Síntesis del ambiente social en el siglo XVII
NADA más aventurado que pretender resumir en unas cuantas páginas cómo era el ambiente social en los tiempos del Rey Don Felipe IV. Sobre el de nuestra propia actualidad nos sería difícil hacer este estudio. Con esta sola palabra, «ambiente», pretendemos sintetizar en vano un infinito mundo formado por estratos de humanidad distintos, y a veces, antropológica y éticamente opuestos; y, además, en perpetua evolución; porque el ambiente no es un cuadro pintado en un lienzo o descrito en un papel, sino un flujo incesante de cosas que pasan. Si el recoger todo esto, cuando es actualidad y lo vemos con nuestros propios ojos, es empresa casi inaccesible, la dificultad se agiganta al trasladarla a una época remota, de la cual no nos puede llegar, pese a todas las crónicas y documentos, ese aroma impreciso de lo vivo, que se desvanece apenas se exhala y que tiene una capacidad evocadora que la erudición más estricta y copiosa no puede sustituir.
Con estas reservas no podemos prescindir de hablar del ambiente en que vivió el Conde-Duque de Olivares, porque nuestro héroe no alentó en el vacío, sino en una atmósfera de humanas pasiones, densa y ferviente, que modeló la cera de su herencia y que compartió, por lo tanto, con ésta la responsabilidad de su actuación política y humana. ¿Qué hubiera sido, en efecto, Don Gaspar de Guzmán en el ambiente de Carlos V o de Felipe II? Seguramente su ímpetu de dominio hubiera sido sofocado por la tensión de la autoridad oficial, que en estos reinados alcanzó extraordinaria plenitud. Hubiera empleado sus ímpetus nativos de dominación en una Embajada o Virreinato; o quién sabe si en una de esas actividades privadas, de organización y dirección de algo, quizá inútil, inventada sólo para poder dirigirla, en que suele derivar la pasión imperativa de los hombres ambiciosos de mando, cuando el ambiente público no les es favorable. Si Olivares llegó a lo que llegó a ser, durante un cuarto de siglo, señor absoluto del Imperio español, es porque —como todos los dictadores— encontró infinitamente enrarecida la tensión social de su tiempo. El poder real asentaba en un hombre de voluntad atrófica; y las fuerzas vivas que rodean a la realeza, lo que se llamaba «la Corte», eran una triste calamidad nacional, y sin valores éticos ni intelectuales, ante la que las cualidades positivas del Conde-Duque —su desaforada ambición, su rectitud, su desinterés por lo material, su sentimiento del deber, su lealtad al Monarca, su fabulosa capacidad de trabajo— tenían una eficacia aplastante.
Es muy difícil reducir a unos cuantos rasgos la pintura del ambiente español en el siglo de su máximo declive. Comentaré sólo los que a mí me parecen más característicos. Tal vez a otros no se lo parecerán. Mas son, sin duda, los que más interés tienen para destacar la personalidad del protagonista que estudiamos en este libro. Como el tiempo deshace, en lo que fue un cuerpo vivo, lo accesorio de su morfología, lo blando, conservando los rasgos básicos, los del esqueleto, así de una época lejana destacan sus componentes esenciales, quizá inadvertidos por sus contemporáneos, y se esfuma mucho de lo que éstos creyeran definitivo. Y estos componentes de primera línea de la sociedad española durante la decadencia de los Austrias son: la hipertrofia del espíritu nacional; la general pereza; el agotamiento del espíritu idealista; la religiosidad y el fanatismo; la profundidad de la fe monárquica; la inmoralidad de las costumbres; la licencia y perversión sexuales; la crueldad; la frivolidad y la altivez, y la despreocupación de lo universal.
Nacionalismo hipertrófico
No admite duda que un rasgo central de la España de los Austrias era la idea desmesurada que el español tenía de sí propio, y la nación de sí misma. Vanidad nacionalista que no se debe confundir —antes se oponen ambos— con el verdadero patriotismo. Mentes geniales lo reconocieron ya entonces: todo el pensamiento de Cervantes, por ejemplo, está ligado, allá en su subconsciencia reprimida por las terribles censuras de la época, con la confesión de este pecado nacional. Pero no tuvo esta idea influencia en nuestra mentalidad hasta mucho después, hasta el siglo XIX, que está lleno de la contrición de esta soberbia; y este sentimiento, de provechosa humildad y no de inferioridad infecunda y depresiva, debe ser juzgado como punto esencial en la renovación de España. Fue tal sentimiento el motivo central de la llamada generación del 98, que gustaba de comentar la frase de Nietzsche: «España es un pueblo que ha querido ser demasiado.» Pero, en realidad, esta actitud la compartieron todas las grandes figuras del siglo, aun los que por su cronología y por su significación política y confesional nada tenían que ver con la famosa generación. Tal Cánovas, que escribe: «Con un poco de serena atención basta y sobra para comprender que nunca fue más que artificial, aparente producto de singulares hazañas aisladas y ricas herencias, nuestra grandeza; no del propio y colectivo desarrollo nacional ni de permanentes y naturales condiciones.» «Por obra de la Providencia no era nativamente [España] tan grande cuanto sus ambiciones políticas o su gloría misma»[427]. Y podrían recogerse muchos testimonios más, parecidos, a lo largo de su obra histórica, animada siempre por esta reflexión central.
Pero no pueden olvidarse las justificaciones psicológicas de esta desmesurada visión que el español de los siglos XVI a XVIII tuvo de su propia grandeza. El contemporáneo no puede juzgar la importancia de su patria más que por las consecuencias y no por sus motivos; y aquellas consecuencias, es decir, los hechos de cada día, eran de maravillosa e incuestionable realidad de poderío. El Rey de España era el arbitro del mundo. Un vasallo español se podía pasear, casi por todo el universo, sin pisar tierra extranjera. Lo que el contemporáneo no podía ver, aunque algunas voces aisladas de visión histórica y genial ya lo advirtieran, es que aquel poder ilimitado era, como dice Cánovas, regalo fabuloso de azares y de herencias mucho más que legítimo fruto del esfuerzo, con ser éste, en ocasiones, descomunal. Había, por ello, una desproporción inmensa entre el poderío español y la riqueza española. Los pueblos de la Península que sostenían, con ejércitos y armadas, con guerras y diplomacias, tan vasto Imperio, eran mucho más pobres que ahora. El considerar que del páramo de Castilla, cien veces menos poblada y menos cultivada que hoy, salían aquellos raudales de energía y de autoridad que se derramaban por los dos hemisferios, nos produce la impresión de un milagro. Y había en ello mucho de milagro, porque el español acostumbrado a las hazañas mitológicas, vivía en pleno mito y tenía la eficacia sobrehumana que el mito da. El pueblo español había visto a un aventurero, echado de los países sensatos por medio loco, que se lanzaba al mar en una carabela y volvía con un mundo entero sometido a Castilla; había visto a un Emperador que con unos cuantos hombres casi desharrapados, batía a los más orgullosos enemigos; a un Rey que vencía al turco fabuloso en los mares latinos y que levantaba maravillas de piedra, asombro del universo, para solemnizar sus victorias; a unos galeones repletos de tesoros, que venían, conducidos por el Dios protector especial de España, a resolver con largueza las necesidades del Estado español, cada vez que parecían insolubles. Esta colaboración de lo sobrenatural multiplicó, al principio, la real energía del país. Es un fenómeno que se comprueba en todos los aspectos de la vida: el individuo que se siente miembro de una profesión ilustre, o de una asociación poderosa, o de una insigne familia; el que, sobre todo, se sabe ciudadano de una nación temida por las demás, es indudable que necesita un esfuerzo mínimo para realizar la misma obra que aquel otro hombre que se siente a solas con sus propias fuerzas, desamparado de estos sostenes ambientales. En este sentido, la confianza en sí mismo del español de entonces no ha sido superada por nadie, como no fueran los ciudadanos de la gran Roma de los Césares.
Pereza
Pero esta confianza ilimitada de un pueblo en su propia fuerza, por legítimas que sean sus justificaciones, acaba por anular su eficacia. En pueblos meridionales y de componentes religiosos muy fuertes, como el nuestro, conduce inevitablemente a la ociosidad. El creerse protegido de Dios corroe y destruye la tensión para el esfuerzo. Y, en efecto, uno de los rasgos fundamentales de nuestro pueblo, desde que a mediados del reinado de Felipe II inicia su decadencia, es la pereza. «¡El ocio torpe en que vivimos!», clamaba el cronista Céspedes[428]. El español, aún apto para la aventura, para la conquista, para el descubrimiento geográfico, para cuanto suponía empuje paroxístico, con riesgos de sufrir y de morir, pero con posibilidad de alcanzar súbitamente la riqueza o la gloria, se hace incapaz para ese otro esfuerzo lento y oscuro en que se asienta el bienestar de las naciones. Hoy podemos decir, con absoluta certeza, que aquellas rogativas que se hacían para que llegasen con bien los galeones con el oro de América, y aquellas alegrías con que se festejaba su arribo a los muelles del Guadalquivir, eran como golpes de azada que abrían la fosa en que nuestras mejores energías se iban enterrando. El galeón funesto mató a Don Quijote. De sus vientres de madera salía, con el río de oro corruptor y enervante, la semilla del fatuo, del perezoso y del pícaro. De esta calaña de gentes se sembró el país. Entre soldados, frailes, nobles, servidores de los nobles, pordioseros y ociosos de profesión se ocupaba más de la mitad del censo de España[429]. Los campos no tenían brazos y los oficios estaban, en buena parte, entregados a la actividad de extranjeros.
En este medio de perezosos y soñadores en el mapa, la voluntad de trabajo y la fe en su propio esfuerzo del Conde de Olivares, le convertía en un gigante entre pigmeos.
Muerte de Don Quijote
Otra consecuencia de esa actitud del español, clave de la psicología de su decadencia, es la pérdida del espíritu de sacrificio, de la fe en el ideal generoso; la muerte, en suma, del quijotismo. Hume percibe finamente este estado de espíritu al comentar el escepticismo y la burla con que los perezosos y rapaces cortesanos oyeron a un quijote rezagado, Don Antonio de Mascareñas, hablar al Príncipe Baltasar Carlos de reconquistar el Santo Sepulcro[430]. Y en un papel festivo, que firma simbólicamente «María de Castilla la Vieja», dirigido a Don Juan de Austria, el hijo putativo de Felipe IV, que estaba en Consuegra, dice a éste el autor: «El diablo os llevó a la Mancha: que os habéis vuelto un Don Quijote. Dicenme que queréis tomar por empresa enderezar el mundo. No hagáis mucha fuerza, que podríais quebraros»[431]. La voz del alma popular, aquí, como siempre, asoma en los sitios más imprevistos; y era verdad, en efecto, que Castilla, la que vio nacer a Don Alonso de Quijano, era, unos decenios después, la que cortaba las alas a sus quijotes.
El Conde-Duque, víctima de su error capital, el cronológico, era un quijote que llegó con un siglo de retraso a la gobernación de España. Cuando dice Cánovas que Olivares sentía los problemas de España como Carlos V, tiene razón. Pero querer gobernar como Carlos V, con la España de Felipe IV, era imperdonable locura. En verdad, la mente disparatada de este Don Gaspar creía que eran ejércitos magníficos los rebaños de gente borreguil. Y a esto se debe, en gran parte, el rencor de sus contemporáneos, sobre todo de los Grandes, que tuvieron por él, aunque no se atrevieron a decírselo, el mismo desprecio conmiserativo que por Don Antonio de Mascareñas cuando quería resucitar las Cruzadas. Que es el mismo de los duques escépticos, enriquecidos por los galeones, hacia su huésped Don Quijote, que tanto nos duele cada vez que lo leemos en aquellos dolorosos capítulos del libro inmortal. ¡Ay de los pueblos que no creen en las Cruzadas o en alguna locura semejante! De este escepticismo, mezclado de vanidad sin razón, murió aquella sociedad.
Religiosidad. Monarquismo
Rasgo característico de la época fue también la fe religiosa; profunda y pura en muchos, pero en otros deformada por la represión oficial; y por ello derivada fácilmente hacia el fanatismo o extraviada hacia los errores y las sectas más absurdas. La devoción externa era, en general, mucho mayor que la profundidad del sentimiento religioso. Era dolencia universal, es cierto, y no sólo en España; pero acaso en nosotros más intensa; y de influjo especialmente morboso en la evolución del alma nacional. La influencia del fanatismo en el retraso de la ciencia y del progreso material de España, tópico de tantas disputas sobre nuestra patria, no debe, es cierto, exagerarse; porque a este retraso contribuyeron otras causas que nada tienen que ver con aquél; pero no puede negarse tampoco. Autor tan poco sospechoso como Silvela cita un caso típico: «Mientras Francia —escribe— lleva a cabo la grande obra de su canal de Languedoc y crea sus arsenales y sus industrias de encajes y tejidos y sus Compañías de las Indias, en España una Junta nombrada para el estudio de la canalización del Tajo y del Manzanares desaprobaba el proyecto, fundándose en que si Dios hubiera deseado que ambos ríos fueran navegables, con un sólo fiat lo hubiera realizado y sería atentatorio a los derechos de la Providencia mejorar lo que ella, por motivos inescrutables, había querido que quedase imperfecto»[432]. De esta obra, por cierto, era decidido partidario el Conde-Duque. En su tendencia delirante a la grandeza pretendió que los barcos llegasen desde Lisboa nada menos que a la Casa de Campo de Madrid, a través del Jarama y el Manzanares; pero, con todo, demuestra, como siempre, una visión lejana de los problemas muy superior a la de sus contemporáneos.
Hemos hablado ya de cómo la fe de Olivares, profunda, casi de fraile en sus últimos años, no supo sustraerse a la infección fanática y hechiceril de su tiempo, aun cuando no en el grado que le imputaron sus enemigos. Fue, sin duda, supersticioso y oyó demasiado las fantasías de los hechiceros. Su fanatismo le llevó, en lo político, a errores como el de reanudar las guerras de religión y deshacer el proyecto de matrimonio del Príncipe Don Carlos de Inglaterra con la hermana de Felipe IV. Pero en el gobierno interior fue menos intransigente que la mayoría de sus contemporáneos; y de ello se sirvieron para acusarle de hereje sus implacables enemigos cuando cayó.
Esta forma de fe, muy idolátrica de los españoles del siglo XVII, encontraba su cauce auténtico en el monarquismo. El creer, sin dudas, en la institución de origen divino y localizar la fe en un ser humano que representa, en lo civil, a Dios, es el ideal de la Monarquía. Y, desde luego, cuando los pueblos tienen el espíritu favorable a creer en todo ello, ninguna forma de gobierno puede superar a la monárquica. Por lo mismo, no es la mejor cuando el pueblo ha perdido su fe. El español del siglo XVII aún no la había perdido. Es curiosa la ausencia, casi absoluta, de la más leve actitud de crítica al Monarca en aquellos reinados desastrosos. A todo inculpaba el pueblo de sus desdichas, incluso a los santos que se suponían enojados por los pecados del pueblo; a todo antes que a faltas del Rey. Desde luego, los ministros cumplían en enorme medida la función de pararrayos del Monarca: por visible que fuera la incapacidad real, la culpa era siempre de sus consejeros; y si el consejero era único, un Valido, sobre su cabeza caían implacablemente todas las acusaciones. Así ocurrió con el Conde de Olivares.
Éste, español arquetípico en sus defectos y en sus virtudes, participó con absoluta plenitud del monárquizo fervor. Su delirio de grandezas lo llevó en muchas ocasiones, ya comentadas, a emular a su señor; pero éste fue para él, siempre, un ídolo intangible. Sólo tuvo un momento de irritación y de crítica contra Felipe IV: aquel en que escribió o inspiró El Nicandro, que será, a su tiempo, referido; pero ya no estaba entonces en la posesión completa de su juicio y se debe computar con tocia reserva.
Inmoralidad de las costumbres
Hablaremos ahora de la tremenda disolución de las costumbres, que ha dado lugar a centenares de crónicas escandalosas. Aun cuando los textos de cualquier época de la historia de los pueblos abundan en testimonios de que, los contemporáneos, invariablemente, la creían la más pecaminosa de cuantas existieron, es evidente que estos testimonios se redoblan en número y expresividad durante los reinados que pusieron fin a la Casa de Austria. Basta comparar estos relatos con los de un moralista de un siglo después. Feijoo, por ejemplo. Las liviandades que éste anatematiza, en las fiestas de la Corte y en las romerías campestres, son ejercicios espirituales comparados con los que eran cosa corriente, casi admitida y aplaudida, en la vistosa Corte del Madrid de los últimos Felipes y de Carlos II. Los Avisos y Noticieros contemporáneos, como los tan citados de Pellicer, el publicado por Rodríguez Villa, el de Barrionuevo, del reinado ulterior, y tantos más, abundan en anécdotas, pintorescas o trágicas, que han sido copiadas y encomiadas muchas veces y no es éste el sitio de repetir. En la Corte los nobles se acuchillaban por motivos fútiles; y aun sus mujeres, las más altas, se conducían con igual violencia: el Padre Sebastián González nos cuenta, por ejemplo, que yendo la Marquesa de Leganés en su coche por la Casa de Campo la seguía el del almirante de Castilla, el cual iba, en disposición poco decente, con dos damas, y llevaba, por eso, bajadas las cortinas. Pidió la de Leganés al cochero del almirante que fuese por otro camino; el cochero, por mandato de su amo, no obedeció a la Marquesa, y entonces ésta descerrajó un tiro al desdichado auriga[433]. En las señoras de la época era corriente llevar armas de fuego, incluso como adorno, como puede verse en el admirable retrato de la Condesa de Monterrey, de la familia del Conde-Duque[434].
Bandas de malhechores, precursores de los actuales pistoleros, robaban a los transeúntes, y, si se resistían, los mataban. «Las cosas están de forma —escribió Pellicer— que de noche no se puede salir sino muy armado o con mucha compañía.» Y eran, con frecuencia, estos «capeadores» y asesinos los soldados de las levas, como los que fueron a Cataluña en 1642, que tuvieron, a su paso por Madrid, aterrado al vecindario: «No hay —decía el mismo Pellicer— ni qué comer, porque de miedo no vienen provisiones a la corte»[435]. Los estudiantes, en Salamanca o en Alcalá[436], en perpetua gresca, imitaban en sus desafueros a los cortesanos. Y a la violencia se unía la venalidad y corrupción de los administradores públicos, contra los que, no del todo vanamente, luchó Don Gaspar de Guzmán.
Una especial gravedad adquirió el quebranto de la moral sexual. Más que por su intensidad —que, a pesar de las obligatorias lamentaciones de predicadores y moralistas, no puede asegurarse que fuera más profunda que en otros momentos anteriores y en alguno posterior— por sus peculiaridades cualitativas. La vida sexual de este siglo tiene dos características muy típicas de las épocas de represión: el contubernio con la religión y el sadismo. Sobre el primer aspecto se ha hablado ya en diferentes pasajes de este libro. Los extranjeros lo percibían muy bien. El púdico autor, anónimo, de un viaje a final de aquel siglo, escribe: los españoles «tienen un exterior devoto que engañaría fácilmente si no se acompañase de tantas acciones indecentes, no avergonzándose de servirse de las iglesias para teatro de vergüenzas y lugar de citas para muchas cosas que el pudor impide nombrar»[437]. Las cartas de monseñor Muret son especialmente significativas; este buen presbítero «agregado a la Embajada del arzobispo de Embrun», refiere con terror las cosas que vio y oyó en las iglesias de España[438]. La expresión más atroz de esta degeneración del amor nos la dan los lances, ya referidos, en que se achacan, con morbosa complacencia, sacrilegios sexuales al Conde-Duque y a Felipe IV. Hay en estas calumnias una suerte de intención oculta de manchar a la religión con las salpicaduras de la obscenidad como venganza subconsciente a la enérgica represión que la religión ejercía sobre las libertades sexuales. Esta monstruosa tendencia halló un cauce grave en la difusión de la secta de los alumbrados, que pretendían alcanzar la gracia divina pecando. Ya se ha hablado de la importancia que tuvo esta secta y de hasta qué ilustres o piadosos personajes llegaron las sospechas de su contagio.
El aspecto sádico de la sexualidad de esta Corte corrompida apenas necesita comentario, porque aún le conocemos y le vivimos en el crimen pasional. Tuvo este crimen, típicamente meridional y muy español, su apogeo y glorificación literaria en aquellos reinados que estudiamos ahora. El matar a la mujer amada por infidelidades efectivas o supuestas, rara vez es genuina venganza; es casi siempre monstruosa manifestación de deseo. Muchas veces el pretexto para matar —los celos— se inventa, notoriamente, y el crimen tiene algo de bárbaro éxtasis supremo. Las muertes de mujeres por sus galanes ocurrían, en efecto, cada día; y cada tarde, en la comedia de Lope o de Calderón, encontraba el público inducciones poéticas para seguir el ejemplo. La hostilidad de la Iglesia a las comedias, incluso las de Lope, como estímulos al pecado, es análoga a la que hoy sienten los moralistas contra el cinematógrafo.
Sangre, amor y religión son los componentes del mito de Don Juan, que conquista a sus novias y las besa entre cuchilladas y difuntos. Es éste el profundo sentido nacional de la creación donjuanesca; y alcanzó su época de gloria en el reinado de un Don Juan típico, como Felipe IV. Y en torno suyo pulularon los aprendices de Tenorio, entre ellos el empecatado Don Cristóbal, de este apellido, raptor de la hija de Lope de Vega.
Fuera de las grandes aventuras amorosas y sangrantes, el acento sádico del amor se percibe en muchos detalles de la vida de aquel tiempo. Muy precios son los que, alteradísimo, nos cuenta el citado Muret acerca de los regalos que los amantes hacían a sus novias, de lienzos empapados en su sangre, después de las sangrías que, por cualquier indisposición, se practicaban entonces, e incluso se inventaban para poder hacer el amoroso obsequio[439]. Es curioso anotar que la mayoría de los viajeros franceses se escandalizaban de las disolutas costumbres sexuales de España, mientras ya entonces, para el español, era Francia el teatro de todas las licencias[440]. Se explica bien esta contradicción por las distintas técnicas del libertinaje en los dos países. Un ejemplo lo demuestra muy bien: en Francia el pecado era más público; las queridas del Rey tenían categoría oficial de Soberanas. En España los amores de Don Felipe IV, más numerosos y más complicados que los de su real cuñado, transcurrían en hipócrita misterio: todo el mundo sabía quiénes eran las queridas de turno, pero sin darse nadie por enterado. El escándalo era mayor en Francia; y para el español no hay nada más grave que escandalizar. Pero tal vez la calidad del pecado era peor, tras la máscara correcta, en España; y en este sentido tenían razón los aspavientos de los franceses.
En este sadismo de la vida sexual influía, sin duda, la crueldad de las costumbres de la época, no privativa de España, ciertamente, aunque quizá, entre nosotros, más acentuada que en otros países de Europa. Hoy no podemos juzgar la bárbara delectación de aquellos españoles ante el dolor ajeno sin pensar que dependía de una modalidad universal de la sensibilidad; como, seguramente, dentro de tres siglos, pareceremos bárbaros a nuestros descendientes —mucho mejores que nosotros, sin duda— por actos nuestros, de cuya crueldad apenas nos damos cuenta. Sólo así podemos explicarnos que Lope de Vega, fuente de tanta emoción delicada, derramada en los más dulces versos del mundo, asistiera complacido, como familiar de la Inquisición, a la ejecución espantosa de pobres hombres y mujeres, la mayoría de ellos más dementes que herejes verdaderos. El monstruo no era él, sino el alma de la época. En el terrible cuadro del auto de fe, de Berruguete, lo que espanta no son los reos consumidos vivos por las llamas, sino la absoluta indiferencia con que Santo Domingo de Guzmán y los demás personajes asisten a la bárbara chamusquina, y, sobre todo, aquel juez obeso que, con las manos sobre el vientre, duerme como un bendito, mientras los reos, vivos, se tuestan lentamente. Pellicer, cronista cortesano, remilgado, nos cuenta, sin emoción alguna, como pudiera hacer el relato de una fiesta, que a una niña, acusada de ser cómplice de unos ladrones, los jueces (esta vez civiles) no la ejecutaron como a sus compañeros «por no tener edad», pero la dieron doscientos azotes, la cortaron las orejas debajo de la horca de donde pendían los cadáveres de los reos «y la tuvieron todo el día colgada de los cabellos, a la vista del pueblo; y del castigo quedó tal, que murió dentro de dos días»[441]. Novoa, mayordomo del Rey, describe el auto de fe, en Madrid, de 1632, con morosidad que espanta, a pesar de que varias mujeres fueron quemadas vivas, y, como ocurría en estas ceremonias, hasta los huesos de los reos que ya habían muerto fueron implacablemente desenterrados y quemados. El juicio que tanto horrores le merecen es: que fue «este auto ejemplar benignísimo porque siendo los reos acusados de atrocísimas culpas, no eran equivalentes las penas, para lo mucho que debían padecer; resplandeciendo aquí la misericordia y la majestad del Rey con este hecho y con asistir a acto tan legítimo a su dignidad y oficio»[442]. El Rey y sus cortesanos podían tener a las cómicas por amantes; pero si un cómico galanteaba a una señora, lo degollaba la justicia; como ocurrió en Valencia a Íñigo de Velasco, «comediante de opinión, porque, olvidado de la humildad de su oficio, galanteaba con el despejo que pudiera cualquier caballero»[443]. El espectáculo habitual de tanta crueldad influía, sin duda, en la disposición sádica de los instintos.
Esta licencia sexual era sobremanera escandalosa en las clases altas de la Corte, a partir del Rey, donjuan típico hasta su extrema vejez. Al español, ciego por su Rey, le parecía muy natural este libertinaje de Don Felipe; pero los viajeros se daban cuenta del maleficio de tan alto y torpe ejemplo. Bertaut, por ejemplo, atribuye a la conducta del Monarca la degeneración de las costumbres, la pérdida de la antigua galantería hispánica y el continuo desenfreno de la Corte[444]. No es fácil imaginarnos cómo un Rey tan entretenido tenía luego autoridad para desterrar de Palacio e imponer penas más graves a sus nobles y servidores que galanteaban a las damas[445]. La furia galante invadió hasta las sabandijas del Alcázar; y es conocida la historia del aposentador regio, Marcos de Encinillas, que quiso matar a su mujer porque la galanteaba uno de los enanos del Rey[446]; es muy probable que fuera Don Sebastián de Morra, acondroplástico, porque esta clase de enanos suelen ser muy rijosos, y los demás, en cambio, no tienen aptitud para tales aventuras.
Había, es cierto, damas virtuosas que no se rendían al desenfreno cortesano. Y, a veces, esclavas del ambiente, oponían a la tentación el recurso macabro de recibir el deseo con la muerte; recurso españolísimo, como en la leyenda ya referida de la monja de San Plácido, galanteada por el Rey, o como en la historia que cuenta el jesuita Padre González, ocurrida en un cigarral toledano, llena de sabor ibérico: una señora toledana era estrechamente perseguida por el Marqués de Palacios. Después de mucho resistir, accedió a recibir al galanteador en su cigarral. A la hora fijada salió de la ciudad el coche donde se había convenido que iría la dama, con las cortinas echadas para evitar el escándalo. El feliz Marqués jineteaba a alguna distancia del estribo. Cuando llegó a la casa campestre, Palacios se abalanzó, anhelante, a abrir la puerta de la carroza; más en lugar de la dama descendió un grave jesuita, que le dijo que había sido enviado allí para confesar «a un caballero muy enfermo y sin juicio», «porque no corra riesgo su salvación muriendo sin confesión». Quedó el galán corrido; pero no tenía temple de Manara y no se enmendó. El Rey, nos dice el cronista que cuando se enteró del lance «rió mucho»[447].
Cuando las cosas pasaban del mero galanteo a las últimas consecuencias, ocurrían, claro es, todas las complicaciones orgánicas que tales lances acarrean; y había un servicio clandestino, tan extenso como en las ciudades más libertinas de hoy, de mujeres expertas de ayudar a las damas comprometidas a resolver bruscamente su situación embarazada. Otro jesuita, el Padre Vilches, nos cuenta, por ejemplo, que el 28 de agosto de 1634 «azotaron a una mujer que también habían azotado y sacado en el auto de Toledo; llamábase la madre Juana, y ahora, por sentencia, la mala Juana, brava embustera de esta Corte, que daba intención de que parirían las mujeres encubiertas, sin dolor ni ser sentidas, y mil arengas falsas; y tenía grande entrada entre las señoras de esta Corte; y por eso la pasearon por Madrid segunda vez»[448]. Claro que las que debieron ser paseadas fueron las señoras, por lo menos con tanta razón como la Juana abortadora y alcahueta.
Como ocurre siempre en estas etapas de desmoralización abundaron también las anormalidades sexuales más graves. Por el año 1636 se descubrió en Madrid «un numeroso enxambre de putos o arisméticos»; algunos de los cuales fueron, como era costumbre, ahorcados. Pero eran tantas y tan altas las complicaciones del enjambre, que hubo de echarse tierra al asunto[449]. No en vano Quevedo, entre las Cosas más corrientes de Madrid y que más se usan anotaba las «mujeres-hombres y hombres-mujeres en acciones y pelillos»; y también «P…. ambigui generis».
El Conde-Duque, cuya vida ejemplar, después de los desvaríos moceriles, le autorizaba a combatir estos desarreglos sociales, lo intentó con Juntas de reforma y con pragmáticas, que Quevedo alabó en su Epístola satírica y censoria. Pero, como pasa siempre, nada consiguió: porque la moral jamás se ha modificado por medio de leyes. Al final de su privanza, la vida disoluta de la Corte había alcanzado grados inauditos. Tal vez sea exagerado decir, como Hume, que sólo las corruptas ciudades que nos relata la Biblia pudieron compararse con la Corte española de Don Felipe y Doña Isabel[450]. Pero, realmente, algunos de sus episodios, como la general licencia de los cortesanos durante las jornadas reales, en Zaragoza, produce la impresión de una grave enfermedad de la ética colectiva. Aún empeoró el mal cuando murió el Conde-Duque; porque, sin duda, él y su mujer, la virtuosa Doña Inés, eran un ejemplo y un freno, que no continuó el escéptico y ligero Don Luis de Haro. Las cartas de Sor María de Agreda al Rey claman, en estos años, sin cesar, para que se ponga remedio a tantos pecados, a los que la monja atribuía el desvío de Dios hacia España; desvío que se traducía en derrota tras derrota en nuestros campos de batalla. El Rey lo creía a pie juntillas y llamaba a alcaldes y corregidores y les encargaba la más severa vigilancia y la mano más dura en la corrección de las costumbres. Lo que no hacía era arrepentirse él, sin pensar, y sin que tampoco se lo advirtiesen sus consejeros —salvo, aunque blandamente, la misma Sor María— que un buen ejemplo suyo hubiera sido mil veces más eficaz que todos sus decretos.
No fueron más afortunadas que las leyes las predicaciones de los frailes y los libros y papeles que profusamente circularon proponiendo la enmienda de aquella España pecadora y profetizando penas, temporales y eternas, para los incorregibles súbditos del Rey donjuan. Ya he citado el famoso libro de Alonso Carranza, antecedente de lo que ahora también hablan o escriben los modernos predicadores, con menos justificación, porque la humanidad es hoy infinitamente más digna y limpia que en aquel siglo. Probablemente los hombres y mujeres que oían o leían estos consejos decidían arrepentirse, y algunos lo lograrían sin duda. Mas la mayoría de los caballeros, después de oír devotamente las filípicas, seguían usando las pelucas, consideradas como pecaminosas, empezando por el propio Olivares; y las señoras siguieron pintándose la cara escandalosamente, sin excluir a la familia real, como puede comprobarse en los retratos implacables de Velázquez. Las damas palatinas, no hay que decirlo: su belleza era puro artificio, y así, cuando en 1640 ocurrió el incendio del Buen Retiro, a media noche, tuvieron que salir sin arreglarse, porque si no se quemaban, y Pellicer, testigo presencial, escribe: «Fue mal día éste para las señoras damas, porque algunas, con la falta de adornos, mostraban más años, y otras, sin los aliños, menos deidad»[451]. La misma virtuosísima Doña Inés, la Condesa de Olivares, se pintaba también; nos lo revela Novoa al contar que, cuando recibió, en Loeches, la noticia de la caída de su marido, perdió «no sólo los colores de la cara, sino los que se ponía, que eran muy grandes, como se usa en Palacio»[452].
En páginas anteriores he hecho constar, pero debo repetirlo aquí, la superioridad de la conducta del Conde-Duque, en su vida sexual, sobre esta Corte corrompida. No fue como los otros; y a esto se debió también parte de la hostilidad de los que veían en la severa conducta del ministro un reproche para la suya. Pero esto hace sobremanera injusto el que aún hoy se le siga considerando como uno de los libertinos de la Corte e inductor, desde su alto ejemplo, al desenfreno de los demás.
Frivolidad y altivez
Otro aspecto de esta sociedad, en la que los grandes ideales, como el religioso y el de la patria, habían degenerado, eran la frivolidad y la altivez. Ésta es también frivolidad que se disfraza de orgullo. Al leer los Avisos de los gacetilleros contemporáneos produce pasmo el ver la categoría que dan a los chismes más ridículos de la Corte, a los que dedican el mismo espacio, o más aún, que a los grandes sucesos militares o civiles de que podía depender el porvenir de toda la nación. Los Grandes y nobles no hacían más que banalidades; y al pueblo lo que más le interesaba del mundo era esa sempiterna banalidad aristocrática.
La supervaloración del españolismo, que, en su fase inicial, fue motor de gloriosas gestas, acabó por convertirse en finchada altivez sin eficacia, de la que los extranjeros, con burlesca intención, cuentan docenas de episodios. Pero los mismos cronistas españoles recogían abundantes ejemplos de tan necia y peligrosa vacuidad. Para no citar más que un caso, recordaremos el que Pellicer refiere, como suceso casi natural, hasta el punto de no merecer de él ni un solo comentario: el Conde de Lodosa estaba parado en su coche, en una calle de Madrid; pasó el del gobernador del Arzobispo y rozó al del Conde, lo cual bastó para que, sin más explicaciones, el irascible prócer saltase al arroyo, y desenvainando la espada, «desbarrigase» con ella a todas las mulas de la carroza arzobispal[453]. Otras veces las espadas próceres relucían por motivos aún más fútiles: por pasar antes que otro una puerta, por rozarse dos caballeros en el vaivén de un salón, y hasta por mirarse con sospechas de impertinencia. Desgraciadamente, casi nunca para servir al país en los campos de batalla.
Despreocupación de lo universal
Finalmente, del nacionalismo sin crítica y de la frivolidad resultaba un fenómeno también característico de estos reinados: la despreocupación del español por cuanto no ocurría dentro del territorio peninsular. La manifestación más interesante de esta actitud es la levedad con que pasa por los documentos contemporáneos —índice de lo que ocurría en los espíritus— la preocupación de América. Interesaba el nuevo continente a los que allí iban y a los que de allí esperaban la solución de sus problemas personales o políticos. Pero no al gran público, cuya conciencia histórica terminaba en las mismas fronteras materiales de España. Fue preciso, para que el alma española, paradójica siempre, se lanzase a las curiosidades universales, que perdiéramos tres siglos después el último resto de nuestros dominios.
Sobre este triste fondo del cuadro nacional destacan, con vigor casi monstruoso, las cualidades de energía, de rectitud y de voluntad imperiosa «de ser» del Conde-Duque. Y el contraste nos explica tres cosas fundamentales para su definitivo juicio: que el Valido de Felipe IV se impuso gracias a la blandura ética del medio; que sus positivas cualidades estaban, históricamente, trasnochadas, y por este error cronológico perdieron su eficacia; y que gran parte del odio, único en la Historia, que suscitó, fue reacción subconsciente de un pueblo pecador al que, con su recia conducta, acusaba de sus peores pecados. Le faltó a Olivares delicadeza y habilidad en su trato con los hombres y con las masas; sobre todo delicadeza para imponer su autoridad, por lo mismo que era omnímoda; y esta cualidad, necesaria en todo gobernante —hacerse perdonar el mando— lo es aún más en un gobernante español, pues es nuestro pueblo celoso hasta el paroxismo ante las grandes capacidades individuales.
El pueblo sano bajo la costra
No caigamos en el error de suponer, sin embargo, que toda España era así, como se desprende de esta pintura. Así eran la mayoría de los que formaban el equipo de protagonistas de la historia oficial: magnates, generales, ministros. La corrupción fue de las clases altas, las directoras y, por lo tanto, las ejemplares. La grandeza regalada por el hado y conquistada por el esfuerzo de cada día transformó «a los caballeros cristianos en señores, y en señoritos después»[454].
Por desgracia, esta disolución de la jerarquía directora no se vio reemplazada por una clase directora nueva, que tal vez hubiera necesitado para su creación un movimiento revolucionario que entonces era imposible.
Pero, como antes comentábamos, quedó, bajo la costra de podredumbre, el pueblo intacto, la raza, mantenida, como un perfume inviolable, en el vaso hermético y fecundo de la mujer española, cuya eficacia de purificación y de conservación de los valores eternos alcanza, en la biología de la hispánica humanidad, una categoría casi milagrosa.