La actividad
LA personalidad íntima del Conde-Duque estaba formada, al lado de los impulsos y defectos elementales y de las cualidades del espíritu que han sido estudiados ya, por un fondo de virtudes insignes, que vamos a considerar ahora. En la primera, el ingente volumen, la increíble capacidad, ciclópea, para el trabajo.
Un ingenuo, pero exacto historiador de la época de que hablo, decía: «El ocio torpe en que vivimos, siempre fatal a las naciones, había llenado de esta plaga de maldicientes la sinceridad de nuestros pueblos»[336]. Luego veremos hasta qué grado llegó, en efecto, la pereza nacional por estas décadas. Ahora lo recuerdo para explicar uno de los motivos del éxito social y político del Conde-Duque de Olivares; y, a la vez, uno de los motivos de la animadversión que suscitó en su ambiente. Fue, en efecto, hombre de portentosa actividad, casi inaccesible a la fatiga física; cualidad, por cierto, común a casi todos los dictadores. Por ello sobresalió y se afirmó fácilmente, rodeado como estaba de gentes perezosas hasta los límites de lo anormal. Mas por ello también excitó con tanto ímpetu la iracundia de gran parte de sus coetáneos: que nada irrita al vago como el espectáculo del hombre que, no por mandato de otros, sino por propia imposición de su carácter, no tiene tiempo de vagar.
Esta energía para el trabajo, continua, ciclópea, y no por accesos que luego van seguidos de laxitud, es propia de los temperamentos robustos y periódicos, como el del Conde-Duque. Parece paradójico que las profundas alternativas en el humor de tales caracteres no vayan acompañadas de las mismas altas y bajas en la actividad, por lo menos en la actividad rutinaria, en la de las obligaciones de cada día. Pero así es, y muchas veces lo he podido observar. El hombre pícnico, según mi experiencia, en cuanto se disciplina deja a salvo de las oscilaciones de su espíritu sus deberes, y los cumple siempre hasta cuando está deprimido; tal vez entonces, con menos brillantez, tal vez con un fondo recatado de profunda desesperanza; pero en la apariencia con la misma tensión que cuando atraviesa las fases de exaltación. No tiene este pícnico disciplinado que buscar, como el asténico, temporadas de descanso después de un período de enérgica labor. Está siempre a punto para cumplir sus deberes; los suyos y los que él inventa. Así era el ministro de Felipe IV; y así, hasta en las horas de su mayor hundimiento moral. Hasta cuando murió su hija —la gran tragedia de su vida— «no dejó un solo día sin despachar su obligación». Céspedes nos habla de su «asistencia infatigable en los Consejos, en las juntas, despachos, consultas, provisiones: que todo pasaba por su mano sin confiarlo a la ajena»; y Mocénigo añadió: «No conoce los límites de la fatiga; por trabajar ha renunciado a todos los placeres, y sólo por acompañar al Rey sale de casa alguna vez»[337]. Con frase casi idéntica se expresan varios de los otros testigos de su tiempo.
En sus contemporáneos, amigos o enemigos, se advierte idéntico pasmo ante la laboriosidad del Conde-Duque. A las cinco de la mañana se levantaba y recibía a su confesor[338] y, a la luz de la bujía en invierno, o a la del alba en verano, comenzaba sus audiencias. Puede uno imaginarse cuando hoy, tres siglos después, vemos aún que la vida oficial de España no empieza hasta cerca del mediodía, el asombro que causaría entonces este gran madrugador, que sólo por serlo en tal grado aventajaba a los demás españoles. Años después, el Duque de Híjar, en los versos escritos en su cárcel de León, describía así el espectáculo:
Veíanse por las calles
trémulas luces a trechos
y parecía que andaba
por la tierra el firmamento.
Todas las lucientes líneas
corrían a un mismo puesto
porque en la circunferencia
de Palacio estaba el centro.
Y en nota al margen añade: «Daba audiencia a las tres o cuatro de la mañana.» Preparaba luego, con cuatro secretarios, las consultas que había de enviar o le habían devuelto el Rey y los Consejos. Luego veía a las personas que ya había recibido el Monarca, que a veces pasaban de ciento[339]. Comía rápidamente, y a las tres volvía a los negocios, recibiendo y despachando a los ministros; tenía nuevas audiencias, asistía a las Juntas —«presidiendo en todos los Consejos y en inmensas Juntas», dice Novoa— y al final del día despachaba otra vez con los secretarios. Así le daban las once y a veces más. No hay que decir que en todas estas reuniones era el Conde-Duque el que daba la solución de los problemas, y los demás consejeros se limitaban a «estar conformes»[340].
Algunos días salía al campo y entonces llevaba en su carroza una mesilla y las carpetas para escribir o dictar a los secretarios, que le seguían en un coche de respeto, y a los que llamaba conforme meditaba y resolvía los asuntos. De esta forma, en la carroza, tenía también Consejos con sus ministros y daba audiencia a los embajadores. Apunta Roca que fue este continuado trabajo «tan terrible y penetrante», que causó la muerte de cuatro de sus secretarios «por seguir su paso»; y otros dos, gravemente enfermos, se tuvieron que ir a descansar.
A esta tarea absorbente del Gobierno se unía la asistencia personal del Monarca, que no dejaba de llevarle tiempo, pues a diario lo veía tres veces al comienzo de su privanza: una antes de que se levantase (él mismo le abría las ventanas), para darle cuenta de lo que debía hacer durante la jornada; la segunda, después de comer, charlando entonces de los cuentos y banalidades de la Corte; y, finalmente, cuando iba a acostarse, haciéndole un resumen del día y pidiéndole órdenes para el siguiente. Luego disminuyó esta asiduidad, y de ordinario sólo hablaba con Don Felipe una vez al día y por poco tiempo[341].
Ésta era la faena habitual. Para poder cumplirla, cuando las circunstancias eran extraordinarias, y esto ocurría casi a diario, tenía que buscar el tiempo donde lo hubiese, verdadero «trapero del tiempo», como tiene que serlo todo gran trabajador; y así nos cuenta Roca «que desde la cámara al aposento del despacho, y desde éste al coche, en pie, en el paseo, en rincones y escaleras secretas, con palabras breves y como de barato, oía y despachaba a infinita gente»; un segundo le bastaba, porque «su atención era tan grande como su memoria». Otras veces le vemos en El Pardo «dando audiencia en aquel pradillo enrejado que hace frente a la casa», en pleno aire libre, mientras el Rey cazaba[342]. Fue, pues, ante todo, un gran «papelista»[343].
Su voracidad de actuar le llevaba a emplearse en otras ocupaciones de menor trascendencia; y ponía en ellas el mismo ímpetu y fervor que en las más importantes. Cuando se trataba de fiestas, y las había en aquel Madrid un día sí y otro no, el Conde-Duque era el primero en aparecer al lado del Monarca, a caballo, en las pistas. Nos admira leer cómo caracoleaba y galopaba en público, cuando estaba ya, seguramente, reumático, gordo y acabadísimo de salud. En efecto, hacia 1635 su exhibición pública empezaba a ser un tanto grotesca. El Padre Quesada refiere que en las fiestas que se organizaron cuando nació la Infanta María Antonia (muerta a poco) «hubo tres noches iluminaciones y carreras delante de Palacio. El Conde-Duque y el Almirante corrieron parejas, y como son pesados, la gente les daba voces que picasen»[344]. Es decir, que se rieron de ellos.
La misma actividad mostraba en las cacerías, a las que asistía de jinete, como le vemos en los lienzos de Velázquez y de Mazo, aunque otras veces iba en carroza y aprovechaba el tiempo, como acabamos de ver, para redactar sus despachos o para intrigar, mientras se divertían los demás. Tenía ya cincuenta y un años en 1638 y le vemos asistir a una montería en El Pardo, famosa por la fiereza de la caza —uno de los jabalíes estuvo a punto de malherir al Marqués del Carpió— y en ella se lució Don Gaspar, quebrando cuatro o cinco horquillas como en sus buenos tiempos[345]. Su prestigio de cazador le valió la dedicatoria del famoso libro de Juan Mateos[346].
Si las fiestas eran cortesanas, el Valido desplegaba la misma portentosa actividad. Los detalles más nimios de la preparación y ensayos pasaban por su mano. En una carta del embajador inglés Aston leemos que en los festejos del Buen Retiro, en 1636, se inauguraron «curiosos jardines y nuevos juegos de agua, debidos a la imaginación de Olivares». Fue el festejo —dice el inglés— él más original y brillante que jamás he presenciado», con tres escenarios, cada cual iluminado del modo más ingenioso y nuevo; todo debido a la inventiva del Conde-Duque[347].
Dio también prueba muy típica de su actividad y genio organizador cuando la imprevista y sensacional llegada a Madrid del Príncipe de Gales, en 1623. El primer ministro estuvo todo el día yendo y viniendo, en las visitas oficiales al viajero, al Rey y a los embajadores. Se retiró muy tarde. Y a la mañana siguiente, a las ocho, cuando acudieron los ministros, convocados a una gran Junta para tratar de la estancia de Don Carlos en España, Olivares tenía ya escrito por su mano todo lo relativo al hospedaje del Príncipe, a sus criados y a las largas y complicadas fiestas que se habían de celebrar en su honor[348].
En 1640 ocurrió el famoso incendio en el palacio del Buen Retiro. Hubo, con motivo del siniestro, un espanto un tanto vergonzoso en los señores que formaban la servidumbre real. Nadie se ocupaba más que de su propia seguridad, sin reparar en las damas y en la Reina, que, sorprendidas por las llamas en pleno sueño, huían en camisa por los corredores; y olvidándose también de poner a salvo los infinitos objetos de valor que llenaban las salas de la flamante mansión real. Las pérdidas fueron grandes y las desgracias personales, un hombre muerto, otro con un brazo roto y un fraile capuchino y un alcalde, descalabrados. El que salvó la situación fue el Conde-Duque, que estaba levantado antes que todos y «asistió todo el día, sin comer, al fuego, dando órdenes de lo que se debía de hacer, asistiéndole todos los señores y recogiendo toda la ropa con sus manos y al hombro… Jamás se vio entereza y sosiego como los que mostró»[349].
Pero éstos eran juegos de paz. Cuando sobrevenían los momentos graves para el país, que se fueron sucediendo cada vez más próximos, a medida que avanzaba el reinado, la actividad del Conde-Duque se multiplicaba de modo prodigioso. Asistía a las Juntas «mañana y tarde y hablaba en todas»; y con esfuerzos inverosímiles creaba ejércitos de la nada, buscando el dinero donde estuviera más escondido, removiendo la pasividad malintencionada de los Grandes y exprimiendo con rigurosas levas la población rural, casi exhausta de hombres utilizables para las armas. Las cartas de su última época, sobre todo las que escribía al Cardenal-Infante, dan esta impresión, casi angustiosa, de lucha titánica contra el mundo que se le venía encima, y le aplastaba. Con su expresión clarísima, a veces popular, casi grosera, exclamaba: «Quedo reventado de ocupación»; «cierto, Señor, sin encarecimiento, aseguro a V. A. que no me es ya posible con el trabajo, según me hallo ya acabado de salud y de aliento, pues lo que se ha trabajado es de manera que verdaderamente no hay fuerzas que lo puedan resistir»; «no puede V. A. creer lo que esos dos meses se ha trabajado. Hoy estoy rendido de mi cabeza»[350]. Y así muchas frases más, en las que el cíclope herido se queja, mientras sigue, con sus últimas fuerzas, sosteniendo el mundo sobre las espaldas. Ni sus más encarnizados enemigos pudieron negar el ímpetu organizador del ministro en los momentos de angustia nacional; y ya se ha dicho que no sólo ponía en ello su esfuerzo incansable, sino su propio dinero. Así se crearon, como por puro milagro, cuando ya España no podía más, los ejércitos que lucharon con los franceses el año 1638 y todos los que hubo que levantar para hacer frente, como Dios quiso, a las guerras de Cataluña y Portugal.
Gran burócrata, gran «papelista», la mayor parte de sus veintidós años de privanza los consumió en su bufete, «aquel bufete de Madrid», famoso en todo el mundo, de que hablaba Meló. Apenas viajaba como no fuera en las jornadas reales, muy distanciadas, o en las breves excursiones para cazar o para ir a visitar su dominio de Loeches; y aun esas horas de tumbos por los caminos polvorientos de Castilla las empleaba en trabajar. En un documento al Duque de Medina-Sidonia le dice: «Le enviaré una copia de la carta que escribí a V. E. ayer por el camino de Loeches»[351]. La faena terrible no era ya para él ni siquiera fruición, sino vicio. Su vida estaba entre sus carpetas, llenas de papeles, entre los secretarios fatigados de seguirle y entre la nube de problemas que le angustiaban, pero que, a la vez, servían de pasto a su hambre insaciable de disponer y de mandar.
Este enorme e inalterable dinamismo eficaz, animador de todos, típicamente dictatorial, era la base para haber sido un gran político si el genio le hubiera acompañado. Pero le faltó la mirada de águila, necesaria para ver desde arriba la inmensidad de los problemas españoles y su porvenir. Sin embargo, si se pesan sus cualidades positivas, sobre todo su ímpetu ciclópeo para trabajar; y si estas cualidades se comparan con las de los políticos de su tiempo, vacuos y laxos, como Lerma, el que le antecedió, o como el que le siguió en el mando, Don Luis de Haro, entonces se comprende bien por qué fue tan largo y tan absoluto su poder, sin necesidad de recurrir a explicaciones pasionales. Ya lo sabía él; ya sabía que el ansia generosa de trabajo fue su virtud indiscutible; y por eso le decía al Cardenal-Infante en una de aquellas cartas que parecen confesiones: «Cierto, Señor, que mi voluntad ha sido tal, que yo aceptaría que por ella juzgara Dios mis culpas y mi vida»[352].
Generosidad
Ahora quiero comentar otras virtudes más íntimas de Olivares: su caridad, su entereza en los momentos adversos, su austeridad sexual; su profunda, aunque a veces errada, religiosidad, en fin.
Acabamos de hablar de la largueza del Conde-Duque en acudir a las necesidades nacionales, contrastado con la tacañería, que fue una de las notas oscuras de la aristocracia de su tiempo. Igual generosidad tuvo en su vida privada, en la que también derramó sus caudales con la liberalidad delirante que demuestra su testamento. Revela éste tal prodigalidad, que, sin temor a errar, puede considerarse como vesánica. No se conoce a Don Gaspar, sin duda, hasta después de haber leído y meditado dicho testamento; y me parece, por ello, inexcusable hacer aquí un resumen de los donativos y fundaciones que ordenaba en él, mediante arbitrísticas combinaciones de su capital; ¡y esto en el mismo documento que tenía que comenzar rogando al Rey que le pagase las deudas! Sus donativos testamentarios son nada menos que los siguientes:
«1.500 ducados de renta perpetua para casar cinco huérfanas de los criados del sumiller de corps y 10 huérfanas de los criados del caballerizo mayor.
»12.000 ducados de renta para las monjas de Loeches.
»150.000 ducados de renta para la fundación y sostenimiento del convento de Castilleja.
«Aguinaldo perpetuo, en Navidad, de 40 ducados al presidente del Consejo de Castilla y 20 a cada uno de los consejeros.
»500 ducados anuales a un consejero de Castilla, 300 ducados a un consejero de Hacienda y 200 a cada uno de los dos eclesiásticos que administraran su hacienda.
»Una renta perpetua de 50.000 ducados, con la que, multiplicada a través de los años se propone fundar:
»Un Monte de Piedad en Sanlúcar "para socorros y necesidades de tan corta ciudad".
»Un Monte de Piedad en Salamanca para estudiantes pobres.
»Un Colegio Mayor en Salamanca.
»Un Monte de Piedad en Tomares para casamiento de huérfanas pobres.
»Un Monte de Piedad en Loeches para los vecinos pobres.
»Un Monte de Piedad en Sevilla para poblar lugares despoblados.
»Un Monte de Piedad en Córdoba y otro en Granada para la fundación y dotación de 62 encomiendas: tres de 1.000 ducados de renta; nueve, de 500 ducados; nueve, de 400; veintiuna, de 300, y veintiuna de 200. Todas de renta perpetúa.
»100.000 ducados de renta para reedificar y poblar las Algeciras; y hecho esto, para sostener una escuadra de galeones que guarden el Estrecho de Gibraltar. Las presas que haga esta escuadra se emplearán en redimir cautivos.
«Fundación en Madrid de un alojamiento para 50 soldados viejos, dándoles para vivir un mes, mientras despachan sus pretensiones.
«Fundación y dotación de tres albergues de peregrinos, uno en Jerusalén, otro en Loreto y otro en Santiago, cada uno con 33 camas, utilizables durante tres noches y dos días, salvo el de Jerusalén, donde los peregrinos podrán parar treinta días. Se les dará a todos limosna.
«Fundación de dos hospitales, uno en Madrid y otro en Sevilla, cada uno para 24 soldados viejos.»
Y sobre todo esto, las mandas y regalos a sus amigos, empezando por la familia real y acabando por sus ayudas de cámara y criados.
Serias dudas producen en nuestro ánimo éstos y otros términos del importante documento, respecto de la normalidad de los resortes del espíritu del Conde-Duque en el año 1642, en lo que lo redactó. Pero encarecen, a la vez, sin atenuación, el caudal de sus generosos sentimientos[353].
Entereza
La entereza de su carácter ha sido ya señalada. La típica disociación de la personalidad privada y de la pública le permitía aparecer como el animador de todos, incluso cuando su espíritu, por dentro, se derrumbaba. Quevedo, en una de sus cartas, ya recordada, decía: «el desvelo del Conde-Duque nos quita a todos el miedo». Pero, sobre todo, se echó de ver su temple magnánimo en el trance de su caída, que luego será descrito, y en los días finales, en Toro, en los que, según describía Ulloa, el Conde-Duque «excedió los límites de la humanidad disimulando no sólo las quejas de la fatiga, sino también el ruido del dolor»; «ausente del resplandor que le daba la emoción de su puesto —añade— a la sombra que le hacen sus émulos, parece mejor». Es evidente en esta conducta de los últimos días del ministro exiliado el designio de imitar a los grandes modelos clásicos; como vemos también, en análogo trance, en Napoleón. Entereza, pues, un tanto teatral, pero no por ello menos meritoria.
Austeridad sexual
Fue Olivares, en contraste con la relajación de las costumbres del ambiente en que vivió, hombre de recta vida sexual, así que pasaron los años juveniles, ya referidos, en los que hizo lo que los demás. Pero pronto abandonó el camino donjuanesco; y sabemos que fue la muerte de su hija la ocasión de su crisis de austeridad, que duró, a partir de esta fecha, tanto como su vida. Son, pues, completamente gratuitas, cuantas suposiciones de liviandad se le siguen haciendo desde este año de dolor. Tenía el Conde treinta y nueve años, es decir, una edad en que su virtud no puede achacarse, como en tantos otros pecadores arrepentidos, a la feliz coincidencia de la contrición con la imposibilidad física para seguir pecando. Pero aparte el trágico motivo de su arrepentimiento, estaba él, por herencia, poco dispuesto a la vida licenciosa. Su padre y abuelo fueron modelos de virtud conyugal; y esto se transmite a los descendientes lo mismo que la longevidad o el color de los ojos. Además, en Don Gaspar, la sangre de los Guzmanes se reforzó, en este sentido, con la de las dos mujeres, la abuela y la madre, dechados de rigurosa virtud. Y, finalmente, hubo de influir en la vida del Valido el ejemplo de su mujer, quizá no amada al principio, pero que pronto se hizo dueña del hogar y del respeto de su cónyuge a fuerza de talento y de rectitud.
Lo cierto es que, a partir del triste año de 1626, su vida sexual es impecable y sólo la iracundia de algunos de los que cobardemente le atacaron después de su caída pudieron extender a este aspecto de la actividad del Valido sus calumnias. En el testamento burlesco del Conde-Duque, que corrió atribuido a Quevedo, deja, por ejemplo, un legado «a las infinitas doncellas que desdoncellé», y otro, «a las casadas, porque no tuve gusto más grande que hacer Cornelios-Tácitos aun a aquellos de más cascabeles y perendengues al pecho»[354]. Todo ello es pura falsedad.
Luego describiremos sus extremos de amor a Doña Inés, su esposa, y la ejemplaridad de sus afectos paternales. Del amor con que miraba a los niños da cuenta la carta llena de emoción en la que habla de la muerte de una de las hijas pequeñas de los Reyes, con palabras de tan honda ternura que no se podrían fingir[355].
Sabemos también que la leyenda de que sirvió de tercero en los amoríos de Felipe IV está rectificada. El dolorido ministro, desde que su hija murió, era, en su vida privada, casi un monje. Las locuras juveniles se tornaron en remordimientos para él. Roca nos cuenta que una amiga a la que cortejó el Conde, antes de su privanza, le pidió audiencia por un confidente; y era en esta época madura de la vida, próximo ya el fin de las posibles energías, en que el hombre más virtuoso está como nunca sensibilizado para las antiguas tentaciones. Don Gaspar no quiso recibir a la belleza otoñal. Otra de estas mujeres, antigua amante quizá del ministro, creyó que aún duraría la confianza que les unió en otros tiempos y le esperó audazmente en la puerta del parque que utilizaba Olivares para tomar su coche, entregándole un memorial «con desahogo y tratamiento que en otro tiempo debieron tener mérito». El severo Conde hizo que no la conocía, la suplicó que enviase su petición directamente al Consejo; y le anunció que no volvería a salir más por aquella puerta[356].
Los libelos de la época dicen que una de las máximas del Conde-Duque era ésta, muy napoleónica: «Las monjas se han de estimar sólo para rezar, y las mujeres son propias únicamente para parir.» No es nada extraña esta sentencia, salvo la rudeza de la forma, a la moral española, aun la de nuestro siglo; y, desde luego, es muy propia del sentido repoblador del mundo, típico de los dictadores, antiguos y modernos, ligado con su inevitable espíritu imperialista. Por eso, a pesar de su dudoso origen, no estimo inverosímil que la pronunciase Olivares, que, además, tenía la obsesión de los hijos y de la descendencia. En todo caso, si habló con tanta dureza de las mujeres, éstas le pagaron con creces la enemistad, pues fueron sus peores enemigos y contribuyeron no poco a su caída y destierro. Y entre ellas una monja, Sor María de Agreda, que no debía estar descontenta del aforismo de Don Gaspar.
Devoción y fanatismo
Se enlaza con todo esto la religiosidad y devoción del Valido, que fue profundísima, y heredada también, pues no en vano en la genealogía oficial de los Guzmanes, de Martínez Calderón, hay un artículo eufórico que se titula: «Treinta y seis santos progenitores de Don Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Olivares».
Aunque con ribetes de tolerancia liberal en lo que se refería al pensamiento, sobre todo en sus aspectos literarios, resabio sin duda de la influencia italiana en su juventud, era el Valido de Felipe IV, en las cuestiones de dogma relacionadas con la vida política, de una intransigencia muy española. Ya se ha recordado su primer manifiesto político, en el que alza la bandera de la guerra a la herejía, con un ímpetu digno de Felipe II. Y con exageración, que el propio Rey Prudente no hubiera compartido, deshizo, por puras consideraciones teológicas, yendo más allá que el mismo Papa, el proyecto de boda de la hermana de Felipe IV con el Príncipe de Gales, el romántico viajero que hemos visto festejado y burlado en Madrid en 1623. Es sumamente significativa de esta actitud del Conde-Duque una conversación entre él y el embajador Hopton, que pinta, además, deliciosamente, cuanto hay de típico y de irreconciliable entre un protestante inglés y un católico español. Refiere Hopton que, en medio de una grave entrevista diplomática entre él y Olivares, sonó el Angelus, que el ministro español rezó con fervor, y, tomando pie de la oración, se puso a examinar de Teología al inglés. Éste intentaba en vano demostrar que las diferencias entre ambas religiones no eran esenciales. Por ejemplo, decía, el bautismo es, en una y otra, casi idéntico. Pero Olivares le replicó que él no admitiría jamás como bautizados a los que reciben este sacramento de un ministro civil. «Yo no podía comprender —añade Hopton— que la posibilidad de salvación fuera distinta si era un cura o un ministro el bautizante.» Hablaron también de la Sagrada Cena y de la Confesión, acerca de la cual reconoció el Valido que tal como la practicaban los católicos no tenía seriedad alguna. Y, por fin, era inevitable que el inglés y el ibero discutieran y no se pusieran de acuerdo acerca del divorcio. Hopton declara que encontró a Olivares «nada ignorante» sobre los «puntos esenciales» del protestantismo[357].
La religiosidad del Conde-Duque se acentuó considerablemente al morir su hija. Parte esencial de la crisis que sufrió, y que tantas veces he citado, fue un verdadero acceso de misticismo. «Se abrazó —dice Roca— en Dios, con gran presencia de sacramentos y ejercicios espirituales, siempre que le daban tregua los negocios públicos»[358]. Añade este autor las diferentes versiones que corrieron ante esta actitud del desventurado padre, todas ellas reveladoras de la malicia, de la sandez y de la falta de caridad de los murmuradores, por lo que no vale la pena de recogerlas aquí[359]. Que la causa era un dolor sincero y hondísimo, que se unió al miedo de ver a su Casa sin sucesión, y que se multiplicó, en aparato y extremos, por su especial temperamento, tan propenso a los delirios de grandeza como a los de desesperación, no podemos dudarlo; sobre ello se ha hablado ya y volveremos más adelante. Lo cierto es que cayó en extremos de devoción: confesaba y comulgaba, en efecto, a diario, y se retiraba a orar y meditar en cuanto podía, y de ahí surgió la leyenda que recoge Córner, y ya hemos mencionado, de que se acostaba en un féretro, entre cirios, invención de gran escenografía que surge a cada paso en la fantasía española de aquellos siglos, tan propicia al culto de la muerte. En estos actos de piedad asoman también de continua su tendencia delirante y sus pujos de emulación real: tal se infiere de sus fundaciones, verdaderamente regias, y ante todo de la de Loeches, de transparente imitación palatina. Para sus retiros utilizaba el Cuarto Real de los Jerónimos, y eran de imponente solemnidad —más aún que cuando era el Rey el recogido— con sermón diario a cargo de los más famosos oradores y muchedumbre de curiosos. Alguno de estos ejercicios espirituales, como el de la Semana Santa de 1637, fue turbado por la audacia de los predicadores, que aprovecharon la impunidad del púlpito para hablar mal del Gobierno y de los impuestos nuevos, con gran algazara de los oyentes populares[360].
Era el Valido muy devoto, como buen español, de las imágenes y advocaciones de santos y de la Virgen, sobre todo de la de Guadalupe, a la que envió por su capellán, quizá la que más apreció en toda su vida, entre el diluvio de mercedes que le otorgaron, la famosa copa de oro que anualmente le concedió el Rey con motivo de la victoria de Fuenterrabía, la primera vez que le fue solemnemente entregada[361]. Las noticias agradables de los ejércitos provocaban en el ministro grandes actos de devoción a los cultos de su preferencia; y así leemos que cuando el socorro de Tarragona por el Marqués de Villafranca, Olivares, aunque la nueva llegó tarde, fue «a visitar las milagrosas imágenes de N. S. de Montserrat, Atocha, Almudena, Buen Suceso y parroquia de Santiago, de suerte que vino a acostarse a las tres». Un mes después, con ocasión de otras victorias, en Cataluña, «salió el señor Conde-Duque, y luego la señora Condesa de Olivares, a dar gracias a todos los santuarios e imágenes de devoción, dentro y fuera de Madrid»[362]. Teniendo en cuenta el número enorme de estos santuarios, puede calcularse que esta vez los piadosos Condes se retirarían también de madrugada.
Era inevitable, dada la psicología de la época y dada la tendencia extravagante de nuestro personaje, que su religiosidad tropezase en la superstición. Le vemos, por ejemplo, recogerse en absoluto durante veinticuatro horas un día en que el crucifijo de San Jerónimo «sudó sangre y llevaron al Rey un lienzo empapado en ella»[363]. Era la época de las milagrerías que años después dieron lugar a la magnífica y ortodoxa reacción del Padre Feijoo. Pocos espíritus escaparon entonces a la sugestión de lo estupendo; y de los menos propicios para librarse de ella era el de Olivares. Y sus resbalones fueron, a veces, más allá aún de la superstición, hasta el vicio terrible de su siglo, que fue la hechicería. De ello me ocuparé en seguida. Pero debe quedar, como verdad indiscutida, su profunda religiosidad, a pesar de que sus enemigos se la negaron también y le acusaron de hereje y judaizante. Estas últimas imputaciones merecen algún comentario más.
El Conde-Duque, acusado de lector del Corán y de Lutero
En varias de las sátiras que corrieron contra el Conde-Duque se alude a sus aficiones a leer el Corán y otros libros heréticos. Probablemente se originó esta estúpida acusación en el testimonio de servidores del ministro, que vieron esos libros en su biblioteca y que, quizá, le sorprendieron a él, leyéndolos u oyéndolos leer. El dar una interpretación grave, de herejía, a esta curiosidad de bibliófilo, a esta necesidad de hombre de Estado, indica el rencor de la muchedumbre y su mala condición moral, mantenida por el estímulo a las denuncias y por la impunidad y el premio a ésta que fomentaba la Inquisición. Por lo mismo que he defendido todo lo que tuvo de noble y de eficaz el Santo Oficio en sus comienzos y de inteligente en buena parte de sus actuaciones; por lo mismo que he contribuido a demostrar la habitual misericordia de sus procedimientos de coacción y represión, en relación con los que usaban otros tribunales de España y de fuera de ella, puedo ahora hacer resaltar lo que, en verdad, tuvo también de influencia nefasta, que aún perdura en la psicología de nuestros pueblos, la inducción a la delación, el perfeccionamiento de la técnica de ésta y el incluirla, no entre las más despreciables faltas humanas, sino entre los servicios gratos a Dios.
Poco antes de morir el Conde-Duque, cuando apuraba sus últimos días en el destierro de Toro, se trató de mover contra él la máquina inquisitorial, complicándole en las acusaciones que se hicieron contra su amigo íntimo el protonotario Don Jerónimo de Villanueva. Arce, el Inquisidor General, inteligente y generoso, alargó los trámites para no añadir esta suprema amargura a las que ya entristecían el declinar del ex Valido. Pero, a poco de morir, volvieron a apretar las denuncias, y el Tribunal de la Fe hubo de abrir información sobre la supuesta herejía de este discutible gobernante pero irreprochable católico.
El proceso retrata a la época[364]. Un tal Juan Vides, miserable soplón por interés o, lo que aún sería peor, por creer que así servía a Dios, denunció a la Inquisición, en abril de 1646, es decir, casi un año después de la muerte de Don Gaspar, que sabía por Francisco López, botiller que fue del ministro, que muchas noches, para dormirse éste, un paje o una dueña le leían «el Alcorán de Mahoma» o el libro «de la secta de Martín Lutero». Interrogado López por el Tribunal, acusó como lectores de los prohibidos textos a un paje, ya muerto, Melchor de Vera, y a una doncella llamada Agustina de la Hoz, que, a la sazón, era monja en el Convento de Santa Isabel de Madrid. López aseguró haber oído la lectura de los libros réprobos cuando él entraba a dar agua a Olivares, que estaba en cama, para dormirse; pero no se fijó, y esto es extraño, en qué lengua le leían las herejías. Sor Agustina, en una valerosa declaración, prestada a través de la reja del locutorio, dijo que, en efecto, aunque niña en aquel tiempo, la utilizaba Don Gaspar para ese ejercicio que le hacía conciliar el sueño, alternando con Melchor de Vera; los libros elegidos eran el Flos Sanctorum, las obras de Santa Teresa de Jesús y una Historia del Cisma de Inglaterra, de cuyo autor no se acordaba. Alguna vez, en efecto, le pidió el Conde la lectura de un párrafo de Lutero. El Corán no lo leyó jamás.
Recuérdese ahora la excelente información que de la religión protestante exhibía el Conde-Duque, según el embajador inglés Hopton, con el que tenía controversia; y no hay que decir que esta erudición, en parte adquirida, sin duda, en las horas presómnicas, la utilizaba para defender al catolicismo frente al protestantismo. Esto, que no cabía en la cabeza de los fanáticos acusadores, debió ser bien comprendido por los jueces, pues dieron por concluso el proceso. Pero la mala intención, a la vista estaba.
El Conde-Duque y los judíos
La acusación de protector de los israelitas corrió en muchos de los papeles y conversaciones que caracterizaron a los años de impopularidad del Valido[365]. El mismo Quevedo aludió a ella. Se decía que, a cambio de unos millones, que tanto necesitaba la Hacienda pública, los judíos obtendrían el permiso para volver a establecerse en España, con una sinagoga. Añadiase que los jesuitas no eran ajenos a la cuestión. No se olvide que sobre la Compañía pesaba la acusación —no exenta de fundamento y honrosa para ella— de benevolencia hacia la raza perseguida. Macanaz, A. de los Ríos, Castro y Menéndez y Pelayo acogen la especie para argumentar contra el Conde-Duque.
No me parece imposible que este proyecto hubiera, en efecto, existido. Estaba dentro de la generosidad con que Don Gaspar proyectaba sus medidas políticas. Además, la aristocracia española no se distinguió nunca por su odio antisemita. Algunos de sus miembros más representativos, como el gran Duque de Alba, el de Felipe II, se distinguieron por su decidida protección a conversos dudosos y a declarados judíos. En las cartas de Jesuitas, generalmente tan puntuales, encontramos esta noticia dirigida al Padre Pereyra, en agosto de 1634:
«Valido anda que entran los judíos en España. Lo cierto es que entran y salen a hablar al Rey y darle memoriales; y hoy vi uno con toca blanca, a la puerta del cuarto del Rey; pena me dio»[366].
La atmósfera hostil de una parte del país y, desde luego, de la Inquisición, debieron acallar el conato de repatriación, pues no se vuelve a hablar de él. Muchos años después lo intentarían de nuevo Carlos III y los gobiernos de la restauración borbónica, en el siglo XIX. El dictador Primo de Rivera puede contar en el haber de su Gobierno (1923-1929) su generosa actitud hacia los sefarditas. Y cuando sobrevino la tempestad antijudía, promovida por los gobiernos racistas, España supo mantenerse al margen de la persecución. Tal vez el porvenir confirme que en esto, como en otras cosas, Don Gaspar de Olivares fue un precursor.
Exaltación final
El fervor religioso del Conde-Duque se le acentuó con la edad y las adversidades, adquiriendo tonalidades ascéticas del más puro españolismo. Sus últimos días en el destierro fueron de gran edificación. El testamento, redactado pocos años antes, es una expresión de fe, sincerísima, aunque aparatosa y gongorina, como todas las manifestaciones de su espíritu, sobre todo en la declinación de la vida. Pero no podemos dejar este tema sin tratar de otro punto que le caracteriza: el de las relaciones del Conde-Duque con los jesuitas, que aparecen entonces como fuerza política de España.