de los veinte años se habían hecho famosas por su belleza y se habían casado o logrado un éxito sexual extralegal, llegadas a los treinta desaparecían de escena y se recluían en su hogar, esperando, a fuerza de virtud o de resignación, la vejez y la muerte. En cambio, en otros sitios, en el centro de Europa, por los siglos aquellos era ya frecuente el que no llegase para la mujer la hora del triunfo hasta bien entrada la juventud; y que, inteligentemente, sustituyese los fugaces encantos corpóreos por los más sabrosos y profundos que en la plenitud de la personalidad proporciona la madurez. Es muy común que este esplendor tardío de la seducción femenina se acompañe de un imprevisto brote de actividades y energías sociales que contribuyen mucho a realzar la personalidad de la mujer. Tal ocurrió con Doña Isabel, que, cuando rondaba ya los cuarenta, en 1642, la vemos abandonar su actitud pasiva y ponerse al frente del movimiento, que preconizaba un cambio de política, sobre la base de la retirada del Conde-Duque y de que el propio Don Felipe asumiese la responsabilidad directa de los mandos.

Nada pasa en la escena del mundo que no tenga su raíz en lo subterráneo de la Naturaleza. Y es evidente que esta tardía actividad política de la discreta y frívola Reina se explica por la coincidencia de un movimiento general de la Corte con el brote retrasado de su aptitud para la intriga y para la lucha, como también le ocurrió, en su tiempo, a su madre María de Médicis. Entonces es cuando su boca adquiere, en el rostro de matrona inicial, aquella dureza imperativa que nos revela el retrato de Velázquez. El hundimiento de la Monarquía de España, visible a los ojos más ciegos, impelía al pueblo, representado casi exclusivamente por la Corte, a buscar a la catástrofe una explicación y un remedio; y, como pasa siempre, la explicación se creyó encontrar en un hecho simplicísimo: en el apartamiento del Rey del gobierno y de la guerra por las presiones imperativas del Valido. La curación del mal se reducía, pues, a eliminar al Valido y hacer que el Rey cogiese las riendas del gobierno interior y el mando de sus tropas. No se atrevió el país a afrontar el problema en su real interpretación y magnitud: en el reconocimiento de la podredumbre de todos los resortes del Estado, que hacían menester una renovación tan honda, que hubiera tenido que empezar por la de cada uno de los ciudadanos. Esto nunca lo ven ni lo aceptan los pueblos descontentos y prefieren derribar a un jefe, a un Gobierno o a un régimen, hiperbolizando, para compensar su flojedad y cobardía, las dificultades y la trascendencia de la empresa. Así ocurrió, en efecto, en la época que describimos, en la que, juzgando por los papeles contemporáneos, parece que el derribar al Valido fue hazaña mitológica, cuando, en realidad, era ya un pobre enfermo, medio demente, y deseoso, tanto como los que le odiaban, de abandonar una carga que le aplastaba ya.

Había, pues, que hacer, para dar justificación al suceso, una gran leyenda de la caída del Conde-Duque. Y fue, como luego se verá, parte esencial de ella, el que la Reina, como una guapa y enérgica amazona, capitanease el movimiento. En un instante cambió el signo de la pasión popular; y de la francesa recelada de conspiradora, se transformó, como cantaban las turbas por la calle, en una de las «tres Isabelas, salvadoras de España».

Sin duda, la Reina creía de buena fe, más aún que sus súbditos, que de esto dependía la salvación de la Corona en ruinas; porque ella, francesa, sabía la eficacia con que los Reyes de su país acudían a los campos de batalla, arrastrando tras sí a la Nobleza, como también ocurrió en España cuando reinaba Carlos V. La reclusión de Felipe II, el primer Austria burócrata, en su despacho, significó la desmoralización de la aristocracia, que se hizo egoísta, libertina e interesada. Ahora, por lo tanto, bastaría que su marido, Don Felipe IV, se pusiese al frente de las tropas para que los Grandes e hidalgos, retraídos, le siguieran en tropel y la victoria se posase de nuevo en los campos de batalla españoles. He aquí por qué la vemos aprovechar la ausencia del Rey y el Conde-Duque durante la jornada de Aragón, en 1642, para lanzarse a la calle, visitar los cuarteles, armar regimientos bajo la advocación y mando de su hijo y encender el entusiasmo patriótico en los oficiales poltrones y galantes de la guarnición de Madrid. El pueblo la seguía, aclamándola y animándola a proseguir su obra, que no cesó hasta ver derribado al Conde-Duque, en medio de una delirante apoteosis. Y el propio Rey la dio público espaldarazo de rectora de la política, cuando dijo a las monjas de las Descalzas que encomendasen a Dios «a mi Privado para que le comunique luz para el gobierno»; y como sor Margarita, hermana del padre Emperador, le preguntase que quién era el Privado, respondió el Rey: «Mi Privado es la Reina»[478]. Este momento la debió resarcir de toda una vida de humillación.

Muerte de Doña Isabel

Murió Doña Isabel, deshecha por tantos partos frustrados, el 6 de octubre de 1644, antes de que el tardío fervor de la muchedumbre se desvaneciese; consolada, sin duda, en el trance fatal, por la idea de que había salvado la Corona para su hijo, el Príncipe Baltasar Carlos, al que idolatraba; antes de poder darse cuenta de que, sin Olivares, como con él, el Rey no saldría de su fatal inercia hereditaria, y de que el deslizamiento de España hacia el abismo se aceleraba después del pasajero optimismo popular.

Murió también con el consuelo de que el voluble Don Felipe había quedado prendido en esta llamarada de simpatía y seducción que brotó en el otoño de su vida. Con grata emoción sabemos que el retraso de la jornada guerrera de 1642 estaba, en buena parte, producido por las tardías, pero vehementes ansias de amor del Rey, que, por las noches, escapaba de los protocolos de su Corte andariega para reunirse con Doña Isabel, que salía de Madrid a su encuentro; y se veían en lugares de los alrededores, en Getafe, en Vaciamadrid; con esa profundidad en la ternura que da no el amor nuevo, sino el que resucita de vuelta de todas las locuras y de todos los desengaños. Aparte de su fe, que era grande, fue, sin duda, esta idea del amor reconquistado, tan grato, en la edad de la declinación, la que dio a sus últimas horas la patética serenidad que leemos en los cronistas. «Murió —dice Hume— valerosamente, como había vivido»[479]. Y no fue para resistir a los cuidados de los galenos para lo que hubo de tener menos coraje: ocho veces, ocho, en unas cuantas horas, la sangraron, en efecto, aquellos médicos impíos, acelerando su muerte y dando a su belleza el prestigio de mármol que tenía cuando, vestida con el hábito franciscano, la llevaron a las Descalzas Reales.

El Rey estaba en Maranchón cuando llegó la noticia funesta. Alguna vez he paseado por las calles del torvo pueblo de la estepa de Castilla, tan humilde entonces como ahora, imaginando la sombra de duelo que debió inundar sus callejuelas cuando de boca en boca empezó a circular la nueva funeraria. No quisieron decírsela a Don Felipe, pero es seguro que la adivinó en el aire sombrío de todos. Era tan débil, que prefirió no preguntarlo. Cuando, unas leguas más adelante, le dijeron la verdad, ya la sabía. Su invencible flaqueza le impidió ver a la muerta, y rodeando a Madrid, se fue a El Pardo a llorar, es seguro que las únicas lágrimas de amor que brotaron de aquellos ojos de adolescente frío, que conservó hasta morir y que tan bien ha retratado, una y otra vez, su pintor de cámara.

También, en su destierro de Toro, la lloró, entre las nieblas de su locura, Don Gaspar de Guzmán, y para asistir a los funerales vistió, quizá por última vez, las galas de sus trajes de Corte.

Es importante fijar así la actitud de la Reina frente al Conde-Duque, que será luego detallada y documentada. Quizá su espíritu frívolo y el sentimiento de su dignidad egregia sufrieron con la tutela impertinente de su camarera mayor, la Condesa de Olivares; y su celo de esposa, con la total absorción que de la voluntad de su marido hacia el primer ministro. Pero es seguro que nunca existió entre ellos el odio que inventó la leyenda contemporánea y han transmitido, sin excepción, los historiadores. Todos los documentos que poseemos, maliciosamente olvidados o soslayados por los cronistas, demuestran que en la boda del hijo bastardo de Don Gaspar, pocos meses antes de la caída; en la correspondencia con el Conde-Duque durante la jornada de Zaragoza, mientras ella actuaba en Madrid, y en los mismos días de la salida del Valido de Palacio, y durante su destierro, les prodigó, a él y a su mujer, atenciones y muestras de afecto que, de no ser sinceras, supondrían en su alma una doblez que es absolutamente cierto que no tuvo. Su actitud de oposición fue meramente política y no personal y pasional. No hay un solo acto, una sola frase ni línea suya que desmientan esta afirmación; ni una sola alusión del Conde-Duque que la quite valor: ni aun en aquellas horas de rebeldía en que dictó El Nicandro o el Memorial de su confesor el Padre Martínez Ripalda, en los que dijo, a todos, hasta al más alto, la verdad, sin que rozase, ni levemente, el respeto que guardó siempre para Doña Isabel.

Los Infantes conspiran

También hay que rectificar otra leyenda que corre como verdad por crónicas y libros: la del odio implacable entre el Conde-Duque y los hermanos del Rey, Don Carlos y Don Fernando, el Cardenal-Infante. El examen imparcial de los testimonios directos nos informa de que, en efecto, Don Gaspar, autoritario, imperativo, y en los modales duro, trató con rigurosa severidad, a veces con notoria impertinencia, a los Infantes; y éstos se sacudieron la férula con acritud muy propia de muchachos, y sobre todo de aquellos, que, por razón de su alto nacimiento, habían de ser más susceptibles a los ajenos yugos. Novoa nos refiere que hacia el año 1627, cuando estuvo tan enfermo Felipe IV, las relaciones del Valido con los Infantes eran poco cordiales. Don Gaspar, los vigilaba, sobre todo a Don Fernando, al que puso como espía al Marqués de Camarasa[480]. Pero antes de condenar al Conde con la violencia casi unánime con que los historiadores lo hacen, conviene inquirir lo que podía haber de justificación en la actitud suspicaz y enérgica de aquél. Parece, en efecto, indudable que ambos hermanos eran utilizados como banderín para las intrigas de los Grandes descontentos; y era natural que el primer ministro, celoso hasta el frenesí de su hegemonía en el Alcázar, se opusiera a tales maniobras.

Don Carlos, de más edad, era tan poco inteligente y tan tímido como lo demuestran los consejos que hubo de darle Olivares para que se condujese bien en la Corte. Recuerdan a las máximas del Barón de Andilla, de nuestros tiempos casi, y a su través queda retratado el Infante como un pobre mentecato, desprovisto de la más rudimentaria educación[481]. Pero, a pesar de su carácter pacífico, intrigaba con el Almirante de Castilla. Lo reconoce el propio Novoa, testigo de excepción en estos asuntos de escaleras abajo del Alcázar: «comunicaba con él —dice— en secreto y por cartas». El Conde-Duque apartó al Almirante del lado de Don Carlos, y a don Melchor de Moscoso del lado de Don Fernando, por idéntica razón. Los enemigos del Conde-Duque reprochan a éste su rigor, pero pasan por alto las intrigas de los Infantes, que llegaron al punto de que, cuando Don Felipe se agravó, casi se deseaba su muerte entre los cortesanos; y abiertamente se preparaba la sucesión de Don Carlos. Hasta los consabidos beatos con dotes proféticas lo daban ya por hecho, como sucedió con el Hermano Juan de Jesús, que hacía ya el horóscopo del nuevo Carlos, Rey; de haber acertado, hubiera sido su hombre de confianza; pero al fracasar el proyecto, porque Don Felipe se curó, cayó en manos de la Inquisición, condenándole por hipócrita, y por pertenecer a la secta de los alumbrados, a reclusión perpetua y a que «ayunase lo más que pudiese»[482].

Esta obligada defensa contra las intrigas de los Infantes está lealmente expuesta en el famoso documento que en 1632 dirigió Olivares al Rey aconsejándole la conducta que le convenía con respecto a sus hermanos[483]. Es incomprensible cómo tal escrito, noble explicación pública de su conducta, en el que respetuosamente y discretamente, pero con toda energía, se razonan las causas que le inducen a hablar así a su Rey, haya podido pasar por cínico y cobarde, como le llama Hume[484], y detrás de él, todos los demás. Porque, de haber obrado vilmente contra los Infantes no tenía para qué anunciar en un escrito público sus proyectos; le hubiera bastado con deslizados al oído del Rey. En el documento aconseja que se separe de Don Fernando a Don Antonio de Moscoso, su nuevo Valido, porque inducía al Infante a una vida libertina; que ambos hermanos vivan sin Privados y que cumplan, trabajando, sus egregios deberes. La prueba de que tenía razón es que el Rey, que adoraba a los Infantes, acogió estos consejos y los hizo cumplir. Novoa dice que, «leído por el Rey este papel, no dejó de abrazarlo, porque de muchas cosas de éstos era sobresaltado y lo tenían ofendido»[485]; pero los historiadores adversos omiten este comentario, fundamental para la defensa del Conde-Duque. La leyenda estaba ya en marcha. Cuando en el verano de este mismo año de 1632 murió Don Carlos, enfermo de males venéreos, se atribuyó su fin, como ya se ha dicho, a un veneno del Privado; y hemos copiado también el testimonio imparcial de un inglés, Hopton, que protesta de tamaña enormidad y atestigua el amor que Don Gaspar sentía por el Infante.

El Infante, caudillo

La relación de Olivares con el Cardenal-Infante fue larga y estrecha. Era este Don Fernando hombre bravo e inteligente, «dispuesto —dice Novoa— por los estudios y los libros y los hombres doctos con que trataba». «Sabedor de muchas lenguas», añade Mocénigo. La superioridad de su espíritu sobre el de su hermano, el Rey, es patente. No si se busca en los totales retratos de ambos, tan parecidos, sino contemplando sus miradas, aisladas; llena de voluntad y de optimismo en Don Fernando, vaga y muelle en Felipe IV.

Dedicado desde los diez años a la Iglesia, con el rango cardenalicio, la equivocación de este camino era patente, pues su verdadero genio era el militar. La gente eclesiástica se enorgullecía de este Prelado de sangre real, que, quizá algún día, pudiera llegar a ser Papa. El general de los Carmelitas, al dedicarle las obras de Juan de la Cruz, alababa su conocimiento de la ciencia escolástica y le decía que así «como en la nobleza eclesiástica excede a todos los seculares, así en lo secular no tiene igual entre los eclesiásticos»[486]. Mas su ambición apuntaba al blanco de lo seglar. El citado Mocénigo nos cuenta que «cuando en las fiestas el Rey y el otro hermano aparecían a caballo, Don Fernando se entristecía de ser espectador y querría también verse en la liza». Seguramente soñaba en verse un día libre de la prisión de sus hábitos, vestido de general, sobre un caballo encabritado, rodeado de enemigos muertos y coronado de laurel por el Ángel de la Victoria, tal como, años después, cuando su sueño se hizo realidad, le pintaran Rubens y Van den Hoecke y Marinus[487]. Completa la sensación de desdén por los hábitos la fogosa competencia que hacía a sus dos hermanos en las amorosas aventuras, hasta el punto de que ya en 1632, según el mismo cronista, «sus juveniles desórdenes con mujeres le habían hecho caer en cama más de una vez»[488]. Es conocida una de sus hijas bastardas, Doña Mariana de Austria, que murió, monja, en las Descalzas Reales.

No hay que decir que prosiguió por el florido sendero del amor hasta el término de su breve vida, y con mayor ahínco a medida que su actuación guerrera y principesca en Flandes le hacía olvidar más la condición de Prelado. En 14 de mayo de 1636 escribía el Conde-Duque a Don Fernando, a propósito de una querida —o «metresa»— que por lo visto le acompañaba en sus aventuras guerreras: «Mal caso ha sido el que ha sucedido a V. A. con su metresa, y a mi juicio la última de las desventuras que en esta materia sucede; pues es la verdad que en ellas es cierto sólo esto y todo lo demás, viento que dura un instante o lo que el antojo les dura; y esa madama creo que ha acreditado su inestabilidad, según acá nos han referido tiempos atrás; ello es maldición del cielo, que viéndose lo que se ve y sabiéndolo todos, nos arrastre tan miserablemente [la mujer] que no nos deje discurso, sino que estándolo conociendo, nos arrojemos por la ventana; si ella pagó el tributo, mayor dicha es, aunque se sienta; que casándose vaya del mundo; porque verlas casadas es cosa para echarse un lazo a la garganta.» Se adivina a través del oscurísimo estilo que ya por esta época tenía Don Gaspar, que esta madama debió jugarle al cardenal guerrero una mala pasada, casándose después.

Más adelante, en carta del 18 de septiembre de 1636, le habla de nuevo de ella —o de otra— comentando un retrato que ha visto; y dice que, si es así, «es menester meterla en la letanía del libera nos Domine, porque no he visto cosa más bella». Y después de esta galantería, vuelve a su actitud religiosa y aconseja al Infante la austeridad: «Yo no sé —le dice— cómo se atreve nadie a ser valiente teniendo cuidados de la conciencia.»

Era natural que este Infante, lleno de ímpetu, alegre y vanaglorioso, tuviera sus piques con el rígido ministro. Pero acabó siendo su mejor amigo. Nada menos que Novoa dice que, después de las disputas de 1627, se entendieron, alcanzando «en breve estrecha amistad con el Conde»[489]. Cuando partió para Flandes, las relaciones eran tan cordiales, que al Conde-Duque está dedicado el libro de la jornada que escribió Aedo, el cual declara que «débese al celo y cuidado de V. E. [Olivares] el feliz y memorable viaje de Su Alteza». Y toda la correspondencia entre ministro e Infante demuestra afecto sincero, profundo y no disimulable. Es cierto —y Cánovas lo apunta— que a veces le censuraba, pero con tal lealtad, que sólo la pasión y la malicia han podido interpretar estos comentarios adversos como muestras de un maligno y atravesado humor y no como lo que son, como ejemplo pocas veces igualado de rectitud y dignidad ante un Príncipe. En 25 de mayo de 1636 le escribe, por ejemplo, refiriéndose a la pérdida de unos puestos en la campaña de Flandes: «Se me ha caído el corazón a los pies más que con cuantas pérdidas hemos tenido jamás, porque veo el sentimiento del Rey muy de cerca, y no hay, Señor, quien no llegue a S. M. con lisonja o con verdad a decirle que se perdió esto y lo otro: y es atravesarle una saeta por el corazón. Yo le suplico a V. E. que sufra las impertinencias que le dijere, por el amor con que se las diré.» «Lo primero, Señor, aquí y ahí es opinión común que V. A. no se puso a ver este fuerte, estando tantos días en Gac; no digo dentro, no digo cerca, sino desde donde se descubriese; y esto con suma nota de todos y con desconsuelo de los que se habrán aventurado a tal peligro.» Sigue en este tono su crítica, de la que resultan malparados el valor y la diligencia del Infante.

En la carta siguiente —17 de junio de 1636— se refiere a la respuesta del Cardenal-Infante, que fue, sin duda, aceptando la admonición del Valido, pues éste le replica agradeciéndole «la clemencia con que me oye y sufre V. A. las impertinencias y sobras de celo con que mi amor imprudente se atreve a cansar a V. A. cada día».

Pero al lado de éstas y otras severidades, las cartas están llenas de frases de afecto, a veces tan extravagantes como éstas: «Yo, Señor, soy el más obligado y sentido esclavo que V. A. tiene en el mundo, cierto de todo corazón, aunque sea falta de respeto decirlo así; Dios bendiga mil veces a V. A., amén, amén» (carta del 12 de enero de 1636). Y a cada éxito guerrero de Don Fernando sus elogios son de este calibre: «De las armas, no diré yo a Vuestra Alteza jamás el agradecimiento y gusto con que está S. M.; créame V. A. que es cosa de locos el oírle; y, en efecto, se habló de V. A. como de restaurador de España» (24 de febrero de 1639). Y así podrían copiarse muchas más[490].

Contarini[491] refiere que era fama que el Valido hacía esfuerzos desesperados por enviar al Cardenal-Infante dinero; y así es verdad, porque en las cartas del pobre Don Gaspar se adivina el ciclópeo afán con que arañaba, de allá y de aquí, monedas y efectos para que nada le faltase en Flandes. Pero el veneciano añade que, maliciosamente, intentaba desacreditar a Don Fernando en la estimación de su hermano, lo cual se contradice con los documentos que hoy poseemos —documentos y no hablillas— que prueban lo contrario. Y no debían ser menos calurosas las epístolas del Cardenal al Valido. Éste, en su discurso después de la batalla de Fuenterrabía, reconoce que fue Don Fernando uno de los que más apremiaron al Rey para que le ofreciera las copiosas mercedes que le valió aquel hecho de armas. Y cuando el Infante murió, en noviembre de 1640 (después de ochenta y ocho tercianas y un número incontable de bárbaras sangrías), dejó por sus testamentarios a su confesor, el gobernador del Arzobispado de Toledo, al presidente de Castilla y al Conde-Duque de Olivares[492].

Ante estos hechos, los maliciosos rumores se desvanecen; y debe quedar como conclusión firme que entre el ministro y el Infante hubo los roces y aun las violencias que pueden existir entre varones de genio no manso, aumentados por la tensión increíble que alcanzaba la intriga y la suspicacia en aquella Corte. Pero se tuvieron la mutua estimación debida; y, en lo hondo de su espíritu, les unió una amistad nobilísima, por lo mismo que no se alimentaba de adulación, que es el veneno de los Palacios. El Cardenal-Infante debía participar de la misma idea que su hermano, el Rey: que, con todos sus defectos, era el Conde-Duque el mejor de sus servidores y amigos. Por estar tan cerca de la raíz de los sucesos mismos, sabían lo que había de fatal en el continuado desastre de España, y lo que representaba, en el doloroso vía crucis, este Cirineo abnegado, devoto de la Monarquía hasta el crimen e incansable para el esfuerzo y el sacrificio. En cuanto al Conde-Duque, después de los años de lucha, estaba ya, en éstos de la actividad guerrera del Infante, en el período de la bondad acogedora y patriarcal propia del final de los poderes personales; y, en el caso suyo, aumentada por la extremosidad patológica de las reacciones de su humor. Sólo los que no hayan leído los documentos aquí citados y extractados pueden seguir creyendo en el odio entre los dos personajes. Olivares, ya enturbiado por la locura, soñaba únicamente con extender a todos, y muy especialmente a este galán heroico y regio, su protectora sombra de gigante.

El Príncipe malogrado

Más adelante aludiremos al rencor que tuvo al Valido la otra hermana de Felipe IV, Doña María, la que fue Reina de Hungría; sin duda, por ser mujer y, sobre todo, por la parte que Olivares tuvo en el rompimiento de su noviazgo novelesco con el Príncipe Carlos de Inglaterra. Ahora, para terminar esta relación del ambiente de la real familia, en su relación con Don Gaspar, hemos de añadir algunas palabras sobre el Príncipe don Baltasar Carlos.

Tenemos de éste la visión de los retratos de Velázquez, de tan profundo realismo, que nada de lo que las plumas de los cronistas nos digan de su persona puede reemplazar a lo que, definitivamente, nos dijo de su alma y de su cuerpo el pincel del sevillano. Es indudable que en este Príncipe uniose a la simpatía y elegancia del padre, la energía y la inteligencia maternas, visibles desde los retratos de muy niño y muy claras en los últimos, de mozo. Acaso sea España uno de los países en los que la muerte prematura de algunos de sus hombres públicos haya torcido más claramente su destino; y una de esas desapariciones, probablemente desdichadísimas, es la de este Príncipe, en el que la energía de Doña Isabel había renovado la vitalidad agonizante de la sangre de los Austrias, que estancó otra vez la flema enfermiza de Doña Mariana de Austria, segunda mujer de Felipe IV. ¡Qué abismo entre Don Baltasar Carlos, si hubiera llegado a reinar, y la humana piltrafa de Carlos II!

Todas las referencias contemporáneas encomian su simpatía y su buen talento. Nació «al salir el sol», y un poeta de los innúmeros que cantaron con cargante adulación el acontecimiento afirmaba que el astro fue eclipsado por el recién nacido:

Tierno sol, en cuyo oriente
nace el sol cuasi celoso
de ver que un sol más hermoso
presta rayos a tu frente[493].

Contarini le describe, a los trece años, como «muy capaz en el estudio entendiendo muchas lenguas y hablándolas»[494]. Sólo simpatías despertó hasta su muerte, acaecida en 1646, cuando apenas contaba diecisiete años.

Le educó muy estrechamente, como aya, la Condesa de Olivares. El Conde-Duque le seguía también de cerca, y así le vemos en el cuadro de Velázquez (?), presidiendo sus lecciones de equitación. Dio esto lugar a muchos comentarios de la Corte, imputándose a ambos esposos la captación total de Don Baltasar Carlos, como ya lo habían hecho con el Rey. El citado Contarini recoge estas hablillas cortesanas y escribe: «El Príncipe está siempre entre las damas de Palacio, sin hablar con caballeros de su edad y tan sometido a la obediencia de la Condesa de Olivares, que sin su permiso no da un solo paso. A su edad todos los Príncipes que le han precedido en España tenían ya casa aparte; pero el Conde-Duque, celoso de la privanza y del afecto tiernísimo que su padre le dedica, lo retrasa, para que nadie diga al Príncipe cosas suyas que pudieran desacreditarlo; y para afirmarse en su gracia, le visita todas las tardes en su estancia, usando de toda su diligencia para cautivarlo y hacerse amar de él.» En los libelos españoles este supuesto se daba como indudable realidad[495]. Y se dijo que la caída del Conde-Duque, años después, se debió a la irritación del Rey por esta tardanza en poner casa a su hijo, tanto más, suponiéndose que pretendía poner al frente de ella a su hijo bastardo, Don Julián.

También esta leyenda debe ser modificada. Ningún informe serio autoriza a suponer encono del ministro contra el Príncipe. Es, por el contrario, certísimo que Don Gaspar, en estos últimos años de benignidad eufórica, se transía de amor por el retoño real. Toda su correspondencia de esta época está llena de alusiones tiernísimas al Príncipe, pero sobre todo la del Cardenal-Infante, pues éste amaba a su sobrino y era de él muy particularmente amado, por lo que le era grato saber noticias de él. «¡Es cosa nunca vista este Príncipe!» —exclama Olivares una vez con su expresión de inconfundible vehemencia—. En mayo de 1640, cuando todo eran preocupaciones nacionales, tenía lugar en sus cartas para escribir esto (acaso con subterránea ironía): «Ahora, Señor, aquí no hay otro negocio tan grande como el que V. A. envíe al Príncipe N. S. unas botas en el correo; que la bulla que sobre esto pone S. A. no es cosa creíble.» «Esto de las botas nos aprieta y se hace abrir esta carta: cartas y botas vengan con los correos; se lo suplico a V. A. para que podamos vivir.» Y dos meses más adelante: «Su Alteza está loco de contento y agradecido con las botas y es cosa que le ha quitado el sueño»[496].

Pero el documento más importante para demostrar la falsedad de este rencor está en la carta con que el Conde-Duque se despidió del Príncipe, y la respuesta de éste al salir de Palacio en enero de 1643. No he visto en parte alguna reproducidas estas cartas, que copio de un manuscrito de la época[497]. Dicen así:

«Billete del Conde-Duque para el Príncipe nuestro Señor. Mi ternura no me deja despedir a los pies de V. A. Yo parto, Señor, solamente a tratar de encomendar a Dios la salud, vida y prosperidad del Rey, nuestro Señor, Dios le guarde; y con ella de la de V. A. que sea cual deben desear estos reinos. Suplico a V. A. favorezca y honre a mi pobre mujer, que queda con el dolor que V. A. puede imaginar, aunque con el consuelo de que no se interrumpan mis servicios por su medio con los Reyes, mis Señores, y con V. A. Del aposento real.»

Y la «respuesta de Su Alteza: Conde, creo bien de vos que por vuestra ternura no os despedisteis de mis padres y de mí; y tened por cierto que a mí me excusaréis de ella, por lo que os quiero y que me hacéis mucha soledad. No tenéis que encomendarme a mi aya, a quien debo antes y después lo que debo; y deseo todo su consuelo con razón y la favoreceré en cuanto pudiere toda mi vida; y estimoos mucho lo que me decís que me encomendaréis a Dios: que Él os asista en la elección de vida que habéis hecho».

Son estas cartas, perdidas hasta ahora, sin duda por la malicia de los enemigos de Olivares y de autenticidad indiscutible, no sólo prueba del amor que éste profesó a Baltasar Carlos y del que éste le devolvió, sino muestra concluyente de la mentira de muchas cosas que han pasado hasta ahora sin rectificación. Luego serán otra vez comentadas. Pero anotemos desde ahora la noble amargura de Don Gaspar al irse del Alcázar, echado no por el Rey, sino por su tremenda desilusión y por su enfermedad; la conmovedora recomendación a su «pobre mujer»; la afirmación de que el ministro se fue sin despedirse de los Reyes, porque ni ellos ni él soportarían la amargura del adiós; y, finalmente, la generosa actitud de respeto y de cariño hacia el Valido del Príncipe, y de sus padres, los Reyes: porque eran ellos, sin duda, los que conducían la mano de Don Baltasar al redactar estas líneas.

Así se desvanece una impostura más de las que han enturbiado la historia del desgraciado político cuya vida comentamos.