El mito del intelectual
EL magnífico espíritu liberal del siglo XIX, a cuyo generoso impulso debe tanto la evolución moral de los hombres, a pesar de sus pecados que ahora purga duramente, tuvo, entre otras, dos banderas: el odio al tirano y el culto al intelectual. Cuando el liberal revisaba la historia del mundo, estos dos sentimientos dieron carácter inconfundible a su crítica, y muchas veces falsearon la verdad. Esto ocurrió al topar con la época de los Austrias. Y, precisamente, el momento representativo, el que dio aureola popular a la condenación de la época, fue aquel en que el tirano, el Conde-Duque, encarcela y atormenta a quien, incluso entre la plebe española, representa de modo más genuino a la intelectualidad: a Don Francisco de Quevedo[220]. La realidad es, sin embargo, distinta, y sobre esto me propongo discurrir en el presente capítulo, aprovechando los datos conocidos, y sobre todo los epistolares[221].
Hoy sabemos que el Conde-Duque de Olivares, lejos de ser un tirano cerril, fue hombre de vasta ilustración, amante de las letras, pagado de proteger a los que las cultivaban, y entre ellos a quien, como Quevedo, pasaba justamente por uno de los ingenios más altos de su tiempo. Sabemos también que Quevedo no fue el espíritu independiente, incorruptible y heroico defensor de las buenas causas que, como contraste con Olivares, nos han querido pintar. La primera inexactitud de la leyenda que pasa por historia es que el Conde-Duque perseguía a Quevedo para atraérselo, y que la negativa altanera de éste fue la causa del rencor del Privado. Se debe esta inexactitud, principalmente, a un erudito de tanta autoridad como Fernández Guerra[222]. La verdad del comienzo de sus relaciones, estudiada en las cartas, enseña que, como era lógico, fue Quevedo el que buscó la protección de Olivares.
Amistad de Quevedo y Olivares
La primera carta que conocemos del poeta (LIV-A), dirigida al Valido, está fechada en Torre Abad, donde aquél estaba preso —y no, claro es, por Olivares ni por primera vez— el 5 de abril de 1621, es decir, en cuanto supo que había muerto Felipe III y subido al trono su hijo, bajo la privanza del Conde. Le enviaba con la misiva la Política de Dios y Gobierno de Cristo. Es una carta elogiosa, en la que pide su libertad y con la que trató de ganarse la voluntad del flamante ministro; pero noble, llena de sincera esperanza en las condiciones de aquél; al que advierte que el libro que le envía no «ha de recatarle severas verdades, desapacibles a otro espíritu menos generoso». En otra misiva, en julio del mismo año, insiste en la petición de libertad[223].
El Conde-Duque, sensible a todo hombre de letras que le buscara, atendió a Quevedo, y éste gozó de la libertad y de la amistad del ministro.
En julio de 1624 le dirige a éste otra carta (LXVIII-A), dándole amistosos consejos sobre el tema desagradable de si los herejes deben ser quemados en público o en privado; en ella también «tira sólo a halagar al Privado» [Astrana][224]. De este mismo año es la Epístola al Conde de Olivares, en verso, hermosísima, en la que espera de él, con entusiasmo, la salvación de España y le compara con Don Pelayo. Y del año 1627, la comedia Cómo ha de ser el Privado, pieza increíblemente adulatoria, que más valiera a su fama no haberla escrito jamás[225].
La carta siguiente (CIX-A), de 1629, será mencionada luego. Acompaña al envío de unos versos de fray Luis de León y hace en ella los elogios, que se comentarán, al estilo literario del Valido.
Del año 1630 hay otra carta (CXXII-A) adulatoria, interesante porque se refiere a un libro que Olivares le mandó escribir, que envió a éste y que por su silencio interpreta que no le ha gustado. «Y pues V. E., Dios le guarde, por su grandeza a tomado este medio tan suave con mi ignorancia, le suplico sea servido de mandar que lo que yo escribí se me entregue, para que delante de la persona que me lo diera lo rompa y me asegure de que nadie lea mis disparates.» En su contestación (CXXIII-A) el ministro le dice: «No puedo yo decir que vuesa merced no escribe bien ni que hay otro que escriba ni tan bien»; flores, seguramente, más sinceras que las del poeta; y explica y excusa su silencio por algo que el manuscrito decía de Inglaterra; como ya se había hecho la paz con esta nación, «es menester, añade, mudarlo».
Tal vez el libro aludido en estas cartas sea el libelo El Chitan de las Taravillas, que al fin publicó Quevedo y en el que hace una defensa ardorosa de Olivares y del Rey y ataca a sus enemigos[226]. Lo calificó Lope de Vega de «lo más satírico y venenoso que se ha visto desde el principio del mundo»; y, en verdad, que, cuando en vez de defender, atacó al Conde-Duque, jamás llegaron a tanto su sátira ni su veneno.
Alude a estos sucesos Novoa cuando nos habla de que el Conde-Duque hizo «grande amistad con Don Francisco de Quevedo»; tal vez —insinúa el pérfido ayuda de cámara— por averiguar si era él el autor de algunos de los papeles que ya corrían en contra suya. Quevedo, en efecto, se puso al servicio del ministro, y pensando «que sacaría de aquí otro pellizco de dinero, como le sacó al Duque de Osuna, armó un librillo insolente en que satisfacía al Conde o respondía a las calumnias que le cargaban: indigno de juicio heroico ni aun de plebeyo». Que fuera este «librillo insolente» El Chitan o no, poco importa, pues debió de hacer varios el poeta, a sueldo del Conde-Duque, ya que —añade Novoa— «de todo tomaba el Quevedo la mano para responder y publicar por aquí sus escritos en librillos que, al parecer de juiciosos, eran tenidos por desatinados y llenos de disparates, más para el fuego que para la prensa; sin embargo, estaba de tal arte la cabeza [el Rey y el Valido] que le vi a pique de subir a secretario, él, que por su vida, estilo y blasfemias que sin cesar le destilaban por la boca, era más para ministro de los que introduce en sus obras [es decir, de la gentuza que crea en sus libros] que para cosa que debía tener el sujeto que conviene y de todas maneras es necesario al decoro y a la prudencia»[227]. La pasión de este hombre avinagrado contra Quevedo es injusta; pero a través de ella queda por cosa cierta que el gran poeta ponía su pluma, sin reservas, al servicio mercenario del ministro; por lo que éste no daría, en adelante, demasiado valor moral a su mordacidad cuando se volvió contra él.
Le hicieron, al fin, secretario del Rey en marzo de 1632, y el Valido le ofreció que entrase en el despacho de los negocios y luego la Embajada en Génova, que no aceptó «por el desasosiego que traen consigo semejantes materias»[228]; pero Fernández Guerra no podía aceptar esta explicación, inofensiva para Olivares, e insinúa, con total arbitrariedad, la de que Quevedo, «¿desdeñó unir su suerte con la del favorito, cuyas infames artes por engaitar al Rey eran escándalo del mundo?»[229]. Así se escribe la historia.
En las grandes fiestas, ya comentadas en este libro, que en honor de los Reyes organizaron en 1631 los Condes de Olivares, fiestas de alto copete literario, los personajes principales fueron Quevedo, con su colaborador Antonio de Mendoza, y Lope de Vega. Quevedo y Mendoza improvisaron la comedia Quien más miente medra más, perdida hoy, que fue muy alabada.
Las relaciones entre el poeta y el Privado continuaban en 1633, siendo cordialísimas, como lo demuestra la carta (CXXIX-A) que Quevedo escribe a la mujer de Olivares, en la que humorísticamente, y denotando gran confianza con la Condesa, pinta el modelo ideal de la mujer que quisiera para sí. Responde en esta epístola a las instancias de la dama, que era muy casamentera, para que dejase su soltería, como, en efecto, lo hizo el año siguiente; y, aparte de las bromas, la dice: «Lo que debo desear en una mujer para mi quietud, honra y salvación, es que haya crecido sirviendo a V. E. en su casa; que si ha sabido obedecer a V. E., no ha dote temporal ni espiritual que no traiga para mí, en sólo el nombre de criada de V. E.» Y no mentía, porque fue Doña Inés de Zúñiga, como diremos luego, ejemplar señora de casa. Por cierto que Fernández Guerra amputa estos párrafos de la carta, porque no conviene, claro es, a su tesis de altivo alejamiento de Quevedo de los Olivares. Todo lo contrario. Éste pensaba de la Condesa y del Conde lo que sigue: «Yo, señora, no soy otra cosa sino lo que el Conde, mi señor, ha deshecho en mí, puesto que lo que yo me era me tenía sin crédito y acabado: y si hoy soy algo es por lo que he dejado de ser, gracias a Dios Nuestro Señor y a su excelencia.»
Todavía el año 1636 las relaciones de Quevedo con el Poder público —es decir, con Olivares— eran tan excelentes que podía mandar a la cárcel a los que le atacaban, como se deduce de esta noticia: «Madrid, 25 de octubre de 1636. Don Luis Pacheco de Narváez está preso muy estrecha y apretadamente por haber compuesto y dado a la estampa una comedia en prosa que es una sátira atroz y continuo sarcasmo contra Don Francisco de Quevedo. Créese que es Don Francisco quien debajo de cuerda le hizo prender, si bien él lo niega fuertemente y animoso jura que en saliendo Don Luis de la cárcel, salga cuando saliere, le ha de desafiar luego y ha de matarle en desafío, por muy gran maestro de esgrima que sea Don Luis»[230]. Lo importante no es que fuese Quevedo o no el autor de la prisión, sino que su influencia oficial era tal que los comentaristas de la calle creían posibles tales venganza y castigo a una sola indicación suya.
Prisión de Quevedo
Es difícil enlazar ahora la situación de Quevedo por estos años con su súbita prisión al finalizar el año 1639. Justamente, observa Astrana que son estos años los más oscuros de su vida. Pero, como luego diré, lo poco que se sabe no induce a pensar en una actitud levantisca contra el Gobierno. Las cartas recién publicadas por Astrana nos demuestran que estuvo en su casa de Torre Abad desde el año 1635 hasta comienzos del 1639, con espíritu nada hostil y sólo con breves escapadas a la corte[231]. Por entonces sus enemigos, que eran muchos, le atacaban con violencia, hasta en público, desde el mismo púlpito[232]. Y hay que reconocer que en justa correspondencia a las constantes agresiones del poeta. La Santa Inquisición intervino en sus obras. Pero todo fue batalla de improperios cortesanos.
Hasta que un día viene, por razones ocultas, a Madrid, y la noche del 7 de diciembre de 1639 le vemos prender y conducir, en secreto, a una cárcel lejana. Ahora volveré sobre los posibles motivos del suceso; pero antes reanudaremos el examen de su correspondencia.
Desde su cárcel del convento de San Marcos de León escribe, en efecto, nuevamente (CLXXI-A) Quevedo al ministro, en octubre de 1641. Llevaba un año y diez meses preso. Es un memorial, patético y muy conocido: en él describe su «rigurosísima prisión, enfermo con tres heridas que, con los fríos y la humedad de un río que tengo a la cabecera, se me han cancerado y por falta de cirujano, no sin piedad, me las han visto cauterizar con mis manos»[233]. Este sufrimiento justifica las lisonjas que envía a la vez al Valido para ablandarle. Al año siguiente repite otra súplica (CLXXIII-A), que firma por él el canónigo Barquero, en la que describe de nuevo su miseria corporal, acusa a un falso amigo de su perdición y desea al Valido, lo que él sabía que deseaba más, la sucesión directa en los hijos y nietos de su vástago Don Enrique Felípez de Guzmán; encareciéndole atienda a su súplica, que ya no es la libertad, sino sólo el que se le mude «de tierra de prisión», mudanza que Cristo «concedió a gran número de demonios que se lo pidieron».
Tristísima queja, que indigna al leerla hoy y hace difícil la excusa de los que no la atendieron. Pero es indudable que para dar a cada cual, incluso a Quevedo, la culpa que le corresponda, será necesario rehacer con nuevas noticias y con nueva serena crítica el proceso de su prisión. Se dice y repite que esta prisión se debió a que en el año 1639, cuando el descontento contra el Gobierno de Olivares crecía como una marea amenazadora, Quevedo se decidió a enviar al Rey uno de los muchos papeles acusatorios en verso que escribió y circularon por entonces. Se dice también que logró poner el papel en la mesa del Rey, entre dos platos o envuelto en una servilleta, con la complicidad de los criados enemigos del Privado que en Palacio había. No se sabe exactamente cuál fue el verso acusatorio[234], lo cual demuestra la arbitrariedad de la noticia, que sólo se apoya en hablillas de la época. Y de aquí ha salido la leyenda: Quevedo se atreve valientemente a decir la verdad al Rey, y éste y su Valido, enfurecidos, le mandan desterrar.
El misterio de la prisión
Yo no soy, ni quiero ser, abogado defensor del Conde-Duque, ni los argumentos de mi somera erudición tienen valor alguno; pero me resisto a creer, sin más ni más, toda esta historia. En primer lugar, es poco verosímil que un hombre de la edad y de la autoridad de Quevedo tramase como hecho trascendente, exponiéndose él y exponiendo a sus cómplices, la travesura de enviar al Rey estos versillos, iguales a otros versos suyos, mucho más violentos, que corrían de boca en boca[235]; versos que el servicio de espionaje del Conde-Duque haría llegar prontamente a sus oídos y, los indiscretos mal intencionados, a los del Rey[236]. Pero, suponiendo que se decidiese el viejo escritor a hacer esta chiquillada, no corresponde al delito el aparato del arresto de su autor y la fiereza del castigo. Otros autores, modernos, como Juderías[237], creen que la causa de la persecución fue la Isla de los Monopantos, sátira en prosa contra el Conde-Duque y su camarilla, en la que los personajes se designan con anagramas transparentes (por ejemplo, el protagonista, Pragas Chincollos, anagrama de Gaspar Conchillos, es el Conde-Duque, etc.). Este escrito había sido redactado algunos años antes, pero aún no publicado, y circulaba manuscrito. Se dice que al registrar la vivienda de Quevedo, cuando le desterraron, apareció el original de la Isla, que le fue devuelto en 1645, al recobrar te libertad[238]. Leyendo esta Isla se comprende que es también pueril atribuir a ella las terribles represalias de la autoridad; es una sátira de las suyas, llena de burlas, entre metáforas, sin acusaciones concretas; y es seguro que ni el Rey ni su Privado le dieran, si la llegaron a conocer antes de su publicación, más importancia que la escasa que tiene.
El mismo Quevedo refiere su prisión, en una carta a Felipe IV (CXC-A), que coincide con las referencias de la época: estaba en casa del Duque de Medinaceli el 7 de diciembre de 1639 cuando, a las once de la noche, y sin previo aviso, entraron en ella dos alcaldes de Corte, y sin darle tiempo ni a recoger la ropa, le detuvieron, le registraron, «mirándole las faldriqueras y tomándole las llaves de su hacienda y papeles», y en una litera se lo llevaron, en el mayor secreto, a León, en cuyo convento de San Marcos quedó rigurosamente encerrado. Se dijo en Madrid que le habían degollado, desvaneciendo la especie el alcaide que le acompañó, Don Francisco de Robles, cuando regresó a la Corte y refirió que Don Francisco quedaba vivo, pero bajo «tres llaves» y para largo tiempo[239].
No; los cinco años de severa prisión no se debieron a estas travesuras. Ya por entonces se dijo en Madrid que la prisión obedecía a causas más graves. El testimonio de Pellicer, eco del sentir popular, es como sigue: «El vulgo habla con variedad [de la prisión del escritor]; unos dicen era porque escribía sátiras contra la Monarquía; otros que porque hablaba mal del Gobierno, y otros aseguran que adolecía del propio mal que el señor Nuncio y que entraba cierto francés, criado del señor cardenal Richelieu, con gran frecuencia en su casa»[240]. Luego se hablará del indudable complot que tramaban ciertos enviados secretos de Francia en Madrid, en el cual estuvo el Nuncio sospechado; y a eso se refiere la alusión de Pellicer. Hay indicios de que los hilos del enredo llegaron hasta lo más alto de la Monarquía. Y todo ello justifica la susceptibilidad del Gobierno, que hizo, por entonces, frecuentes prisiones de sospechosos; como también al siguiente año, cuando ocurrió la sublevación de Portugal.
¿Fue esta sospecha el motivo de la prisión? Bien puede ser; y, si no, otra de igual gravedad que la de conspirador. Cualquier cosa menos la inocentada del Memorial en la servilleta. Compruébalo el que fue también detenido y desterrado el Duque de Medinaceli, en cuya casa se encontraba Quevedo[241]. Éste, por entonces, tenía casa propia en Madrid, y el hecho de que no viviera en ella indica que se ocultaba. Pero sobre todo confirman la hipótesis de una culpa mayor que la de los versos, estos dos argumentos esenciales: primero, que Don Francisco, en todas las cartas que escribe desde la prisión de San Marcos o posteriormente al Conde-Duque, al Rey y a los amigos[242], y en muchas de las cuales alude a las posibles y por él ignoradas causas de su persecución, no se refiere jamás a la jugarreta del Memorial. Cuando invoca la piedad de sus perseguidores o habla con sus amigos de la injusticia que sufre, hubiera hecho la relación de su travesura, que sería su disculpa mejor[243].
La segunda razón es que el prisionero habla en algunas de estas epístolas de que fue delatado: «Persuádome de que alguno me delató y que fue mi más familiar amigo» (CLXVII-A). «Y de todo… ha sido causa un hombre exquisitamente malo, a quien defiende de padecer justicia el silencio de su nombre; quien disimulándose con el de amigo mío, dijo de mí falsamente lo que no es creíble» (CLXXIII-A). Ahora bien; si su delito fue poner cualquiera de aquellos dos papeles en la mesa del Monarca, ¿para qué era precisa la delación? ¿De qué le iban a delatar? ¿De que era el autor? Sin necesidad de soplo alguno lo hubiera adivinado el Rey al pasar los ojos por el escrito, pues entonces se adjudicaban al gran escritor no sólo lo que escribía y era hijo legítimo de su pluma, sino todo papel que aparecía no ya con vena satírica, sino con groseros insultos contra cualquiera. «Atribuíanse —dice Fernández Guerra— al señor de Juan Abad cuantos libelos circulaban.» Bien lo sabemos los que hoy encontramos dificultades, a veces difíciles de superar, al leer el montón de prosas y versos que vienen atribuidos, al buen tuntún, a Don Francisco desde aquellos días pasionales[244]. Es absurdo hacer intervenir a un amigo infiel para esta simpleza[245].
No tiene, pues, duda que, con razón o sin ella, se pensó que Quevedo estaba incurso en un grave delito, que ignoramos si se llegó a probar. Lo confirma el que la consulta de Don Juan Chumacero, presidente de Castilla, proponiendo en mayo de 1643, caído ya Olivares, la libertad de Quevedo, la rechazó el propio Rey, diciendo: «La prisión de Don Francisco fue por causa grave. Decid a Don José González que se acabe de ajustar lo que resulta de sus papeles y con eso se podrá tomar resolución»[246]. Habrá que averiguar cuál fue ese «gran delito». Pero, entretanto, deberá desecharse el cuento infantil del papel en la servilleta de Su Majestad.
Responsabilidad del Conde-Duque
Queda aún un punto por discutir, y es la responsabilidad que tuvo el Conde-Duque en la persecución de Quevedo. Si hacemos caso de la leyenda, la prisión de éste, por causa tan baladí, y su largo y penosísimo encierro, fue obra personal del Valido y muestra, la más llamativa, de su crueldad. Se lee todavía en algún autor respetable[247] que, al saber Olivares que el Rey había leído los versos de Quevedo, exclamó: «Estoy perdido»; y en relación con este miedo tomó su venganza. Asombra que algo tan simple haya podido circular como historia verdadera. Otros aseguran que el ministro, iracundo, juró que había de ver al poeta muerto entre grilletes; y esto tiene el fundamento de que el mismo Quevedo, después de libertado, lo recordaba, al comentar la noticia de la muerte del Conde-Duque. «Yo que estuve muerto en San Marcos viví para ver el fin de un hombre que decía que había de ver el mío en cadenas» (CCXXXVII-A).
No hay razón documental para negar que el Valido dijera estas palabras. Claro que lo sabemos por Quevedo, y a él, naturalmente, se lo contaron gentes que posiblemente no lo oyeron y que alimentaban la pasión, entonces, furiosa, contra el desafortunado ministro. Pero, dándolas por dichas, no pueden interpretarse más que como uno de los raptos de cólera de Don Gaspar, que ya sabemos que no iban seguidos de rencorosa venganza. Tenemos a qué atenernos respecto a la rectitud moral y a la falta de ansia persecutoria de Olivares, para no aceptar el comentario de uno de sus más conspicuos biógrafos al referir esta escena: «De esta suerte acostumbraba el Conde-Duque a tomar satisfacción de las ofensas que le hacían sus enemigos»[248].
Es necesario precisar cuáles eran esas ofensas. En los años que preceden a su prisión, la vida de Quevedo es, como se ha dicho, oscura y tranquila. Y, precisamente, las interesantes cartas recién dadas a conocer por Astrana, escritas a partir de 1635, nos demuestran, como he indicado también, que vivía ajeno a todo propósito agresivo contra el Valido. Todavía en mayo del mismo año de su prisión (1639) escribe: «Su Majestad atiende a todo con valor…, asistido del desvelo del señor Conde-Duque, que nos quita el miedo a todos» (carta XXXIII-N). En enero de este año le llaman con tanta urgencia a la corte el Rey y el Duque de Medinaceli (carta XXIX-N) que, contrariando sus precauciones invernales, obedece; y ya en Madrid no sabemos lo que hace, pero no hay noticia de que ofenda directamente a Don Gaspar. Que éste considerase como tales ofensas, dignas de cárcel y muerte y de propósitos de decapitación, los versos comentados, es ridículo: harto hecho estaba ya el Valido a insultos y ataques mucho mayores que los de estos papeles, no, por cierto, extraordinariamente virulentos.
Pero, además, Quevedo no tiene inconveniente, desde su cárcel, en escribir dos cartas al Conde-Duque pidiéndole misericordia. Desde luego no podía pensar que quien era ministro universal de la Monarquía iba a ser ajeno a su prisión; pero que no le creía causante personal de ella, se deduce del tono más que respetuoso, lleno de consideración, con que están redactadas. Yo prefiero creer esto a admitir en Quevedo la bajeza, impropia de su temple, de lisonjear así a un mortal enemigo. Tampoco alude el prisionero al Valido, en las misivas a sus amigos, lo cual pudiera explicarse por temor a que cayeran en manos de los confidentes de Olivares y agravasen su situación. Pero en las fechadas después de la muerte del tirano, en las que ya podía juzgarle con libertad, se hace eco del regocijo de todos por verle desaparecido (y esto da mayor valor a mi argumento), pero no le achaca claramente, como sería natural, sus torturas de San Marcos; y eso que las conservó en el recuerdo y en la carne, tan vivas, que en muchas ocasiones vuelve, con palabras casi idénticas a las de los primeros días, a referir las incomodidades del calabozo, el encono de sus heridas y su angustiosa soledad[249]. Podrá achacarse a mansedumbre y elevación de espíritu del ilustre prisionero; pero no eran éstas las virtudes a que nos tiene acostumbrados.
Me parece, pues, indudable que el Conde-Duque intervino desde luego, porque era su obligación, en la prisión de Quevedo; pero no por venganza personal, sino por alguna razón de Estado que desconocemos todavía pero que quizá no sea imposible llegar a averiguar. La rabiosa tenacidad de Olivares contra Quevedo, es puramente legendaria. El biógrafo Tarsia dice que «hartas pruebas existen de que el Valido más quiso honrar que juzgar a Don Francisco de Quevedo»; y añade que al recibir el memorial de súplica del prisionero, ya mencionado, dispuso «que se fueran disponiendo las cosas con más blandura»[250].
Responsabilidad del Rey
En cambio, parece muy clara la participación personal del Rey en estos lances contra el poeta. Lo demuestra que Don Felipe encargara parte de su ejecución al arzobispo de Granada, y éste se entendió con el Rey, sin intermedio del Conde-Duque[251]. Pero, sobre todo, es importante anotar que el Valido cayó en enero de 1643 y todos sus enemigos fueron inmediatamente libertados y reconfortados con el perdón o con gracias nuevas; menos Quevedo, que sigue en San Marcos hasta el mes de junio; y cuando Chumacero pide su libertad, el Rey —ya sin Olivares— la niega, como se ha dicho. Tuvo el presidente de Castilla que vencer con sus informes «la resistencia del Príncipe», escribe el mismo Fernández Guerra. Y ya libertado, en Madrid, pidió audiencia al Rey, y éste no le recibió, con gran amargura del ex cautivo[252]. Fuera un hipotético delito de mayor cuantía, fuera simple irritación por los versos, lo indudable, pues, es que el Rey era el autor principal de la persecución; y que esta vez, y una vez más, el Conde-Duque sirvió, ante el pueblo y ante la posteridad, de pararrayos de los errores regios.
La gloria intelectual de Quevedo es inatacable. El rigor de los que le persiguieron, cualquiera que fuese su delito, es para nosotros indefendible: pero excusable en aquella época en que el talento era apreciado y protegido por los grandes ministros, poco más que las gracias de los bufones. La vida del poeta fue, como dice su biógrafo Tarsia, «una continua milicia»; y él sabía las consecuencias de este militar continuo en la Corte. Cuatro veces estuvo en prisión y él mismo se lo recordaba al Rey, desde la cárcel, considerándolo como suceso casi fatal[253], quejándose de sus achaques físicos mucho más que del motivo del encierro. Él mismo, como sabemos, había influido para mandar a la cárcel a los que, a su vez, le atacaron. Y el pueblo, que nos transmite, a través de los Noticieros y Avisos de la época, su profunda impresión si se detenía o desterraba a un general o a un título de Castilla, apenas se conmovió durante los cuatro años del cautiverio del escritor, viejo, glorioso y ulcerado. Se indignan las conciencias de hoy, no las de entonces, porque es el mundo cada vez mejor.
Lo malo —no nos cansaremos de repetirlo— lo malo no fueron, pues, tales o cuales gobernantes; lo malo era la época. Y no bueno, hay que decirlo, no muy bueno fue Don Francisco de Quevedo. Sus pasiones eran terribles. Él mismo se confesaba envidioso. Pasaba con ligereza lamentable desde la adulación a los personajes poderosos a una mortal enemistad, según cuál fuese la cuantía de lo que le daban[254]. Y aunque todo se borra ante su genio, el historiador tiene que recordarlo cuando se trata de juzgar en su relación con él a los demás hombres de su época.
La ferocidad del Conde-Duque es, pues, una leyenda que tampoco puede sustentarse en la persecución a Don Francisco de Quevedo[255].