10. Las calumnias

La supuesta codicia

HAY que separar los defectos estudiados en el capítulo anterior, innegables, de otros —defectos y malas pasiones— que se atribuyeron, sin razón, al Conde-Duque y que vamos ahora a considerar. Una de estas acusaciones arbitrarias ha sido la de la codicia e inmoralidad en el atesoramiento de riquezas. Cuando alcanzó Don Gaspar la privanza, la bandera política que le hizo popular fue la lucha contra los despilfarros en provecho propio de los ministros del reinado anterior, personificados en el Duque de Lerma, cuyo apetito de dinero no tenía límites; y entre los ministros de segunda clase, en Don Rodrigo Calderón. A propósito de este desdichado, están muy bien expuestas y comentadas en el libro de Ossorio[195] las increíbles concupiscencias de los cortesanos de Felipe III, la debilidad de éste para tolerarlas y la ausencia de sentido moral de la sociedad entera. Los primeros decretos de Olivares, acogidos con aplauso general, fueron para castigar, en lo posible, a los principales saqueadores y para garantizar que en lo futuro la rapacidad no se repitiese. En este ímpetu moralizador cayó la cabeza de Don Rodrigo Calderón. Pero no fue todo persecución personal; se revisaron las gracias hechas por el Rey muerto, aquel a quien Olivares se atrevió a calificar de manirroto, disponiendo que las que no hubieran sido justas volvieran a la Corona; se redujeron los emolumentos y gajes de la mayoría de los cargos; se disminuyó a lo justo el personal de la servidumbre palatina y de los secretarios; y, en suma, se propuso e inició una profunda obra de saneamiento o de «reducciones» como las que hoy mismo vemos emprender en todos los países.

Que fracasó esta obra es evidente, como fracasan siempre los intentos de moralización por decreto. Y al cabo de unos años —como pasa siempre también— las mismas culpas de derroche y latrocinio que se achacaban al gobierno de Lerma, caían ahora, con fuerza renovada, sobre la reputación de Olivares y de sus ministros. Y, al fin, cuando terminó la privanza del Conde-Duque, una de las principales acusaciones que recayeron sobre él —y desde luego la que más eco tuvo en el ambiente popular— fue la de la acumulación indebida de riquezas y prebendas pingües, en su persona y en la de sus parientes y amigos.

Los libelos aparecidos a su caída son, a este respecto, implacables. La versión «Quevedo», de Guidi, computa en 452.000 ducados anuales el importe de las mercedes recibidas por el Valido; la versión «Carreto» reduce la cifra a 448.000 ducados; y en la diversa asignación que hacen a una misma partida se ve que las cuentas se hicieron como se quiso[196]. Otra acusación de la época calcula su renta en 100.000 ducados al año. Me parece menos expuesto a error tomar los datos del más serio de los papeles de acusación, el que firmó Don Andrés de Mena, muy duro, pero razonable[197]. Este criterio acusa al Conde-Duque de las enormes sumas invertidas en los salarios y gajes de la burocracia creada por él con el nombre de Juntas, pecado cierto y cuya ligazón con todo régimen dictatorial se ha explicado antes. Acusa a los ministros de lo bien pagados que estaban: 20 a 30.000 ducados al año, mientras en Palacio reinaba la escasez, hasta el punto de que «ha habido noche que a la Reina no se le ha podido servir de cena más que jigote de carnero, ternera y cabrito». Mena estaba, sin duda, inspirado por los Grandes, y en su alegato se transparenta bien la mortificación de éstos por ver su lujo superado por el de los ministros, gente no noble; y, así, leemos: «En tiempo del abuelo de Su Majestad ningún presidente tenía más de un ciento de maravedíes de salario, ni el consejero más de medio, y venían al Consejo en unas mulas con su lacayo, teniendo en sus casas unos guadamaciles y lienzos de Flandes que costaban a seis reales; y ahora tienen las caballerizas más cumplidas que los Grandes y tantas salas de tapicerías ricas, que no son tales las de V. M., de suerte que ellos son los Grandes.» Al historiador actual le parece, desde luego, absolutamente justo que al lado del derroche de ayudas, encomiendas y emolumentos de todas clases que se asignaban a los nobles, muchas veces sólo por serlo, se pagase bien a ministros y consejeros que trabajaban por el país y cuya buena remuneración era la mejor garantía de su independencia. Pero ya entonces existía entre los españoles la funesta manía, que aún perdura, de que las funciones públicas y de gobierno deben ser poco menos que gratuitas y que el político mejor es, con exclusión de todos los demás, el más pobre.

El propio Olivares, desde El Nicandro, contestó gallardamente a este cargo, diciendo que los ministros deben tener la mayor dignidad, y que es doctrina no de él, sino de Felipe II.

Mas cuando Mena llega a los robos del Conde-Duque, se escurre entre retóricas y citas clásicas; reconoce —con frase que se ha repetido mucho— que «se dice que ha sido limpio en recibir de particulares», y reduce su acusación al siguiente vago apostrofe: «¿Pero de qué se ha hecho la gran fábrica del convento de Dominicas Recoletas de Loeches y los riquísimos homenajes, si cuando entró al valimento no tenía un real[198] y su mayorazgo lleno de acreedores? ¿De qué compró Sanlúcar de Alpuchín y Castillejos de la Cuesta y todo lo demás que ha acrecentado? Esto no se hace por ensalmo.»

La defensa del licenciado y fiscal Bolafios contesta a estos cargos diciendo que «la limpieza de manos del Conde la han admirado sus enemigos mismos», y que «veintidós años de puesto que han tenido el Conde y la Condesa, sin ensalmo ninguno y obrando como han obrado, son muchos más bastantes que para la fábrica de un convento y compra de la villa de Loeches y demás lugares acrecentados, que todos ellos se pudieran haber adquirido con solas las migajas que se desperdician en las Grandezas de Vuestra Majestad, sin haber gastado en esto los gajes y demás emolumentos tan justamente adquiridos»[199].

Resulta indudable que el Conde-Duque procedió con limpieza[200], aunque la limpieza de entonces no lo fuera para la moral de ahora.

Quiero decir que entonces no parecían inmoralidades actos que hoy nos lo parecen; o, por lo menos, indelicadezas, como el colocar en públicos empleos a todos sus parientes y el percibir los pingües beneficios económicos que le valiera no sólo su oficio de ministro único, sino todos los demás que ejercía, de los cuales, aun siendo copiosísimos, él mismo no se avergonzaba. En la hermosa carta escrita con motivo de la muerte de su hija[201] habla, como a su conciencia, de sus riquezas, con noble orgullo, como «de todo lo que han merecido y están mereciendo mis trabajos y desvelos». Y en El Nicandro, al ocuparse de estas mercedes logradas como premio a su abrumadora labor, escribe fieramente: «Grandes mercedes le ha hecho [a él] Vuestra Majestad; pero sin duda su generoso pecho entiende que le parecen pocas y que responderá lo que otros magníficos Reyes progenitores de V. M.: Pensé que le hubiera dado más.» Compara luego las mercedes y sueldos que ha obtenido con los que logró Richelieu —¡su eterna preocupación!— que fueron, en efecto, mayores «a pesar de que la fortuna del Rey de Francia no puede compararse con la del de España». Y al cargo del lujo de Loeches, responde: «¿Pero qué pinturas exquisitas adornan los cuartos del Conde, qué tapicerías riquísimas, qué joyas tiene de inestimable valor? A unos tapices viejos se llama rico homenaje y lo atribuye a cohecho. ¡Que no pueda un Conde de Olivares, primer ministro del mayor señor del mundos-tener unos tapices, comprar un par de lugares, aderezar una casa en Loeches, que labró un particular caballero, cuando le dejaron sus clarísimos ascendentes 60.000 ducados de mayorazgo!»

El lujo de Loeches fue, en efecto, una de las pesadillas de sus contemporáneos. Y la exactitud de la defensa del Conde-Duque se comprueba sin más que ir al histórico lugar y recorrer las estancias del famoso «Palacio», que, aunque desmantelado, conserva intacta su fábrica de un solo piso; y es, en verdad, de tan suma modestia que cualquier hombre oscuro de la clase media posee hoy una casa de campo mucho más amplia y lujosa que esta pobre construcción, sin un solo adorno, sin más lujos sobre las paredes encaladas que un friso vulgar de azulejos de Talavera. Entonces Loeches estaba lejos y no podían ir con facilidad los libelistas, que quizá creyeron de buena fe la historia de la espléndida mansión; mas los que hoy la mantienen, debieron hacer antes rápido viaje a la pequeña e histórica villa. Pero, desde luego, lo que más nos ilustra en este asunto es el testamento del Conde, en el que se advierte lo embrollado de su hacienda, que su fantasía hiperbolizaba quizá más que la de sus propios enemigos: lo más claro de su caudal son sus deudas. En este solemne documento hay una cláusula, que desmiente otra de las calumnias sobre Olivares: la de que a su sombra se enriquecieron sus criados, aprovechando la influencia omnímoda de su señor. Dice así:

«Al Rey nuestro señor le suplico se sirva de honrar así y favorezca a los criados que dejo, porque voy con algún desconsuelo de lo poco que les he ayudado y valido y con pena de su descomodidad; y déboles cuanto he podido en entender el amor y cuidado con que me han servido y el gusto que me han dado de no haberse valido en el puesto que he tenido y ocasiones que se suelen ofrecer»[202].

No cabe duda que el Conde-Duque recibió innumerables nombramientos, unos honoríficos y otros adornados de sueldo y emolumentos copiosísimos; mas para juzgar de estos premios a los servicios políticos hay que tener en cuenta la moral de la época, que en nada se parece a la nuestra. Así lo reconocen no sólo sus comentadores favorables, sino los adversos, como Silvela[203]. La ética de su tiempo está claramente expuesta en el siguiente párrafo que escribe un hombre de toda respetabilidad, como el Conde de la Roca y en elogio del Valido:

«Entre los negocios públicos no se descuidaba el Conde de los particulares de su casa. Deseaba engrandecerla sin que el Patrimonio ni la real Hacienda se defraudasen…, y así resolvió recibir todos sus medros de mano del Rey, pero no del Patrimonio real, porque así estaba en las suyas justificarlas mereciéndolas con servicios notorios de oficios.» El mismo sentido de época hemos de dar a los regalos de objetos de arte que recibía para adornar su casa[204], que han sido también muy aventados, no por los enemigos de su tiempo, que ni los más vehementes lo hubieran juzgado mal, sino por los historiadores actuales que no se sintonizan antes con la edad que relatan.

Los datos copiados en el texto y en las notas son, creo, suficientes para dejar demostrado que el Conde-Duque, errado y desgraciado en su vida pública, poseyó virtudes personales muy superiores a las de casi todos los demás personajes que llenan con él la escena política de su tiempo. Y acaso de estas virtudes sea justo encarecer ahora, sobre todas las demás, su honradez, porque era la que más tentaciones hallaba para no ejercerla en el ambiente de su tiempo y en su situación de todopoderoso. Por ejemplo, después de la victoria de Fuenterrabia, el Rey le abrumó de mercedes valiosísimas, que él, hundido en uno de sus baches melancólicos, rehusó; «sólo sin condición alguna» aceptó la copa de oro anual que a perpetuidad instituyó el Monarca para él y su familia. Este rasgo fue muy encomiado por sus turiferarios; Malvezzi lo comentaba en esta frase, de puro sabor de aquel siglo: «¡Felicísima Monarquía en que el Rey no se violenta sino para que se reciban grandes mercedes y no halla desobediencia sino para no recibirlas!»[205].

Fue, repito, honrado; aunque no fuera delicado ni austero para la sensibilidad nuestra, porque entonces era lícito buscar en el poder el bienestar y la riqueza. Olivares los buscó como premio público y legítimo a sus servicios y nunca por medios turbios y secretos. Fue, además, generosísimo en no cobrar sus propios emolumentos[206] y en devolver a la patria el dinero, en tropas y empresas, que él mantenía, cuando los demás lo ocultaban.

Yo he puesto especial empeño en deshacer esta leyenda en el caso del Valido de Felipe IV; tal vez como penitencia a haber creído con demasiada buena fe en los palacios y en las fincas adquiridas con el caudal del Estado por hombres públicos de mi tiempo, que luego supe con certeza que estaban tan pobres como antes de su poderío. Pero aún he querido dejar para el final el testimonio más importante. Cuando el Conde-Duque estaba ya desterrado en Toro y la lisonja era inútil, unos hombres cuya posición les pone fuera del alcance de toda sospecha adulatoria, los maestros Merino y Aguilar y los doctores Ramos y Hontiberos, en representación del Claustro de Salamanca, fueron a visitar al ministro caído, su antiguo colegial y rector; y le dijeron el acuerdo de la Universidad de poner al pie de su antiguo retrato una leyenda en la que constase su probidad. Estos maestros sabían que no sólo había llegado, como ellos mismos dijeron, «la hora de poder hablar sin lisonjas», sino también la de decir, ante la Historia, la verdad.

La leyenda de la crueldad

Mucho más interés tiene para nosotros la leyenda de su crueldad, porque aquí hay errores importantes que desvanecer a la luz de la crítica de ahora. La fama de cruel del Conde-Duque se inaugura con las medidas violentas que tomó al comenzar su privanza y, sobre todo, con la dramática sentencia de Don Rodrigo Calderón, Marqués de Sieteiglesias y Conde de la Oliva. Ya he explicado que aquellas persecuciones y esta muerte fueron la inexorable contribución de crueldad que todo dictador, cualquiera que sea su variedad y categoría, ha de pagar para ejercer su oficio; y más en este caso en que el anterior Gobierno era acusado públicamente de lenidad y de falta de energía en el castigo —y precisamente señalando el caso de Calderón—; y había que demostrar, al inaugurar el nuevo período, lo contrario. En la bondad con que, desde muy poco después, atendió el Conde de Olivares a los herederos del reo de la Plaza Mayor está implícito su verdadero sentimiento, que la razón de gobierno había, desdichadamente, ahogado.

Su historia ulterior demostró que si perseguía, y a veces con violencia, a sus enemigos, no fue un tirano sanguinario, ni mucho menos. Cánovas concluye que «si fue violento, no fue nunca cruel»[207]. Y este juicio, aunque de un partidario del Valido, coincide con el de sus enemigos más enconados; el libelo más implacable e injusto de cuantos salieron a su caída sólo puede decir de él esta frase (que horrorizaría a nuestro Don Miguel Unamuno): «sus obras fueron siempre crueles, aunque sin sangre»[208]. Si consideramos la dureza de las costumbres de entonces, ante las cuales las de ahora son, en el caso peor, juegos de niños, la conducta de este hombre, que tuvo, de un modo absoluto, el Poder en sus manos, y un Poder cuyos métodos habituales eran, en lo civil como en lo religioso, el tormento como preparación y las penas más refinadas como castigo, no puede ser calificada con dureza. Y desde la muerte de su hija extremó su tendencia a la crítica severa de su propia conducta y a evitar, por todos los medios, herir a nadie sin una estricta razón. Con su expresividad característica dice, por esta época, Giustiniani, embajador de Venecia: «aborrece los ejemplos de justicia demasiado severos»[209].

La reputación de dureza con que ha pasado a la Historia se debe, pues, principalmente a su humor, que era colérico con prontos fáciles de irritación, a los que seguía, casi siempre, una reflexiva bondad. Es éste el carácter habitual en los hombres de su temperamento, muy ligado al ansia de mandar, como ya demostró Huarte de San Juan, hablando de «el que quiere mandar en los demás y no manda en sí mismo». Novoa refiérese al genio duro con que trataba a los ayudas de cámara de Palacio, que acabaron por estar «más rendidos a la servidumbre y al imperio y saña del Privado que en las mazmorras de Argel»[210]. Pero esta violencia no la ostentaba sólo con los inferiores, sino con los más altos. El embajador Contarini lo juzga «a veces colérico e impetuoso fuera de toda medida», y añade que, incluso con los embajadores, como él, «se expresa, en ocasiones, con demasiada libertad y calor»[211]. Con los Grandes y nobles, a favor de la ya explicada prevención que les tenía, los momentos de cólera eran frecuentes. Uno muy característico es el que hubo con Don Antonio Sarmiento, hijo de nuestro embajador en Londres, Conde de Gondomar, al cual, habiéndole pedido una merced, le despachó de mala manera diciéndole que se la fuese a pedir al Rey de Inglaterra, de quien era tan amigo su padre; respondió con cortesía el pretendiente, y el Conde, a su vez, «con mayor coraje y demasías, hijos de su natural»; por lo que Don Antonio se fue iracundo a su posada y se creyó que todo acabaría en desafío[212]. Y con la misma familia real mostrábase a veces colérico, como puede verse en algunas de sus cartas al Cardenal-Infante, e incluso al Rey[213].

Quevedo describe así, en La hora de todos, estos raptos de iracundia del Conde-Duque: «Pues cógele la hora y revestido de furias infernales, aullando, dijo (a los que le adulaban haciéndole creer que un regüeldo era un estornudo): Infames, pues me queréis hacer en creyentes que es estornudo el regüeldo, estando mi boca en los umbrales de mis narices, ¿qué haréis de lo que no veo ni güelo? Y dándose de manotadas en las orejas y mosqueándose de mentira, arremetió con ellos y los derramó a coces de su palacio.» Se ve la realidad, tras la caricatura, y en ella salen tan mal librados los aduladores como el intemperante ministro.

Antipatía. Posible carácter epiléptico

Para juzgar el valor que se dio a estos arranques de mal genio hay que recordar lo que en aquellos tiempos de poder absoluto suponía para cualquier ciudadano una actitud violenta de los señores y ministros. Ahora el Poder está tan repartido entre jefes de Estado, gobiernos, representantes del pueblo, Prensa, etc., que la pérdida de «la gracia» de cualquiera de ellos encuentra refugio y compensación en los demás y permite al individuo una actitud de dignidad permanente, que los que añoran los tiempos pasados serían los primeros en echar de menos. Pero entonces el que perdía la gracia del Rey o del Valido, que le sustituía, estaba socialmente anulado. Un rapto de iracundia de un personaje, que hoy no nos afecta más que de momento, equivalía entonces a una sentencia grave y larga; y por eso leemos, a docenas, los casos de hombres de pro que morían de abatimiento al perder «la gracia» del señor[214].

La altanería y soberbia de Olivares le hacía poco reductible si los obstáculos no se allanaban ante él. Contarini le pinta como «tenaz en sus opiniones y consejos, no admitiendo fácilmente los de los demás y, muchas veces, no queriendo ni siquiera oírlos»[215]. Por eso, siendo aún muy joven, el experto Duque de Lerma le dijo una vez: «En V. E., señor Conde, no es domesticable la dureza.» Pero su buen natural y la tendencia fluctuante de su genio le desarmaban pronto, espontáneamente, y pasaba con igual facilidad de las cimas del furor a los extremos de bondad. La leyenda del criado antes referida, al que después de maltratar convierte en caballero de Calatrava, es muy significativa en este sentido. Pero, además de lo instintivo, había en él una reflexiva tendencia a dominarse que no se puede negar. No me refiero a aquellas bondades que exhibió en casos muy públicos, como cuando forcejeó con el Rey para que perdonase a unos que le habían querido matar[216], porque en estos casos la bondad, en los hombres políticos, puede ser aparente y venderse, quizá contra la propia inclinación, a cambio de la popularidad. Pero esto no reza con sus documentos íntimos, algunos ya copiados, que están llenos de la preocupación de perdonar, sobre todo, como he dicho, a partir de la crisis que produjo en él la muerte de su hija. Sus mismos contemporáneos lo advierten y encomian[217]. A veces, esta tendencia bondadosa alcanzaba límites de imprudencia cuando se refería a asuntos de gobierno. Cánovas anota muy justamente este defecto en sus tratos con hombre tan ilustre, pero tan poco de fiar, como Don Francisco Manuel de Meló: «La falta de rencor del Conde-Duque —dice Cánovas a este propósito— y su fácil confianza en los hombres corrían parejas con su súbita cólera, positivamente» [218].

Con ser estas cóleras y estas durezas en el retrato más aparatosas que eficaces, es evidente que tuvieron una parte importante en la repulsa que se creó en su torno y que tanto contribuyó a su caída y a su largo descrédito. Era, en suma, Olivares «antipático», y esta cualidad negativa anula, en el juicio de los españoles, las más altas y copiosas cualidades positivas. Con toda exactitud lo dice Francesco Córner, uno de los embajadores que de cerca le estudiaron: «La integridad del Conde, todos la declaran; su aplicación y su celo por ayudar y acrecer la grandeza de la Corona, ni sus mismos enemigos pueden negarla; lo que le hace molesto y odioso es la severidad de su trato y la singularidad con que gobierna»[219].

Cabe preguntarnos, antes de terminar este capítulo, lo que pudiera haber de patológico en estos rasgos, explosivos, de su furor. Recuerdan a los de su padre y a los de su tío, el que reñía sin razón con los que él consideraba sus émulos. Todo ello, unido a sus paroxismos de sobreactividad o de acabamiento, a su tendencia a las fugas y a la minuciosidad anormal de su carácter, dibujan los rasgos de la mentalidad epiléptica.

Por carácter de anormalidad fue, pues, violento, pero nada más. Y a esto debe quedar reducida, en verdad, la historia de sus crueldades. Y aquí terminaríamos el tema si no nos quedase por comentar el hecho que, entre todos los de su vida, ha servido de más firme base a la leyenda: su persecución a Quevedo. Pero como es asunto largo, merece capítulo aparte.