El poder por el poder
HE dicho antes que el ansia de poderío del Conde-Duque de Olivares no se satisfacía con la Grandeza de España ni con el torrente de honores que, tras ella, le proporcionaron su ambición y la bondad del Rey. Todo esto colmó una vanidad heredada, accesoria, de su espíritu. Él mismo confesaba «que había sido vano, hasta que con mandar cubrirle le curó el Rey de esta enfermedad»[162]; pero le quedaba por curar otra más grave. La Grandeza, como fin, estaba bien para los que pedigüeñaban los honores y el caudal adjunto y rehuían el trabajo y la responsabilidad del gobierno. Pero Olivares sentía, desde lo más hondo de su organismo, como uno de sus impulsos más eficaces, el afán de mando por el mando mismo, y a esto sacrificaba todo lo demás, incluso su fortuna y su vida.
No puede decirse, sin embargo, que en el Conde-Duque no hubiera, al lado de la pura ambición de dominar, un sentido y una capacidad de hombre de Estado. Tenía, como es sabido, un programa político concreto: la unificación de las regiones y reinos de España, para crear el sostén homogéneo de un Imperio potentísimo que hiciera frente, en nombre de Dios, al resto del mundo no sometido a su fe. Pero, como se observa tantas veces en la Historia, en Don Gaspar de Guzmán el mucho deseo de mandar no coincidía con las máximas condiciones de gobernante. No es raro que las grandes obras políticas las hayan realizado gentes sin ambición directora, a las que las circunstancias, mucho más que su voluntad, empujaron al timón de los negocios públicos. Como la mucha gula no es el mejor terreno para una buena nutrición y una excelente salud; como la lujuria extrema no favorece el bien de la especie, y como la codicia directa del dinero no siempre acompaña al genio económico, así también el apetito desordenado de mandar enturbia el juicio para la rectoría de los pueblos que, en los trances excepcionales, requieren, es cierto, ante todo, autoridad y firme mano; pero en los tiempos normales exigen tacto y discreción; y disfrazar, con la apariencia de mando, lo que es en realidad el gobernar, es decir, obediencia y adaptación al curso de las cosas.
Uno de los grandes defectos del Valido de Felipe IV fue, pues, el ser mucho más mandarín que gobernante; cuando lo que hubiera podido salvar a España —si aceptamos el hacer hipótesis sobre el pasado intangible— hubiera sido un hombre lleno de genial prudencia y de milagrosa habilidad para adaptar a las circunstancias nuevas la nueva Monarquía; que ya no podía ser la de Carlos V, en la que soñaba Guzmán, sino otra más humilde, menos imperial, fuerte por su fuero moral más que por el material poderío. Pero al Conde-Duque, a favor de los flujos de su humor alternativo, se le iba toda la energía en las apariencias del mando y descuidaba la realidad práctica de los problemas. Es la impresión que produce a todos sus contemporáneos. El embajador italiano Corner le define así: «Nutre su alma en la autoridad y en el poder que ejerce, como el alimento natural para el temperamento altivo y ardentísimo de dominar que tiene»[163]. Y lo mismo en los historiadores modernos: «Estaba hecho —dice Hume— para dominar o morir.» «Amaba el poder por el poder»[164]. «Ávido, no de dinero como Lerma —escribe Hauser— sino de dominación»[165]. Sería enojoso multiplicar las citas.
El ansia de mandar y de grandeza adquirió en él formas delirantes, a veces de extravagante aparato, a veces trágicas. Entre las primeras citaremos la solemnidad de que rodeaba a su persona, cuando aparecía en público, en contraste con la austeridad de su vida privada. Durante su estancia en Zaragoza, en 1642, salía, por ejemplo, «dos veces al día a pasear por la ciudad y por el campo, acompañado de doce coches y de cuatrocientos hombres armados, unos a pie y otros a caballo»[166]. No será difícil aceptar esta noticia a quien haya contemplado el famoso retrato ecuestre de Velázquez, para el que parece escrito aquello de que «la vanidad le reventaba por la cinta del caballo».
Verdad o leyenda (y ésta tiene siempre su valor calificativo), se dijo que había hecho, por pura fruición de su poder, caballero de Calatrava al hijo del pregonero de Medina del Campo, que acababa de entrar a su servicio, sólo por haber soportado con maliciosa mansedumbre uno de los raptos de iracundia de Don Gaspar[167]. Subir a los hombres de la nada, es lo que más acerca al gobernante a la condición de Rey, meta subconsciente del Conde-Duque.
En su vida pública se movía siempre obsesionado por los grandes modelos de la historia antigua o por los personajes célebres de su propia época. Gran parte de la política de Olivares estaba inspirada en la emulación de Richelieu; su idea centralizadora de la Monarquía era la misma que ensayaba en Francia el gran cardenal. Muchos de sus proyectos de reconstitución interior, que las guerras apenas le dejaron esbozar, se trazaron también sobre el patrón francés, como su idea de hacer navegables el Tajo, el Jarama y el Manzanares, hasta la Casa de Campo de Madrid, a poco de realizarse el Canal de Languedoc. Y la tenaz guerra hispano-francesa, desde 1635 a 1642, fue, en realidad, en multitud de sus accidentes y episodios, un duelo entre los dos Validos, en el que se complicaba, infaustamente, a las dos naciones. No era el francés, en muchos aspectos, superior al Valido español, y así lo reconocen historiadores franceses contemporáneos. En el gran combate fue vencido, no obstante, Don Gaspar, sin duda porque procedió con mucha más arrogancia que cautela, mientras que el cardenal francés sabía sacrificar a la eficacia la arrogancia y todo lo demás.
El general frustrado
Parte importante de su ambición de mando fue, sin duda, su afán, contenido pero violento, de mandar tropas y ganar batallas. Enterrado, desde su padre, este antiguo genio de los Guzmanes bajo las actividades de «papelista», perduraba en el Conde-Duque un atávico deseo de gran capitán. Acaso en los momentos de triunfo de las armas españolas le acometía la nostalgia de no haber sido él su conductor. Compensaba este deseo con la dirección, desde Madrid, de los generales y cabos, a los que creía invariablemente torpes, para hacer resaltar así, ante su propia conciencia, la eficacia de sus previsiones. Sólo al Cardenal-Infante acató como gran guerrero, y lo atestigua sin la menor sombra su correspondencia. En cambio, la que cambió con Torreescusa, con el Marqués de los Vélez, con Leganés, con el Duque de Alba y con otros capitanes del reinado está llena de consejos y órdenes, más de jefe directo de las tropas que de burócrata y ministro. Y en una de sus epístolas, llenas de intimidad, al Cardenal-Infante le declara su profunda ansia en estas palabras: «No puedo negar a V. A. que quisiera antes de morirme ver si sabría estar firme a los mosquetazos y dar en medio de ellos mi parecer y si son los de la soldadesca puntos de la Santísima Trinidad»[168]. En el final de la frase deja escapar su desdén por la ciencia de los militares.
Estos capitanes acogerían con callado resentimiento las indicaciones de quien, por mucho que lo desease, lo cierto es que no había oído nunca el estruendo de los mosquetazos. Pero cuando le llegó la ocasión de hablar, años después, a uno de ellos, y de los más famosos, Don Francisco Manuel de Meló, no se mordió la lengua para decir el juicio sincero que formara del Valido: «Erradamente —escribía refiriéndose a Don Gaspar— suele mandarlo todo el que primero no mandó a pocos y obedeció a algunos; mas ¡qué erradamente dispone los ejércitos el que no ha manejado los ejércitos! Palabras estudiadas y bien compuestas, no son más que sonido deleitable, sueño al Príncipe que los escucha, y poco después, precipicio del principado: ninguno vence desde su retrete, bien que desde allí mande… Son testigos los ojos de Europa de que en aquel célebre bufete, tan venerado de la adulación española, se han escrito muchas más sentencias de perdición que instrucciones de victoria»[169].
Tuvo Don Gaspar varios cargos, honoríficos, militares, entre ellos el de general de la caballería de España y el de coronel de la Coronelía Guardia del Rey[170].
Su intervención más personal y eficaz en hechos de armas fue cuando el sitio de Fuenterrabía, por cuyo triunfo fue aclamado y festejado como si realmente hubiera sido el héroe. Crecido con estos laureles, se impacientaba al ver la marcha premiosa y poco afortunada de nuestras armas en Francia y escribía al Cardenal-Infante esta confesión, casi delirante, y en la que nos revela, además, que si él influyó alguna vez en que el Rey no fuese a la guerra, el Rey, a su vez, fue la causa de que él no asistiese en persona a algunas batallas; porque no podía vivir sin su ministro ni unos cuantos días. Dice así la carta:
«Nosotros tenemos más gente y mejor que el enemigo; mas no hay cabeza ninguna, ni grande ni chica, con que todo se perderá. Yo supliqué al Rey N. S. porque solos quince días me diera licencia de llegar allí o por tres semanas. No se me ha dado: Dios nos asista por quien es, amén. Lo cierto es, Señor, que si Dios me diera unas tercianas, habría de faltar más tiempo, y creo, Señor, que hiciera mucho al caso porque lo pusiera todo en orden y estoy muy práctico en aquella tierra; no en la soldadesca, claro está, mas sí en lo mecánico y económico; y reconozco y creo que lo acertaba. Y sepa V. A. que en esta vida no deseo otra cosa sino merecer morir de una bala de artillería en servicio de mi Rey: y el mayor aliento que cabe en mi corazón: asegúrese V. A. de esto. En efecto, Señor, aquí estoy viendo perder aquello y hecho una honradísima dueña; o, por mejor decir, infamísima.»
Luego veremos que, ya casi moribundo, en Toro, uno de sus últimos momentos de delirio fue pedir al Rey que le dejase organizar y capitanear un ejército para acudir a la guerra de Portugal.
Después de la victoria de Fuenterrabia, su secreta ambición de gran capitán tuvo la manifestación típica de perpetuarla en una forma perdurable: en el retrato ecuestre de Velázquez, nada ridículo, sino trágico, porque es la pintura de una subconsciencia imperativa y frustrada. En otras estampas de la época se le representa también con atuendo de guerrero.
Emulación real
A veces los borbotones de su ambición le llevaron a otra manifestación interesante, que fue la emulación al Monarca. Signos de este delirio son el mismo retrato ecuestre, pareja del que el mismo Velázquez pintó a Don Felipe, y otros grabados de su tiempo, como el de Herrera en que las efigies de los Condes de Olivares aparecen haciendo pareja con las del matrimonio real. El mismo sentido tiene la paridad en los trajes, que ya hemos comentado, cuando se presentaba, junto al Rey, en la máscara o en las cañas, caracoleando ambos al frente de sus cuadrillas de nobles; galas no menos lujosas, y a veces más, las del ministro que las de su señor. La naturalización de su bastardo Julián en los mismos días que Don Juan de Austria tiene el mismo sentido. Y otros rasgos no menos significativos, como la erección del convento de Loeches, para sus devociones particulares, como el Rey tenía la Encarnación, y con imitación tan exacta de la fachada que no deja duda de su motivo secreto[171].
Rodaba la aspiración regia por la sangre de los Guzmanes; y así como en otros tomó forma de explícita rebeldía, en el Conde-Duque se explayó por estas equivalencias imitativas, perfectamente honestas, pero no menos significativas de la emulación real. Olivares no atentó contra la realeza; pero al Rey, que hacía a los Grandes a su antojo, le dio él el título de Grande. Pareció a sus contemporáneos un acto adulatorio; pero había en él más soberbia que en una insurrección.