Extravagancia
NOS hablan los contemporáneos del Conde-Duque de un rasgo esencial de su carácter, que nosotros, espectadores lejanos de su vida, no podemos apreciar con nitidez; y es una cierta vena de extravagancia o acusada rareza, que debía de dar, en ocasiones, la impresión neta de la anormalidad. Y así Roca reconoce, a pesar de su amistad, que «su naturaleza era conforme a mucho de lo que se apartaba del común entender»; de aquí su afición a los arbitristas, que después comentaremos. «Podía mucho en él lo extravagante», dice otra vez. Y casi con las mismas palabras le define quien le conoció tan bien como Meló, el cual describe que «era el Conde-Duque de natural vanaglorioso y procuraba obrar por modos extravagantes»[172]. Siri llama «quimérico» a su humor. Contarini dice que «ama toda novedad y está siempre dispuesto a abrazarlas»[173].
También sobre esto, que es innegable, tenía que mentir la malignidad de sus enemigos, y uno de ellos, para dar idea de estas rarezas, cuenta que en el famoso «gallinero» que tuvo cerca de San Jerónimo, y que fue origen del Palacio del Buen Retiro, «él mismo daba de comer a las gallinas y cacareaba con ellas, y, cogiendo los huevos, hacía presente de un par de ellos ahora a un embajador y otras veces a otro por particularísimo favor; si bien después de muerta Doña Ana (que así llamaba él a una gallina blanca y negra, la cual tenía la pluma al revés de todas, a quien acariciaba mucho más que a las otras, y pérdida para él de más peso que la noticia de la rota del Casal ocurrida en su tiempo), comenzó a enfriarse el amor del gallinero»[174]. Otra señal de extravagancia, y esta certísima, era dar a los caballos los nombres de sus familiares y amigos, como luego se dirá.
Al mismo orden de rarezas pertenecen otros rasgos del carácter de Don Gaspar, principalmente su actitud astuta y recelosa, que le hacía desconfiar de todo y, al fin, creer en todo también.
Astucia
Que fue Olivares un hombre astuto es innegable, desgraciadamente para su memoria, pues es la astucia no cualidad, sino defecto, y de mala clase; hecho de desconfianza sistemática en los demás y de moral de pocos quilates. Era, es cierto, recurso necesario en aquel tiempo, y sin él se hacía muy difícil el navegar por las Cortes. Por eso, el italiano Contarini, al llamarlo «muy capaz y astuto», lo dice como quien inciensa[175]. Su propio padre se lo enseñó al educarle para cortesano; y Don Gaspar aprendió bien la lección; y es el recelo, más que el rigor, lo que aparece retratado en sus ojos, tan llenos de expresión en los lienzos de Velázquez. Habla Novoa de «sus manías y dobleces» en la vida de la Corte. Igual actitud cautelosa tenía en sus relaciones diplomáticas; en la Relación política, atribuida a un embajador veneciano, se dice, y el testimonio es de valor por venir de quienes eran maestros en el disimulo: «En el negocio es facilísimo en la apariencia, mas tan disimulado en la substancia que cualquiera queda burlado en las esperanzas y engañado en las promesas»[176]. Más expresivamente aún le describe Meló al referir la conversación que con él tuvo para darle noticia de los sucesos de Portugal. «Armaba —dice el portugués— lazos a mis palabras… Cuando el Conde-Duque veía en mí mayor cautela, que atribuía a insuficiencia, era cuando con mayor eficacia me inquiría, como acontece al confesor sabio con un penitente ignorante»[177]. En la junta celebrada por los consejeros de Estado en el aposento del Conde, en 1627, para tratar de la misión que del Rey de Francia traía monsieur Botru, el Marqués de Montesclaros dijo que el Conde-Duque estuvo muy bien en la entrevista, dando a los franceses la impresión «de que el Conde les veía las intenciones»[178]: ésta era siempre su aspiración. Hume comenta también la facilidad con que el Duque de Buckingham era engañado por la palabrería de Olivares; y Cottington, enviado a Madrid por Carlos I de Inglaterra para negocios importantes, escribía a Londres: «A pesar de todos mis conocimientos en esgrima, me ha sido imposible abordar [con el Conde-Duque] el punto principal.» A esto es a lo que en el mundo civilizado se ha llamado siempre diplomacia. Claro que cuando los hombres se entiendan con la verdad, desaparecerán los diplomáticos.
La política en carroza
Es curioso notar que el Valido usaba con gran frecuencia el coche como oficina y salón de embajadores, sin duda por buscar, en su recelo, un aislamiento mayor que no encontraba en los palacios. El coche era, por esto, parte esencial en la vida de este ministro. Luego veremos que en un coche estuvieron a punto de matarle. En el coche despachaba, con sus secretarios, gran parte de sus asuntos. Y para las negociaciones complicadas con los ministros extranjeros solía invitarles a pasear en sus coches, lujosos y solemnes, ya por el Prado, por la ribera del río o por los alrededores de Madrid, ya en largas jornadas con el pretexto de partidas de caza. La principal conversación de las negociaciones, cuando el viaje del Príncipe de Gales, ocurrió en un coche, en el que el Príncipe y sus consejeros Buckingham, Bristol y Astor, y Olivares con el Conde de Gondomar, aguardaban, a orillas del Manzanares, el paso de la familia real española. Aun ahora los ingleses recuerdan con molestia el arte con que en aquella errante conferencia supo el Valido engañar a sus interlocutores. Cuando las negociaciones con Cottington, siete años más tarde, en 1630, era ya Rey de Inglaterra aquel Príncipe, engañado en la carroza del Conde-Duque, y el mismo Conde-Duque, en su misma carroza, seguía turbando la buena fe del diplomático inglés. Cuenta éste que para la conversación decisiva le invitó Olivares a pasar un día de caza; pero, más político que cazador, «se olvidó de los halcones», y le tuvo todo el tiempo en el coche, sin dejar un punto el diálogo[179]. Una carta del Padre Sebastián González, en 1640, nos habla también de que «el miércoles pasado estuvo el señor Conde-Duque con el embajador de Venecia en el Buen Retiro: hablaron mucho tiempo a solas, porque los dos iban en carroza, a la que seguían otras dos o tres de secretarios y otras personas»[180]. Y, finalmente, en el relato de Sánchez Márquez de la conjuración de Medina-Sidonia, cuenta que, después de algunas evasivas, Olivares le llamó, «le metió en su coche y, solos, le dijo lo mejor que había de este negocio, de lo que hizo muchos espantos»[181].
Podrían multiplicarse las citas, que demuestran el papel que jugó el coche en la vida política del Conde-Duque. Como todo lo de su casa, era el carruaje de corte fastuoso: dorado, con guarniciones de cuero repujado, tirado por seis mulas magníficas y servido por cocheros y lacayos con lujosas libreas. Sus coches de campo eran igualmente buenos, lo que permitía hacer en dos horas el camino de Loeches, que eran cuatro leguas y media; como iban tres coches y se renovaba el ganado en el camino, se necesitaban 80 mulas para esta excursión, que repetía con frecuencia[182].
Cuando describamos la caída del Valido, veremos toda la importancia del coche en los incidentes dramáticos de su salida de Palacio; en las conversaciones que en Loeches tuvo sobre su porvenir; y, por fin, en su entrada en Toro, puerto final de su accidentada vida.
Se cuenta, y es fácil de creer, que su espíritu receloso le hacía rodearse de las mayores precauciones para no ser traicionado, aun en el coche, en sus delicados trabajos ambulantes. Y a esta preocupación del Conde-Duque se atribuye el que, por aquella época, dejara de ir el cochero en el pescante y se trasladase a una mula del tronco, desde donde, sin poder oír lo de dentro, dirigía el tiro [183].
Confidentes y espías
Consecuencia de su actitud recelosa era la necesidad de un «ministro confidente», en el que descargaba sus secretos y del que recibía los de la calle, cargo de extrema confianza, que desempeñaron, en distintos tiempos, el consejero Don José González, el protonotario Don Jerónimo Villanueva, el Marqués de Grana, el Marqués de Santa Cruz, Villahermosa y, por extraño que parezca, el sospechoso Don Francisco Manuel de Meló[184].
Ya dentro del Alcázar, en las regias habitaciones y de escaleras abajo, tenía a su disposición el Valido una nube de soplones y espías. Es pecado que el dictador no puede, aunque quisiera, eludir. Ya se ha dicho que fueron sus espías el mismo Novoa, después su enemigo implacable; Don Cristóbal Tenorio, y otros; se dijo también de Doña Juana de Velasco, la futura esposa de su hijo bastardo; del Duque de Medina de las Torres, su yerno[185], y no hay que decir que de su propia mujer. Los papeles acusatorios hablan de este punto con frecuencia. Novoa, que conocía el paño, escribía en 1626: «No sosegaba aquel ánimo inquieto [el de Olivares]; ponía espías en el cuarto del Rey y asechanzas a todos.» Y no lo niega su discreto cronista, el Conde de la Roca, si bien atenúa la falta asegurando que, por estos medios secretos, se informaba de las cosas mal hechas, pero nunca de los autores: parece tanta virtud, de la cosecha del apologista.
Debe tenerse en cuenta, no obstante, que entonces no había policía organizada y eran estos espías los que cumplían su misión. Cuando la impopularidad del Conde-Duque empezó a ser grande, llovían al Rey los papeles acusatorios, y el Valido tuvo que redoblar la vigilancia. «Entonces —dice Novoa— se abrían las cartas de los ordinarios y se esperaban los correos en los caminos de Portugal y Valladolid»[186]. La cautela con que se expresan los numerosos gacetilleros y autores de Noticias y Avisos hasta que Olivares cayó, demuestra que se escribía, aun privadamente, con verdadero miedo[187].
Esta indudable actitud recelosa en sus actividades públicas era, no obstante, compatible con la falta de disimulo de sus sentimientos, como les ocurre a los hombres de un temperamento apasionado. Los jesuitas le conocían muy bien, y uno de ellos, el Padre Cristóbal Pérez, escribía al Padre Pereyra: «No hay que suponer que sea disimulo del Conde [Olivares], porque el Conde nunca ha sabido disimular disgusto ni sentimiento»[188].
Credulidad de los arbitristas
Y es que los hombres que tienen fama y procedimientos de astutos suelen ser, por lo común, crédulos; y muchas veces la astucia es una defensa instintiva contra esa credulidad. Luego veremos hasta qué punto llegó esta credulidad de Olivares en el terreno religioso. En la vida política fue claro síntoma de ella su actitud arbitrista.
Daba, en efecto, el Conde-Duque beligerancia inmediata a todo arbitrista que se le presentase con planes, los más fantásticos que pudieran forjarse, para arreglo de los desastres públicos y singularmente de los monetarios. Esta clase de fe es muy común en los gobernantes que ejercen el poder personal. En todos los tiempos, las dictaduras coinciden con el florecimiento del hombre que con una simplicísima fórmula da la solución de lo que parecía insoluble. La explicación de esta coincidencia es sencilla: el dictador mismo tiene mucho de arbitrista. Como éste, suele el dictador ser un hombre al margen de la autocrítica, engendrador de pensamientos atrevidos, en cuya eficacia cree con plena fe, y los lleva a la práctica, sin cuidarse de la opinión de los demás, que tanto inhibe la acción del hombre medio. El actuar siguiendo este impulso interior y prescindiendo de la crítica ajena conduce, en la mayoría de los hombres, a una mortal caída. Pero cuando, por el contrario, este hombre audaz triunfa, se llena de la seguridad que da la sanción social. Ésta, mientras dura, significa que es el dictador y no todos los demás quien tenía la razón. Las fórmulas con las que el dictador triunfa suelen ser, por lo común sencillísimas: el dictador tiene siempre algo de representante del sentido común contra los artificios sociales, y de aquí el ambiente popular que casi sin excepción le rodea al principio. De aquí también su real eficacia en muchos casos, porque representa —igual en esto las revoluciones— una necesaria simplificación de la vida del Estado, pues el progreso crea, inevitablemente, una herrumbre de complicaciones inútiles, que llegarían a ahogarle y que sólo con la violencia, dictatorial o revolucionaria, se despeja. El dictador está, pues especialmente propenso a creer en el arbitrista, esto es, en el hombre que propugna fórmulas para la solución de los pleitos parciales de la vida estatal, de análoga simplicidad a los que él usa para resolver los problemas nacionales. Podría, en suma, decirse que el dictador es un arbitrista de los grandes problemas políticos, y el arbitrista, un dictador de los problemas pequeños y parciales.
Aun cuando era costumbre extendida en su tiempo, observamos, no obstante, una predilección especial en el Conde-Duque a utilizar como embajadores secretos para asuntos graves, incluso los internacionales, gentes anónimas, como frailes oscuros o galopines audaces. Y así, en 1637, vemos al Valido tratando en el Buen Retiro con un fraile Mínimo, el Padre Bachelier, que venía de Francia y decía traer poderes del cardenal Richelieu para ajustar paces con España. El autor de las Nuevas de Madrid dice que «todos los discretos le califican [al fraile] por insigne embustero y vendedor de humos y sin embargo, vemos que habla diferentes veces al señor Conde-Duque»[189]. La ligereza de la actitud de éste, frente a tales audaces, era, pues, notada de sus mismos contemporáneos.
De más categoría intelectual fue el gran pintor Rubens, que, como se dice en otra parte de este libro, tuvo el encargo del Conde-Duque de gestionar la paz con Inglaterra, con reprobación del Rey, menos amigo que su ministro de estas embajadas extraoficiales.
Miguel de Molina
A veces las maniobras de tales gentes eran de más oscuro jaez. No aparece, por ejemplo, enteramente limpia la responsabilidad de Olivares en un asunto tenebroso de la última parte de su privanza: el del célebre e infortunado falsificador Miguel de Molina. Era Molina uno de esos picaros, poseedor de habilidades y captador de simpatías, que no rara vez, y sobre todo a la sombra de los dictadores, prestan a los gobiernos sus buenos servicios. Había nacido en Cuenca (como otro famoso truchimán de su tiempo, Jerónimo de Liébana). Estudió con los jesuitas y luego en Alcalá; estafó, fue a galeras, y los moros le tuvieron cautivo; sirvió más tarde de contador en casa de un aristócrata, el Conde de Saldaña. Es decir, que practicó en las más diversas escuelas, donde se aprende la ciencia o la picardía. El 7 de febrero de 1640 fue detenido por el alcalde Quiñones, junto con el secretario del Nuncio, Don Lorenzo Coqui[190]. Reducido a prisión, fue juzgado por un Tribunal especial, presidido por el Duque de Villahermosa. De la acusación del fiscal resulta que incurrió en «crímenes de falsedad y lesa majestad, in primo capite, maquinando, suponiendo, juzgando, y falsamente fabricando las cartas, cédulas, decretos y órdenes que tiene reconocidos y confesado ser suyos, escritos de su letra y mano, en los cuales, además de maquinar contra la persona del señor emperador y de Vuestra Majestad y del Conde-Duque de Sanlúcar, su mejor ministro, y contra los ministros de mejor reputación y crédito y satisfacción de esta Monarquía; haciéndoles autores y perpetradores de intentos execrables y de tan perniciosas consecuencias a toda la cristiandad, como eran el disponer la muerte del Papa por modos violentos, y asimismo la del cardenal Richelieu». Entregaba Molina estas cartas falsas a los embajadores para que las cursaran como del Rey o de Don Gaspar, a sus gobiernos lejanos, sobre todo a Francia. Nada menos que 344 cartas, cédulas, decretos, etc., falsificados figuraban en el proceso.
Fue condenado, en 31 de julio de 1641, a que le despedazasen cuatro potros; pero Felipe IV, horrorizado de esta muerte, la conmutó por la de la horca, y a que el cuerpo del falsificador fuese luego hecho cuartos. El 3 de agosto se ejecutó la sentencia en la Plaza Mayor de Madrid, en la que entró el reo, con la barba crecida en la prisión y casi desmayado. Al pie de la horca, el jesuita Padre Andrés Manuel leyó la alocución redactada por Molina, en la capilla, el mismo día del suplicio, en la que, después de dar al Rey las gracias por la suavidad de la muerte que le deparaba, enumeraba sus engaños y estafas y se hacía único responsable de ellos[191].
Causó extrañeza que un pobre hombre, de vil condición, pudiera engañar, sin más que su astucia, a todas las Cortes del mundo; que se le nombrara, siendo tan bajo y vulgar, un Tribunal de Grandes, y que el jesuita leyese la intempestiva autoacusación. Nadie creyó que ésta fuese verdadera, y se pensó por todos que, en efecto, el desgraciado Molina había sido utilizado por Olivares y otros altos personajes para secretas y torvas maquinaciones, incluso la del intento de muerte de Richelieu, que admiten casi todos los historiadores. Y que el desdichado personaje fue muerto para que no pudiese hablar. El alcalde de Quiñones intentó justificar, en un libro, la prisión y castigo del truhán; pero el espectador actual, conociendo la afición de Olivares a esta clase de enredos, no queda del todo seguro de que la cuerda de la horca no ahogase, con la vida de Molina, algún secreto que era conveniente enterrar.
Papel sellado y alquimias
Las medidas financieras de Olivares para sacar dinero de la nada obedecieron, a veces, a este mismo criterio arbitrista; y en alguna ocasión fueron afortunadas, como la invención del papel sellado, que tuvo al principio la oposición de todos y, por fin, se universalizó. Es éste un típico caso de positivo acierto de una medida de arbitrista, que fuera de la dictadura hubiera sido imposible; porque nadie hace caso, en los tiempos normales, de las iniciativas de un cualquiera; y aunque se le oiga, la derriba la oposición popular y el consejo adverso de las gentes sensatas; y, sin embargo, en la vida, la utilidad de lo absurdo es, de vez en cuando, innegable.
Toda dictadura tiene en su haber algún éxito financiero, debido a esta colaboración de los arbitristas sin responsabilidad. El peligro está en el casi imposible discernimiento previo entre el arbitrista de buena fe, quizá genial, y el simple embaucador o el loco. Y así, vemos que el Conde-Duque acogía igualmente al inventor del papel sellado y a los dementes y rufianes que le ofrecían el dinero por un medio aún más simple, que era el de fabricarlo con tierra o con cualquier otra sustancia menos noble. Un pobre estudiante holandés estuvo tratando, bajo los auspicios oficiales, de convertir en plata pura una mezcla de plata y cobre; fracasó como es natural, y acabó con sus huesos en la cárcel. Más listo fue otro extranjero al que se concedió también laboratorio para sus experiencias en el mismo Buen Retiro, que aseguraba obtener la plata «de cosas muy viles». Como la transformación no iba por buen camino, huyó una noche con los 2.000 ducados que había pedido como material de ensayos[192]. No sabemos si será este mismo un tal Don Vicencio Lupati, que dos años después aparece preso en el alcázar de Segovia por haber ofrecido «hacer plata», y solicita de nuevo hacer experimento; pero, al faltarle, se hace llagas, maliciosamente, con «las aguas fuertes» que había pedido para su alquimia; por lo que se procedió de nuevo contra él[193].
Un año después se dio oídos, todavía, a un fraile carmelita que ofrecía hacer plata de cualquier otro metal; se nombró la correspondiente Junta, que formaba Don Lorenzo Ramírez del Prado, Don Francisco de Calatuy y el Marqués de Malvezzi; a ellos se unieron los dos plateros más antiguos de la corte. Hizo el Pater sus experimentos y los plateros declararon, bajo juramento, ante el Conde-Duque «que la masa del fraile no era plata ni nada»[194].
Por muchos que fuesen los apuros de la Hacienda, es incomprensible esta credulidad del Conde-Duque, y debe hacernos pensar otra vez en las evidentes anormalidades de su carácter. El mismo Rioja, su amigo y consejero, harto de estas pruebas disparatadas, se negó a formar parte de la Comisión, alegando «que cuantos presumían de hacer plata eran locos y que también lo eran los que creían que se podía hacer»; juicio en el que alude al Valido y que confirma que, como dijo de él uno de sus biógrafos, a Don Gaspar de Guzmán «le supo tratar con más verdades que lisonjas». Y otra autoridad en la materia, «el Doctor Moneada, el capón, tan conocido por sus arbitrios impresos sobre la restauración de España», publicó, por entonces, un papel ingenioso, demostrando que si se hallase el medio de hacer artificialmente la plata, imitarían el invento otros países, sobre todo los holandeses, y, entonces, «nuestras Indias no nos serían ya de provecho».
Podría multiplicarse este anecdotario pintoresco. Pero es más expresivo que él la sátira de Quevedo, refiriéndose a estas debilidades del Conde-Duque en La hora de todos y la fortuna con seso. Describe el todopoderoso ministro haciendo a un carbonero el panegírico de sus habilidades para convertir «en oro de más quilates y virtud que el natural el azufre, el hierro, el plomo, el estaño y la plata». «Hago —exclama— oro de yerbas, de las cáscaras de huevo, de cabellos, de sangre humana, de la orina y de la basura.» Pero el carbonero hace la crítica de los crédulos con esta respuesta al Valido arbitrista: «Yo vendo el carbón y tú lo quemas; por lo cual soy yo el que lo hago plata y oro, y tú hollín. Y la piedra filosofal verdadera es comprar barato y vender caro.» Filosofía muy de Quevedo: porque la piedra filosofal no es ésta de la compraventa ladina, sino otra más sencilla: trabajar.
La alusión del párrafo copiado más arriba a «las minas» se refiere a otro aspecto del arbitrismo de Olivares. Puso éste gran empeño en favorecer la explotación de las minas españolas, en las que su fantasía le hacía ver tesoros legendarios que remediarían fácilmente los apuros de las arcas públicas. En esto vio también claro el camino y turbia su meta; porque las minas son fuente real de riqueza; pero no abren su seno al arbitrista, sino al dolor y al sudor del trabajo humano; y aquellos antepasados nuestros, contemporáneos del Conde-Duque, no estaban dispuestos a sufrir y trabajar.