14. Los jesuitas y el Conde-Duque

Los confesores Salazar y Aguado

DICE el Padre Mir que «es notorio que en el reinado de Felipe IV tuvieron los Padres de la Compañía influencia suprema en la Corte de España y en los negocios de Estado»[367]. Era el Rey mismo devoto de la Orden; pero es evidente que gran parte de esta influencia se debió al Conde-Duque de Olivares, que al proteger a la Orden de Jesús nos presenta una analogía más con el Cardenal Richelieu.

Los jesuitas, en los años aquellos, años todavía de juventud de su Orden, conocían ya el que había de ser sino perpetuo de su situación social en España: de un lado, enemistades apasionadas, nutridas en la idea de su hiperbólico poder maligno y misterioso[368]; de otro, adhesiones fervorosas e incondicionales. Don Gaspar de Guzmán fue de sus más apasionados amigos entre los personajes de la época. Ya he señalado los antecedentes familiares de este amor, engendrado, como tantos otros, en un primitivo encono: el que sintió por la Orden Don Enrique de Guzmán durante su embajada en Roma. Cuando murió, era ya Don Enrique devoto de la Compañía. Su mujer, la madre del Conde-Duque, que tanta huella dejó en la vida de éste, tuvo por confesor y consejero a un jesuita, el Padre Juan de Cetina, el que escribió la vida de su penitente. Y la Marquesa de Camarasa, hermana de dicho Don Enrique, fue devotísima de los Padres y fundó el Noviciado de Madrid.

Tuvo el Conde-Duque de Olivares constantemente a jesuitas por confesores, lo que equivale a decir que estuvieron en manos de la Orden gran parte de los resortes del gobierno de España. Parece que fue el primero el famoso Padre Hernando de Salazar, el que el veneciano Giustiniani llamaba «hombre de mediano saber», pero que otros autores, que Silvela recuerda, consideraban, probablemente con razón, como sujeto capacísimo[369]. Su celebridad se debió a habérsele atribuido la invención del papel sellado, en 1637, que le acarreó enorme impopularidad, de la que hay innumerables testimonios entre el material de libelos de la época. Citaré sólo las Noticias de Madrid del año de la invención, en las que se describen con detalle las chocarrerías de las Carnestolendas madrileñas y refieren que salieron por las calles muchos mamarrachos y máscaras que aprovechaban la libertad del Carnaval para romper la censura oficial. Uno de ellos iba vestido con una piel de carnero «con el pelo adentro» y llevaba un cartel que decía:

Sisas, alcabalas y papel sellado
me tienen desollado.

Otro iba disfrazado de jesuita, «con su bonete», y le perseguía un demonio con este letrero:

Voy corriendo por la posta
tras el Padre Salazar,
y juro a Dios y a esta Cruz
que no le puedo alcanzar.

Es decir, que le consideraban más pícaro que el mismo demonio[370].

La misma Compañía le amonestó por su intromisión en los negocios públicos, y acabó por salir de ella[371]. Era uno de los «inquietos» que por entonces turbaron con tanta frecuencia la vida interior de la Orden. Sin embargo, no está demostrada su paternidad en el famoso invento del papel sellado. El Padre Sebastián González, de la misma Compañía, y bien enterado, por lo tanto, de lo que hacían sus miembros, escribió en enero de 1637 al Padre Pereyra, después de anotar varios tumultos producidos por este arbitrio: «El vulgo echa la culpa de todo al Padre Salazar, pretendiendo haber sido autor del arbitrio de los sellos; pero V. R. sabe bien cuan injusto es este cargo, pues el arbitrio fue ideado por Don Antonio de Mendoza»[372]. Sea quien fuere su autor, el papel sellado está hoy aceptado en todas partes y «constituye un título de gloria financiera para el Ministerio del Conde-Duque»[373]; el único, podríamos añadir, pues, en general, su gestión más desastrosa fue la económica.

El Padre Salazar influía también, de un modo indirecto, pero muy poderoso, sobre el Rey, porque el confesor que habían puesto a éste era un humilde fraile dominico, el Padre Antonio, hechura del jesuita.

En los años 1635, 1637 y 1640 sabemos que ejercía el cargo de confesor del Valido, importantísimo para la política nacional, el Padre Aguado, también de la Compañía[374]. En el testamento de Olivares, fechado el 16 de mayo de 1642, se nombra, repetidamente, al Padre Salazar. «Predicador de Su Majestad, mi confesor.» Y en el momento de la caída, en enero de 1643, parece que era otra vez el Padre Aguado, como luego veremos, sustituyéndole, a partir de entonces, el Padre Martínez Ripalda, jesuita también. Lo probable, pues, es alternasen en el cargo o que simultáneamente lo ejerciesen. Mas esta cronología tiene poca importancia.

Todos los testimonios coinciden en que en épocas muy importantes de la vida política del Conde-Duque aparece Aguado como su confesor. De él se ha dicho que fue el más poderoso instrumento de la Orden para manejar al Conde-Duque y, a través de él, al Gobierno de España; pero estas noticias de los jesuitas en su relación con la política hay que acogerlas, entonces y siempre, con la máxima cautela. Don Melchor de Macanaz, por ejemplo, nos dice que a la influencia del Padre Aguado se debió la pérdida del Ducado de Mantua para España «para que se apoderasen de él, como lo hicieron, los enemigos, a quienes los jesuitas lo habían prometido». Por las gestiones de la Orden ocurrió también, según la misma fuente, el intento de volver los judíos a la Península[375], y otros sucesos más.

Tiene todo ello el aire de las eternas variaciones en torno del mito de poder tenebroso del jesuita. No cabe, en cambio, duda de que ellos, por medio de estos confesores, manejaban a su gusto todos los asuntos eclesiásticos, pues el Conde de la Roca nos afirma, con el «esto es cierto», con que solía apostillar las cosas vistas por sus ojos, que el Valido «apenas tomaba parte en las consultas de lo eclesiástico», remitiéndolas al jesuita confesor, de suerte «que de cien consultas no habrá dos que no sean de éste».

El Padre Aguado fue también muy combatido, como todo encumbrado de entonces, y, sobre todo, si ascendía a la sombra del impopular ministro. Los propios jesuitas no le debían mirar bien, pues en la carta de uno de ellos refiere así uno de los retiros espirituales que hacía el Conde-Duque en Semana Santa: «10 abril 1635. El pasto de esta Semana Santa han sido ocho predicadores nuevos del Rey, y con ellos ha crecido el número de ellos a treinta y cuatro… El Padre Aguado, de la Compañía de Jesús, confesor de Su Excelencia el Conde-Duque, es muy parecido a su apellido: agua y más agua y para nada bueno.» El pueblo de los mentideros no le quería tampoco. En 1641 circuló un libelo en verso, malísimo y sin gracia, que finge una confesión de Olivares con el Padre Aguado. El penitente dice supuestas infamias, y el confesor, adulándole, le contesta blandamente[376].

Los enredos del Padre González Galindo

Mucho más maligno es otro papel, en el que, en forma elevada, con numerosas citas de Santos Padres, acomete un personaje famoso de la época, el Padre Pedro González Galindo, titulado lector de Teología del Colegio de la Compañía, en Madrid, al mismo Padre Aguado, «confesor del Conde de Olivares, absoluto Valido de Felipe IV»[377]. Compuesto con habilidad suma, debió hacer este escrito profunda impresión entre la gente. El Padre González Galindo aprieta en él valientemente a su colega el Padre Aguado para que no autorice con sus absoluciones la vida pública del ministro, de cuyos excesos echa en parte la culpa a su confesor. Llega a decirle que «ningún confesor puede administrar el sacramento de la penitencia como ni otro ningún sacramento al público pecador… y las acciones del Conde-Duque son públicas y notorias». Asegura a su superior «que Aguado ha cometido tantos sacrilegios como absoluciones le ha echado», y le aconseja que le persuada «de que se vaya a hacer vida de penitente». Reconoce que en lo privado es bueno el Conde-Duque; pero sus pecados públicos hacen imposible la absolución, hasta de lo particular. Y acaba apostrofando de cobarde a Aguado por no sacudirse la sacrílega misión de confesar y absolver al tirano y no retirarse «a obligaciones más divinas».

El padre González Galindo, jesuita también, de los «inquietos», fue, pues, gran enemigo del Conde-Duque, pero enemigo de los que enaltecen, pues, aunque «hombre docto y de loables costumbres», según Pellicer[378], las andanzas que de él conocemos le retratan como uno de aquellos sujetos, tan frecuentes en su época, en los que se hace difícil la diferenciación entre el loco y el cínico, quedando el ánimo inclinado, las más de las veces, a admitir una prudente mezcla de entrambos componentes. Fue su principal enredo el de autorizar con su firma y su erudición teológica las profecías de un tal Don Francisco Chiriboga, o Chiriboya, que pretendían haber recibido revelaciones de Cristo, en las que auguraba diferentes sucesos políticos y encarecía al Rey la necesidad de que depusiese al Conde-Duque. El Padre Galindo sentenciaba «ser estas cosas posibles y haber Dios, por medios semejantes, muchas veces abierto los ojos a los Reyes». Chiriboga, así confortado por Galindo, fue con su papel a Cuenca, donde estaba Don Felipe, y se lo dio. Era evidente la burda maniobra de los que, detrás de Chiriboga, se servían de la credulidad regia para aniquilar al Valido. Y así lo denunció, con viril protesta, otro jesuita, el Padre Martínez Ripalda, en el documento que elevó al Rey desde Toro, pidiendo justicia para el Conde-Duque desterrado.

La Compañía, por haber hecho el Padre Galindo tales escritos sin permiso de sus superiores, le envió «recluso al Noviciado de Madrid con aprieto y penitencias»; y el visionario o mentecato Chiriboga acabó en la cárcel de la Inquisición, de la que, sin embargo, salió, después de muerto el Conde-Duque; y con todos los pronunciamientos favorables, pues el Padre Sebastián González, autoridad de la Compañía de Jesús, le llama «hombre ejemplar y de vida inculpable»[379]. Claro es que no estamos de acuerdo con este juicio: ni Chiriboga ni Galindo merecen otra cosa que compasivo interés.

Acaso hastiado de estos ataques del audaz Galindo, el Padre Aguado se retiró, y en 1642 vemos, por el testamento del Conde-Duque, que el confesor oficial de éste era, otra vez, Salazar. A poco sobrevino la caída y entra en escena un tercer jesuita, el Padre Martínez Ripalda, al que todos los autores alaban por su aplicación y virtudes. El Padre Mir dice de él que «poseyó inmenso saber teológico».

El Padre Martínez Ripalda

Aparece el nuevo personaje a las puertas del regio Alcázar en el momento en que sale de él, por la vez última, el Conde-Duque. El relato de Guidi, versión «Quevedo», dice que subió al coche que le esperaba en una puerta de servicio «en medio de los Padres de la Compañía, como si fuese al patíbulo»; pero se sabe con certeza que no eran dos, sino uno, Ripalda, y el otro, con traje talar también (y de aquí la confusión), era Don Francisco de Rioja. En una nota al margen de casi todos los ejemplares de las versiones españolas de estos manuscritos se dice, y es posible que fuera cierto, que Martínez Ripalda había sido «solicitado por el Conde para que fuese su confesor en tiempo de su privanza y nunca quiso serlo; y el día que cayó se fue a él y le dijo: "Señor, ya ha llegado la hora de ser yo confesor de V. E."» Cumplió cabalmente su palabra; y le vemos asistiendo, con su compañía y su ministerio, al Privado depuesto hasta que murió; y luego a los suyos, a su hijo Enrique y a la Condesa, de los que fue también confesor en el trance mortal. Acompañó a Olivares primero en Loeches, y luego en Toro, y lo hizo con el celo que luego se verá. Ya he citado el enérgico memorial que dirigió al Monarca pidiéndole justicia y caridad para el ministro caído. Se sospechó también que su pluma hubiera intervenido en la redacción del famoso Nicandro. Fue, sin duda, el más leal amigo del Conde en las horas de la tribulación. Por ello, en el testamento que dio la Condesa viuda, a nombre de su marido, en 3 de noviembre de 1646, decía, al dejarle una reliquia («la sábana o mortaja en que fue envuelto el cuerpo de San Francisco Javier, colocada en un cerco y pedestal de ébano»), que lo hacía «por el amor y gusto con que le había asistido en su retiro».

Estuvo presente en las consultas de los médicos, en el trance final de Olivares, y él le confesó y certificó que conservaba bien su cabeza el enfermo, por lo que pudo dar el poder de testar a su mujer, de donde se originó el largo y famoso pleito que luego será mencionado[380].

Muerto Olivares, siguió Ripalda muy afecto a la devota viuda, de la que fue también confesor, y como tal le menciona en su testamento. Visitaban a la Condesa, en su retiro de Loeches, otros jesuitas, como el Padre Pimentel[381]; pero fue el Padre Juan Ripalda el director espiritual, tal vez, al principio no muy bien visto de los Poderes públicos, como cuantos rodeaban al que fue poderoso ministro, por lo que intentaron alejarle de Madrid[382]. Pero, al fin, quedó; e iba y venía desde la Corte al lugar vecino a asistir a la Condesa, o llamado con apuro, cuando tuvo el hijo bastardo, Don Enrique Felípez de Guzmán, Marqués de Mairena, allí también retirado, los flujos de sangre que le llevaron prematuramente al sepulcro[383]. La Condesa, en sus últimos días, se trasladó a Madrid, y allí tuvo a su lado, hasta que murió, al jesuita, que aparece como su testamentario y hombre de confianza en las últimas disposiciones de la noble señora[384]. Le dejaba ésta 500 volúmenes de la biblioteca de su marido en usufructo; más algunos consejos para el reparto de la librería. Y no se podrá decir que fue interesada la larga asistencia del confesor de las horas tristes, pues aparte de los libros y de la reliquia antes mencionada, encarga en este testamento que «se le den seis reales cada día, por todos los de su vida, donde quiera que estuviese».

La polémica del Padre Poza

Los jesuitas aprovecharon, naturalmente, la influencia de estos confesores con el Conde-Duque y, a través suyo, con el Rey; pero más que para hacer política general, para defender los intereses de la Compañía. Buen ejemplo de ello es el asunto del Padre Juan Bautista Poza, autor del Elucidarium Dei parae, en el que explicaba a su modo el misterio de la Concepción. El libro fue condenado por la Inquisición romana; pero la española no pudo hacerlo «por la influencia del Conde-Duque, cuyo confesor era jesuita» (probablemente el Padre Salazar en este año de 1632). «Quiso el Papa Urbano VIII declarar hereje al Padre Poza; pero hubo de abstenerse por respeto a la Corte de Madrid, cuyo primer ministro era decidido protector de la Compañía; y se contentó con mandar fuera destituido de la cátedra, privado de enseñar, escribir y predicar y relegado a un colegio sito en algunas de las poblaciones menores de Castilla.» Según Don Nicolás Antonio[385], murió en Cuenca, donde fue el destierro.

Esta amistad y protección de Olivares con el Padre Poza le valió, entre la lluvia de acusaciones con que le atosigaron a su caída, la de hereje, pues el vulgo decía que Poza era nada menos que mahometano; que, como entonces se decía, profesaba la doctrina «del Alcorán». En el libelo Delitos y hechicerías, que circuló mucho por entonces y después, se lee esta sarta de disparates: «Confirmase también la licencia [que daba a Don Gaspar] para leer el Alcorán, con la proposición que predicó en la capilla real el año 1632, por Pascua del Espíritu Santo, el Padre Juan Bautista Poza, su gran Valido, en que dijo: que el mentir alguna vez, antiguamente era afrenta; pero, gracias a Dios, desde que vino el Espíritu Santo, el mentir mucho se tolera; y ya, gracias a Dios, se toleran los adulterios; y ya, gracias a Dios, se lee el Alcorán. De la cual proposición denunció en el Santo Oficio el Doctor Juan Espino e hizo averiguación el Doctor Bellón, comisario de esta corte; y se disculpó [Poza] con decir que hablaba irónicamente»[386]. Añade el documento, para dar más color herético a la escena, que el Conde-Duque envió a que oyese el sermón «un bufón vestido de turco».

Nada como estas líneas puede dar idea de la pasión que encendió en sus enemigos la política del Valido, y también de la sandez del pueblo; a la verdad, no muy corregido desde entonces, pues ahora le vemos digerir sin esfuerzo absurdos casi comparables a los del bufón vestido de turco.

En este pleito terciaron dos escritores, Don Francisco Roales (y no Rosales, como dice Barrera), capellán del Rey y maestro del Infante-Cardenal Don Fernando, y Don Antonio Espino, expulso de los carmelitas. Los dos atacaron a Poza y a la Compañía de Jesús en un folleto en latín, aparecido en Milán en 1633, que se achacaba a Roales, y en unos pliegos de delación que suscribió Espino, en romance, bajo el título de Singulares admoniciones. Fue grande la alarma en la Compañía, como se deduce en las cartas del Padre Sebastián González, y de otros, que continuamente daban noticias del pleito a sus superiores[387]. Por consejo del Padre Salazar, confesor del Conde-Duque, acordaron hablar a éste y al propio Soberano. Fueron, pues, en comisión a ver al Rey, que les prometió intervenir hasta que «la Compañía quedase satisfecha»; y desde la cámara real pasaron a hablar al Valido, que, eruditamente, cotejó el libro de Espino con el de un famoso hereje, del cual había tomado sus doctrinas. Calificó el agravio a los jesuitas de «bellaquería desmedida», pronunciando uno de sus famosos discursos que «dicen los que le oyeron fue maravilloso», tratando dos puntos: uno, el relieve que daban a la Compañía las persecuciones, y otro, la estima que sentía hacia ella por no haberse relajado como otras Órdenes religiosas. Don Diego Mejía, el Marqués de Leganés, que estaba presente, declaró que era el mejor discurso que el Conde pronunciara en su vida.

Los jesuitas se mostraban muy contentos del Rey y de su Valido: «Realmente —dice uno de ellos— han andado finísimos en esta ocasión para la Compañía»[388]; pero la Inquisición estaba, más o menos embozadamente, en contra de ésta, y procuró eludir el castigo de los antijesuitas, llegando a esconder a un fraile dominico, el padre Cañamero, que había difundido los documentos contra los Padres. Triunfaron, sin embargo, éstos. He aquí la alegría con que uno de ellos, el padre Hurtado de la Puente, daba cuenta al Padre visitador de la prisión de Espino, que se efectuó en febrero del 1634: «El Doctor Espino, apóstata tres veces del Carmelo descalzo y descalabrador de un prior y expulso por estas y otras niñerías, enemigo mortal de la Compañía, autor a lo que se dice de dichas Constituciones en romance, está preso en Toledo, muy contra su pensamiento y voluntad; exparit et ibat perplexus et meditabundus en un carro, a casa de un familiar, con orden de que nadie le comunique y vaya con guarda a la Inquisición, via recta. Esperase que luego que llegue le zamparán dentro.» Le zamparon, en efecto, en Toledo, «pero en la cárcel de los familiares, que no es tan terrible como la secreta»; la Inquisición hacía lo que podía por él. Una noticia del Padre Sebastián González, de 1639, nos dice que Espino pasó por Madrid, desde Toledo a Zaragoza, destinado a cárcel perpetua, sin recado de escribir y sin más libros que el Breviario y la Biblia. «Así —dice— aprenderá a moderarse en su modo de hablar.» Una nota al margen que figura en la mayoría de los ejemplares del papel titulado La cueva de Meliso, dice que murió en Granada, «probablemente —era la hipótesis universal en aquel tiempo— de veneno»[389].

A Roales no pudieron cogerle, pues estaba en Roma, adonde había ido huyendo de la Inquisición y para atacar más libremente al Padre Poza. Pero el día de San Pedro de 1634 se hizo una solemne quema de su libro, en Madrid, en una gran hoguera, en la plaza de la Villa. En las cartas citadas hay dos descripciones detalladas y jubilosas del auto de fe. Una de ellas dice que los papeles del maestro Roales iban, sobre una acémila, en un arca (arca que construyó el hermano Andrés, pintándola «sus llamas y todo el aparato» oportuno), por lo que la multitud que acudió al espectáculo creyó que contendría los huesos de algún judío, y gritaba: «¡Mueran los perros! ¡Al fuego los judíos! ¡Crujan los huesos de los pérfidos! ¡Viva la fe de Jesucristo!» y otros dichos semejantes. La Compañía quedó satisfecha con este castigo, y el Conde-Duque, que, en honor de aquélla había organizado la fiesta, dijo a los Padres que fueron a darle las gracias: «Ahora estarán contentos los Padres»[390].

La nota de La cueva de Meliso, antes citada, dice que Roales murió loco en Madrid, y por de contado «no sin sospecha de veneno». No tiene la fuente crédito alguno, pero puede admitirse lo de loco, porque pobres locos eran, en efecto, la mayoría de los que entonces pasaron y murieron por heterodoxos o herejes.

La lectura detallada de este proceso, como de otros análogos, produce impresión desfavorable para todos los que intervinieron en él. Pero no permite dudar sobre cuál era la actitud del Conde-Duque respecto a la Compañía de Jesús: actitud de tan incondicional adhesión que suscitó la ira, sorda al principio y después ruidosa, de gran parte del clero regular, de otras Órdenes religiosas y de la misma Inquisición, que estaba frente a los jesuitas. Algunos de los libelos que le acometieron en su desgracia le echaban en cara, duramente, esta amistad incondicional de la Orden ignaciana[391]. Y para mí es evidente que el jesuitismo de Olivares ha influido mucho en la mala reputación que de él se hizo en el siglo XVIII, siglo antijesuitico, que pobló los archivos particulares y públicos de copias históricas, muchas veces modificadas o anotadas con intención política manifiesta. Basta leer a Macanaz para darse cuenta de la exactitud de lo que digo.

Olivares, los jesuitas y los toros

Sin embargo, la sumisión de Olivares a los jesuitas no le impedía mostrarse, a veces, airado con algunos de ellos, e incluso con sus mismos superiores, como ocurrió en un curioso incidente que vale la pena referir. En las célebres fiestas de Madrid en 1635 hubo grandes corridas de toros; y habiendo llegado a la corte cuatro jesuitas extranjeros, Don Gaspar, que gustaba y se enorgullecía de mostrar estas fiesta a los extraños, pidió permiso al Nuncio e hizo que los Padres asistieran a los toros desde un aposento cerrado y a través de una ventana con celosía. Allí mismo comieron, para que nadie los viera entrar; y parece que lo pasaron muy bien. Pero el rector del colegio de Madrid se enojó mucho, y se lo hizo saber al Conde-Duque, el cual le contestó con una carta dura. «Si supiera —le decía en ella— que los demás de la Compañía obraban de la misma manera [que el rector], perdería toda la afición y estimación que tengo de su santa religión.» Le advierte luego que ha pedido al Padre general que le reprenda, por antipatriota, pues su actitud parece indicar que no quiere «que vea nadie las acciones hermosas de los españoles». Así llama a las corridas de toros este que fue uno de sus primeros más eminentes entusiastas[392].

Dice el Padre Mir que cuando cayó el Conde-Duque, los jesuitas que le habían apoyado en el Poder le denigraron, «y no hubo mal que no dijesen de él» y que de ello «hay pruebas copiosísimas en las Cartas de jesuitas publicadas en el Memorial histórico». La verdad es que la lectura atenta de estas Cartas no produce esa impresión. Salvo alguna burla de mal gusto en el relato del ocaso del Valido, la información de los Padres a sus superiores está, tal vez por recomendación de éstos, casi desprovista de comentarios. Denotan serenidad y buenas fuentes, lo que les da un valor a veces decisivo en medio del atolondramiento con que entonces se escribía y se creía todo. También denotan, hay que decirlo, en general, mediocre mentalidad. Las Cartas mejores son las del Padre Sebastián González, agudo, exacto en la información, poco apasionado, aunque en ocasiones demasiado agrio; sin duda alguna según fluctuaban las molestias digestivas que le hacían sufrir. Pero todas —las del Padre González y las demás— son documentos inapreciables para el conocimiento íntimo de la época.