12. El intelectual

La oratoria del Conde-Duque

QUISIERA estudiar ahora en Don Gaspar de Guzmán las dotes intelectuales. Corre todavía la idea de que fue un tirano de mente inhibida y de mediocre categoría cultural. Y no sólo no es esto cierto, sino que fue, como veremos en seguida, uno de los más finos y trabajados ingenios de la Corte, lleno del ansia noble de saber; y de un saber matizado de cordial emoción humana, muy renacentista, con contagios vigorosos del naciente gongorismo español.

Si grande es la pasión para juzgar las faltas del Conde de Olivares, entre sus contemporáneos hay unanimidad absoluta en la ponderación de su elocuencia. Los hombres asténicos suelen poseer una oratoria fría y lógica. El pícnico es más común que sea grandilocuente, de verbo quizá incorrecto, pero caudaloso y cálido, propio para arrastrar a los que le escuchan, por la emoción, más que por el puro razonamiento. A este grupo pertenecía, desde luego, nuestro Conde-Duque.

El ímpetu oratorio de Don Gaspar de Guzmán tiene alto interés para el historiador; porque es la primera vez que en los anales de nuestra Patria un hombre interviene, cual los políticos de ahora, por virtud de su elocuencia en la gobernación del Estado. Gobernar por la palabra que convence supone hacer entrar en escena a un personaje hasta entonces desconocido en la política española, que es la masa; y cuando el Conde-Duque se determina a hacerlo y para incluir al propio Rey en la masa de sus oyentes abre aquel trascendental ventanillo con celosías en la Sala de los Consejos, comete, sin darse cuenta —porque todos los actos que marcan la ruta del destino histórico se han realizado sin plena conciencia de su valor—, comete, digo, el primer atentado contra la Monarquía absoluta y traza el preludio del régimen parlamentario actual. Acentuó más tarde esta tendencia al conseguir, probablemente por su propia instigación, como insinúa Cánovas (aun cuando la petición vino del Cardenal-Infante), el cargo de «procurador de Cortes con voto fijo perpetuo», con lo que, sin duda, «buscaba subyugar del todo a las Cortes con su asistencia personal y su persuasiva palabra»[256]. A ello le impulsaba su acendrada pasión de mando; y hay que reconocer que con un legítimo pretexto; pues la corrupción de aquellos procuradores, vendidos o doblados al halago, era tal, que las Cortes, sin autoridad ética, eran una de las muestras más patentes de la descomposición nacional.

Esta actuación y el sentido radicalísimo, aunque fracasado, de las reformas interiores de la administración del reino, justifican la opinión del gran historiador citado de que el ministro de Felipe IV sintió pasar por su espíritu aires tempranos de revolución; y su discípulo, Pérez de Guzmán, añade rotundamente que Olivares «se adelantó así en dos siglos al sentido fundamentalmente reformista de los modernos revolucionarios»[257].

Como hombre «de alto genio y elocuencia» definió Meló[258] a Olivares. El autor de la Relación política, italiano, dice que «goza del privilegio de una facundia natural en voz y una elocuencia acompañada de doctísima agudeza». Siri, aunque enemigo, reconoce que era «naturalmente elocuente». Ericeyra[259], también adverso, encomia, no obstante, su «gran elocuencia». Mocénigo alaba su copiosa memoria y fácil expresión[260]. Y sería inútil acumular más citas contemporáneas porque es completo el acuerdo. Sólo Quevedo se burló de su elocuencia, pues es a Olivares, sin duda, a quien se refiere al describir en su Hora de todos a un «potentado» que después de comer habla con sus aduladores y «a cada disparate y necedad que decía, se desatinaban en los encarecimientos y alabanzas los circunstantes. Unos decían: ¡qué admirable discurso! Otros: ¡no hay más que decir! ¡Grandes y preciosísimas palabras! Y un lisonjero que procuraba pujar a los otros en la adulación mintiendo de puntillas, dijo: oyéndote ha fallecido, pasmada, la admiración y la doctrina». La sátira trasluce bien el entusiasmo adulatorio con que debían oír sus adláteres las oraciones del todopoderoso Valido. Mocénigo, exacto observador, anota lo mucho «que ama que le aplaudan sus discursos». Terrible pecado éste, inherente e inevitable en el poder personal.

Sucintamente recordaremos los principales discursos de su vida pública, que, por lo común, pronunciaba en los momentos de la exaltación, eufórica y a veces descarriada, de su humor.

Uno de los más importantes fue el ya referido del Consejo de Estado, en 1624, para convencer al dicho consejo de la conveniencia de las Cortes[261]; en él debió poner su máxima vanidad de orador, por la importancia del asunto y porque en esta ocasión se inauguró el ventanillo desde donde le escuchaba el Rey. Conocemos su extracto por el apasionado Novoa. Lo cierto es que convenció al Consejo y se acordó lo que él deseaba: la reunión de las Cortes valencianas, catalanas y aragonesas para imponer en ellas su política de desaparición de los privilegios regionales. Nos dice también Novoa que habló durante dos horas, lo cual demuestra su fruición de la propia oratoria, porque sólo son breves, en público, los que, por desconfianza de su elocuencia, están mirando, desde que empiezan al final, y no tienen, respecto a sus palabras, mayor preocupación que ahorrarlas todo lo posible. Novoa, como ya se comentó, encomia la exageración en las pausas y gestos del Valido, dejándonos entrever, a través de la caricatura, el tono ampuloso y teatral de su oratoria. Sin embargo, bajo esta apariencia aparatosa, su temor era grande, como confiesa él mismo en su instrucción al Infante Don Carlos (Apéndice XXI), en la que cuenta que, por miedo a cortarse (o «atajarse», como él decía), llevaba, por si acaso, escrito el discurso.

Otra de sus grandes oraciones fue la que pronunció en las Cortes del Buen Retiro, el 17 de junio de 1639, con ocasión de la victoria de Fuenterrabía, copiada en el Apéndice XIX. Fueron aquéllos, días de gran agitación y crisis para Don Gaspar. El Rey, como ya hemos dicho, hizo al ministro mercedes sin cuento, a propuesta del Cardenal-Infante, desde Bruselas; a las que se resistía Don Gaspar, cuya melancolía interior ya no se dejaba engañar por estas alharacas, como lo demuestran no sólo el anterior discurso, sino sus cartas al mismo Cardenal-Infante. Para obligarle a aceptarlos, todos los consejeros nombraron comisarios que fueron a hacer este homenaje al Conde-Duque. A todos respondió éste, en el Consejo de la Cámara, con otro discurso, que reproduce Malvezzi[262], cuyo estilo redicho deforma el tono rudo de la oratoria de Olivares; no se copia aquí por ser muy semejante al del Buen Retiro.

Al conocerse los detalles de la sublevación de Portugal pronunció también el Conde-Duque una memorable oración. Estaba ya muy cuajado el ambiente de hostilidad en contra suya y eran precisos los medios de convicción más enérgicos para mantener en pie la confianza y la moral. Ninguno de esos medios era en él preferible a la oratoria, que le ponía, siquiera momentáneamente, en un plano de superioridad indudable sobre la pobre gente que le rodeaba. El 1 de diciembre de 1640 había ocurrido la trágica sublevación de Lisboa, y la nueva había caído como una bomba en la Corte de Castilla, harto desmoralizada ya por los últimos años de desastres, y, sobre todo, por el reciente de la insurrección catalana. Vivía, además, en Madrid, una gran parte de los nobles portugueses, algunos con cargos públicos de responsabilidad; y en torno de ellos se había formado, como es natural, una atmósfera de recelo y de duda. Había que reconfortar a unos y aclarar la posición de todos. Y, en efecto, mediado diciembre, reunió en Palacio a los títulos y señores de Portugal y de Castilla y les hizo, según el gacetillero Pellicer, «una elocuentísima oración». El Padre Sebastián González, en carta del 27 de diciembre, nos da amplios detalles del discurso[263], en el que, con agresiva palabra, calificó al Duque de Braganza «de bruto irracional», y dolido de la injuria que la Duquesa, su prima Doña Luisa María Francisca de Guzmán (verdadera animadora de la sublevación) había hecho a la esclarecida sangre de los Guzmanes, anuncia que había escrito al Duque de Medina-Sidonia, hermano de la insurrecta, «que quemase luego el libro donde estaba escrito su nombre y nacimiento para que no quedase rastro ni memoria suya».

Acaso estas palabras, pronunciadas, según su estilo oratorio, «entre grandes cambios de voz y fuertes gestos», produjeron pavor entre los oyentes; pero es inevitable condición del orador que la eficacia de la arenga disminuye con el cuadrado de las distancias; y cuando llegaron al Duque de Medina-Sidonia debieron impresionarle tan poco, que unos meses después seguía el ejemplo de la arriscada Guzmán y echaba nueva mancha a «la sangre esclarecida» con el supuesto intento de separación de Andalucía.

En marzo del año 1642, cuando las nuevas malas de Cataluña habían llevado a su máximo la depresión pública y la del mismo ejército, desconcertado por el continuo cambio de los mandos, acudió otra vez Olivares a su gran recurso y reunió «a cuantos soldados y cabos de importancia hay en Madrid en el Salón de Palacio; y dándoles sillas a todos, hizo una gran oración»[264].

Nos refieren también los cronistas otro discurso que pronunció el Valido ante una comisión de jesuitas que acudió a su despacho para pedirle el castigo de los impugnadores de la Compañía, Rosales y Espino. Oportunamente será comentada esta alocución, que fue considerada como maravillosa.

Las referencias de todos estos discursos son, naturalmente, incompletas en cuanto al estilo y cualidades literarias, pues sólo nos han llegado de ellos resúmenes, influidos, como pasa siempre, por la personalidad del que los ha confeccionado. Pero puede juzgarse bien de cómo serían, por sus cartas, cuya espontaneidad y emoción, y hasta su mismo desaliño, denuncian a uno de esos hombres que escriben como hablan, con literatura oratoria, con estilo conversacional. Las epístolas de Don Gaspar, persuasivas, apasionadas, están llenas de frases que denuncian al orador, como las de «estoy asido al remo del trabajo»; «estoy colgado de los cabellos»; «todos se mueven a peso de oro, como si fueran vasallos del Turco»; «Señor, quiera Dios ver al lado de V. A. gentes capaces de la máquina de la guerra, que si he de decir a V. A. la verdad, no veo cosa que hinche el ojo»; «confieso a V. A. se me han caído los brazos y el corazón cuando veo lo que veo»; «un borgoñón que ha venido aquí dice extrañas barbaridades del de Lorena»; «Don Luis de Olivero no vale un caracol para nada sino para pasar buena vida»; «porque, en efecto, todo es nada si no es templar gaitas»; «estamos con el corazón en dos tablas esperando los sucesos de V. A.»[265].

Y muchas más expresiones y metáforas, vivas y rudas, que escribía porque las decía cuando hablaba; y debían, sin duda, formar el nervio impetuoso de su oratoria.

Aún quiero volver a comentar otro discurso, el último de su vida. Fue con ocasión de la visita que el rector de la Universidad de Salamanca, acompañado de otros maestros, hizo el 9 de julio de 1643 al Conde-Duque, en Toro, recién llegado al destierro. Profundamente conmueve al lector actual aquel acto de nobleza de la Universidad gloriosa hacia su antiguo discípulo y rector, ahora sumido en la desgracia; y conviene leer la relación entera que del acto nos ha dejado el poeta Don Luis de Ulloa[266]. El maestro Merino habló, como más antiguo, «más grave que elocuente», y, entre otras cosas, dijo esto, tan noble y significativo: «que se trataría de poner en el retrato que tiene [la Universidad] suyo, algún elogio que significase su integridad y prudencia, pues había llegado tiempo en que se pudiesen escribir estas alabanzas en vida, sin sospecha ni lisonja». El Conde-Duque, herido ya de mortal melancolía, respondió, «con prontitud y elegancia», que «tenía por madre a la Universidad y siempre le daba este nombre; en su presencia le turbaba el respeto, pero tenía corazón y en él muy tierna, vivamente depositada, la memoria de los días que se alimentó con su doctrina». Y era verdad, porque sus últimas palabras, en la agonía, fueron para recordar a la Universidad.

Pocas fueron, según el poeta relata, sus palabras en la entrevista memorable. Habían pasado ya los tiempos de los vastos discursos retóricos y ahora hablaba sólo el corazón, que es siempre sucinto. Pero se adivina todo lo que hubo de noble en la vida del grande y desgraciado Valido en este acto ejemplar, que demuestra, además, que entonces, como siempre, la verdadera grandeza no andaba suelta por la Corte, sino que se alojaba en la misma mansión que la sabiduría.

El Conde-Duque, escritor

Fue, en suma, Olivares un gran orador, caudaloso, tal vez incorrecto, pero muy persuasivo. Y, desde luego, en la cronología, nuestro primer orador político. Ahora le examinaremos como literato.

Si la opinión de los grandes escritores de entonces no estuviera adulterada por la lisonja cuando se dirigían a los altos personajes, tendríamos a Don Gaspar por tan excelente prosista como hemos visto que fue orador, pues nada menos que Quevedo, en la carta que le dirigió, acompañando a las poesías de fray Luis de León, le decía: «Hablar con V. E. en verificar este descamino de la pluma, es la autoridad mayor, ya se ve; más docta, ya se sabe; pues siempre ha escrito tan fácil nuestra lengua y tan sin reprehensión como es leído en la instrucción que V. E. dio al Duque de Medina de las Torres, su hijo; tratado que juntamente le mostró buen padre y buen maestro; discurso que atesorarán las edades por venir… Escribió V. E. advertimientos para la tolerancia de lo molesto en las audiencias, enseñó al autor lo que debió escribir y lo que pudo excusar sin afectación ni dificultades, enseñando juntamente a escribir y a obrar»[267]. Si quitamos autoridad al gran Don Francisco cuando atacaba sin perdón al Valido, no estaría bien que se la diésemos ahora en que lo elogia un tanto por encima de la medida de lo justo. No he podido leer esas instrucciones al Duque de Medina de las Torres, su yerno. Pero si son por el estilo de la carta en que se ocupa de él a la muerte de su hija; si fueron escritas bajo el mismo signo de noble dolor, es seguro que nos conmovería su lectura tanto como la de la epístola, que tiene párrafos dignos de los grandes místicos españoles.

El Conde de Olivares fue en su juventud poeta, como ya se dijo en aquellos años de la vida alegre sevillana. Sólo conocemos una de sus poesías, por lo menos atribuida a él por Pérez de Guzmán, ya citada, y harto mediocre[268]. Parece difícil que estos ripios sean los que alababa Don Fernando de Vera, como «milagrosísimos», aun teniendo en cuenta la monstruosa capacidad de adulación de los intelectuales de aquellos tiempos, que algunos añoran todavía. Sabemos que el buen gusto de Olivares le hizo quemar su producción, y desde que entró a gobernar, su literatura fue exclusivamente epistolar y política.

De la lectura de estos documentos íntimos u oficiales no se desprende, a pesar de Quevedo, que fuera un gran escritor. Escribía, a la ligera, con más emoción que corrección de estilo, como debía hablar, ya lo hemos dicho. Sus cartas importantes, las redactadas en los momentos de exaltación o de hundimiento de su ánimo, llenas de frases vivas y de metáforas violentas, nos ganan como si las oyéramos recitar.

Son menos importantes elementos para este juicio los documentos oficiales en los que intervenían sus correctores, y principalmente Don Francisco de Rioja, de pluma clásica, sin duda su redactor de cámara; y, quizá, también Don Baltasar de Álamos y Barrientos, del que, en otro libro, me he ocupado con latitud[269]. Sin embargo, en muchos de estos papeles oficiales se adivina la huella directa de Don Gaspar y la pasión de su estilo: al punto de que a cualquiera que conozca sus escritos le es facilísimo diferenciar los que realmente escribió o inspiró, de los apócrifos.

Uno de sus contemporáneos, Siri, dice que «escribía bien, pero afectaba siempre en sus cartas un aire misterioso». No encuentra el lector actual de su correspondencia justificación a este juicio. Por el contrario, a pesar de su erudición, de la que se hablará luego, la cualidad más característica de su estilo epistolar es ese descuido, como de conversación, a que antes he aludido, impuesto, sin duda, por la tremenda prisa de sus quehaceres. Con el tiempo este descuido se fue acrecentando, así como la incongruencia del pensamiento, que siempre tuvo. Muchas de sus últimas cartas dan una clara impresión de insensatez, como luego se dirá. Pero aun en ellas se conserva el sello de su fuerte personalidad, e incluso en los documentos postreros, que su cabeza ya no le permitía escribir, y sí sólo inspirar; pero en los que, aquí y allá, surge su garra; como El Nicandro y el Memorial que firmó desde Toro el Padre Martínez Ripalda.

Cualquiera que sea el juicio que como político merezca, no cabe, pues, duda que el Conde-Duque fue un hombre dotado de ingenio singular. No dejaron de reconocerlo ninguno de sus contemporáneos ni aun sus mayores enemigos. Su educación y su cultura explican su refinamiento intelectual, sin contar con lo que le venía de herencia. La vida política le desvió de las actividades literarias propiamente dichas; pero entonces y siempre satisfizo su inclinación intelectual, en armonía con su alta categoría, por medio del mecenazgo.

Mecenas

Era tradición especial de su Casa esta afición a proteger a los artistas, dentro del ambiente general de la Nobleza española de aquel tiempo, que en gran parte ha sobrevivido al olvido y a la crítica por su liberalidad, en el aliento moral tanto como en la pecunia, hacia los que vivían —entonces aún más que ahora, malamente— de la pluma o del pincel. Si bien estas protecciones, unas veces realmente generosas —como en el Conde-Duque, por cierto— tenían en otras tristes visos de servidumbre, en la que lo que el plumífero ganaba en oro lo perdía, con creces, en dignidad. Buena parte de la gran literatura de nuestros siglos magníficos está roída por el resentimiento de la dignidad oprimida del escritor, que, para poder vivir, tenía que escamotear hora por hora la censura de los Tribunales y adular de continuo a los poderosos. En Cervantes, en Lope, en Quevedo, en éste sobre todo, ¡qué fácil es seguir la huella de esta pasión! Claro que no era mal de España, sino de la época.

Dentro de la Nobleza española se distinguía en la afición al mecenazgo, la andaluza[270]. En el Conde de Olivares se unió la tradición al propio interés, pues el mecenazgo, un tanto aparatoso, fue una de las armas de que se sirvió, como se ha dicho, para impresionar a la Corte en sus pretensiones de poder. Le empujaba a esta liberalidad su delirio de grandeza, llevándole, a veces, a exageraciones; Mocénigo[271] dice que «cuando se decidía favorecer a alguno, hacía más de lo que pretendían de él». El mecenazgo le sirvió, después de escalar su puesto de Privado, para dar nuevo lustre y firmeza a su posición, acaso equivocándose, pues en España es lo cierto que, entonces como ahora, el pueblo no reconoce en sus gobernantes mayor autoridad que la que da la vida simple y austera. La multitud se pasmaba del boato que infundió a la Corte el Conde-Duque; pero de este boato hicieron una de sus armas principales contra él, achacándole como delitos incluso sus nobles actividades de mecenas[272].

Buena muestra de su tendencia protectora al arte, fueron las famosas fiestas literarias que Olivares organizó en el curso de su privanza, como aquella Academia celebrada en el Buen Retiro, en 1637, y los banquetes y representaciones adjuntos, que han sido tantas veces descritos y aquí ya mencionados; en los que la Corte dio un espectáculo de interés por lo literario, que entonces pareció frivolidad, pero que, a través de los siglos, es de lo poco que se salva en la liquidación de aquellos años infaustos. El entusiasmo del Rey y de la Reina Isabel por estas actividades literarias coincidió con el del ministro y dio por resultado la época más gloriosa para las letras españolas, cumpliéndose, una vez más, el hecho, de interpretación difícil, de que el genio literario crece con desusado esplendor en los ambientes corrompidos. Es de advertir que la protección del Conde-Duque no se limitaba a la ayuda material a los escritores, sino que mantuvo en España un ambiente de libertad literaria que rozó el humor de los inquisidores y que añade un dato más al tono progresivo que, en ciertos aspectos, tuvo su política. Durante su gobierno se expidió el Auto acordado, por cuya virtud no regían en España las prohibiciones de libros del índice expurgatorio de Roma. A su caída, en cambio, comenzaron a regir las Provisiones del Consejo y Cámara de Castilla (1644), que prohibían representar las comedias de inventiva profana, incluyendo las de Lope de Vega, «que tanto daño habían hecho a las costumbres». Por las cartas de Sor María de Agreda sabemos la parte que esta santa pero inexperta mujer tuvo en la pueril creencia de que no representando comedias se salvaría España.

Rioja

No es este libro lugar adecuado para estudiar con detalle las relaciones de Don Gaspar de Guzmán con los más ilustres literatos y artistas de su tiempo. Pero quedaría incompleto su retrato si no hiciera aquí una sucinta relación de algunas. Fue, entre estas relaciones, la principal, por la intimidad e importancia en su vida, la que le unió con el gran poeta sevillano Don Francisco de Rioja, bien estudiada por Barrera[273]. Eran Rioja y el Conde-Duque casi coetáneos. Parece que se conocieron por medio de Don Pedro de Guzmán, tío de Don Gaspar, íntimo del escritor sevillano; y la amistad duró toda la vida. Ya dijimos que debieron de jugar juntos al amor y a los versos, y que Rioja, en varias de sus poesías, alude, con el nombre de Manlio, a ciertas aventuras de Don Gaspar; tal vez las que dieron el fruto de Don Julián, el hijo bastardo que tanto había de influir en su vida. Rioja, a pesar de sus hábitos sacerdotales, no sólo acompañaba al Conde en sus amores, sino que él mismo los tuvo, y por causa de ellos fue llevado a prisión, y al parecer rigurosa, pues en el soneto en que refiere su percance dice:

En mi prisión y en mi profunda pena
sólo el llanto me hace compañía
y el horrendo metal que noche y día
en torno al pie molestamente suena[274].

Pero sentó pronto la cabeza y fue no sólo amigo, sino sesudo abogado y confidente del primer ministro, a cuyo lado le vemos durante todo el tiempo de su mando. Era hombre ambicioso y logró los cargos de canónigo, inquisidor del Tribunal Santo de Sevilla y de la Suprema, cronista de Castilla y bibliotecario del Rey, a más de serlo del Conde-Duque. Todo lo debió al Valido, que puso en juego cordialmente su influencia para elevar a su amigo[275]. Éste tuvo, pues, hartos motivos para perdonar a Olivares la prisión, que en nada entibió sus relaciones posteriores.

Rioja aparece prestando su colaboración al Valido como «redactor de documentos», y su huella se advierte en la mayoría de los que éste elevó al Rey en el transcurso de su ministerio. Otras veces su colaboración era explícita, como en el escrito titulado Aristarco o Censura de proclamación católica de los catalanes, aparecido en 1641, en el que se contesta a dicha Proclamación de los catalanes de un modo oficial, pues consta que fue encargo expreso del Conde-Duque. De su participación en la redacción de El Nicandro se habló mucho entonces, y a su tiempo diremos lo pertinente.

Influido por los prejuicios legendarios contra Olivares, Barrera busca explicaciones a la convivencia entre el virtuoso inquisidor y el depravado ministro. Los lectores de este libro saben a qué atenerse: el Conde-Duque, errado en lo político, fue hombre de tan erecta intención y de vida tan austera que Rioja no tuvo que violentar nada su conciencia para ser su hombre de confianza y su mejor amigo. Lo que empezó en mecenazgo y simpatía literaria, terminó en afecto profundo y mutua colaboración en la obra y en la responsabilidad. El poeta acompañó al ministro hasta el fin, hasta el trance de la salida de Palacio, el 23 de enero de 1643, afrontando el desprecio de los cortesanos y el odio de la plebe. Estuvo con Don Gaspar en Loeches; y, al ser trasladado a Toro, Rioja se retiró a Sevilla, de donde volvió, años más tarde, llamado por el Rey, que sintió siempre la nostalgia de los días magníficos de su reinado, que fueron los del Conde-Duque. Y en la corte murió, en agosto de 1659. Su protector le dejaba en el testamento una renta decorosa[276], que luego desaparece en las disposiciones de la Condesa viuda.

El Marqués de Malvezzi

Mecenazgo interesado fue el que Olivares ejerció con el Marqués Virgilio de Malvezzi, italiano de Bolonia, dispéptico, alquilable o vendible, escritor melifluo y habilísimo trepador. Fue protegido del Conde-Duque, primero como militar y luego como escritor. Adulador asalariado de Felipe IV y de Olivares, sus obras, rezumando lisonja pagada, se leen hoy con notorio enfado, salvo algún punto documental. Publicó, bajo los auspicios del Valido, una alabanza suya, haciendo que disimulaba a quien iba dirigido el incienso, bajo la forma corriente en aquella época, de Retrato del Privado[277].

Años después, en 1636, vino a la Corte, «llamado por S. E. el Conde-Duque con quien pasaba algunos ratos; y dícese que le encargaron de escribir la historia, y es cierto que en este particular puede competir con el Conde de la Roca»[278]. Debió de haber pugna por este encargo, escribiendo, al fin, la apología de Olivares, los dos. La de Malvezzi apareció antes de junio de 1639, y en ella hacía el balance de las ganancias y pérdidas de la Monarquía española en el reinado de Felipe IV, pero con descarada exageración de aquéllas[279]. El año siguiente apareció otra narración de encargo sobre los acontecimientos del 1638, de idéntico tono que las anteriores[280]. Obtuvo pingües empleos en pago a sus lisonjas[281], retirándose a su patria a la caída del Conde-Duque; y allí murió, probablemente de la enfermedad gástrica que tan graciosamente nos cuenta Quevedo que padecía[282].

El Conde de la Roca

El otro historiador de cámara fue, como se ha dicho, Don Juan Antonio de Vera y Zúñiga, Conde la Roca, cultivador discreto de cuantos géneros tiene la literatura, embajador y hombre de calidad mental y moral muy superior a la de Malvezzi. Era codicioso hasta la ratería, pero gran caballero por lo demás. Don Fernando de Vera, obispo de Cuzco, sobrino de Roca, define así a éste: «Es, sin duda, de los caballeros más entendidos que sirven al Rey»… «pero los regalos que hubiéredes de hacer a cualquier persona procuraréis que no corran por su mano, porque se quedará con el dinero, que ésta es la costumbre de este león, y si mi Conde no tuviera esto, hombre tan perfecto por lo valiente, lo discreto y por lo cortesano, no lo tiene Europa»[283]. La historia del Valido que Vera escribió es uno de los documentos de mayor interés para el estudio de este reinado y para el del propio Conde-Duque, pues se percibe bien la verdad, a través de la inevitable, y en general no excesiva, humareda del incienso. La envidia que estos encargos de apologías suscitaron debió ser grande, a juzgar por el comentario antes transcrito y sobre todo a juzgar por el papel que el falso y torcido Don Antonio de Mendoza, entonces en plena adulación del Privado, escribió a éste «persuadiéndole que no permitiese que escribiese su vida Don Juan de Vera». Da a entender que este encargo obedecía no a reconocimiento de su mérito, sino a miedo a la «malignidad y osadía» del escritor[284]. A pesar de estos avisos, Olivares protegió mucho a Roca, y éste le fue agradecido hasta la hora amarga de la caída.

Lope de Vega

Las relaciones de Olivares con Lope de Vega fueron muy afectuosas. El escaso temple moral del gran dramaturgo y las necesidades y azares de su vida le hacían buscar el favor de los poderosos, con el arma de la lisonja, para lo que no era, ciertamente, manco el Fénix de los Ingenios. En 1621 le dedicó El premio a la hermosura, tragicomedia escrita por encargo de la Reina. En la dedicatoria pone a Olivares aparte de los mecenas del montón, diciéndole: «Como otros buscan un Príncipe para que ampare, yo para que entienda.» En 1625 dedícale también El Brasil restituido. Este mismo año publicó sus Triunfos divinos con otras rimas sacras, dedicados a la Condesa de Olivares, con tres sonetos escritos por él y firmados por sus hijos, Lope, Feliciana y Antonia Clara, alabando a ambos ilustres cónyuges y mecenas. En 1629 dio a luz su Isagoge a los reales estudios de la Compañía de Jesús, en cuya dedicatoria lanza elogios encendidos al Conde-Duque. Estos halagos indican que Lope «ponía —como dice Vossler— toda su inteligencia en alcanzar el favor del favorito»[285]; pero la prueba de rendimiento más importante está en la dedicatoria de La Circe, a Don Gaspar y a su hija María, en la que dice: «Están las musas tan obligadas al favor que el Excmo. Sr. Conde de Olivares las hace premiando los ingenios que las profesan, que como a restaurador suyo le deben todas, justas alabanzas y dignos ofrecimientos»[286].

Se ignora hasta qué punto los halagos al Valido le abrieron las puertas de la ayuda de éste; los datos que se recogen dan la impresión de que no muy generosamente. Desde luego, dada la magnitud de su genio y de su fama, Lope tenía que figurar preeminentemente, sin favor de nadie, en aquella Corte tan dada a las artes escénicas; y así, le vemos en las memorables fiestas que los Condes de Olivares ofrecieron a los Reyes, en junio de 1631, formar con Quevedo y Mendoza el triunvirato de ingenios que estrenaron sus comedias; fue la de Lope La noche de San Juan, que compuso en tres días. Mas es lo cierto que no entró por completo en la intimidad del valimiento del Rey ni de su primer ministro. Así leemos en Vossler; «No le valió de nada todo esto. Se le concedió [en premio a tanta dedicatoria] una pequeña dádiva de 250 ducados. Probablemente, no se consideraba del todo apto para la Corte al popular facedor de comedias, al cura enamoradizo, al viejo que no quería envejecer. Se sabía de las costumbres escandalosas de su hogar»[287].

Muy verosímil es esta hipótesis. Y a ella hay que añadir el que Lope era criado de la Casa de Sessa, secuaz que fue de Uceda, el ministro que barrió, con todos los suyos, Olivares, al conquistar el Poder. Lope, cautamente, intentó que Sessa dejase a Uceda y se adscribiese al partido de Olivares, desde que la estrella de éste empezaba a brillar; y, más aún luego, cuando le hizo el Rey su primer ministro[288]. Del elogio con que Lope hablaba a Sessa de Olivares da cuenta una carta del poeta al Duque, en la que refiere que una tarde, paseando en coche junto al Manzanares con Don Francisco de Aguilar, éste le leyó El Chitan de las Taravillas, el opúsculo de Quevedo en defensa del Conde-Duque: Lope alaba mucho el escrito, y dice: «La materia del libro es disculpar las acciones de Su Majestad y del Sr. Conde [de Olivares], como si el santo celo con que ha obrado tuviese necesidad de satisfacción»[289]. Pero Sessa no se convenció y, por ello, estuvo siempre en la penumbra del favor cortesano; y en esta penumbra le acompañó, contra su voluntad, su insigne secretario.

Creo que éstos son los términos justos de la relación entre Lope y Olivares. Carecen de todo fundamento las suposiciones de que entre ellos existieran otras diferencias de sentido más íntimo y doloroso. Amezua, por ejemplo, en el admirable estudio en que descubre quién fue el autor del rapto de la hija de Lope de Vega, identificándole con Don Cristóbal Tenorio, deja entrever que fuera Olivares el encubridor y poco menos que el instigador de la indigna conducta de este Tenorio auténtico. No contentos los historiadores con achacar la triste hazaña que costó la vida al gran poeta al hijo bastardo de Don Gaspar y luego a su yerno, el Duque de Medina de las Torres, ahora, al aparecer el seductor, todavía se atribuye al Conde-Duque el impulso, ya que no la vil acción. Amezua lo da tan por hecho que escribe: «En los umbrales de la muerte acudió de nuevo [Lope] al favorito, perdonándole en su fuero interno que hubiera amparado la villanía contra él cometida por su criado y hechura Don Cristóbal Tenorio»[290]. Es evidente la pasión de esta frase: pedía Lope, en efecto, en su testamento al Conde-Duque un favor para su yerno; pero ¿dónde está el testimonio de ese agravio de Don Gaspar y de que Lope tuviese, por lo tanto, que perdonarle? Y el mismo ilustre comentarista del gran poeta, al referir en otra ocasión los amores del Duque de Sessa con Doña Jusepa, amores que interrumpió «un rico mayoral» que terció en el lance y se llevó a la dama, se pregunta quién era este «mayoral»; y con la misma obsesión antiolivarista deja suponer que bien pudiera ser Don Gaspar[291]. Cito esos casos como ejemplo de hasta dónde llega la animadversión para la memoria del Conde-Duque, por lo mismo que Amezua es modelo de investigadores doctos y sensatos. Frente a ellos, resueltamente opinamos que nada tuvo que ver en estos enredos el Conde-Duque. Baste considerar que ocurrían en 1627, a los pocos meses de la muerte de María, su hija, que le sumió en desesperado dolor, y a partir de la cual su vida fue modelo de austeridad.

Calderón de la Barca

Calderón fue prototipo del intelectual adaptable, de nobles maneras, afecto únicamente a lo oficial y en paz siempre con unos y con otros. Le vemos actuar en las fiestas cortesanas, y en una de ellas, que citaremos, recibir unas cuchilladas en una riña entre bastidores. Escribió, por orden del Rey y del Valido, el Certamen de amor y celos, que se presentó en el estanque grande del Buen Retiro. En otro certamen poético que el Valido organizó en las famosas fiestas de febrero de 1637 en el mismo Buen Retiro, en el que se trataba de dilucidar estos dos ingeniosos problemas: ¿por qué a Judas le pintan con barba rubia?, y ¿por qué a las criadas de Palacio les llaman mondongas no vendiendo mondongo?, se esperaba que uno de los vates «incitados de furor poético» que más se señalaría sería Calderón[292]. Su biógrafo Vera Tarsis dice que fue «dignamente solicitado del Excmo. Sr. Conde de Olivares, de los Marqueses del Carpió y Eliche, del Duque de Medina de las Torres y Príncipe de Stillano, magnánimos protectores suyos»; es decir, toda la familia del Conde-Duque[293]. Cuando fue a la guerra de Cataluña, en 1640, lo hizo en la compañía que levantó y sostuvo Olivares, y su confianza con éste era tal, que el Marqués de Hinojosa, desde Tarragona, le envió para informar verbalmente al ministro del estado de aquel ejército. «Fue a El Escorial, donde está el Rey —dice Pellicer— y desde allí vino a Madrid, en coche con el Sr. Conde-Duque, haciéndole relación de todo con mucha puntualidad»[294].

Sin embargo, Calderón, mejor administrador de su incienso que Lope, apenas lo lanza sobre el Valido. Sólo en su comedia Casa con dos puertas aparece un personaje, Lisardo, que cuenta que ha venido tras una pretensión a Aranjuez, en pos de la Corte que descansa en el Real sitio; pero, en realidad, el viaje era inútil, porque los ministros hacen justicia siempre y sin recomendación:

Seguí a la corte traído
más de mi afecto constante
que de mi necesidad,
porque de ministros tales
hoy el Rey se sirve, que
no es al mérito importante
la asistencia, porque todos
acudir a todos saben,
gracias al celo de aquel
con quien el peso reparte
de tanta máquina, bien
como Alcides con Atlante[295].

No hay que decir que este Atlante era el Conde-Duque.

Don Luis de Góngora

Olivares tuvo amistad especial con Góngora y protegió al poeta, gestionándole las mercedes de los hábitos y los emolumentos que pudo entre los muchos que el gran poeta —gran pedigüeño también— solicitaba. Sirvió de intermediario entre el mecenas y el gran vate cordobés el paisano de éste Don Luis Venegas, que era, desde el comienzo de la privanza del Valido, aposentador mayor de Palacio. El ministro trataba al escritor con mucho afecto, abrazándole, como cuando el poeta fue, en 1625, a felicitarle por el parto de la Reina. Otras veces le animaba con cariño a que imprimiese sus escritos. Así lo refiere Góngora en una carta a Don Luis de Heredia, en octubre de 1625: «Ayer mañana —escribe—, con el pie en el estribo, me dijo [el Conde-Duque]: Vuestra merced no quiere estampar. Y yo le respondí: La pensión puede abreviar el efecto. Replicome: Ya he dicho que corre [la pensión] por vuestra merced desde 19 de febrero. En volviendo, se tratará de todo; no tenga pena. Con esto ha quedado suspenso, porque creo que quiere, sin duda, que el hábito sea satisfacción de mis borrones; y hallóme impedido para la estampa porque dos que quieren parte en ella es más de lo que a mí me está bien; y aquí estoy, como la picaza, que ni ando ni vuelo»[296].

Murió Don Luis de Góngora en 1627, sin lograr ver convertidas en realidad las promesas de Olivares; murió pobre y triste, ajeno a la huella que dejaban sus versos, que el azar había elegido como fórmula hablada de lo que se creyó un desvarío del gusto, y era toda una modalidad entrañable del alma nacional. De espuma gongorina está llena, desde entonces, no sólo nuestra literatura, sino nuestra vida entera. Y la política del Conde-Duque llena está también de la misma pasión, a la vez trémula y alambicada. En sus dichos y en sus hechos, Don Gaspar fue uno de los más conspicuos personajes del gongorismo; y acaso lo presentía cuando abrazaba al poeta con aquella efusión y solemnidad —de cofrade— que fue el pasmo de la Corte y tema de las hablillas en los mentideros.

Otros escritores

La relación de Olivares con otro de los grandes intelectuales de la época —«su intelectual» por antonomasia—, con Quevedo, desborda de los límites de un simple mecenazgo y ha sido tratada en un capítulo especial. Pero basta con lo expuesto para demostrar que el ansia de grandezas del Conde-Duque halló en el cauce de mecenas una de sus más ampulosas justificaciones. Y, desde luego, aun se acentuó entre literatos y eruditos de segunda fila, de los que apenas hubo alguno durante su valimiento que no recibiese algún reflejo, a veces magnífico, del astro que todo lo podía. Protegió, entre otros, a Don Francisco Pacheco, el compilador de las poesías de Herrera, cuya edición costeó, publicándose con prólogo de Rioja; a Guillen de Castro, que obtuvo, por su mediación, la codiciada merced de un hábito[297]; al filólogo Jacobo Cansino[298]; al erudito Rodrigo Caro, que le dedicó sus Antigüedades de Sevilla[299], comparando, en las líneas de ofrenda, el honor que la gran ciudad recibiera por haber sido cuna de Olivares con el de haber sido también patria de Trajano, Adriano y Teodosio; a Pedro Soto de Reyes, granadino, poeta enrevesado, para el que Don Gaspar alcanzó una canonjía en la Colegiata de San Salvador[300]; a Don Ñuño de Colindres Puerta, vate tan petulante como su nombre y apellidos[301]; a Don Francisco de la Cueva, jurisconsulto, autor de obras líricas y dramáticas, íntimo de Quevedo, que al fin riñó con el Valido, al cual, como era costumbre, atribuyeron su muerte[302]; a Juan de Jáuregui, que dedicó al Conde-Duque su Discurso poético (1623) contra el culteranismo; a Enríquez de Zúñiga, escritor y erudito que alcanzó el cargo de alcalde mayor de Cuenca, para pagar el cual a su excelencia le mezcló oficiosamente en el proceso del truhán y hechicero Don Jerónimo de Liébana, que será más adelante relatado[303]; y a muchos más.

Una mención especial merece la ayuda que prestó a un escritor y pícaro de los muchos que entonces pululaban, el sevillano Don Francisco Morovelli de Puebla, cuyas andanzas cerca del Valido ha descrito Rodríguez Marín[304]. La casa de Don Gaspar estaba abierta, en los años de esplendor de su privanza, a todos los sevillanos que ostentaran el título de artistas y hombres de letras o que, simplemente, presumieran de él; y si había alguna dificultad en la entrada, Don Francisco de Rioja se encargaba de que se suavizase. A este Morovelli le debió servir de recomendación el hecho de haber estudiado en Salamanca, pues el Conde de Olivares guardó siempre recuerdos imborrables de su vida universitaria; y acaso tuvieran este designio los frecuentes y desmesurados encarecimientos que hacía Morovelli, en sus escritos, del antecedente salmantino. Lo cierto es que en 1622 era el sevillano uno de los personajes importantes de la Casa de Olivares, abusando de su posición con la venta de empleos, por lo que fue desterrado por cuatro años de la Corte y perdió la gracia del Conde para siempre. Villamediana advirtió a los incautos pretendientes el falso valimiento de este sujeto, al que llama Mordelin, en los siguientes versos:

Engañado pretendiente:
si el desengaño buscares,
sabrás que para Olivares
éstos son non sancta gente.
No te engañe lo aparente
de salir y entrar aquí:
créeme, pretendiente, a mí;
que esta gente de pesebre
te vende gato por liebre
y son gatos para ti.

He copiado estos datos porque demuestran el arte de estos truhanes de la burocracia del siglo XVII, precursores de muchos de ahora, y porque son una prueba más de la rectitud de conciencia del Conde-Duque.

El postrer mecenazgo

Después de caído y desterrado en Toro, Olivares, que no podía vivir sin sus gustos de grandeza, organizó lo que Artigas ha llamado, justamente, «su pequeña Corte»; y en ella, el gran séquito de escritores de los días magníficos de Sevilla y del Buen Retiro estaba representado por un poeta de segundo orden, Don Luis de Ulloa. Le era ya conocido —y le había protegido ya— no sólo por ser poeta, sino porque era muy amigo y paisano de su yerno, el Duque de Medina de las Torres, al que Don Gaspar tuvo y guardó siempre tan ejemplar afección. Tendría, pues, una gran alegría cuando al entrar melancólicamente, en la ciudad del Duero, el 20 de junio de 1643, de nuevo desterrado, entre la muchedumbre afectuosa que le recibía, distinguió al poeta, difícil de pasar inadvertido, pues, en contra de lo que es casi obligación en los de su oficio, estaba muy gordo y lucidísimo. Llamóle a su coche, le sentó a su lado, y como el vate, humildemente, rehuyera el honor, le dijo: «En fin, es necesario buscar los hombres para hallar hombres; que los que se van a ofrecer o no o lo son o son los más ruines»[305]. Así se reanudó su amistad, que, salvo algún pequeño bache, continuó hasta la muerte del infortunado Valido, dos años después; y fue tan estrecha, que el poeta la califica de «valimiento»[306]. Ulloa, bueno, como casi todos los poetas, pagó al Conde-Duque su amistad con un soneto laudatorio nobilísimo y con una cuarteta que, por ser tan exacta, debió servir de infinito consuelo al desterrado. El soneto dice así:

AL CONDE-DUQUE RETIRADO EN TORO
Este varón que de gloriosa rama
al Duero se aparece coronado
después que de su mérito fiado
examinó del sol toda la llama.
Asido de las plumas de la fama
vive, sobre la envidia contrastado,
y dentro de las almas retirado
logra el amor que universal le aclama.
Siempre con luces de mayor que humano
si forzado del vuelo se suspende
o no quiere valerse de las alas;
y en entrambas fortunas soberano,
sube, cuando parece que desciende
y son de corazones las escalas.

Y la mordaz cuarteta:

La Monarquía enfermó
y cada día empeora.
O el Conde gobierna ahora
o el Rey siempre gobernó[307].

Éste fue su postrer mecenazgo.

Velázquez y el Conde-Duque

La protección del Conde-Duque se extendió también a los pintores y escultores. Toda la obra —obra personal suya— del Buen Retiro fue una suntuosa manifestación de buen gusto y de liberalidad hacia los artistas de su época. Es cierto que, empezando por el Rey, fino conocedor del arte y generosísimo para sus artífices, el ambiente de la Corte era de dichosa atención y de sensibilidad para las bellas artes. Carducho[308] refiere las casas madrileñas en que habían colecciones notables; y eran casi tan numerosas como las familias de renombre. Varios parientes próximos del Conde-Duque figuran en la enumeración, como el Marqués de Leganés; el Conde de Monterrey, que poseía «los grandiosos dibujos de los nadadores, al lápiz colorado, de mano de Miguel Ángel»; y el Duque de Medina de las Torres, cuya mansión se adornaba con una gran colección de pinturas de Jáuregui. Además de la aristocracia, había también coleccionistas notables entre ministros, caballeros e intelectuales, como Don Francisco de Quevedo. Uno de los más conocidos era Don Juan de Espina, pontífice de los hombres raros de todos los tiempos —gran amigo, pues, de Quevedo— que guardaba «dos libros dibujados y manuscritos de mano del gran Leonardo de Vinci», y «otras cosas singularísimas además de las pinturas», entre ellas «el cuchillo y la venda con que degollaron a Don Rodrigo Calderón»; por cierto que dejó este cuchillo, en su testamento, al Rey, advirtiendo que cuando lo cogiese «fuese por tal parte, porque siendo por otra amenazaba fatal ruina a una grande cabeza de España»: alusión evidente a Olivares, que, por esta época, 1643, estaba ya a punto de caer y, en el deseo de muchos, a punto de ser degollado[309].

Era, pues, una moda de la época, moda feliz; pero no cabe duda que el Valido, arbitro de la sociedad, la protegía con entusiasmo y buen gusto[310].

Se han hecho, sobre todo, famosas las relaciones de Don Gaspar con los dos pintores más insignes de su época: Velázquez y Rubens. A aquél lo protegió, cuando empezaba a darse a conocer, con agudo instinto de lo que sería más adelante. A Rubens, gran señor de categoría pareja a la de artista, lo trató como a tal gran señor, como mecenas.

Está descrita la amistad de Olivares con Velázquez en el libro clásico de Cruzada Villamil. Por él sabemos que el gran pintor sevillano, yerno de Pacheco, vino a Madrid por vez primera en 1622 para estudiar las pinturas de El Escorial y otros lugares de la Corte y sus alrededores. Protegido por Don Juan de Fonseca, sumiller de cortina de Felipe IV, y por Rioja, el íntimo del Conde-Duque, intentó, sin conseguirlo, retratar al Rey, volviéndose a Sevilla. Pero el año siguiente el Valido le llamó a la Corte para hacer el ansiado retrato regio. Retrató primero a Fonseca, y la obra produjo en Palacio tal admiración que Don Felipe IV se prestó, inmediatamente, a servirle de modelo. Esta efigie del Rey alcanzó, asimismo, gran éxito, sobre todo por parte de Olivares, que afirmó que «hasta entonces no había sabido pintor ninguno retratar a S. M.», ordenando que sólo él, en adelante, pintase al Monarca; y, en efecto, sólo para Rubens se levantó, más tarde, la prohibición. La influencia del ministro en la suerte del pintor fue, pues, decisiva; no en vano le consideraban los extranjeros —Averardo de Médicis— como «pintor favorito del Conde de Olivares»[311]. Quedó empleado en la servidumbre del Rey, y a partir de entonces comenzó la serie de sus prodigiosos cuadros de la familia real y demás habitantes del Alcázar, que hoy nos hacen vivir el ambiente de aquella Corte con milagrosa fidelidad. El primer gran éxito popular lo alcanzó con el retrato ecuestre del Rey, ejecutado en 1625, que se expuso en la calle Mayor, ante el pasmo de la muchedumbre. Después de este retrato, que se quemó en el incendio del Alcázar, en 1734, los triunfos de Don Diego de Velázquez no se interrumpieron hasta su muerte. Fue el artista de Sevilla el pintor de cámara por antonomasia. Apenas hizo otros retratos que los de la familia real y los de la fauna palatina, así la egregia como la miserable, que pululaba en torno de los Monarcas.

Las mercedes del ministro al pintor duraron hasta el fin mismo de su privanza[312]. Pero su gratitud y su lealtad al Conde-Duque fueron, a su vez inalterables; porque Velázquez era, en realidad, tan bueno como se sospechaba viendo su obra, toda luz, honradez y amor a la verdad. Velázquez llamó a su primer hijo Gaspar, para honrar a su protector; e hizo por servirle, en los días malos como en los de fortuna, todo aquello de que es capaz un hombre de bien. En sus retratos de Don Gaspar puso todo el fervor compatible con aquella necesidad suya de ser exacto que estaba por encima de su misma voluntad; y gracias a él conocemos al odiado Valido, tal como fue, mejor que a través de todas las noticias, porque el alma de sus personajes está viva en el rostro y en la traza de sus retratados. En los lienzos de Velázquez aprendemos, en efecto, que Don Gaspar fue un hombre generoso; de bondad disimulada por gestos tan artificiosos como sus vestidos de generalísimo fanfarrón, soberbio de su casta, y, al final, tocado de indudable delirio.

Rubens y el Conde-Duque

La amistad del Conde-Duque con Rubens fue de otro género. Es Rubens un caso extraordinario en la historia de la pintura. Ha habido pintores enriquecidos e influyentes, a favor de su éxito económico y de la amistad y protección de Reyes y grandes señores; éstos han sido, en todos los tiempos, por lo común, sensibles al mecenazgo, que, ciertamente, debe ser una de las escasas satisfacciones puras que en las alturas se encuentren. Pero no creo que se haya dado otro caso como el de este Pedro Pablo, gran señor, él, magnífico señor; artista absoluto, de genio manifiesto más aún que en la excelencia de su obra, con ser tan alta, en la ciclópea facilidad con que la producía; maestro de todos los placeres; par de los más grandes magnates de la tierra; y de vida tan sobrada de plenitud que le quedaba tiempo para intrigar, para ser político y para emprender peregrinaciones lejanas, con fines diplomáticos; de aquella diplomacia tan romántica, todo arte, nada oficio, en la que un hombre errante, sin ataderos telegráficos con su país, llevaba en su palabra y en su gesto, con la confianza de su Príncipe, la suerte de una nación entera uncida a su personal responsabilidad.

Este flamenco, prototipo del orgasmo vital renacentista —tanto como el italiano o el español que más lo hubiera sido— tenía que encontrarse, en el ir y venir de los astros de entonces, con el Conde-Duque de Olivares, gran planeta también, aunque desgraciado, de aquella humanidad. Se cruzaron, en el plano del tiempo, sus aficiones comunes, a la política y al arte; y su misma sed de vivir y de triunfar.

Rubens vino, como es sabido, a España en 1603 por vez primera, reinando Felipe III[313], enviado por el Duque de Mantua, para entregar al Rey de España, en prueba de amistad y sumisión, una colección de cuadros y para pintar a las mujeres guapas de la Corte y enriquecer así la colección que de estos retratos femeninos tenía el Duque, famoso donjuán de ópera de gran espectáculo, como Don Felipe IV lo era de comedia de capa y espada.

Veinticuatro años después, en 1627, cuando gozaba de la plenitud de su gloria, intervino como diplomático oficioso en los asuntos internacionales, embrolladísimos, de España. Representando a la Archiduquesa Isabel Clara Eugenia, gobernadora de los Países Bajos, y a su sobrino Felipe IV, sostuvo relaciones con el famoso aventurero y mucho menos famoso pintor Gerbier, que representaba al Duque de Buckingham, para hacer la paz entre Inglaterra y el Imperio español; entre éste y las provincias sublevadas de Flandes; y entre Inglaterra y Francia, aliada entonces, aunque con débiles lazos, de España. De «sobrehumana tarea» califica Colin, con razón, la que estos dos pintores e improvisados negociadores se habían echado encima de los hombros. En la correspondencia de Rubens se siguen muy bien los incidentes de tales trabajos, que no condujeron a nada y disgustaron a Felipe IV; el cual, por cierto, vio siempre con escasa simpatía que el destino de su país estuviera en manos de quien era un gran pintor, pero un simple aficionado a la diplomacia. No así el Conde-Duque, que era, como en otro lugar se ha dicho, muy aficionado a estos embajadores oficiosos; y no ya de las cualidades personales de Rubens, sino de la más baja condición.

Pero poco después de este fracaso, Rubens recibió de Gerbier noticia de las buenas disposiciones de Carlos de Inglaterra y de su favorito el Duque de Buckingham respecto a España; lo supo Olivares, y, a instigación suya, la Junta de Estado le hizo venir a Madrid, donde estuvo desde septiembre de 1628 hasta mayo de 1629, entretenido en conversaciones con el Conde-Duque, pero, sobre todo, pintando muchos cuadros y procurando encargos para otros pintores. Más de cuarenta lienzos hizo, según la cuenta de Cruzada Villamil, en los nueve meses de su vida madrileña. Pasó después a Londres, con poderes del Gobierno español, para negociar la paz con el inglés. Los incidentes de esta Embajada están, de primera impresión, expuestos en las veintitrés cartas de la correspondencia que el gran pintor mantuvo desde Londres con el Conde-Duque. Fracasó también el intento, y Rubens regresó a su país en marzo de 1630; ante el gran público, con reputación de diplomático tan alta como la de pintor, pero en el fondo, vencido en esta empresa, que fue uno de los cauces secundarios por donde se canalizó su vitalidad desbordada; y, como pasa siempre, él lo debió sentir más que una derrota artística.

De la lectura de las cartas cambiadas con Olivares se deduce la alta consideración política y personal en que éste le tuvo. De su entusiasmo por el artista certifican todos los cuadros que dejó en el Alcázar de Madrid, en cuya adquisición intervino, sin duda, su voto en igual medida que el del Rey. Además, éste encargó a Rubens la gran serie de lienzos para la Colegiata de Loeches, que regaló a su Privado, y cuya descripción y aventuras serán más adelante indicadas.

La estimación de Rubens por el Conde-Duque fue también muy profunda. Sus cartas la transparentan netamente. Él y Velázquez, dos genios de su época, uno español y otro extranjero, infinitamente superiores a la turba de satíricos famélicos y resentidos, y de nobles humillados en su ociosidad por la potencia de trabajo del primer ministro, dejaron muestras inequívocas de lo que estimaban a aquel español, grande, desequilibrado y sin fortuna. Los dos pintores se unieron para dejar a la posteridad testimonio perdurable de esta admiración en el retrato de Olivares compuesto por ambos y grabado por Pontius, del que con justicia se ha dicho que ningún Soberano de la tierra ha poseído otro tan suntuoso y tan bello[314]. Neutraliza esta grabada página impecable, cientos y cientos de otras emborronadas con la tinta de las malas pasiones.

La erudición del Conde-Duque

El Conde-Duque de Olivares no fue orador y escritor, como la mayoría de los políticos, a costa, sólo, de su despejo natural; poseyó, además, vasta erudición. Uno de sus contemporáneos dijo que estaba tocado de todas las ciencias de generalidad, con las cuales profesa tener contacto[315]. Muestra de ello fue su admirable biblioteca.

Tenía, en efecto, el Conde-Duque pasión por los libros. Heredada, sin duda, de su padre, «el papelista»; iniciada en sus estancias infantiles en Roma y Nápoles; después, en sus años universitarios de Salamanca; y, finalmente, en la época de vida literaria, sobre todo en Sevilla, donde intimó con tantos escritores y poetas. Olivares llegó a ser uno de los bibliófilos ilustres de la España de su tiempo. Absorto, después, en los negocios del Estado, no sólo no olvidó sus juveniles aficiones, sino que consideró siempre como el ornato principal de su casa la magnífica biblioteca, a la que dedicó palabras de especial amor hasta la hora solemne de su testamento.

La afición a los libros alcanzó, en España, gran desarrollo en todo este siglo, singularmente bajo los auspicios de un Rey tan literato como Felipe IV, para el que, sin duda, fue motivo de admiración y entretenimiento la gran colección de su Privado, que tenía allí cerca, junto a sus propias habitaciones, y que debía visitar con frecuencia. Una Noticia de Madrid del año 1633 dice que «se cayó de un paredón en el Palacio viejo [el Alcázar; el nuevo era el Buen Retiro]; y el edificio que está pegado al cuarto del Conde-Duque y se habilitó ahora hará seis años, amenaza ruina, y así, se van desembarazando la secretaría, los palomares y aquella parte de la librería de su Excelencia que la ocupaba, pasándolo todo al entresuelo, donde solía estar el Consejo Real»[316].

El siglo XVII fue el del insigne Nicolás Antonio, patriarca de nuestros bibliógrafos y una de las raíces vitales del movimiento erudito del siglo XVIII.

Entre los nobles, la afición a los libros era casi una moda inexcusable; a veces, expresión de una afición verdadera, como en el Marqués de Caracena, el Duque de Medina de las Torres y otros muchos[317]. La biblioteca del famoso Conde de Gondomar era principesca[318]. Y aun entre la burguesía había bibliófilos famosos, como el Doctor Casanate, «que vivía frente a San Sebastián», y cuya librería se vendió en 4.000 ducados «comprándola un librero, y afirman haber sido precio harto moderado»[319].

Conocemos la del Conde-Duque por su catálogo, un tanto ampuloso en el título, como corresponde a la condición de su dueño y al gusto de la época[320]. La he examinado con la misma profunda atención con que me detengo a veces ante el retrato de Don Gaspar, por Velázquez; porque la librería de un hombre es también su retrato, y tan fino que no pueden igualarle ni los pinceles más exactos ni la pluma más penetrante y fiel del mejor biógrafo. Los libros que cada cual escoge para su recreo, para su instrucción, incluso para su vanidad, son verdaderas huellas dactilares del espíritu, que permiten su exacta identificación. El hombre de una cierta importancia social debe recibir siempre en su librería, modesta o magnífica, porque nada da, al que va a visitarle, idea más cierta de lo que es y de sus posibles reacciones. Por eso, cuando entramos en una casa por vez primera, de un modo instintivo nos dirigimos a los libros, mientras llega su dueño. Para un espíritu avisado, el examen rápido de los títulos, del número de los volúmenes, de su apariencia de su uso o virginidad, del orden o tumulto de su disposición, el gusto y primor de las encuadernaciones y mil pormenores más, todo ello, suministra, a veces, en una simple ojeada, más datos sobre el hombre que vamos a conocer que cuantos antecedentes sobre su personalidad nos hayan proporcionado los informadores. Los maestros sabemos también que nada nos enseña sobre las íntimas cualidades del estudiante como el examen de sus libros: cuáles son y cómo están. Recuerdo siempre a uno de los que lo fueron míos, que solía sacarnos del bolsillo el libro que llevábamos, no siempre de estudio; y mientras los examinaba, con la mejor gracia nos decía: «No es mala educación, sino obligación de maestros.» A veces nos molestaba su libertad; pero luego he comprendido su certera razón.

Y, en efecto, nada pinta a Don Gaspar de Guzmán como estos libros escogidos por él, cuidados por él, y, sin duda alguna, solaz de sus preocupaciones públicas y familiares, consejeros de sus decisiones y acaso responsables alguna vez de sus errores políticos. Eran, según el catálogo de Alaejos y Ángulo, unas 2.700 obras impresas y 1.400 manuscritos: bastantes para aquellos tiempos en los que las bibliotecas de los ricos no podían alcanzar, ni remotamente, la copiosidad de cualquier modesto aficionado a libros actual. Predominan los idiomas latín y toscano. Notase el sentido de mando del dueño en las minuciosas instrucciones para la colocación de los volúmenes y modo de hallarlos. La suntuosidad y orgullo de casta, en la encuadernación lujosa, con las armas de la Casa en las tapas[321]. Su carácter estudioso y poco amigo de la vana literatura, pese a sus aficiones juveniles y a sus amistades con artistas, se advierte en la elección de las obras impresas; casi todas son de Historia, Viajes y Política, más los libros de Teología y Religión. Lo mismo se desprende de los manuscritos, entre los que destaca la colección de «Cartas»: de mujeres, de Papas y cardenales, de frailes, de «la Compañía», de Emperadores y Reyes, de hombres doctos y, finalmente, «de locos», con los que, como todo hombre público —pero él muy especialmente— tuvo trato frecuente, y más en aquellos tiempos, bajo la forma de los arbitristas, hechizados y hechiceros.

Era, en suma, la suya una biblioteca de estudio, casi exenta de novelas, caballerías y versos. Los libros, sin duda, preferidos eran los de historia clásica, porque en la actitud megalómana del Conde-Duque frente a los sucesos de su tiempo, frente al concepto de la España futura y frente a su propia personalidad hay una clara influencia de las sentencias y de los hechos de los personajes antiguos. Por ejemplo, nos refiere el Conde de la Roca que una vez que recomendaron al primer ministro a un determinado individuo para ocupar el cargo que otro, por inmoralidades, había dejado vacante, respondió, imitando a Galba, que «en vano habría salido la República de Nerón, si entraba en Otón»; y podría recogerse otras muchas frases dignas del mismo comentario. Esto lo advirtió ya en su tiempo el hombre quizá de más aguda penetración psicológica entre los que trataron con intimidad al Valido; me refiero a Don Francisco Manuel de Meló, al que no en vano la perspicacia de Menéndez y Pelayo designó como maestro insuperado en el retrato de las almas, y al que, no en vano también, trajo como testigo de excepción de sus juicios sobre los hombres de la época, Cánovas del Castillo. Dice en sus Epanaphoras[322] el admirable y complicado Meló, cuya historia aún no se ha hecho con la minuciosidad que merece, estas palabras sagacísimas: «Los libros políticos e históricos que leía Olivares le habían dejado algunas máximas desproporcionadas al humor de nuestros tiempos; de donde procedía intentar a veces cosas ásperas sin otra conveniencia que la imitación de los antiguos; como si los mismos Tácitos, Sénecas, Patérculos, Plinios, Livios, Polibios y Procopios de que se aconsejaba no mudaran de opinión, viviendo ahora, en vista de las diferencias que cada época impone a las costumbres y a los intereses de los hombres.» No se olvide que el historiador hispanoportugués era, aunque culto, hombre de acción, más atento a aprender las lecciones de la realidad que las de los comentaristas: su Guerra de Cataluña comienza así: «Aquí no hallarás citados sentencias o aforismos de filósofos y políticos: todo es del que lo escribe.»

Es, pues, por de pronto seguro que, como Cánovas apunta[323], «el Conde-Duque, bibliómano insaciable, que acertó a poseer una de las más célebres librerías de España, no se contentaba, cual muchos, con verla por el forro»; era lector y no mero coleccionista de sus libros. Puso en este afán la misma idea de avasallar, de que lo suyo fuera lo mejor y lo más lujoso, tan propia de su psicología. Y propio de ésta es también la tendencia a imitar a los grandes personajes de la antigüedad. No es justo Meló al considerar esta actitud de imitación clásica como anacrónica, pues es modalidad muy común en los dictadores, aun en los muy posteriores a Olivares: recuérdese sólo a Napoleón y, ahora, a Mussolini, preocupados también en sus gestos, palabras y hechos de imitar a los clásicos.

También era muy copiosa la librería olivarense en geografías y mapas. Dice el Conde de la Roca que se «hacía traer de todas partes» las más preciosas cartas y planos; y los estudiaba con tanto cuidado que «a soldados envejecidos en Flandes ha dado a conocer riberas, antiguos puertos y los escollos en uno y otro mar»[324]. Los libros de estudios y los mapas ocupaban por entero una pieza especial que él llamaba «la cuadra del obrador u oficio».

Cómo se formó y cómo acabó la biblioteca

De alto interés es el estudio del origen de la biblioteca del Conde-Duque. Sin duda, gran parte de sus libros eran heredados de su padre, el embajador papelista. Otros, los adquiría de librerías deshechas, como la del Doctor Casanate, antes citada. Consta con certeza que compró gran parte de la magnífica colección de manuscritos griegos y latinos que perteneció al humanista toledano Alvar Gómez de Castro. Otros los adquirió de la biblioteca de Jerónimo Zurita, que éste había legado a la Cartuja Aula Dei[325]. Los cambios rápidos de fortuna y los embargos y expolios, frecuentísimos en una época de tanta agitación, debían de favorecer la formación de grandes núcleos de libros a quien poseyese dinero y poderío. El autor de las Nuevas de Madrid nos dice una vez, cuando el embargo de los franceses, que «por más barato despacharon los alguaciles las [librerías] de la calle Mayor, que eran de franceses, vendiendo por un pedazo de pan libros de mucha estimación»[326]. No dejaría el Valido de aprovechar estas ocasiones.

Otros muchos papeles los adquirió por medios, si no indignos, denotadores, por lo menos, de un evidente abuso del Poder. Hay, en efecto, una cédula real de 1625, en la que manda el Soberano «que el Conde de Olivares, Duque de Sanlúcar la Mayor, tenga en su poder los libros y papeles de diferentes materias que S. M. le ha mandado y mandare entregar y él ha recogido y recogiese y los deja vinculados en su casa para que se guarden en los archivos de ella o donde lo dejase dispuesto»[327]. Refrenda a esta cédula, otra de 1632, en la que amplía, especifica y perpetúa este derecho, realmente abusivo, del Valido para hacerse dueño de cuantos papeles le interesasen[328]. Amador de los Ríos nos cuenta que era ésta costumbre ya establecida por los ministros bibliómanos de épocas anteriores, y, así, en casa de Don Rodrigo Calderón se encontraron, después de su muerte, multitud de documentos sacados de varios Archivos que formaban colección copiosísima, a costa del Estado[329]; pero la intensidad de la captación de Olivares pudo, en justicia, ser calificada de «usurpación escandalosa», sin otra atenuante que la de que, en aquellos tiempos, los documentos públicos se perdían con facilidad y el adscribirlos al mayorazgo de una Casa que se creía eterna facilitaba, en cierto modo, su conservación.

En estos libros buscó y halló distracción en sus preocupaciones y motivos con que justificar sus hechos. En ellos encontró también inspiración para defenderse de las desgracias, pues el título del famoso Nicandro con que trató de reivindicarse a poco de caer de su valimiento está tomado en algunos de los volúmenes que manejaba[330].

Había en sus estanterías bastantes libros de Medicina, denunciadores de que su curiosidad se extendió, como es tan frecuente en los espíritus ávidos, a esta rama de la ciencia, en la que todo ser humano está por fuerza interesado y en la que apenas hay quien no se precie de saber algo. Las enfermedades suyas y las de los que le rodeaban debieron excitar su interés de informarse directamente; y, sin duda, la hipervaloración de su persona le debió llevar a hacer de estos textos un uso tan poco mesurado como el que, en lo referente a la política militar, nos denuncia Meló. Tal se desprende de estas palabras de Novoa: con ocasión de la enfermedad del Rey, en 1626, Don Gaspar, que estaba también indispuesto, llamó a su cuarto al médico de cámara, Doctor Polanco, para que le informase de la regia salud; y dice el cronista: «Estaba herido el doctor, como los demás, de que en algunos lances de la Junta sobre la enfermedad había [el Conde-Duque] escaramuzado con él, porque no quedase esto sin subsidio, que hasta de lo que no sabía, se quería hacer dueño»[331]. Por todas partes encontramos, pues, la misma huella de valoración excesiva de la personalidad.

Fue su bibliotecario Francisco de Rioja; y a poco consiguió el ministro, émulo del Rey, que el gran poeta lo fuera también de la biblioteca del regio Alcázar[332]. Ejerció también este cargo en la Casa de Olivares Don Juan Fonseca[333]. Pero el autor del índice fue el Padre fray Lucas de Alaejos, que hacia 1624 recibió este encargo e «hízolo a satisfacción».

La importancia que a su biblioteca daba el Conde-Duque está consignada en su testamento de 1642, cuyas cláusulas 27 a 30 copiamos en el Apéndice XI.

Aun teniendo en cuenta el tono desmesurado, anormal, de todo este testamento, síntoma el más significativo de la indudable tendencia delirante del Conde-Duque, sorprenden especialmente los párrafos copiados por la desentonada valoración que hace de sus libros. Por excelente que fuera —y lo era— la librería, y por grande y honrosa la estimación en que la tenía su dueño, no se justifica el dedicarle tan desmesurada atención en el testamento. En él dispone de su Casa y de España, como si el futuro dependiera de su albedrío; y a ese futuro ligaba, igualmente, sus impresos y manuscritos. El destino dio bien pronto una dura lección a la soberbia de estas disposiciones, tanto en lo político como en el nimio asunto de la biblioteca. Todas las previsiones y ordenanzas para que sus libros se conservasen intactos se desvanecieron. Ya en el mismo testamento hay, al final, una cláusula, la 160, que anuncia que ciertos trastornos ocurridos en el Patronazgo de San Jerónimo de Sevilla, le obligan a que quede la librería en Loeches. Y a Loeches fueron los libros, desde Palacio, «recogidos en cien grandes cajas»[334].

El testamento de la Condesa viuda daba otro destino a la lucida colección, repartiéndola en diferentes conventos y mandas. Y con esa facilidad para volar que tienen los libros, como no se les sujete y encierre, al poco tiempo se habían dispersado por toda España y por el mundo, como se explica en el Apéndice X.

Esto es lo que puede decirse de la biblioteca del Conde-Duque de Olivares, índice de su cultura y huella exacta del perfil humanista de su espíritu; pero síntoma también de que, hasta en el terreno austero de la erudición, su vanidad no tenía tope ni continencia. Quiso dejar a la posteridad una biblioteca que eclipsase a la regia y perpetuase la fama de su erudición. Mas el destino hizo que se evaporase cuanto había, en la espléndida colección, de vanagloria; y que sus volúmenes, aislados o en grupos pequeños, como un ejército derrotado, vestidos aún con los blasones de su antiguo linaje, fuesen a llevar su mucha o poca enseñanza por España y por el mundo, para bien de los que sienten el santo anhelo del saber, que iguala, en verdad, a todos los hombres[335].