Calumnias de hechicerías
GRAVÍSIMO problema era entonces —y aun hoy no ha dejado de serlo— la facilidad con que al lado de la verdadera fe religiosa crecían todas la supersticiones, milagrerías y alucinaciones, desde las de apariencia más razonable hasta las más absurdas. Y a su lado crecía también, porque es planta que vive en idéntico clima espiritual, la más disparatada creencia en toda clase de hechicerías. Apenas hubo en aquellos años tristes de la decadencia espíritu que acertase a liberarse de esta plaga, entonces universal. Un hombre tan ecuánime y civilizado como el Conde de la Roca, escribía con toda naturalidad, precisamente hablando del Conde-Duque: «El albedrío del hombre es libre; pero las disposiciones de las estrellas razonan las circunstancias de tal modo, que de nuestra voluntad obramos contra nuestra voluntad.» ¿Qué de particular tiene que aquellos hombres interrogaran, pues, a las estrellas? Tal actitud hemos de juzgarla con la misma ecuanimidad que otras desdichas de su tiempo; porque eran los que la sufrían tan poco responsables como los que enfermaban de la peste, del tifus o de cualquiera de aquellas otras grandes infecciones que entonces destruían una población en pocas semanas y hoy han desaparecido casi por completo.
El Conde-Duque de Olivares no fue, hay que reconocerlo, dentro de la sensibilidad general, de los menos insensibles a tales morbos. Creía en los mayores disparates con la misma buena fe que sus contemporáneos; y creía, además, en algunos que su situación y cultura le debían impedir aceptar. El estudio de este aspecto de su mentalidad es, no obstante, dificilísimo. Porque tal orden de creencias de bajos quilates andan siempre disimuladas o cuidadosamente ocultas y sólo pueden juzgarse por indicios. Además, este punto de los errores en la fe es proyectil preferido de los españoles de todos los tiempos para lanzarlos a la cabeza de sus enemigos. No ha habido entre nosotros hombre público importante al que, al pasar por una de las obligadas fases de impopularidad que tiene toda fama, y, sobre todo, la política, no le hayan achacado, con sañudo cinismo, las consabidas inculpaciones de hereje, acomodadas a las heterodoxias propias del tiempo; y esto ocurrió, en medida increíble, con el Conde-Duque, sin duda el más odiado de los hombres públicos desde que hay noticias de la historia de España. A él, como años antes a Don Rodrigo Calderón, se le tuvo por indudable hechicero, y como tal fue denunciado, cuando ya estaba caído, a la Inquisición.
Es curioso que los que creían en sus artes mágicas supusieron que residía su poder sobrenatural —su varita de virtudes— en la muletilla que llevaba siempre para apoyarse, porque la gota le hacía cojear. Los libelos adversos aluden constantemente a su muletilla maravillosa. En febrero de 1643 se difundió, por ejemplo, un exabrupto poético titulado Décimas contra el Conde-Duque y el diablo que dicen trae en la muleta, cuyo estribillo era: «dígalo el diablo de la muleta». He aquí una muestra:
Ahora que el mundo gime
y que la carne padece
porque el mundo se entristece
y su espada Dios esgrime,
cómo Quevedo no imprime
ya más verdades, un sueño,
si lo permite su dueño
y los demás de la seta:
dígalo el diablo de la muleta[393].
Corrió también un epitafio que decía:
El que a todo el mundo inquieta,
aquí yace, muerto en vida,
a causa de una caída,
sin valerle su muleta .
Otro papel interesante y menos conocido es el titulado La muleta del Conde-Duque de Olivares[394], escrito por un partidario del Valido, ya caído en esta fecha, en el que la muleta de aquél, que anda sola y hablaba, sostiene un diálogo con un embajador, revelándole los secretos de Olivares durante la privanza y sus propósitos para el porvenir.
Los hechiceros encerraban el espíritu de sus amigos —para salvarlo— o el de sus enemigos —para tenerlo en cautiverio— dentro de redomas u otros objetos. Entre éstos figuraban muletillas, como la que se suponía que utilizaba el Conde-Duque para sus magias; y así vemos que «un proceso de la Inquisición de Toledo acusó a Valeriano de Figueroa por haberse alabado de llevar a un familiar en una muletilla del Conde-Duque, con la cual allanaba todas las dificultades»[395].
Es fácil entresacar de todas las hechicerías que, con muletilla y sin ella, se atribuyeron a Don Gaspar, las que merecen discutirse; y desechar las demás por evidentes imposturas. No obstante, citaremos algunas de éstas porque contribuyen a dibujar lo que fue el proceso de la impopularidad del Conde-Duque. Están casi todas enumeradas en el papel Delitos y hechicerías. Sin contar los delitos de heterodoxia decidida y trato con judíos, ya citados[396], que se le atribuyeron, las imputaciones de hechicería propiamente dichas son las siguientes:
Puso de médico de cámara de la Reina Isabel a un hechicero llamado Andrés de León, clérigo menor y antes fraile mercenario, dos veces preso por la Inquisición. Este León perfumó y bendijo diez camisas de la Reina, «de lo cual echó unas purgaciones que impedían concebir, lo cual fue público en Palacio».
Admitió en la servidumbre real a otro hechicero, salido de la Inquisición de Cuenca: seguramente Jerónimo de Liébana, del que más adelante me ocuparé.
Tuvo comunicación con una hechicera de San Martín de Valdeiglesias, «a la que hacía venir a Palacio y la regalaba».
Intentó trabar amistad con un hombre que era público tenía pacto con el demonio, Don Miguel Cerbellón, que se negó a tales tratos, por lo que fue a la cárcel.
No es preciso insistir sobre la insensatez de estas acusaciones. Pero no puede decirse esto mismo, sin más, de otras que examinaremos con brevedad: son las de sus tratos con las hechiceras Leonorilla y María Álvarez; los que tuvo con Doña Teresa de la Cerda, priora del convento de San Plácido; y su relación con Don Jerónimo de Liébana, el embaucador más famoso de su tiempo.
Los filtros de Leonorilla
El asunto de Leonorilla y María Álvarez lo conocemos por un Informe que hizo el alcalde de Casa y Corte, Don Miguel de Cárdenas, seguramente auténtico[397]. El resumen de esta relación es como sigue:
El alcalde Cárdenas refiere que hacia septiembre de 1622 el escribano Juan de Acevedo vino muy apresurado, por la noche, mientras él cenaba, a denunciarle ciertos hechos en relación con «unos hechizos que el Conde de Olivares daba a S. M. para estar en su privanza». Le refirió que Antonio Díaz Coletero, vecino de su casa, en el Barquillo, le había ido a decir que una vecina de ellos, llamada Leonor, había persuadido a la mujer de este Díaz Coletero para que le diese a él, su marido, hechizos con los que la querría más. Rehusó la esposa, temiendo que los remedios de amor pudieran dañar al esposo; pero Leonor la arguyó que se tranquilizase, pues ya estaban probados en su eficacia y en su inocencia, ya que eran los mismos que el Conde de Olivares daba al Rey para conservar su privanza. Cárdenas mandó a Acevedo, oído esto, que le trajese al Díaz Coletero, el cual, después de jurar repitió todo lo que el escribano había dicho, añadiendo que la preparadora de los hechizos no era Leonor misma (o Leonorilla), sino una tal María Álvarez.
Cárdenas acudió en seguida al presidente, Don Francisco Contreras; la gravedad del asunto lo exigía. Y aquella misma noche se fue de ronda y habló con la mujer del escribano Acevedo, que, como la mujer de Coletero, había recibido también invitaciones de Leonor; y esta escribana añadió un dato de interés; a saber, que el enlace entre dicha Leonor y la componedora de los hechizos, María Álvarez, lo hacía un clérigo que vivía con nombre de hermano en su casa y que era capellán del Conde de Monterrey, cuñado del Valido. Habló luego con la mujer de Díaz Coletero, que repitió lo mismo. Hizo traer entonces a casa del mismo Acevedo a Leonor; la cual se mostró muy enojada: «Yo no he hecho hechizos —decía—; María Álvarez los hizo; ¿qué culpa tengo yo?» «María Álvarez, que hizo parir a la mujer del Almirante y sabe hacer estas cosas, los habrá hecho, yo no sé nada.» Volvió Cárdenas al día siguiente a casa del presidente y le contó todas estas noticias. Contreras quedó muy confuso y no se atrevió a resolver nada, aconsejando que llamasen, para pedirle parecer, a Gaspar Ruiz, su notario, hombre de buen entendimiento; pero el tal Gaspar estaba «de holgura» en la Casa de Campo o en la Florida. Entonces Contreras, cautamente, escribió todo en un papel y se lo guardó.
Pasaron varios meses y el presidente, a pesar de los ruegos de Cárdenas nada resolvía. Sin duda, como Olivares andaba por medio, tenía miedo. No quiso dar ni una sola orden por escrito y se negó a recibir a Acevedo y a Díaz Coletero. Entretanto, Leonor seguía detenida en casa de un alguacil llamado Jimena. Un día, el alcalde Cárdenas recibió la visita del maestro fray Pablo Gamir, del Carmen Calzado, pidiéndole la libertad de la presa, o, por lo menos, que una persona pudiese hablar con ella. Pero, poco después, el mismo fray Pablo, al que encontró al entrar en la Sala, le dijo: «Me han dicho que la mujer que yo pedía, está mezclada en hechicerías respecto a S. M.; guarda, guarda, ni entro ni salgo.» Y asustado, se fue.
Unos días más tarde otro fraile, fray Francisco de Jesús, llamó a la mujer de Jimena, la carcelera de Leonor, a su celda. Este pater, que era amigo de Olivares y le despachaba papeles, pidió a la carcelera que un criado suyo pudiese entrar a ver a Leonor. La Jimena se lo vino a contar a Cárdenas y éste la dijo que no volviera al convento ni contestase.
Finalmente, antes de la jornada de Aragón (1626), Cárdenas fue visitado por el licenciado Don Rodrigo Jurado, abogado de los Consejos, el cual le rogó una y otra vez que fuese a ver a dicho fray Francisco de Jesús. Claramente le dijo que era para hablar de Leonor, cuya vida conocía punto por punto. «El presidente Contreras —añadió— desea arreglar el asunto y no hay más obstáculo que el de vuesa merced.» Y encomió mucho la gran amistad que unía al fraile con el Conde y lo útil que, por lo tanto, podría ser para el alcalde el tenerle contento. Negose el íntegro Cárdenas, y entonces el propio fray Francisco fue a su casa dos o tres veces y le habló abiertamente, sin ocultarle que era el propio Conde de Olivares el que estaba interesado por Leonor, aunque no para nada referente al asunto que la tenía detenida, porque era parienta o amiga de un criado suyo. Alabó al alcalde por el secreto con que había llevado el asunto, a lo que Cárdenas respondió que no había ya secreto posible, pues a los testigos, los Acevedo y los Díaz Coletero, les habían querido asesinar a las puertas de sus casas y a él mismo le sucedían cosas que atribuía a un poder oculto que le perseguía. Insistió todavía el fraile para que Cárdenas fuese a ver al presidente; y éste, días después se lo rogó también: pues el Conde y S. M. necesitaban la libertad de Leonor antes de la jornada. Pero el alcalde pudo excusarse para no ir, ya que estuvo muy grave de un flujo de sangre. Al fin, fray Francisco se fue de Madrid, acompañando al Rey a Aragón.
Todo quedó en este estado hasta que habiéndose enterado Cárdenas de que el presidente se retiraba, le fue a ver y le rogó que no se fuese sin dejar resuelto este caso, a lo que Contreras se negó por ser «tan grave y confuso». Su secretario, al salir, le confesó que era, precisamente, por no resolverse este asunto por lo que Contreras dimitía. Por todo lo cual se decidió a dar cuenta en este informe al cardenal Trejo, nuevo presidente de Castilla, sucesor de Contreras.
El papel Delitos y hechicerías, menos digno de fe que esta relación, añade detalles, a saber: que Don Miguel de Cárdenas obtuvo la confesión de Leonor por el tormento y no por la simple «amenaza de alguna vuelta de garrote». Que el influjo sobre el rey, ordenado por Don Gaspar, se hizo hechizando unos listones de los regios zapatos y un lienzo para las narices. Y que, al fin, el Conde de Olivares, después de la retirada de Contreras, sacó de la cárcel a la hechicera, la regaló «una rica colgadura de cama» y la envió a Segovia, muy recomendada al corregidor, deponiendo de su Alcaldía a Cárdenas, que murió en 1640, sin recobrar su puesto; esto último es cierto, como ahora se verá.
Hemos referido con detalle esta historia, porque da la medida de cómo se forjaban entonces —y, ¡ay!, ahora también— las leyendas calumniosas contra los hombres públicos. No es imposible que el Conde-Duque creyese en la eficacia de los hechizos para conservar su poder, porque entonces todo el mundo creía en ellos. La literatura sobre filtros y sortilegios para influir en el amor de los demás es interminable. De otros grandes señores de la época, como el Duque de Híjar y el Marqués de Valenzuela, del que en seguida hablaremos, se sabe que utilizaron estos medios con el intento de captar la regia privanza; la misma acusación se hizo a Don Rodrigo Calderón. Aun en el alma de los hombres superiores existen, junto a la clara estancia de las grandes creencias, rincones oscuros, restos del alma ancestral, en que anidan impensadas credulidades en el rito mágico y el azar; y es muy frecuente que ése hombre superior, que sabe bien que su destino depende de Dios y de su propia eficacia y de nada más, guarde un respeto subconsciente, como «por si acaso», a cualquiera de las más necias supersticiones.
Pero admitido esto como teóricamente posible, no puede darse al informe de Cárdenas más que su justo valor: el testimonio de un hombre apasionado que quería echar leña al fuego del odio popular con una historia sin trascendencia. ¡Cuántas veces en la vida pública una pretendida defensa de la justicia, de la verdad o de la moralidad, es, en realidad, tan sólo arma para ofender a otros hombres y no satisfacción de la propia conciencia ofendida por la injusticia, la mentira o la inmoralidad! Parece indudable que el Conde-Duque, o alguien que tomaba su nombre, tuvo interés en libertar a Leonorilla; pero extraña mucho que el puritano Cárdenas limitase sus anhelos de esclarecer el misterio a la detención de Leonor, sin ocuparse de las dos figuras principales del aquelarre, que eran María Álvarez y el clérigo que con ella vivía. En suma, la mala intención política del alcalde es evidente. Debía ser hombre raro. Con crudo trazo nos dice la carta de un jesuita, en 1640, que «murió miserable y pobre, en una cama de cordeles», y que «dejó ordenado un codicilo secreto, en que protesta haber padecido sin culpa»[398].
La secta de los alumbrados en San Plácido
El segundo asunto, el de San Plácido, ha sido estudiado por mí, con todo detalle, en otra parte[399]. Aquí haré un breve resumen de los puntos esenciales. El tema ha sido fundamentado de fantasías de renombre universal. En el mundo de la leyenda el reinado de Felipe IV está simbolizado por tres grandes sucesos románticos: los amores de la Reina Isabel con el Conde de Villamediana; los del Rey Felipe IV con una actriz, la Calderona, de los que surge un héroe, Don Juan de Austria; y las aventuras, entre lascivas y sacrílegas, del Monarca pecador con las monjas del convento de San Plácido, que tienen auténtico sello nacional del donjuanismo, y en las que le sirve de tercero nada menos que el Conde-Duque, su Privado y primer ministro. Seguramente falsos son los devaneos de la Reina y el poeta Villamediana. Certísima la historia de la comediante y el Rey. Y en el proceso de San Plácido la realidad está tan mezclada con el delirio de una fantasía popular, sensual y pervertida por la represión, capaz de pasar, sin darse cuenta, de la pura verdad a lo monstruoso, que es dificilísimo el proceso de separación de ambos.
La iglesia y convento de San Plácido se fundaron en 1623 en Madrid, en la manzana 458 del barrio que luego se llamó de San Plácido, por Doña Teresa Valle de la Cerda y Alvarado, hermana de Don Pedro, del hábito de Calatrava, cuñado del famoso Don Jerónimo de Villanueva, protonotario del reino, y de Don José, monje en el Real Convento de San Martín, de Madrid; y luego Obispo de Almería. Pinelo[400] enumera las monjas que vinieron a la fundación, que, por cierto, no entraron hasta el año siguiente, «a 12 de mayo, día de San Ramón, estando ya en forma decente el Monasterio». En Mesonero Romanos y, sobre todo, en Tormo[401] se encontrarán datos copiosos sobre este edificio, tan unido a la historia romántica de Madrid. El convento fue derribado en 1903; pero el templo subsiste bellísimo y menos conocido de lo que merece por indígenas y forasteros. Tiene su entrada en el número 11 de la calle de San Roque. Al derribarse el convento se trasladaron las monjas, herederas de aquella primera comunidad tan agitada, a las Salesas Reales de la calle de Santa Engracia. Hoy, reconstruido, está, desde 1913, habitado, de nuevo, por religiosas de la misma Orden.
Al hablar los libros de los sucesos de San Plácido suelen aparecer confundidos dos grandes acontecimientos, que estudiaremos separadamente: las hechicerías y embrujamientos del año 1628 y los supuestos amores de Felipe IV con una religiosa en 1638. Los datos publicados sobre ambos son muy sucintos y poco dignos de fe. Aun cuando con brevedad, procuraremos en este capítulo referirnos a documentos fundamentales y extraer de ellos la recta conclusión.
El primer acontecimiento escandaloso ocurrió el año 1628, y fue un típico episodio de la secta de los alumbrados o iluminados, cuyos orígenes precristianos estudia bien Menéndez y Pelayo. En España, el primer proceso de este género aparece en tiempo del cardenal Cisneros, y el reo fue un fraile franciscano de Ocaña que «había comenzado a predicar una supuesta revelación que decía haber tenido, conforme a la cual el susodicho fraile debía juntarse con diversas mujeres santas para engendrar en ellas profetas». Ésta era la esencia de la doctrina: el alumbrado, «abismándose en la infinita esencia, aniquilándose, por decirlo así, llega a tal estado de perfección e irresponsabilidad, que el pecado cometido entonces no es pecado». A favor de la corrupción de costumbres del siglo XVII la secta tuvo peligroso auge. Las sospechas de alumbrados, movidas por la maledicencia y la venganza, alcanzaron, además, a gentes intachables, algunas de las cuales sufrieron, hasta su justificación, duras persecuciones. El mismo «San Ignacio y muchas de las primeras y más esclarecidas personas de la Compañía» fueron sospechados de esta herejía[402]; y los más insignes místicos españoles: Santa Teresa, el beato Juan de Ávila, fray Luis de Granada. Pero más que verdadera heterodoxia, el alumbramiento acabó siendo desvergonzada treta con la que seglares o frailes libidinosos embaucaban a mujeres simples, con frecuencia monjas, haciéndoles creer, en provecho de su lascivia, que los pecados, sobre todos los sexuales, eran gratos a Dios. La Inquisición persiguió duramente a estos herejes o cínicos, y en casi todos los autos de fe de la época figuran reos de tal pecado[403].
De este último orden de personajes, más cínicos que heterodoxos, era, sin duda, Don Francisco García Calderón, prior y confesor de las monjas benitas de San Plácido. Tenía cincuenta y seis años, lo cual hace menos excusable su desenfreno. Abusando de la enorme autoridad que tenía sobre las monjas, empezando por la priora, Doña Teresa de la Cerda, provocó o contribuyó a provocar en ellas una verdadera epidemia de histerismo que alcanzó a veinticinco de las treinta pobres mujeres que componían la comunidad, algunas casi niñas. No hay que decir que este desequilibrio colectivo fue diagnosticado por el propio médico del convento como caso indudable de posesión del demonio. Creyeron, las infelices, de la mejor buena fe, que estaban poseídas, principalmente, por un diablo feroz llamado el Peregrino raro, y ellas mismas describieron los fenómenos nerviosos y visiones que experimentaban, en sus declaraciones a la Inquisición. Son documentos clínicos de insuperable interés que tengo dispuestos para su publicación, pero que aquí no serían oportunos. Creyéndose endemoniadas, se prestaban a los conjuros y maniobras exorcistas del fraile, que evidentemente satisfacía en ellas ese instinto de dominación, reprimido en muchos hombres fracasados, que, al fin, se sacia en condiciones anormales. Enterada la Inquisición, fueron encarcelados y conducidos a las prisiones secretas de Toledo el confesor y todas las monjas endemoniadas, más una beata, criada de Don Jerónimo de Villanueva, llamada Doña Isabel de Caparroso, acusada también de iluminación y contactos carnales con Don Francisco, su director espiritual. Las sentencias recayeron en 1630, y fueron misericordiosas, teniendo en cuenta los delitos que en ellas parecen confirmados, pues condenan a Don Francisco a encierro perpetuo en un convento, con abjuración de vehementi y otras humillaciones, y a Doña Teresa, tan sólo a permanecer cuatro años en el convento de Santo Domingo el Real, de Toledo, más las humillaciones y abjuraciones de levi correspondientes. Las demás monjas fueron repartidas por diferentes monasterios.
Es evidente que la Inquisición, llevada de su celo contra estas graves anomalías, se equivocó en esta ocasión. Las monjas eran inocentes de herejía. Ya en 1637 suscribieron un documento de profunda protesta de ortodoxia; y Doña Teresa de la Cerda otro de exculpación, que dio por resultado una sentencia absolutoria al año siguiente de 1638. Se dijo por entonces que este perdón se debía a la influencia del protonotario, cuñado de Doña Teresa, y antiguo novio de ella, cuando estaba en el mundo; y es posible, seguro, que interviniera cerca de su íntimo amigo el Conde-Duque; tenía, además, la obligación de hacerlo porque era patrono del convento. Mas no cabe duda que, aparte de estos valimientos, la revocación de la condena fue justa. La conducta de Doña Teresa después de la equivocada sentencia fue ejemplar; con humildad extrema aceptó el castigo, y sólo por mandato de sus superiores escribió su exculpación. Es este papel de alto y patético interés; y demuestra plenamente, creo yo, la virtud e inocencia de Doña Teresa; así piensan también autores tan dispares en la actitud política como Llorente y Menéndez y Pelayo. Resulta de la exculpación de Doña Teresa, y también de un escrito de defensa de ella que publicó por entonces fray Antonio Pérez[404], monje benedictino y obispo de Urgel, que Don Francisco, el confesor, era un perturbado y un cínico; pero que las monjas, incultas, no muy inteligentes, de inexperta juventud e influidas por la preocupación religiosa de la época, que se balanceaba siempre entre la fe auténtica y la más disparatada superstición, se creyeron, con infinita sinceridad, poseídas por el Peregrino raro; y el bellaco de Don Francisco abusó de sus crisis histéricas. El estudio del proceso produce escalofrío porque demuestra la absoluta falibilidad del testimonio de los reos cuando están presionados por el terror y por la mala fe de los acusadores. La pobre Doña Teresa, débil, enfermiza y aislada del mundo, se dejó envolver en sus primeras declaraciones por un juez malintencionado, Diego Serrano, movido a su vez por la perversidad de fray Alonso de León, que era enemigo de Don Francisco García Calderón. Y así se llegó a un error judicial, que no fue más grave porque la Inquisición era inteligente y sus jueces debieron leer en el aire de niña histérica de la pobre Doña Teresa la verdad que mentían sus propias declaraciones firmadas[405]. Murió en 1647, olvidada de este mundo y llena de méritos para el otro.
El ansia de sucesión del Conde-Duque y la monja iluminada
La relación de esta historia con el Conde-Duque es la siguiente: Las monjas de San Plácido, durante su fase de endemoniadas, se dijo que habían adquirido virtud adivinatoria; y pronto empezó a acudir al convento una romería de gentes deseosas de conocer su porvenir. Está fuera de duda que el Conde-Duque, propenso a todo lo que fuera maravilloso, fue visitante asiduo de las religiosas, enterado, sin duda, de sus prodigios por el patrón Villanueva, su íntimo colaborador. Nada tiene de extraño, pues entonces era muy común que desde el Rey al último vasallo se sirviesen de estas revelaciones, unas veces de hechiceros declarados; otras, de religiosos en olor de santidad, y otras, de explotadores sin tapujos. Doña Teresa de la Cerda tenía fama de virtuosa; y, en principio, las consultas del Valido no pueden juzgarse con otro criterio que el que llevó al Rey a inspirarse en la monja de Carrión y años después en Sor María de Agreda.
Se dijo entonces que por los consejos de la priora de San Plácido se perdió la plaza de Maestrich, pues anunció al ministro que «sabía por revelación que no la había de rendir el enemigo, por cuya causa dejó de enviar socorro a tiempo». Esta imputación es poco favorable, pero la cito por su analogía —una más— con Richelieu, pues éste pedía a la Madre Margarita del Santo Sacramento, del Carmelo de París, revelaciones sobre el porvenir, y ella le prometió la derrota de los ingleses, al parecer con mejor fortuna que la monja española a Olivares[406].
Es, en cambio, cierta la de que Don Gaspar trató con Doña Teresa sobre la posibilidad de cumplir el anhelo que le obsesionaba de tener sucesión. Más adelante explicaremos hasta qué punto se adueñó esta obsesión de su espíritu. Era para él punto esencial, ligado a las raíces de su espíritu de casta, la sucesión directa, cuya esperanza se malogró al morir prematuramente María, su hija, recién casada. Sentía esta necesidad no como los hombres, sino como los Reyes; y como ellos, en análogo trance de infecundidad, recurría a todos los medios, los divinos y los humanos. Nada tiene, pues, de particular que los buscase en las oraciones y en los horóscopos de una monja que tenía fama de virtuosa y de visionaria. Pero la malignidad de sus contemporáneos, intoxicados de sexualidad reprimida, convirtieron esa ignorancia, necia pero inocente, en una de aquellas escenas depravadas, tan comunes en la época, en que se mezclan, con profunda perversidad, la religión y la lujuria. Dice el papel citado (Delitos y hechicerías), en efecto, que «llevó el Conde Don Gaspar de Guzmán a su mujer a San Plácido, y en un oratorio [otros dijeron que en el coro], tuvo acceso con ella, viéndolo las monjas que estaban en él, de que resultó hincharse la barriga de la Condesa, y al cabo de once meses se resolvió, echando gran cantidad de agua y sangre, lo cual fue muy público en Palacio; y las monjas decían: o Dios no es Dios o esta señora está preñada». Era, añade el libelo, once el número de estas monjas, que rodeaban la impúdica escena, para recordar, porque así lo manda el rito hechiceril, a los apóstoles sin Judas.
Esto dice el escandaloso libelo, y otros lo repiten con palabras muy parecidas. Mas no se trata de un cuento de la calle por esta vez, pues las graves sentencias de la Inquisición de Toledo contra Don Francisco García Calderón y contra la propia Doña Teresa de la Cerda repiten la acusación con las palabras siguientes: «También con esta misma traza aseguraron [el confesor y las monjas, sus cómplices] a un gran señor que carecía de sucesión, que la tendría cierta y con brevedad, afirmando el reo y sus cómplices, por escrito y de palabra, diversas veces y prometiendo en nombre de Dios, no sólo la certeza del hijo que ofrecían, sino también grandezas temporales y mucho mayores espirituales, afirmando habría de ser prodigio de santidad, risa y alegría de la Iglesia, bien universal y contento del mundo, con otros encarecimientos locos y temerarios, que no tuvieron otro fundamento sino una imaginaria revelación de cierta cómplice de este reo [la superiora], que intervenía, con mucha estimación suya, en todo lo referido. Y asimismo la contestación y afirmación de los que tenía por demonios y endemoniadas, que tantas veces repetían esta sucesión y promesa de hijo; y una de ellas, tal vez dijo: Que Dios no era Dios o aquella señora estaba preñada.»
Años después, en el memorial citado que Doña Teresa elevó al Consejo de la Inquisición, pretendiendo se levantase la sentencia que se le había impuesto, explica así sus relaciones con el Conde-Duque: «Después de ser monja, el Conde-Duque empezó a venir a verme. Viéndole afligido por no tener sucesión, hice muchas oraciones por que Nuestro Señor se la diese. Todo el convento lo tomó con tantas veras, que eran grandes las rogativas que se hacían. Un día, estando en oración, entendí que le daría Dios un hijo por intercesión de nuestro Padre San Benito. Díjeselo a mi confesor y divulgose en Casa con el ansia que todas tenían. Pasaronse algunos meses, que, aunque el Conde-Duque me venía a ver, nunca le dije palabra, si no es que fuese muy devoto de nuestro Padre San Benito, que mayores milagros había hecho y yo esperaba en que el Santo había de consolarle. Un día, entendí que era la voluntad de Dios que le dijese cómo había entendido que Su Divina Majestad le daría un hijo. Fuime a fray Francisco y a él le pareció que no se lo dijese; déjelo estar; pero apretome el sentimiento interior a que se lo dijese; volví a fray Francisco y me dijo que lo escribiese. Bien se vio que era ilusión del Demonio y engaño suyo, y por tal lo tengo, como todas las demás cosas que me han pasado. Pero sabe Dios cuánta vergüenza me costó el decírselo. Vinome a ver [el Conde-Duque] y le dije: en lo que escribí a V. E. no hay que hacer caso porque como yo lo deseo tanto, es dificultoso conocer si obra el deseo o obra Dios, porque la misma ansia de una cosa hace representársela ya cumplida en la imaginación. Él me dijo diversas veces que no era yo sola la que se lo decía, que muchas personas hacían lo mismo. Nunca traté de adular a este caballero ni a nadie, que en mi vida lo he sabido hacer, y he sido tan compasiva, que en viendo una persona afligida me hace grandísima lástima. Este caballero lo estaba mucho, y sólo en el cumplimiento del deseo de tener sucesión libraba su desahogo.»
A esto quedaba limitada la intervención de Olivares en los sucesos de San Plácido. El contagio histérico, bajo la forma de posesión diabólica o de revelaciones divinas, era entonces frecuentísimo en los conventos y fuera de ellos[407]. El Padre Feijoo hubo de reaccionar, con su generosa acometividad, contra esta plaga, reveladora de una mezcla dolorosa de incultura, debilidad mental y fanatismo[408]. La lectura de la declaración de Doña Teresa de la Cerda produce emoción por la ingenuidad con que se creía poseída del Peregrino raro. Famoso fue por entonces el caso de la hermana Luisa (o Lorenza), de Simancas, que pretendía, por revelaciones divinas o diabólicas, conocer el porvenir; y «de Valladolid —dice el Padre Chacón, jesuita— no había señor ni señora, oidor ni oidora, grave y no grave, que no fuese a verla[409]. El Padre Andrade refiere que en el propio colegio de los jesuitas se sintió poseído el hermano Zarate, al que visitaban por la noche un fantasma femenino y un diablo con hocico de puerco[410]. Pero a todos excedió en reputación milagrera la famosa monja de Carrión, de la que hemos hablado ya[411]. Podrían citarse muchos ejemplos más y no debe, entre ellos, olvidarse el de Doña Marina Escobar, también de Valladolid, endemoniada y pretendida santa, porque hay acerca de ella una relación del Padre Miguel Ocaña, rector del Colegio de San Ambrosio de Valladolid, con tan directa y viva impresión del ambiente espiritual de la época, que nos induce a reproducirla: está, además, dirigida al Conde-Duque, dando a entender que era pública su curiosidad por estos casos, en medio de su trabajo agobiador[412].
Es preciso reconocer de nuevo la enorme superioridad del Tribunal de la Inquisición, en estos asuntos, frente al sentir popular, e incluso frente a la credulidad de las Órdenes religiosas. Con verdadera severidad perseguía tales ridiculeces y fanatismos, e hizo, en este sentido, un innegable bien al alma nacional. Desgraciadamente, sus jueces eran incapaces de comprender —y no debe extrañarnos en aquella época— que se trataba, casi sin excepción, no de delitos contra la fe, sino de meros fenómenos morbosos; lo cual, certeramente, entrevió y demostró el Padre Feijoo un siglo después. Sin temor a equivocaciones inducidas por la piedad o por los prejuicios científicos, puede asegurarse, leyendo los procesos de la Inquisición, que el ochenta por ciento de los que allí figuran eran, sencillamente, locos.
Estaba, no obstante, predestinado el convento de San Plácido a ser teatro de sucesos legendarios. El pueblo, como se ha dicho, no aceptó la inculpabilidad de las monjas, atribuyendo su rehabilitación a las altas influencias que las protegían. Son, por ejemplo, muy curiosas las notas que una mano contemporánea pone al pie de cada sentencia, en la copia del proceso de la Colección Folch y Cardona. Después de la sentencia el confesor García Calderón, escribe: «El rey estuvo [durante la lectura de la sentencia] con gran descaro y se marchó, después de haber abjurado con la misma desvergüenza con que había salido. Dios N. Señor nos tenga de su mano.» Análogo comentario, al pie de la sentencia de Doña Teresa: «La rea estuvo con la misma frescura que Don Francisco [el confesor]. Dios nos tenga de su bendita mano.» Y como colofón de la sincera protesta de inocencia de Doña Teresa escribe: «Este memorial dado por esta religiosa, o en su nombre escrito por algún fraile, aunque está discreto y tuerce el hecho de la verdad, con todo eso, en algunas partes, por su misma confesión, está humeando y descubriendo el pestilencial fuego que hubo.» Por la voz de este anónimo apostillador habla la incredulidad popular en la inocencia de las monjas. Se dijo, como acabamos de ver, que el Rey y el Conde-Duque premiaron fastuosamente a los que defendieron a las religiosas benitas. Es decir, que la gente vio en todo el proceso una serie de corrupciones y venalidades. Porque cuando la imaginación popular hace una de estas presas, es casi imposible arrancársela; en la cabeza de la multitud, la verdad, por evidente que sea, no acaba nunca de barrer al error arraigado.
En este caso de San Plácido había una circunstancia que, en cierto modo, lo explica, y era la sombra que arrojaba sobre el convento el protonotario Villanueva, personaje, a la verdad, extraño. Valdría la pena de dedicarle alguna vez la biografía que ahora no sería oportuna; pero sí se debe anotar la común creencia de sus contemporáneos de que era hombre ateo y dado a las hechicerías[413]. Esta circunstancia, sobre la de ser uno de los ministros más allegados al Conde-Duque, suscitó el rencor popular contra él y facilitó el que la fantasía crease leyendas maliciosas en todo cuanto tocaba y, desde luego, en el convento cuya protección ejerció.
Los supuestos «pecados del Rey»
Como tal leyenda, por lo menos en gran parte, debe, a mi juicio, considerarse el segundo asunto de San Plácido, de argumento típicamente español, como que es una mera y egregia variante del folklore donjuanesco. El documento en que se basa esta fantasía es de época posterior, y de él hay varias copias. Lo publicó Mesonero Romanos, aunque a título de incierta curiosidad, mas fue acogido como indudable por otros autores, algunos de la respetabilidad de Hume, que ligeramente considera la versión como the most trustworthy[414]. Al pasar a otros libros más vulgares, sin responsabilidad científica, ni remotamente se pone ya en duda la veracidad del papel; y el primitivo relato, en cada versión, aparece adornado de nuevos detalles pintorescos[415].
Esta historia, que no todos los autores reproducen íntegra, porque Mesonero, delicadamente, la amputó los trozos escabrosos, es psicológicamente muy interesante, porque en ella, y sobre todo en esos trozos suprimidos, aparece la cruda fusión místico-sensual, que alienta en buena parte a los mitos españoles de esta época, y muy típicamente en el de Don Juan, amasado con muerte y lujuria. En resumen, dice así:
Hablando un día el Rey, el Conde-Duque y el protonotario, éste, que, como patrón del convento, conocía a sus religiosas, encomió la hermosura de una de ellas, llamada en algunos relatos Sor María Beatriz, pero cuyo nombre era Margarita de la Cruz[416]. Algunas de las versiones añaden que no fue casual la conversación, sino intencionadamente dirigida a captar por la sensualidad la atención de Felipe IV, desviándole de las preocupaciones de Cataluña, de Portugal, de Flandes y de la miseria interior, pues todo ello ocurría en los años malos que precedieron a la caída del Valido. El Monarca, lleno de curiosidad, acudió disfrazado al locutorio y se prendó locamente de la monja, que era joven y, en efecto, bellísima. Desde aquel momento no vivió más que para lograrla. «Las dádivas y ofrecimientos del Conde», la maña del protonotario y la vecindad de la casa de éste facilitaron su deseo. Vivía, en efecto, el protonotario en unas casas que se había hecho construir en la calle de la Madera, pegadas al convento, y le fue fácil abrir una comunicación, que daba a la bóveda donde guardaban el carbón las religiosas, dentro ya de la clausura. Por esta vía sacrílega se proyectó el asalto a la monjita. Pero la superiora, advertida, defendió de la real lujuria a su monja, con un recurso teatral, de pura cepa española: la hizo acostar en su celda, sobre un estrado, con luces y crucifijo entre las manos, como si estuviera muerta. Don Jerónimo, que precedía al Rey y al Conde-Duque en su escalo nocturno por la carbonera, se espeluznó al contemplar el espectáculo; y, espantado, retrocedió e hizo que el Rey se volviese sin pasar más adelante.
Mas «volvió el Conde sus baterías hacia la prelada y al fin consiguió su intento, pasando la adulación, desde el sacrilegio a la irreligión»; «y puesta ésta [la monja] en rica gala azul y blanco, en traje de Concepción, se daban al lecho el Rey y la dama; y el Conde y Don Jerónimo, con dos incensarios, les daban oloroso perfume, alrededor de la cama, por un rato».
Esta escena no figura, como he dicho, en el relato de Mesonero ni en el de Hume, ni, por lo tanto (bien a pesar suyo si la hubiera conocido después), en los autores de leyendas. Sin embargo, es, y por eso la hemos copiado, absolutamente típica de la profunda y degradante corrupción del alma popular en aquellos siglos. Lo prueba el que invenciones tan disparatadas y repugnantes como la copiada, aparecen, no rara vez, en la literatura clandestina de la época: líneas más arriba nos hemos referido a otra casi idéntica al describir las conjuras y ceremonias para obtener sucesión los Condes de Olivares. En algunos procesos de la Inquisición aparecen abominaciones parecidas. Y en la gran literatura de los siglos XVI y XVII el tema del amor sacrílego fluye sin cesar y alcanza la categoría de tema nacional en el mito de Don Juan. Luego volveremos sobre la trascendencia de este componente en la psicología del español de nuestros llamados Siglos de Oro: oro de fuera, que tapaba una corrupción interior que no debe hacérnoslos deseables, a pesar de su gloria artística y de su bambolla guerrera. La grandeza de la humanidad está en su ética; y ésta es hoy, con todos nuestros males, infinitamente superior a la de entonces.
Es difícil saber si, aparte esta escenografía religioso-sexual, desde luego fantástica, hubo algo de verdad en la aventura del Rey y alguna monja, con tercería del Conde-Duque. Yo me inclino a creer que no. Desde luego, no se ha hallado ningún documento fidedigno en los procesos inquisitoriales, si bien la leyenda lo explica por la intencionada desaparición de los papeles en la forma dramática que ahora se dirá. Pero la razón esencial es que el relato no aparece en los libelos contemporáneos, que, aun contando con el respeto que imponía la participación del Rey, no hubieran dejado de señalar, entre las abominables acciones que se atribuían al Valido, ésta, tal vez la peor de todas. El papel origen del cuento es, sin duda, de época posterior a la muerte de Olivares y está lleno de tantos disparates cronológicos, que atestiguan ser invención de un cualquier[417]a . Y más fuerza que los documentos tienen otras razones de orden general que nos inducen, sin vacilar, a rechazar tales monstruosidades en el Rey, que no era, ciertamente, un asceta, pero que entre las damas de su Corte y las comediantes y cantoras que sus cortesanos le ponían a tiro, como los ciervos en las cacerías, tenía material copioso en que saciar su ímpetu conquistador sin necesidad de violar conventos.
Es cierto que los raptos de religiosas eran por entonces frecuente y considerados casi como sucesos sin importancia, «aun como hechos corrientes —escribe G. Amezua— sin darles gran valor ni la significación antirreligiosa con que hoy los corromperíamos»[418]. En efecto, el escalo del claustro y la fuga de la monja con el galán llegó a ser uno de los componentes del gran tema nacional del amor donjuanesco. «Mal consentidas de los ministros espirituales y temporales», las monjas podían tener correspondencia con hombres del mundo, a pretexto de consultas de devoción y petición de consejos; pero en las cartas se enredaba el amor, y el final solía ser, no raramente, el rapto. Así vemos el recurso de la carta, que culmina en el Tenorio de Zorrilla, como elemento esencial en las aventuras amorosas conventuales. Con carta o sin ella, los documentos de la época nos dan noticia frecuente de tales desafueros, que pasaron, con tanta naturalidad, de la vida real al teatro. Pellicer refiere el rapto de una monja por el maestre de campo y caballero de Santiago, Cordero; y poco después el de Doña Manuela de Montaldo, que llevaba dieciséis años de hábito en Santa Clara y era hija del boticario de la Inquisición; el galán, llamado Don Antonio de Fonseca, la sacó por la ventana de la celda con una maroma[419]. Los jesuitas cuentan otro rapto con apertura de un tabique en pared, como el pretendido de San Plácido; ocurrió en el convento de Santa Ana, de Salamanca, y fueron dos los galanes —Don José Pantoja y el coadjutor del arcediano de Alba— y dos, naturalmente, las beatas[420]. Enríquez de Zúñiga intervino en otro quebrantamiento de clausura por dos frailes, y nada menos que en el Monasterio de la Encarnación, de Ávila, lleno aún de la estela ultra humana de Santa Teresa[421].
Pero si cualquier caballero se enorgullecía de exhibir el rapto de una monja entre la lista de sus aventuras galantes, no es verosímil que incurriese en este desliz el Monarca, sensual y débil, mas profundamente religioso, y, sobre todo, inteligente y consciente de su responsabilidad. En cuanto a Olivares, el que conozca su vida real y no la aureola falsa con que le desfiguró el odio de sus contemporáneos, tendrá por certísimo que ni su edad, ni sus convicciones religiosas, ni su recto sentido de la moral sexual, ni el agobio y pesadumbre que por entonces le tenía casi deshecho, permiten aceptar su rufianesca intervención en esta tramoya.
La leyenda añade que la aventura llegó a oídos de la Inquisición. El Inquisidor general, fray Antonio de Sotomayor, amonestó al Rey, hizo alguna advertencia al Conde-Duque y fulminó su rigor sobre el protonotario, que fue encarcelado. Olivares acudió en su ayuda: fue a visitar a Sotomayor y le invitó a optar entre renunciar a su puesto de inquisidor y retirarse a Córdoba, su patria, a gozar de una renta de 12.000 ducados, o ser desterrado. Optó por lo primero el poco austero prelado. A la vez, el Papa, a instigación del propio Valido, reclamó el original de la causa, que fue prestamente enviado en una arquilla cerrada y sellada que conducía uno de los notarios del Consejo llamado Alfonso de Paredes. Embarcó el infeliz correo en Alicante; mas, previamente, el Conde-Duque le había hecho retratar por un pintor del Rey[422] y había enviado la efigie a las autoridades españolas de los puertos de Italia con orden de que lo detuvieran, como así fue, en Génova, quitándole el arca y llevándole a Nápoles, en cuyo Castel de Ovo fue encerrado, hasta que, quince años después, murió. La arquilla fue traída a España «por un capitán confidente del Conde-Duque», y sin abrirla, fue quemada en la chimenea del cuarto de Rey por éste y su ministro. «A un hijo que dejó en España Alfonso de Paredes le dio el Rey empleo decoroso, con que se mantuvo con toda decencia».
Imposible parece que tal sarta de disparates haya podido circular por libros autorizados. Bastaría recordar, con Beroqui, que Villanueva fue preso en agosto o septiembre de 1644, es decir, cuando Olivares, ya caído y desterrado, no podía ofrecer mercedes, ni fulminar amenazas, ni interceptar legajos, ni quemarlos en unión del Rey, al que, desde enero de 1643, no volvió a ver más; más otras muchas inverosimilitudes. Lo cierto es que se prendió a Villanueva, después de caído Olivares, porque entre las pasiones que suscitaron éste y sus allegados, una de las más insistentes fue la resurrección de las acusaciones de hechicerías: las del asunto de las alumbradas de San Plácido y otras que inventó la malicia popular. Ya hemos dicho que la plebe no estuvo nunca conforme con el sobreseimiento del proceso y la rehabilitación de la comunidad; y aprovechando la explosión revisionista que siguió a la caída del Privado, se logró que el Rey acordara, en 14 de julio de 1643, dicha revisión, por «exigirlo la gravedad del asunto y de las murmuraciones».
Es igualmente falsa, desde luego, la leyenda, añadida posteriormente y creída también por muchos como artículo de fe, de que Don Felipe, como expiación, regaló a las monjas de San Plácido el famoso Cristo en la Cruz, de Velázquez, que, en efecto, estuvo en la iglesia hasta el final del siglo XVIII, así como un famoso reloj con música, que tocaba, cada cuarto de hora, a muerto[423]. Lo probable, como Beroqui aduce, es que el Cristo fuese regalado por el Rey o por el protonotario (o por el mismo Conde-Duque) sin ningún propósito expiatorio, sino como una de tantas numerosísimas donaciones de objetos de arte que se hacían por el Monarca o por los poderosos de su Corte a las iglesias y conventos de su protección o devoción. Ya he dicho que sor Margarita de la Cruz, si no mienten los archivos del convento, en los años de esta historia donjuanesca, debía ser una niña inaccesible a toda pasión. En suma, de todo este cuento disparatado, aunque elaborado con temas muy nacionales, nada debe quedar en adelante.
No conviene a este lugar el relato del proceso del protonotario, su estancia en las cárceles secretas de Toledo, su sentencia y la enérgica rebeldía con que el caballero aragonés se resolvió, en pleno Tribunal, contra ella: y con razón, porque no fue justiciero. Era, sin duda, Don Jerónimo hombre de genio violento; y esto, unido a sus riquezas y al poder omnímodo que le daba la amistad con el Conde-Duque, debieron ser los motivos del odio con que fue perseguido por la opinión y, a impulsos de ésta, por el Santo Oficio; mas sus hechos públicos, considerados desde el observatorio sereno de hoy, son dignos y normales; y aunque fuera, como casi todos sus contemporáneos, más o menos curioso por las hechicerías, fue un católico perfecto —que entonces esta perfección parecía compatible con aquellas supersticiones, y aun ahora—. La misma fundación de San Plácido lo demuestra. Su hombría de bien se declara en la fidelidad con que siguió al Conde-Duque en su desgracia, trance de prueba para la rectitud de las conciencias. Todo, en suma, induce a hacer pensar que el protonotario fue una más de las víctimas del monstruo popular exacerbado por el veneno de la pasión política. De la injusticia de la sentencia inquisitorial no cabe duda, pues lo reconoció el propio Papa Inocencio X contra viento y marea de las presiones del Rey de España[424].
Es evidente que al revisarse el proceso de los alumbrados tenía que salir salpicado el Conde-Duque; y, acaso, apuntando a él más que a Villanueva, se decretó la revisión. Luego veremos que la amenaza, quizá contenida por el propio Rey al principio, se fue cerniendo sobre la cabeza de Don Gaspar, cada vez con aspecto más ceñudo; y que, según todas las probabilidades, el dolor y la humillación que tal amenaza produjo en el espíritu ya trastornado y abatido del desterrado ministro, debió de influir muy directamente en sus últimos arrebatos nerviosos y en su muerte.
A esto quedan reducidas las leyendas de San Plácido: un contagio histérico en un convento; un capellán anormal y cínico; la Inquisición, excesivamente suspicaz, condenando, sin comprensión humana, a las monjas inocentes junto a su culpable confesor; una variante, infantil por el artificio, perversa por el argumento, del castizo tema donjuanesco; una beligerancia incomprensible concedida a un papelucho sin responsabilidad, lleno de confusiones y de errores; y en todo ello, una participación levísima del Conde-Duque. Con este mismo material deleznable y con la misma falta de rectitud se han creado la mayor parte de las leyendas que aún figuran, con categoría de historia verdadera, en crónicas y en libros de la mayor respetabilidad.
El Conde-Duque y Jerónimo de Liébana
Y vamos con el tercer tema, el de Olivares y Liébana. Algunas sospechas suscitó, en efecto, en la mala voluntad de los comentaristas contrarios al Conde-Duque, la relación que éste tuvo con un famoso hechicero —entre pícaro y loco— de su época, Don Jerónimo de Liébana. Pero la lectura detenida del proceso que le siguió la Inquisición demuestra que la intervención de Olivares fue de refilón y sin trascendencia[425]. Estando Liébana preso en Cuenca, en diciembre de 1631, y condenado a galeras por supercherías y enredos anteriores, solicitó hablar al alcalde mayor de la ciudad, que lo era Don Juan Enríquez de Zúñiga, ya mencionado en otro lugar de este libro. La denuncia sobresaltó tanto a Don Juan, que resolvió llevar la declaración a Madrid y comunicársela al Conde-Duque. Quedó éste con los papeles, y al cabo de unos días mandó traer al preso a la Corte, le recibió en persona, oyó sus embelecos, se los refirió al Rey y dejó al pícaro Liébana libre por Madrid, aunque vigilado, entregado a todo género de honestas ocupaciones, como los sermones, el teatro y los paseos por las calles animadas de la Corte.
Se referían las declaraciones de Don Jerónimo a unos hechizos que había realizado en 1627, en Málaga, el Marqués de Valenzuela, en unión de otros sujetos, entre ellos el clérigo francés Doctor Guñibay, especialista en estas tretas. Tenían estos hechizos por objeto desposeer a Olivares de la regia privanza y poner a Valenzuela en su lugar. Celebrados los ritos, realmente disparatados y cómicos, fueron enterradas las piezas mágicas, dentro de un cofrecillo, en la Caleta. El efecto del hechizo aniquilador del Conde-Duque debía empezar muy poco después, el 6 de agosto del año de 1643. Costaron al Marqués los preparativos de tramoya 2.500 ducados, que es de suponer pasarían íntegros a la bolsa de Liébana y sus compinches. No conocía mal el supuesto hechicero a los personajes de su época; pues tanto el Rey como su Valido, temerosos de que el prodigio sucediese, decidieron, con gran contento de Liébana, la conveniencia de recoger la arqueta enterrada en la playa malagueña para destruir su encanto maléfico antes de la fecha señalada. Nombrose al efecto una Comisión que acompañase a Don Jerónimo, que era el único que conocía el sitio donde estaba oculta. De esta Comisión formaba parte como juez Don Juan Enríquez de Zúñiga. Llegaron a Málaga, empezaron las pesquisas y, naturalmente, la arquilla no apareció. El truhán de Liébana procuró entretener cuanto pudo a sus jueces y vigilantes; porque la dilación equivalía a tardanza en volver a la cárcel; les hizo volver a Málaga cuando ya, cansados, le devolvían a Madrid; y así logró que pasaran varios meses. Pero al fin se convencieron todos de su superchería y fue llevado otra vez a las cárceles de Cuenca. Le condenó la Inquisición, saliendo en el auto de fe celebrado en Madrid el 4 de julio de 1632, con una vela en la mano, soga a la garganta, coroza en la cabeza e insignias de hechicero y brujo, abjuró de vehementi y recibió 400 azotes, siendo después expedido a Córdoba, donde fue encerrado en cárcel secreta e incomunicada a perpetuidad.
Las numerosas declaraciones de este proceso nos enseñan la malicia con que algunos bergantes, como Liébana, explotaban la credulidad de los más altos señores de la Corte; y, a su lado, el estúpido candor de algunos hechiceros de buena fe, evidentemente trastornados, que exponían su libertad y su vida por ritos que hoy nos hacen reír, pero que la Inquisición tomaba muy en serio. La figura de Liébana pertenece, por derecho propio, a lo más famoso de nuestra grey picaresca. Con garbo sin igual engañó al sesudo corregidor Enríquez de Zúñiga, al Conde-Duque, terror de los españoles, y al propio Rey. Son famosas por su desvergüenza las cartas, que figuran en el proceso, que escribía desde Madrid a su hermano. En ellas contaba que era la figura de actualidad en la Corte y que el Conde-Duque estaba pendiente de su palabra, deseando honrarle y tratándole como a un gran caballero.
Y algo de esto hubo en la realidad. Sólo cuando Olivares se convenció de que Liébana era un embustero y fabulador, perdió el miedo al hechizo del cofre y le hizo volver a la cárcel. Pecó, pues, el ministro, tan sólo por exceso de credulidad; mas ninguno de sus contemporáneos podría, a este respecto, tirar la primera piedra. Y tal vez, a pesar del desengaño, cuando en enero de 1643 bajaba, para siempre, las escaleras del Alcázar, es posible que recordase los presagios del bribón de Don Jerónimo, que fijaba su caída para junio de este mismo año. La verdad es que sólo se equivocó en unos meses.
Leves fueron, por lo tanto, las culpas del Conde-Duque en materia hechiceril; no mayores —repitámoslo— que las de cualquiera de sus contemporáneos. Pero, en la desgracia, cuando se desató sobre su persona indefensa el odio, tantos años contenido, bastaron estos indicios para que el Santo Tribunal alzara su mano terrible contra él. No fueron más graves los cargos hechiceriles que se atribuyeron a Don Rodrigo Calderón; y bastaron para empujarle hacia el patíbulo. En la biblioteca de Don Gaspar había libros que, juzgados sañudamente, podían ser, como en otros casos lo fueron, indicios para la persecución. Pero, sobre todo, el viento de la ira popular, el que tuerce como ninguna otra influencia la rectitud de la justicia, soplaba en contra suya; y a su favor se admitían como culpas no sólo estos vestigios de culpabilidad, sino las calumnias descabelladas de los libelos del arroyo. En 1645 el Santo Oficio abrió proceso contra el ministro caído. Por dicha suya era Inquisidor general Don Diego de Arce, quien debía su encumbramiento al reo de ahora; y con piadosa malicia retrasó las pruebas, enviando incluso a Italia a buscar testigos para algunas de las acusaciones que pesaban sobre él[426]. Acaso sabía el buen inquisidor que la existencia del viejo ministro tocaba a su fin y esperaba que su parsimonia diera lugar a que la muerte desenlazase misericordiosamente la tragedia que tramaba el odio de los resentidos.
Porque la bondad de Arce y el sentido justo del famoso Tribunal no le hubieran quemado ni encarcelado, sólo por rastros de culpa y por calumnias monstruosas; pero hubiera sido inevitable el proceso, el juicio ante la mesa del Tribunal, en suma, la humillación; y esto era aún más terrible que la muerte para aquel hombre orgulloso, cuya sangre estaba hecha de herencias de reyes y de santos. Por eso su mente desquiciada se hundió definitivamente en el delirio cuando desde los altos de Toro, por donde todas las tardes salía a otear el camino de la Corte, columbró a lo lejos, o creyó que columbraba, la sombra negra de los familiares del Santo Oficio, que se acercaban en su busca.