La Grandeza de Castilla
EN el capítulo anterior he pintado claramente, aun a riesgo de hacerme prolijo, la fluctuación cíclica, intensa, a veces netamente anormal, que fue uno de los rasgos fundamentales del carácter del Conde-Duque y que, sin duda, fue como el molde que dio forma y perfil a sus más llamativas acciones. Pero aún tengo que destacar varias particularidades de su espíritu y de su carácter, que completarán el bosquejo que me he propuesto hacer de «el hombre», indispensable para interpretar con justicia al ministro y Valido.
Es, ante todo, necesario insistir en lo que sirve de eje a todo su carácter: en su voluntad de mandar, en el ansia de grandeza, que recibe con la herencia y que el ambiente contribuyó a dar pábulo casi fabuloso. Los capítulos anteriores están llenos de esta idea; pero ahora conviene resumirla. En su padre, Don Enrique, esta ambición se cifraba, como en un símbolo, en lo que constituía la meta y la felicidad del sentimiento de casta en un aristócrata español: el cubrirse de Grande. Hemos visto que la pesadumbre de no lograrlo acompañó al sepulcro al embajador; y acaso le acercó a él. Esta misma ansia, aumentada al ser transmitida, fue el objetivo inmediato de los afanes de su hijo, Don Gaspar, en cuanto ahorcó los hábitos y se vio mayorazgo de su casa. A ello responde, en gran parte, su vida de dispendiosa magnificencia; pues el arruinarse por servir a la Corte, en cualquiera de sus formas, era uno de los caminos menos inciertos que muchos otros nobles habían ya practicado, para llegar a la ambicionada Grandeza; y éste era también —ya lo sabemos— uno de los fines de su matrimonio de conveniencia con la dama de la Reina, Doña Inés de Zúñiga. Tardaba, no obstante, en llegar el premio, sin duda por la oposición que los otros Grandes le hacían en el ánimo de Felipe III, y diez años más tarde, cuando llegó al Monarca su última hora, aún no lo había conseguido. El impaciente Conde intentó, con audacia irrespetuosa para la solemnidad del momento, que Don Felipe no se fuese al otro mundo sin dejarle satisfecha esta ambición, que no le dejaba descansar; pero el Duque de Uceda, aún Valido del moribundo, le quitó toda esperanza[133].
Mas duró pocos días el desconsuelo, porque así que subió al trono Felipe IV, Olivares era más que Grande: era el que podía hacer, a su capricho, las Grandezas; y para demostrarlo, en pleno novenario, en el retiro de San Jerónimo, se hizo cubrir por el nuevo Rey, recién enlutado[134]. Luego tuvo ocasión, en veintidós años, de prodigar la misma merced a los que le fueron gratos, incluso a sus próximos parientes, Medina de las Torres, Monterrey y Leganés, y de reunir, él mismo, innumerable cantidad de títulos capaces a satisfacer la vanidad menos contentadiza[135]. Pero en él no era todo vanidad de este género pasivo, vanidad como fin, sino ambición más complicada, y sin meta cercana; afán de alcanzar cada escalón para subir al próximo; en suma, para mandar. Está en lo cierto su amigo el Conde de la Roca cuando dice que pretendió la Grandeza «para desagravio de su Casa y no para que le supliesen a él méritos». Pero con la conquista de la Grandeza satisfacía, además, uno de los sentimientos importantes de su psicología, el rencor a los Grandes, que tuvo no poca parte en sus acciones y que por ello merece algunas palabras aparte.
Olivares contra los Grandes
Toda su vida pública es, en efecto, una lucha contra los Grandes, movida en parte del rencor de agravios directos a su Casa, pues, como he dicho, a la obstrucción de los nobles ya cubiertos atribuyeron su padre y él el que la Grandeza no les fuese concedida. Pero, además, Don Gaspar de Guzmán tuvo un concepto evidentemente menguado de la capacidad de la aristocracia española. Ya contemporáneos suyos, como Siri, anotaron que «prefirió siempre para los grandes empleos a las gentes de condición mediocre y no las que pertenecían a las primeras Casas de España»[136]. El mismo Siri encarece la afabilidad y familiaridad extremas que Olivares empleaba con el pueblo, en contraste con la altivez que guardó siempre para los nobles. Y los libelos de la época lo expresan también[137]. Tenía, dentro de su rango, la evidente tendencia democrática que vemos ya en los primeros Austrias, sobre todo en Felipe II, interrumpida por el compadreo aristocrático del Duque de Lerma, Valido de Felipe III. En el testamento del Conde-Duque todos sus recuerdos son para hombres del estado llano, salvo los aristócratas de su propia familia.
Ya desde los comienzos de su mando se vio lo que había de pasión contra la clase en sus persecuciones a Lerma, a Uceda, a Osuna, a Don Fadrique de Toledo[138]. Pero donde se enumeran al detalle las persecuciones contra la Grandeza es en el relato de Guidi, sobre todo en la «versión-Quevedo», en la que se lee: «En la estimación del Conde-Duque ninguno era digno de la Grandeza.» «A todos los tenía por inútiles.» Una vez, como en Zaragoza, ni siquiera quiso recibirles como a señores y caballeros ordinarios; apenas los escuchó en sus negocios particulares. Y relata luego los agravios y persecuciones contra Don Fadrique de Toledo y su hermano el Duque de Fernandina, contra el Duque de Alba, el Duque de Arcos, el Almirante de Castilla, etc.[139]
La enemiga de Olivares contra ellos se echa de ver en el rigor —casi siempre justo— con que el Rey procedió siempre que algún noble cometía no ya delitos, sino simples actos de soberbia, entonces habituales, contra el pueblo; la blandura de Felipe IV hubiera sido incapaz de tal energía, y se adivina detrás de él la mano de hierro y enconada de su Valido. Una vez, por ejemplo, durante una comedia, en Palacio, hubo una riña entre Don Juan de Herrera, Caballero de Santiago y caballerizo del Rey, y el Marqués del Águila. La pendencia enredó a varios nobles y Grandes más, en forma realmente lamentable por la desproporción entre la aparatosa actitud y la nimiedad de las causas. Todos fueron severamente castigados por imposición del Conde-Duque, que dijo al Rey; «¿Cómo han de tener respeto los de afuera si los de dentro, y en la Cámara de V. M., le pierden?»[140].
Los Grandes, salvo alguna excepción, se doblegaron al Privado durante la época de su poderío. Probablemente los atemorizaba el herir al Rey si disparaban contra el ministro. Entre los que se atrevieron a rebelarse figura el Duque de Fernandina, que, desterrado en Orán, «hacía tal desprecio de la violencia [del Conde-Duque], que cada día, en su espléndida mesa, brindaba muchas veces con vino exquisito a la esperada caída del tirano de España, que así llamaba siempre al Conde-Duque»[141]. También su hermano, Don Fadrique de Toledo, se insolentó con el ministro: cuando éste le envió al Brasil, respondió que no podía porque tenía mucho que hacer en la Corte y porque ya había servido bastante, «gastando su hacienda y derramando su sangre, y no hecho un poltrón como el Conde-Duque». Éste —dice el cronista que nos lo cuenta— «tuvo una gran pesadumbre»[142]. Pero esta altivez de los irascibles hermanos fue una excepción. Los demás cedieron sin reservas. Y la sumisión llegó a extremos adulatorios, como en la ocasión de la boda del hijo de Olivares, el flamante Don Enrique Felípez de Guzmán, pues a pesar de lo que en ella y en el reconocimiento del bastardo hubo de ofensivo para la Nobleza, acudieron todos a la ceremonia; bien que los propios Reyes no escatimaron su adhesión, y del modo más cordial y afectuoso[143].
Huelga de Grandes
Tal vez, como he dicho, temerosos, más que de irritar al Valido, de poner en grave compromiso al Rey, optaron por hacer el vacío a la Corte y se fueron retirando a sus casas, y muchos a sus lugares. Ha sido esta táctica del aislamiento un arma poderosa de la Nobleza europea hasta la Revolución francesa, en que acabó de perder su categoría de sostén fundamental del Estado. En tiempo del Conde-Duque la emplearon también, hasta el punto de que «ninguno asistía, como solían, a verle comer [al Rey], ni le servían en la caza, y pocos le acompañaban en la capilla ni en otros actos públicos, y se tuvo por rarísima novedad ver en el día de Pascua, en el banco de los Grandes, sólo al Conde de Santa Coloma»[144]. Entre los mismos aristócratas que por ser del servicio de Palacio estaban obligados a asistir a él y a convivir con el Conde-Duque y su mujer, la animadversión contra éstos era subterránea, pero terrible, y aprovechaban todos los momentos para declararla. Las damas llamaban, entre sí, al Valido, Holofernes, y un predicador, el Padre Castro, en un sermón en presencia de la Corte, en la Cuaresma de 1637, Cuaresma que se hizo famosa por la verdadera insolencia de los frailes encargados de los sermones, habló de Holofernes y le llamó «Su Excelencia Holofernes», con lo que todos comprendieron que se refería al Conde-Duque[145]. Fueron éstas las únicas leves parodias españolas de las «Frondas» aristocráticas que en Francia hicieron tan ruda oposición a los validos.
El ímpetu y la soberbia del Conde-Duque se crecían ante esta hostilidad, que hoy llamaríamos «de brazos caídos». No le importaba mucho la ausencia de los Grandes, que entonces tenían ya jerarquía social muy superior a su real eficacia. Un dictador tiene siempre a su lado personal suficiente para sustituir a quien sea. Su Casa le proporcionaba, además, un núcleo grande de aristocracia adicta, sin contar con algunos de los extraños que utilizó y le sirvieron bien, como el Marqués de Santa Cruz, Villahermosa, Grajal y otros[146]. La prueba es que leyendo la historia de aquellos días no nos daríamos cuenta de la falta de los nobles ofendidos si no fuera por estos papeles que nos lo cuentan y que tienen el valor que hoy tendrían las comidillas de un casino o la sección de los «Ecos de Sociedad» en los periódicos diarios. Ya próxima su caída, aún tenía el Valido arrestos suficientes para dar la Grandeza a su yerno, el Duque de Medina de las Torres, hidalgo de provincias, cuya elección para marido de su hija había sido ya interpretada como un reto a la Grandeza. Para remate, reconoció como hijo a su bastardo Julián Valcárcel y le casó con Doña Juana de Velasco, hija del Condestable de Castilla, de cuyo suceso se hablará en otro lugar de este libro. Claro es que la susceptibilidad de los Grandes estaba, a su vez, tan exaltada, sobre su puntillosidad habitual, que interpretaban como ofensas incluso actos de protocolaria y afectuosa cortesía; tal ocurrió con la carta que Don Gaspar dirigió a los Grandes anunciándoles el matrimonio de su hijo. Fue considerada como un desafío y un agravio; con evidente sinrazón; y lo prueba el que la misma carta fue enviada al Cabildo de Sevilla y a los embajadores, a los que seguramente el Conde-Duque no tenía la menor intención de ofender.
La pasión contra los Grandes influyó, sin duda, mucho en los problemas, capitales para un ministro, de nombramientos en los puestos decisivos de ejércitos y armadas o de gobernadores de los inmensos territorios de España.
Lucha abierta
Y, a su vez, el resentimiento de los Grandes contribuyó, si bien con más aparato que potencia, a la caída del Conde-Duque. En la frustrada jornada de Cataluña, en 1642, la vasta conjura que se tramaba en Palacio contra el primer ministro tuvo sus primeras manifestaciones en Zaragoza. De aquella entrevista en que Olivares les recibió mal, «sin usar con ninguno de ellos la acostumbrada cortesía española, pues ni les dio la bienvenida», salieron decididos a unir sus fuerzas a las que ya desde tiempo atrás empujaban al Valido.
No está, empero, muy claro que existiera esta descortesía de Don Gaspar, por más que sus raptos de mal humor la hacen verosímil. Mas el hecho cierto es que sobre la actitud de los Grandes en este momento de la vida del Privado se inventaron no sólo historias, sino documentos, que luego han corrido como seguros hasta nosotros. Tal ocurre, por ejemplo, con las cartas del Almirante de Castilla al Rey y a las cruzadas entre el Duque de Alba y el Conde-Duque. La primera es una misiva en la que Don Juan Gaspar Henríquez, Duque de Medina de Rioseco y Almirante de Castilla, ofrece su hacienda al Rey y lanza indirectas punzantes al ministro. Era Don Juan, es cierto, un espíritu recio y generoso, entre aquella fofa aristocracia; pero son grandes las dudas respecto a la autenticidad de esta misiva[147].
Más oscura aún es la autenticidad de las cartas cruzadas entre Alba y el Conde-Duque. La de Alba, tal como aparece en la versión española del relato de Guidi, es un desafío injurioso; en otras versiones es menos insultante, pero siempre muy dura. Los jesuitas la publicaron como cierta, en la versión que pudiéramos llamar atenuada[148]; pero no he podido encontrar su original ni en el Archivo de Alba ni en parte alguna. No sólo por esto, que no sería bastante, me inclino a dudar seriamente de que sea verídica; sino, sobre todo, porque las relaciones entre Alba y el Conde-Duque, aparte de los roces a que les llevaba su mutuo mal genio, fueron siempre cordiales. Con el padre, el quinto Duque de Alba, Don Antonio Álvarez de Toledo, sí tuvo el Conde-Duque diferencias; y aun así la correspondencia que de ambos personajes se conserva demuestra, entre quejas y malhumores de Alba, entonces Virrey de Nápoles, mutua estimación. Pero con Don Fernando, el hijo, sexto Duque de Alba, no hay pruebas de que existiese el encono que se dijo. Al estallar la guerra de Portugal, Don Fernando fue enviado allí, y las cartas que se conocen de él son iracundas, porque pedía asistencias y sueldos en relación con su rango; y absoluta responsabilidad en el mando; y cuando le faltaba algo de esto, protestaba y pedía su retiro con razones destempladas, en las que, por igual, se quejaba del Rey y de su ministro. Pero éste le respondía con calma paternal («V. E. es mozo y yo soy viejo y por esto le predico.»), un tanto severa pero en modo alguno hostil. En el Apéndice XXIV van copiadas algunas de estas cartas, muy significativas y más seguras e interesantes que las escandalosas que publicaron los libelos. Finalmente, cuando el irritado Conde-Duque publicó El Nicandro, los Grandes lo tomaron como pretexto para pedir al Rey un ejemplar castigo; y el único que, como luego veremos, se negó a hacer causa común con ellos fue Alba, arrostrando la indignación y las amenazas de sus compañeros. Este punto de la enemistad de los dos personajes es, pues, uno de los muchos que hay que rectificar en nuestra historia.
El Conde de Castrillo, muy afecto a la Reina, intervino también directamente en la caída, y de él hablaremos cuando relatemos ésta. Y todos ellos hicieron una manifestación colectiva, el 22 de enero de 1643, en Aravaca, al volver el Rey de El Escorial, adonde había ido para no presenciar la ya convenida salida del Conde-Duque del Alcázar. Con esta manifestación dieron a entender al Rey que su apartamiento de la Corte era debido a la presencia del Valido, pero que expulsado éste, volvían a servirle como antes[149]. El Rey tuvo inmensa satisfacción al sentirse otra vez asistido de los suyos, y el domingo 25 de enero, cuando el ministro caído estaba ya en Loeches, los reunió en Palacio, «y después de haberles honrado llamándoles vasallos, amigos y primos», les dio consejos sobre la conducta que en adelante debieran seguir con los ministros, en las recomendaciones de empleos, etc.; consejos que, en realidad, eran una censura a la venalidad anterior de los Grandes, pero que ellos acogieron con entusiasmo[150].
El último ataque a Olivares
La lucha no terminó aquí. Porque el Conde-Duque reaccionó, con su acostumbrada energía, al ataque y dedicó los primeros días de la ociosidad de su cesantía a escribir o inspirar el famoso alegato titulado El Nicandro, dirigido al Rey, del que me ocuparé después. En este escrito, tan imprudentemente juzgado por la mayoría de los historiadores, explica y desbarata de un modo digno las acusaciones que se le hacían de perseguir a los Grandes; y aprovechaba la ocasión para enviarles todavía, desde Loeches, y vencido, sus dos últimos zarpazos. Uno de ellos es la acusación de tiranía de los nobles para el pueblo; y la defensa de las ventajas que tiene para el Estado el que los altos cargos los ocupen gentes del estado llano. «La razón de Estado de los Grandes —dice— es mejor dejarla en silencio, pues V. M. sabe por los ministros cuan trabajados han tenido a estos reinos continuamente, cuando estaban poderosos y ricos; lo cual no pueden obrar los ministros, aunque tuviesen más riquezas que todos los Grandes juntos, por ser los más o de la gente media o levantados del polvo; y los españoles, para tomar cabeza atienden más a la alteza de la sangre»[151].
Otro zarpazo es un comentario envenenado a los tardíos actos de reconocimiento al Rey de los Grandes, que acabo de referir: «Yo entiendo —dice— que como hallan a V. M. solo y sin primer ministro, puede ser les lleve más el deseo de privanza que aborrecimiento al Conde.» Y pronto se vio que estaba en lo cierto.
Que el ataque dio en el corazón del blanco previsto, lo demuestra la terrible indignación que produjo en la Nobleza El Nicandro. «Juntáronse todos y fueron a hablar al Rey, suplicándole volviese por su lealtad y castigase al autor de aquel papel.» Uno de ellos llegó a decir a Felipe IV «que castigase a este hombre, porque de no hacerlo, le castigaría él»[152]. Don Felipe le contestó «que se aquietasen y que lo haría»; pero luego veremos la blandura con que penó al desterrado; en parte por bondad y por indudable y leal afecto al Conde-Duque, para el que tenía, en medio de tanto desastre, motivos de amor y estima mucho más profundos que los que los demás aristócratas le inspiraban. En parte, también, porque El Nicandro, como después se verá, amenazaba al Rey con contar lo que el autor sabía y guardaba como secreto de Estado, si no se le juzgaba con benevolencia. Capitaneaban el movimiento contra el ministro caído, el Duque del Infantado, el de Osuna, el de Medinaceli[153], el Conde de Lemos, y, «como atizador y capitán», el Duque de Híjar, el que pronto había de hacerse sospechoso de crimen de lesa patria, pecado que jamás cupo, ni como sospecha, en el corazón de Don Gaspar de Guzmán[154]. La mayoría de estos alborotados antiolivaristas lo que pretendían era mandar ellos; y por eso, como luego se verá, al ver que el puesto de Olivares era ocupado por otro —Don Luis de Haro— que no era uno de ellos, se unieron en conspiración para derribar a Haro y volver a su lugar al Conde-Duque. Había, por fortuna, excepciones; y como tal debe encomiarse el noble gesto del Duque de Alba, el enemigo más leal del Conde-Duque, el más respetable y por esto también el más temido de éste[155], el cual, retirado en Ciudad Rodrigo, recibió invitación por escrito para unirse a la protesta; mas él «rechazóla —escribe Novoa— diciendo no tocaba nada de aquello a la lealtad de su Casa; y antes ayudaría a volver a poner al Conde en su lugar antes que derribarle». Tanto indignó este admirable ejemplo a los demás, «que quisieron ir a quemarle la vivienda, y lo estorbó el Conde de Lemos».
Era inútil quimera, muy propia del temperamento de Olivares, el querer luchar contra la Nobleza, una vez engranada ésta de nuevo en la voluntad real. El Rey estaba ya del otro lado; y, en efecto, llamó a los Duques del Infantado y Medinaceli y les rogó que se tranquilizasen y que transmitiesen a los demás la certeza de que les daría gusto. Y como nada se lo daba tanto como ver al caído lejos de Madrid, y Loeches estaba demasiado cerca, se le trasladó a Toro, con aplauso general. Pero no cejó la venganza de los nobles, y a su influencia se debió, en parte, la expulsión de la Condesa de Olivares de Palacio y la destitución del hijo bastardo Don Enrique. Y quién sabe adonde hubiera llegado el rencor y hasta dónde el Monarca hubiera cedido ante él, si la muerte, piadosamente, no hubiera puesto a Olivares, poco después, fuera del alcance de las humanas asechanzas.
La aristocracia como clase directora
No podríamos juzgar bien este pleito si no insistiéramos, antes de dejarlo para sentencia, en su gran importancia; no sólo por lo que influyó en el curso de la vida del Conde-Duque, sino como síntoma expresivo de uno de los fenómenos más interesantes de la época: la decadencia de la Nobleza como clase directora. En realidad, esta decadencia empieza con la Edad Moderna, en el reinado de los Monarcas católicos, precursores, en cierto sentido, de las futuras democracias; pero en el de Felipe IV, Don Gaspar de Guzmán aparece como instrumento del destino histórico para precipitar la caída. Como siempre ocurre, el derrumbe de las instituciones va, sin excepción, precedido de su muerte, por espontánea involución de su ciclo vital. Y que esta involución letal ocurría en la Nobleza de España es indudable. Aun cuando antes de este reinado y en él y en los subsiguientes hubo personalidades insignes en la gobernación civil o militar, salidas de la aristocracia y, sin duda, por la fuerza adquirida, en mayor número y con mayor facilidad que las procedentes de los demás estratos de la nación, su eficacia colectiva estaba ya deshecha. No es necesario acumular aquí las infinitas anécdotas que figuran en los escritos de la época acerca de la inmoralidad de las costumbres de quienes tenían por deber el dar a los más bajos ejemplo de pulcritud. «La capital de España —escribe con razón un historiador tan sereno como M. Hume— ofrecía el espectáculo de una serie inacabada de luchas entre bandidos auténticamente blasonados»[156]. Y entre las honrosas excepciones acaso ninguna superó a la de propio Conde-Duque, cuya vida fue modelo de trabajo y de austeridad.
Los nobles dieron al Rey como pretexto para su ausencia de las obligaciones del Estado, la hostilidad al Conde-Duque; pero cuando éste cayó, no se enmendaron. Estaban en la gozosa luna de miel de la caída del Valido, frescas aún aquellas solemnes promesas de servir al Rey una vez que hubiera desaparecido el enemigo común; y, sin embargo, en la organización del Ejército que acompañó al Monarca a Cataluña, en otoño de 1643, los nobles anduvieron tan reacios, que Sor María de Agreda, en octubre de este año, escribía a Don Felipe, que estaba en Zaragoza, al mando de las tropas: «Las rogativas y procesiones de la Comunidad son continuas por el buen acierto de las armas de V. M. Quedo cuidada guardando las nuevas de lo que el Ejército ha hecho. Parece que ha ido con pasos lentos, y me lastimo de los pocos que ayudan a V. M., pues pudieran los Grandes ocuparse en reconocer el Ejército, animar los soldados, hacerles salir a tiempo y saber si los oficiales les pagan»[157]. Las pobres monjitas del pueblecillo soriano, tendidas boca abajo en el suelo y en cruz, hacían con sus oraciones y penitencias lo que podían; pero no así los que vivían en las grandezas del mundo. No les bastó ni el ejemplo del propio Monarca, que al fin se decidía a salir a campaña; y tuvo que amenazar con una multa de 2.000 ducados a los caballeros de las cuatro Órdenes Militares que rehuían el presentarse ante él en la frontera de Aragón[158].
No ya el sentimiento quijotesco, sino el del deber elemental, había muerto en ellos; y era preciso perseguirles para que ayudaran, por lo menos con su caudal, a las necesidades públicas, ya que personalmente no estaban dispuestos a cambiar por el azar de la guerra la frivolidad de la vida cortesana. Necesidad insigne sería achacar a pecados del Conde-Duque lo que era espontánea descomposición de la clase. Hasta los buenos, como el Marqués de Leganés, discreto militar, devotísimo de Olivares, sólo se movían por el interés, y así leemos, a cada instante, noticias como ésta: «Al Marqués de Leganés, para animarle a la jornada que ha de hacer, le han dado 6.000 ducados de renta perpetua en su casa, 12.000 de ayuda de costa y 2.000 de sueldo al mes; y con todo va de muy mala gana»[159]. La jornada a que se refiere la noticia y tan caro costaba al país que aceptara, era nada menos que el nombramiento de gobernador de Milán. A actitudes de este orden se refería la acusación del severo Duque de Alba en su carta más comentada: «para obligar al señor Condestable a que salga de Madrid le han pagado cuanto le debían de sueldos y señalándole 1.000 escudos al mes». Casi ninguno de los que todo lo debían al favor real, se movía más que por el interés metálico, regateando como una mercancía su asistencia a la patria. Y, en suma, con las excepciones gloriosas de todos conocidas, merecieron, como clase, esta justa sentencia que había de lanzar sobre su actuación durante el reinado de los Austrias su mejor y más perspicaz historiador, Cánovas del Castillo: «Fue la nobleza inquieta, codiciosa, atenta al bien individual más que al público, en los días de Felipe el Hermoso; imprevisora, aunque esforzada, en los de las Comunidades; vanidosa, más bien que enérgica, con Carlos V; egoísta o servil con su hijo; cortesana o ambiciosa con los dos últimos Felipes; atrevida e interesada con la regencia; torpemente oligárquica, sin escrúpulos de ordinario, y hasta poco política en tiempo del postrer vástago de la dinastía austriaca»[160].
Por todo esto, murió como clase directora. Lo grave, como ha dicho hace poco Azaña, también profundo conocedor de la historia de España, es que, desde entonces, «no se ha vuelto a constituir una aristocracia directora de la democracia española»; confesión que encontrarán inesperada los que no sepan lo que hubo de trágicamente incongruente en la actitud, con todos los visos de revolucionaria, de este grande frustrado político. Pero todo vendrá, gracias a que subsiste íntegra la raza, el pueblo, fuente perenne de formas y eficacias nuevas a través de los altos y bajos de la historia.[161]