La oscilación del humor
HEMOS visto cómo era la figura corporal del Conde-Duque. A esta figura achaparrada, robusta, de cuello corto, con tendencia a la obesidad, corresponde, comúnmente, un tipo especial de temperamento. Uno de los progresos indudables de la Psiquiatría moderna —entre la ola de retórica fugaz que constituye lo más copioso de su contenido— es el haber precisado esta correspondencia entre la forma corporal y el alma, hecho ya conocido por la sabiduría popular y muy tratado, de modo empírico, por los antiguos fisonomistas. Gracias, principalmente, a los estudios de Kretschmer[105], estas nociones vagas han adquirido precisión y estado científico. Pues bien; el temperamento que suele corresponder a este tipo físico es «el ciclotímico, el que pasa insensiblemente de la excitación hipomaníaca a la depresión». Este temperamento puede producir desde una ondulación suave del humor hasta las formas declaradas de la locura llamada «maniaco depresiva», con nombre, por esta vez, justo y expresivo.
El Conde-Duque estaba, como corresponde a su morfología, incluido en el grupo del temperamento ciclotímico, pero tan acentuado, sobre todo a medida que avanzaba en edad, que muchas veces bordeaba esa zona arbitraria y confusa en que lo normal termina y lo patológico empieza. Y sobre esta ondulación de su humor se encaramaba su sed de poderío o se deprimía en términos que llegaban a la inhibición melancólica, empapada de fuerte sentimiento de responsabilidad y autoacusación. No fue el Valido de Felipe IV un loco, hasta los últimos años de su vida, en que lo pareció; hasta sus días postreros, en que la locura fue ruidosa; pero, en todo su ciclo y como todos los hombres públicos de excepción, su temperamento era tan extremado que nos da con frecuencia la impresión de anormalidad. Y, desde luego, esta intensidad de su temperamento, esta profundidad de sus oscilaciones, es un elemento esencial para la comprensión de su obra y de su vida, explicándonos hechos y episodios que, ligeramente, han sido interpretados como torpezas o maldades.
La versión habitual sobre el Conde-Duque nos le presenta como un hombre altivo y astuto, en permanente actitud de acecho o de inaccesible soberbia, que sólo cayó cuando, violentamente, le arrojaron del usurpado Poder. Y la realidad de su espíritu era muy otra. No nos puede extrañar esta deformación de la verdad, porque estamos habituados al espectáculo de la leyenda que se forja sobre el carácter de las grandes figuras de cada época, y muy singularmente de las políticas; leyenda que, aunque tiene siempre su raíz de realidad, puede desfigurar a ésta por completo. Lo que sorprende en Don Gaspar de Guzmán es que esta deformación haya persistido hasta nuestros días, cuando los motivos pasionales que la forjaron hace tiempo que están extinguidos. Aquí he de recordar otra vez que el mérito de no haberse adherido incondicionalmente a la opinión común pertenece a Cánovas, cuya penetración histórica no está, para mí, en la defensa política que hace del Valido de Felipe IV, defensa un tanto habilidosa, de político en activo, como las que se hacen en los discursos parlamentarios. Su mérito está en algo más profundo que esto: en haber adivinado, detrás del monstruo sombrío que nos legó la tradición, un hombre lleno de torturas interiores, de profundidades afectivas, de contriciones patéticas que, ciertamente, disimulaba cuando subía al escenario de la vida pública a representar su papel de ministro todopoderoso; pero que han quedado vivas en sus cartas y documentos íntimos y aun en muchos de sus gestos históricos. En unas instrucciones, hasta ahora inéditas, que dio al Infante Don Carlos y que están copiadas en el Apéndice XXI, escribía esta confesión, que sorprenderá a los que se imaginan al hombre, tal como le pinta la leyenda, de audacia casi cínica: «Le está hablando un hombre tan corto que tenía más de veinticuatro años y se atajaba tanto que trasudaba de sólo pensar que le habían de hacer visita o hacerla él a otros.»
Algunas de estas inquietudes las percibieron sus contemporáneos; pero fueron, maliciosamente, interpretadas como tretas de su astucia. Y son, en realidad, lo más sincero de su vida y lo que, subterráneamente, anima y da acento a su actuación oficial. Cánovas no hizo más que indicar este aspecto esencial de la personalidad del Conde-Duque. Ahora vamos a intentar desarrollarlo y sistematizarlo.
En los momentos de depresión, sobre todo cuando coincidían con sucesos adversos, el mundo se le venía encima; pero encontraba siempre, cuando ya iba a hundirse, por muy bajo que hubiese caído, pie para la reacción. Con precisión de psiquiatra lo declara así uno de sus contemporáneos, el embajador Contarini, cuando escribe: «aunque los acontecimientos contrarios le deprimen y desganan, con todo, en seguida encuentra coraje nuevo y se revigoriza pensando en otros proyectos y maquinaciones»[106]. En las fases de exaltación, su voluntad de mandar alcanzaba grados de intensidad increíble, que sus contemporáneos sentían como irritantes y que hoy nos parecen decididamente anormales.
Las primeras depresiones y exaltaciones
Es fácil seguir las principales oscilaciones de su temperamento, hasta que la razón se le nubló. La primera fase de depresión, ya apuntada, se traduce, como casi todas las que le acometerán en el curso de su vida, por la disminución de su personalidad, la autodepreciación de sus actividades y de su eficacia y por el impulso de fuga: el deseo de dejarlo todo y apartarse de la Corte. Ocurrió, como se recordará, en 1615, en la época de la conquista del ánimo de Felipe, Príncipe entonces, cuando advirtió la animadversión que sus enemigos habían imbuido en el ánimo de su señor. El entonces flamante gentilhombre intentó retirarse a Sevilla [107], sin consentirlo Don Felipe. Hemos visto también que entonces se consideró este gesto como una argucia y, lo mismo, desde entonces, cuantas veces se repitió el intento de fuga; pues, invariablemente, el resultado era que no se iba y que se fortalecía su posición cerca de su amo. Hemos comentado la posibilidad de que tuviera, en efecto, un cierto sentido intencionado de maniobra; pero esto no invalida el origen temperamental de ella, y lo demuestra que, en el curso de su vida, hubo otras muchas fases de hundimiento del espíritu que transcurrieron calladamente, expresándose sólo en cartas íntimas, sin ninguna actitud espectacular y sospechosa de interés. Lo que pasa es que los hombres inteligentes hacen, a veces, uso de sus defectos como de sus virtudes. La Historia está llena de ejemplos de personajes —o de ciudadanos vulgares— que utilizaron su debilidad física, su cojera (como su padre Don Enrique), su falta de elocuencia, su timidez, o cualquier otra imperfección física o espiritual, con tan buena gracia y tan completa eficacia como la más alta de las cualidades positivas.
El segundo gran bache de su humor lo advertimos cuando en plena jornada regia a Portugal, en 1619, abandona de improviso la Corte viajera y huye a Sevilla, donde se encontró tan a su gusto que costó mucho esfuerzo a Don Baltasar de Zúñiga que regresara a Madrid.
Otra depresión fundamental de Olivares sobreviene en el momento en que va a morir Felipe III y en que, por lo tanto, se está jugando su suerte definitiva. Las palabras que dice al futuro Rey, y que transcribe Roca, son tan expresivas que parece inexcusable copiarlas: «Señor, el Rey vuestro padre dice que está de mucho peligro; y el cuerpo de esta Monarquía en estado que sólo de mudarle de unas manos a otras, aunque, caso negado, diésemos que pasase de malas a buenas, debemos temer que en ellas se nos quedase muerto. Los ministros precedentes saben los males del Estado, tienen hecho camino fácil y usado al despacho y pensadas las medicinas. Mudarlo todo sería, por ventura, perderlo. Yo, aun cuando V. A. lo quisiere y mereciese tener parte en el consejo de sus resoluciones, ignoro mucho y lo he de preguntar necesariamente; y no sé si habrá quien me advierta lo peor. Esto, y la falta de salud para sufrir tan grande peso y de ambición para que mi conveniencia atrase un punto su servicio y el bien público, me obliga a que rendidamente suplique a V. A., de rodillas, que me dé licencia para que esta noche me parta para Sevilla y deje la corte por algún espacio; y entre V. A. a un mismo tiempo con la herencia y con los ministros.»
No puede sorprendernos, conociendo el encono y suspicacia con que se ha juzgado la menor de sus acciones, que estas palabras de Olivares hayan pasado a la posteridad como ejemplo máximo de habilidosa doblez[108]. Pero si se examinan sin pasión, lo que resalta claramente en ellas son los típicos rasgos de la depresión patológica. Don Gaspar ha luchado durante varios años, en el silencioso encarnizamiento de las camarillas, por apoderarse del ánimo del Príncipe y, al ascender éste a Rey, concentrar, sujetas en su puño, todas las riendas del gobierno de las Españas. Y cuando va a conseguirlo se le representa súbitamente la inmensa responsabilidad que gravita sobre su ambición; se siente enfermo; su deseo de mandar se desvanece; los ministros anteriores, los odiados, comprende que son, en realidad, los que saben conducir el timón de la inmensa y carcomida nave. Y quiere huir lejos; aquella misma noche, dejando abandonado, como un lastre insoportable, su antiguo afán. El documento es admirable. Pero, como siempre, con cualquier pretexto —y en esta ocasión fue considerable— su ánimo salta, como un resorte, desde el abismo a la altura. El Príncipe, en efecto, le responde: «El mal de mi padre se ha apretado y parece que ya no tiene duda su tránsito y nuestra desdicha. Si Dios le lleva, Conde, sólo de vos he de fiar el mucho embarazo del Gobierno; porque estoy persuadido de que podéis desempeñarlo»; y apenas oído esto, cambia su humor no en el ritmo normal, en el recobro de la confianza perdida, sino en la exaltación, paralela al anonadamiento de antes. El mundo es ya suyo; y es entonces cuando, al encontrarse en un pasillo con su rival, el Duque de Uceda, le dice, casi delirando: «Todo, sin faltar nada; todo es mío.»
Frenesí
En los primeros años de su privanza, años eufóricos, asistimos a una fase de continua exaltación hipomaníaca. A los pocos días de muerto Felipe III obtuvo la Grandeza de España, con lo que se colmaba una ambición, casi trágica por lo profunda y por venir heredada en la sangre misma de su padre, que, como sabemos, murió con el dolor de no haberla logrado. La Grandeza representaba para él no sólo una reparación a la memoria del progenitor, sino la vindicta contra los otros Grandes; sentimiento que tanto había de influir en su vida y que comentaremos después. El éxito, el Poder y este suceso venturoso le exaltaron e influyeron, sin duda, en la falta de medida con que se lanzó a la publicación de sus decretos de reforma interior y a sus empresas guerreras, que dirigía desde su despacho, cabalgando sobre el Pegaso del ideal de la unificación de los reinos de España para luchar contra los enemigos de la fe; ideal quimérico en sus manos; profesado no ya como Felipe II, sino —dice Cánovas— «muchísimo más que Felipe II». «En él encarnó, como escribe Justi, el instinto del dominio universal inoculado a España por Carlos V; pero ¡con cuánto retraso!» Toda la actividad del nuevo Valido da, por entonces, sensación de frenesí. Las fiestas que conoció Madrid por estos años, por ejemplo, organizadas personalmente, muchas de ellas, por el favorito, demuestran, en su lujo y grandiosidad, inmensamente desproporcionadas a la miseria y a las necesidades primarias del país, un verdadero delirio en sus directores. No en vano han sido estas descripciones reproducidas, con maravilla, por los historiadores extranjeros; y, por todos, consideradas como uno de los grandes pecados del Conde-Duque. Pero no eran pecados, sino síntomas. Tal ocurre con la grandiosa de febrero de 1623, que califica Hume de «ruinosa cabalgata»; y, sobre todo, con las que ofrecieron al Príncipe de Gales, fantásticas por el lujo y el dispendio, «en las que la prodigalidad tomó caracteres de terrible despilfarro». Tanto como su esplendor nos admira hoy la falta de sentido de tales festejos, que no respondían a nada; o que eran, como en las del Príncipe de Gales, notoriamente incongruentes con la premeditada tenacidad con que el propio Olivares preparaba a la vez el fracaso del viaje de Don Carlos, es decir, la no celebración de su casamiento con la Infanta española[109]. El mismo tono anormal tienen los fabulosos regalos con que fue obsequiado a su partida; fabulosos aun teniendo en cuenta el intento de dorar con ellos las dobles calabazas, amorosas y políticas, que recogió Don Carlos en su romántico viaje a España. En estas fiestas corrían, a veces, a la cabeza de sus cuadrillas de Grandes, el Rey, el Conde-Duque, y éste iba ataviado con los mismos colores del Rey y con arreos en los que, sin duda, se advierte su instintivo impulso de igualarle. Por ejemplo, en la citada fiesta de 1623, dice Soto y Aguilar que ambos iban vestidos igual, de gris con plumas blancas; y en la gran fiesta de sortija y estafermo que se corrió en 1638 en la plaza del Palacio del Buen Retiro, para despedir a la Duquesa de Chevreuse, el Rey apareció radiante de lujo y el Conde-Duque «en el vestido y galas al rey semejantísimo»[110].
La gestión del Conde-Duque en el frustrado matrimonio del Príncipe de Gales con la Infanta de España demuestra esta misma oscilación profunda de su humor, que explica aquellos cambios que no comprendían ni el egregio novio ni sus diplomáticos. Se sabe que Olivares no pensó jamás en que tal matrimonio se realizara, y, sin embargo, de repente tenía momentos de euforia insana, como aquel que el propio Príncipe describe a su padre, en carta de 20 de marzo de 1623, en el que dice: «Hemos encontrado al Conde Olivares tan encantado de nuestro viaje y con tanta cortesía que rogamos a V. M. que le escriba la más afectuosa carta de gracias[111]. Nos ha dicho esta mañana que si el Papa no quería conceder la dispensa para que la Infanta llegue a ser la mujer de tu hijo, se la daría como querida.» La anormalidad de esta salida es patente.
A pesar de flaquearle ya el ambiente entusiasta, en los años siguientes se observan varios raptos de la misma tendencia expansiva, alentados por algunos sucesos favorables, como la rendición de Breda, en 1625, que hizo perpetuar en el conocido cuadro de Velázquez, de mucha más gloria para España que la de la propia rendición[112]. Muy significativo de este período es el discurso del Valido en el Consejo de Estado, para animar al Rey a reunir las Cortes de Aragón, Cataluña y Valencia y asistir a ellas, con objeto de llevar adelante su política de fusión de las regiones y Estados en un Reino único. Olivares, por de pronto, había hecho abrir, como es sabido, un ventanillo con celosía para que, desde él, pudiera el Rey oír los debates de los Consejos; suceso pequeño en apariencia, pero de extraordinario sentido político, porque significaba una suerte de intervención directa del Soberano en las deliberaciones de los Consejos, inusitada en la constitución de la Monarquía; y, además, porque revela una vez más la tendencia del primer ministro, imponiendo al propio Rey la audición de sus discursos, en los que debía poner infinita vanidad. Novoa, testigo presencial, describe el que estamos comentando y confirma plenamente su desmesurado aparato. Ya el gesto excesivo se trasluce en estas palabras: el Conde, «afirmándose sobre los pies y metiendo la muletilla por entre la cabellera y la calva, después de más suspensión de la que pedía el negocio, dijo…» Y lo que dijo era tan hiperbólico como su gesto y sus pausas: «No hay para qué espantarse ni poner en ponderación el poder de muchos Príncipes, porque el de S. M. es mayor que el de todos ellos juntos»; y así lo demás, hasta dos horas que duró la oración[113].
Por entonces Don Gaspar adjudicó al Rey el título de Grande, que es más que probable que fuera aceptado por Felipe, lleno de defectos, pero no indiscreto, con más resignación que vanidad. No venía a cuento, y los comentadores de la época lo hacen notar. Justi recuerda las sensatas reflexiones de Gracián: el sobrenombre de Grande, que llevaron César y Alejandro, vacío de hechos sería sólo «un poco de aire»[114]. Es este nombramiento uno de los más típicos signos de delirio del Privado.
Muerte de María. La tendencia melancólica se acentúa
Culminan los años de exaltación en la boda de su hija María, que se celebró con pompa real. Por los mismos días le había concedido el Rey, colmando otras de sus fervientes ambiciones, el título de Duque de Sanlúcar la Mayor (1626), origen del nombre de Conde-Duque[115] con que en adelante le designaron todos y le ha consagrado la Historia. Y, de repente, la nube de incienso que le rodeaba y que alimentaba su apetito de mando y de grandeza es atravesada por el rayo del infortunio, hiriendo a lo que era, acaso, lo más caro a su vida: a su hija, la dulce María, que muere, en julio de 1626; y, para mayor desdicha, sin sucesión. Su dolor no tuvo límites, porque fue Don Gaspar modelo de padres. Pero es fácil distinguir en su conducta posterior lo que hay de normal tragedia familiar y lo que hay de depresión patológica: una vez más y esta vez —con harta justificación— de las más profundas de cuantas se recogen en su biografía. El dolor terrible, pero sereno, del padre está escrito, por modo insuperable, en la carta magnífica que transcribimos después. Su gran espíritu reaccionó a la pérdida cruel con noble entereza y adivinó, como gran varón que era, que sólo en el afán de cada día encontraría el posible consuelo a su desesperación; y a él se entregó animosamente, «mostrándose superior a sus adversidades, no retirándose ni una hora, sin lágrimas en los ojos, de dar satisfacción a todos en sus pretensiones» (Roca). Pero, a la vez, una melancolía infinita, y a veces extravagante, se apoderó de él. Nadie volvió a verle en público durante dos años, salvo en los actos de obligación oficial; se exacerbó su religiosidad, aumentando sus rezos y haciendo diaria confesión y comunión. Abandonó su política de intriga y sus devaneos amorosos; y toda su vida adquiere un matiz desmesuradamente ascético, producto del legítimo dolor y del anormal hundimiento de su espíritu. «El hombre triste», le llamaron desde entonces los cortesanos.
En realidad, la fase de depresión se había iniciado desde unos meses antes de la muerte de María; sin duda, a consecuencia del cansancio de la lucha sostenida con las Cortes de Valencia, Aragón y Cataluña, que dieron al sagaz Privado la medida de la latente pero enérgica rebeldía de las regiones españolas de Levante. A esta depresión hay que atribuir el repentino cambio de Olivares, que, después de haber empleado toda su elocuencia y todas sus influencias personales para lograr que el Rey asistiera a dichas Cortes, súbitamente le retiró de Barcelona y le hizo volver a Madrid. «Le acometió —dice Hume— un terror pánico», que ahora no es fácil de interpretar. A estas contrariedades políticas se unió, en junio del mismo año, la muerte, a los veintidós años de edad, de su sobrino el cardenal Guzmán, hijo de la Marquesa del Carpió, al que amaba profundamente el Valido, hasta el punto de que en la carta citada compara el dolor de su pérdida al que le produjo la muerte de su propia hija. Y, como he dicho, acabó de derrumbar su ánimo la pérdida de María, que fue mujer admirable y que, además, al morir, comprometía gravemente la sucesión de los Guzmanes de su rama, problema que en la psicología del Conde-Duque alcanzaba importancia capital.
La expresión notoria de este ciclo de melancolía es la carta que ya hemos citado[116], escrita al Rey en septiembre de este mismo año de 1626. En esta fecha nadie podrá decir que se trataba de una argucia del Privado para reforzar su valimiento, porque nadie lo discutía. Está escrito el papel, a juzgar por el inconfundible estilo, de mano del Conde-Duque, y Roca lo confirma. Expresa en él su profunda desesperanza al advertir a su señor «cuan a fondo se va todo, aunque yo me desvele y trabaje para atajarlo», y cuan necesario es que sea él, el Monarca mismo, el que ponga «luego el hombro a todo, so pena de pecado mortal irremisible». La conclusión es la de siempre: irse; le recuerda «las diferentes veces» que le ha pedido licencia y ahora renueva sus instancias «con apretura». Respira todo este escrito tan noble sinceridad, que sólo la rutina de la triste mala intención humana puede explicar el que no se haya dado al documento que comentamos su justo valor psicológico.
En otra carta privada de noviembre de este año vemos con claridad su negra desesperación, con toques funerarios, de recia vena española; y, a la vez, su adusta, pero noble condición de caballero. Está dirigida a Don Francisco de Moneada, Marqués de Aytona, y dice así: «Porque V. S. conozca cuánto pierde en el amigo que tiene a los pies del Rey, envía a V. S. esa consulta y la merced que le ha negociado del Rey. V. S. lo calle hasta la ocasión y conozca que ni muertos ni ausentes pierden conmigo cuando están sirviendo al Rey con la aceptación que V. S. Y digo cuánto pierde porque me juzgo por enterrado en vida y muy cerca de estarlo en muerte. Hágase en todo la voluntad de Dios y él guarde a V. S. como deseo. Aranjuez y noviembre 24 [1626]. Don Gaspar de Guzmán»[117].
Enfermedad del Rey y pánico en Olivares
En el siguiente año de 1627 presenciamos otra típica depresión de Olivares, cuando enferma el Rey, acaso fatigado por sus excesos con la Calderona. Hubo gran alboroto porque los médicos, asustados por la egregia categoría del paciente, dieron a su dolencia una impresión excesivamente pesimista. El Valido se aterró, y no era para menos, ante la idea de que faltase el Soberano; y se puso, literalmente, malo. Dice un gacetillero de la época que la indisposición se debió al cansancio de asistir a Felipe IV varios días sin acostarse[118]. Novoa lo atribuye, con más exactitud, pero con peor intención, a miedo; «le entró al Conde —dice— notable miedo, y creyó que se le venía el mundo tras sí», pues era evidente que la desaparición del Rey supondría la suya en el mando; hasta el punto de que se aseguraba que la gente deseaba que el Rey muriese para así verse libre de Olivares[119]. Lo cierto es que se deprimió hasta enfermar y se metió en la cama; como otras veces pedía licencia para irse a Sevilla. Nos cuenta el Conde de la Roca un detalle curioso que nos indica hasta dónde llegó su azoramiento (que su amigo y panegirista interpreta como prueba de su previsión); y es que, dando ya por cierta la muerte del Rey, tenía dispuesto acompañar el cadáver hasta El Escorial, y desde allí enviar a la Reina e Infantes un papel, que ya había escrito, poniéndoles en el secreto de muchas cosas del gobierno; y desde el Real Sitio, sin volver a Madrid, «irse a uno de sus lugares a enterrarse voluntariamente en vida». Mas tan severos propósitos se desvanecieron en cuanto los médicos, apretados por él, dictaminaron que la regia dolencia no era tan grave como habían supuesto. Se curó, en efecto, repentinamente. «Con este antídoto —dice Novoa— surgió de la cama y partió allá.»
Cartas lúgubres
En el año 1631 se lanza España a otra guerra quimérica en ayuda del Emperador de Alemania, atacado por las tropas de Gustavo Adolfo de Suecia, aliado con Francia; ello en uno de los momentos de más terrible apuro para la exhausta hacienda española[120]. La depresión sobreviene de nuevo, aunque disimulada para el mundo oficial; y de ella es expresión este otro documento también muy típico de la melancolía de Olivares. Es una carta, inédita, dirigida a una Infanta (seguramente Isabel Clara Eugenia), y cuyo texto exacto es algo oscuro, por dificultades de la interpretación de la letra del Valido; pero no tiene precio como expresión de su mortal desaliento. Dice así: «Señora: No lo juzgo que a V. A. le parecerá que de balde estoy rendido y en estado de no tratar de nada por puro desfallecimiento de ánimo, pues quien lee esta carta de V. A., y otras que de ahí vienen, verá el poco acierto con que sirvo, pues V. A. parece que derechamente me condena a mí, y como me da en cara de que todos los aprietos presentes son por no haberse aprobado aquí el traslado de… y se muestra que desto tengo yo la culpa; y si V. A. viera y oyera a todo el Consejo junto creo que no fuera yo el culpado; y en efecto, Señora, no hay pena señalada a quien se yerra en su parecer si no lo hace por algún fin particular. De mí confieso a V. A. que de ninguna manera estoy para servir y que deseo más la muerte que servir un día más; lo mismo insinúa V. A de la jornada del Sr. Infante D. Fernando en que y en todo, hago más de lo que puedo y del todo me faltan las fuerzas de pasar adelante, por lo cual con toda humildad suplico a V. A. se sirva hacerme merced y favor de alcanzarme una buena licencia de S. M. y que todas las mercedes que tengo se den a quien entrare y a mí su orden, porque, Señora, yo he servido con mucho amor y poco interés y he perdido la vida y salud asido al remo, y conozco que no acierto ni he de acertar jamás aunque hiciese milagros, y estoy ya con esta desconfianza tal, que no puedo más, ni a decir a V. A. de qué manera lo fundo y cómo se tratan ahí las cosas que me cuestan sudor de sangre y plegué a Dios que no pasen de mí; V. A. no las sabrá ni yo las diré porque no quiero hacer mal a nadie, pero el tiempo mostrará, aunque yo me vaya a los antípodas, cómo han procedido. Dios les haga bien y guarde Dios a V. A. como los criados habremos menester. —Madrid, 16 de junio de 1631.—Señora.—B. los pies de V. A. Su menor criado D. Gaspar de Guzmán.»
«Deseo más la muerte que servir un día más»: no creo que pueda dudarse de la sinceridad de este escrito, que rezuma, no ya tristeza, sino desesperación: «… he perdido la vida y salud asido al remo y confieso que no acierto ni he de acertar jamás». Y, como siempre, quiere irse; esta vez, aunque sea «a los antípodas». Pero la carta está fechada el 16 de junio; y, súbitamente, el día 24, fiesta de San Juan, se cambian las tornas y vemos al desesperado ministro trabajar personalmente, con actividad hipomaníaca, en los preparativos de la famosa representación que ofreció a los Reyes en el jardín de Monterrey, con estreno de piezas de Quevedo y Lope de Vega, mascarada de disfraces estrambóticos en la que los mismos Reyes tomaron parte, suntuoso banquete, etc. Es fácil a la malicia suponer un mismo fin astuto bajo estas dos actitudes tan opuestas; pero el médico sabe a qué atenerse sobre su verdadera significación.
Conforme avanza la edad, los motivos de depresión se hacen más frecuentes y los testimonios de esta depresión aparecen más cargados de sinceridad. El año 1632 los apuros de dinero de la Monarquía llegan a su último extremo. Los impuestos se multiplican, y hasta Castilla, la sufrida, la milagrosamente inagotable, acaba por protestar. La carta siguiente, dirigida al Conde de la Puebla, que guerreaba en Alemania y Flandes, nos hace ver al Conde-Duque, sombrío, escribiendo a la luz de una bujía, en su aposento mísero de Maranchón, durante la jornada del Rey para mendigar el dinero de Aragón y Cataluña.
«Al Conde de la Puebla. Señor mío: Aquí en Maranchón, recogido ya S. M., Dios le guarde, recibí la carta de V. E. con la que venía para S. M. y confieso con toda verdad que lo que V. E. me dice de la invernada me ha dejado en tal sentimiento de ánimo que no hay palabras con que poderlo significar a V. E., porque veo que S. M. pierde de un golpe, sobre el fracaso de la flota, 600.000 ducados de esta Armada, sin que de ninguna manera tenga de donde suplirlo de otra parte para satisfacer lo que sobre esto está consignado. A esto añado que no tendrá S. M. plata para hacer asientos el año que viene, con lo cual y haber faltado también lo que a V. E. fié, me parece que se puede tener por cierto (en el estado en que hoy se halla la hacienda real y los empeños de la guerra) que esta Monarquía cae de golpe y que S. M. tiene aventurada su corona. Si estas consideraciones deben tenerme en suma pena y congoja V. E. lo juzgue» (28 mayo 1632)[121].
Más expresiva aún, por la fuerza que tomó en ella el concepto de la autoacusación, es otra misiva, fechada en Madrid el 1 de julio del mismo año de 1632 y dirigida también al Conde de la Puebla, en la que echa en cara a la gente que pelea a sus órdenes su flojedad en el servicio del Rey. Y de su puño y letra escribe como posdata:
«Suplico a V. E. me diga las barras (?) de S. M. y el dinero que V. E. buscó para pagar los 216.000 ducados que S. M. había librado a los hombres de negocios; qué razón hay para que no se hayan pagado y que por esto nos suspendan en Alemania y Flandes las pagas y dé todo en tierra. Respóndame V. E. que mis pecados lo hacen y yo diré que es la verdad y lo juraré y pondré mi cabeza en prendas de esta verdad. Ojalá, señor Conde, con mi propia vida pudiera remediar yo los disgustos de ese comercio y sus pérdidas, que bien conozco que en su bien y aliento consiste el bien o mal de esta Monarquía; pero ¿qué haré, si Dios para castigarme a mi sólo castiga a todo este reino y le pone la soga a la garganta, obligándole a apretar a esta gente que es sola la que pudiera resucitar el estado miserable de España y la Monarquía?»[122].
El odio de la gente contra él —y él dolorosamente lo percibía—, que tomaba la forma de las más atroces inculpaciones, aumentaba su depresión. En el mismo julio de 1632 murió el Infante Don Carlos en Madrid, y todo el mundo atribuyó su muerte al Conde-Duque, con notoria injusticia, porque no sólo no le odiaba —ni a él ni a su hermano el Cardenal-Infante, como luego se dirá— sino que les incluyó en el mismo núcleo de amor y respeto, casi mítico, que tuvo para toda la familia real. Hopton, el embajador inglés en Madrid, que veía los sucesos sin pasión, escribía en estos días: «El pobre Conde de Olivares es la bestia negra a que se atribuyen todas las faltas de todos los hombres. Está muy afligido porque, a pesar de lo que dice la gente, quería mucho a este Príncipe [Don Carlos]»[123]. Fue, en efecto, grande la desesperación del Valido. Pero, como siempre también, la reacción fue rápida y desmedida: en octubre se inauguraba, antes de su total terminación, el Palacio del Buen Retiro, obra suntuaria, concebida por el Conde-Duque en una de las fases de exaltación de su voluntad de mando y de grandeza; y con tal motivo se celebraron las primeras fiestas de las muchas que habían de tener por teatro la nueva residencia de placer. Las cantó Lope de Vega. Y en ellas, como tenía por costumbre, corrió las cañas el Valido, al lado del Rey, enrulándole en lujo e imitándole en la vestimenta. Sólo habían pasado unas semanas de la muerte del Infante, y en el mismo Hopton escribía: «Nunca he visto al Conde más alegre que estos meses, ni, en apariencia, más confiado.»
La relación del embajador italiano Corner, que se refiere a estos años de 1631 a 1634, recoge una impresión particularmente sombría del primer ministro. En una nota de su informe, fechado el 27 de octubre de 1633, dice estas palabras significativas: «Muchos de estos días me han contado, personas que trataban con el señor Conde-Duque, que le han encontrado presa de gran agitación, fuera de lo corriente, y parece que vaya creciendo en el orden de su temperamento.» «Está el Conde —dice— bastante melancólico»; y añade esta fantasía tan española, que da idea de la densidad de la leyenda que rodeaba al Valido: «Ha ideado acostarse en su cuarto en un féretro, como un difunto, haciéndose recitar el De profundis, rodeado de cirios; habla del mundo como un fraile, y de las vanidades de la vida como si las despreciara profundamente»[124]. Y era bien cierto que las despreciaba; excepto el poder, que desearle no es vanidad, sino instinto.
La paz que no llega. Desaliento
En los años 1634 a 1638 conoce todavía horas pasajeras, y a veces magníficas, de triunfo: en 1634 el Cardenal-Infante venció en Nordlingen[125]; el 35 y el 37 llegan los galeones de América repletos como nunca de tesoros con que enjugar la penuria nacional; el 36 hay victorias lucidas en Milán, debidas a Leganés, pariente amadísimo y protegido del Valido; y en Flandes. Por todo ello, Olivares organizó las célebres fiestas en el Buen Retiro y en las calles casi todo el mes de febrero de 1637, añadiendo el pretexto, tan extraño al bien material de España, de la elección del Rey de Hungría como Rey de Romanos, en Ratisbona[126]. Fueron los últimos destellos de su popularidad. En una de estas bullas, el pueblo, agradecido a Olivares porque le dejó entrar gratis a ver «las alcancías, que es una fiesta a modo de cañas, en que, en lugar de éstas, los caballeros que siguen a los que huyen tiran huevos», se entusiasmó y «resultó grande una aclamación de ¡Viva el Conde!»[127]. Al año siguiente ocurrió la jornada de Fuenterrabia, en la que hubo también delirio popular y vítores a Don Gaspar. Pero Don Gaspar estaba ya curado de estas fantasías y conocía la amargura que trae inexorablemente envuelta para el hombre público la miel de los éxitos populares.
Las cartas al Cardenal-Infante, de 1635 a 1641, abundan en testimonios de estos que llama Cánovas «instantes progresivos de cansancio y desaliento». Fuera de Cánovas —y aun él lo hizo a la ligera— nadie ha estudiado con profundidad estas misivas, que corresponden a los años en que se prepara la caída y cuya importancia es capital para nuestra historia. Y nadie que las haya leído podrá seguir después viendo al Conde-Duque de la leyenda, orgulloso y duro, resistiendo los embates de los enemigos con ciega obstinación hasta su derrumbamiento. Con patética sinceridad se nos ofrece, por el contrario, vencido, cansado, enfermo: sujeto a su ministerio como a un deber penoso y a veces insufrible; recorriendo las últimas etapas de su vida pública como un calvario lleno de agonías y de contriciones. Las fases de depresión, a través de estos sincerísimos documentos, vemos que se van aproximando y llegan a convertirse en permanente estado de melancolía, de remordimientos, de autoacusaciones y de ansias de morir, en ocasiones en forma de accesos de epiléptica violencia; surcados únicamente, aquí y allá, por un relámpago de su antigua exaltación. He aquí algunos párrafos demostrativos:
13 octubre 1635. —«No hay hacienda, ni hombres de negocios, ni ministros, sino que me dejen morir tranquilo, como presto sucederá con los nuevos achaques; sin que por esto se remedien los inconvenientes; que confieso a V. A. diera la vida liberalmente si con darla se consiguiese el servicio de S. M.»
7 diciembre 1636. —«Señor, ¡ojalá hubiera yo muerto antes que escribir a V. A. nuestra pérdida! V. A. esté cierto que me hallo como debo: Dios, por su bondad, me lleve donde nadie en la tierra se acuerde de mí y trataré de morir, que, Señor, todo no lo puede llevar mi corazón; la muerte de estos señores y del Señor Infante (que Dios tiene) no sólo no me cabe en el corazón, sino que llego a desesperación. En efecto, Señor, yo amo mi muerte y no me atrevo a vivir. Con esto verá V. A. que no podré decir más que locuras, y Dios me valga.»
13 diciembre 1636. —«Yo quedo malísimo, cierto, y tan abatido de este golpe que puedo esperar piadosamente mi muerte.»
15 septiembre 1637. —«Señor, todos están acá buenos, a Dios gracias, y yo reventado por el año que viene; y, además, caídas totalmente las alas, porque, si he de decir a V. A. la verdad, de la pérdida de Breda nada en el mundo me consolará.»
27 mayo 1638. —«Sírvase Dios darnos una paz para que podamos vivir en paz y yo irme a morir, que, cierto, Señor, sin encarecimiento aseguro a V. A. que no puedo ya con el trabajo, según me hallo, acabado de salud y de aliento, pues lo que se ha trabajado es de manera que verdaderamente no hay fuerzas que lo puedan resistir; y todo se hace con tanto trabajo y continua solicitud, que aunque se consiga, queda un hombre rendido.»
Las noticias favorables de Flandes rompen esta visión tenebrosa y le arrebatan a uno de sus antiguos entusiasmos.
21 julio 1638. —«Señor, mil veces repetiré besar a V. A. sus pies; mil veces, por el acierto con que gobernó la mayor acción que jamás ha habido en el mundo, ni la habrá. Quiera Dios que algún día lo pueda yo hacer de presencia, pues, mientras tanto, nada me satisface en esta ocasión tan gloriosa para nuestra nación toda y para toda la Monarquía. Doy también a V. A. el parabién de Berzeli, que ha sido suceso también que merece repetidas enhorabuenas; y si los que han empezado en el Brasil continúan, cierto, Señor, que se puede comparar el año con el más feliz que la Monarquía ha tenido jamás.»
26 agosto 1638. —«Doy la enhorabuena a V. A duplicadas y triplicadas por tales sucesos como Dios ha obrado por mano de V. A. y debajo de ella y por los sucesos de Italia, que todos juntos, por lo menos, no se han visto jamás en el mundo otros iguales, no sólo en un año, sino en muchos.»
Mas el corazón no iba ya al ritmo de los faustos de fuera. Y así veremos que la victoria de Fuenterrabia, acaecida en septiembre de 1638, produce en el Conde-Duque un efecto singular. Externamente todo es homenaje glorioso. La multitud le aclama. El Rey inventa nuevos cargos, prebendas y honores con que enriquecerle y halagarle. El cuadro de Velázquez, el retrato fanfarrón, en el que, con estupenda adulación, se da forma real a su deseo subconsciente de mandar tropas en campo abierto y de derrotar personalmente al enemigo, es la expresión, arbitrariamente sublime, de esta apoteosis. Y sin embargo, todo esto es mentira para el corazón acongojado del ministro. La preparación de la victoria le ha agotado definitivamente. Y el mortal cansancio le ha hecho ver con claridad la liviana fugacidad de las glorias humanas. Ninguno de los millares de seres humanos que han contemplado el retrato ecuestre, lleno de hinchada vanidad, habrá sospechado que debajo de la armadura latía una infinita pena y que el gesto imperativo del general era una de esas muecas de actor viejo, que sabe poner la cara de circunstancias sin contar con el corazón. El 6 de enero de 1639 dice: «Deseo sólo ir a morir en paz, asegurando a V. A., como cristiano y como hijodalgo, que he dispuesto esto, a costa de gotas de mi sangre, y cuando me hallo, desde tres meses ha, en tan grande aprieto de mi cabeza y de mis años, que después que me conozco no me he visto así, habiendo por experiencia conocido que los insoportables cuidados, fatigas y penas de lo de Fuenterrabia, y desvelos de tanto tiempo, me han quemado la sangre como una tinta y es imposible que pueda repararla ya en mis años; y justo es, Señor, que a quien ha servido hasta haber perdido la vida, se le conceda morir en paz, siquiera sea un año.»
Agudamente percibió Cánovas esta tragedia bajo las glorias oficiales[128], en el discurso que Olivares pronunció el 17 de junio de este año de 1639, en las Cortes del Buen Retiro, como «procurador con voto fijo y perpetuo en cuantas más adelante se celebrasen», nombramiento excepcional que apuntaba a una dictadura sobre las Cortes mismas; seguramente el premio de mayor trascendencia política[129]. Es evidente en este discurso el contraste entre el meridional optimismo de los procuradores de Castilla y el dejo escéptico que se desprende de las palabras del primer ministro, sobre todo si se comparan con la exaltación maníaca con que en las épocas anteriores reaccionaba ante lo que era, o pareciera, favorable al país. Los días heroicos de su alma habían pasado ya. Tenía cincuenta y dos años, edad entonces equivalente a los setenta de ahora; y los golpes incesantes habían madurado su tendencia melancólica y su religiosidad ascética. Así le oímos exclamar: «Señor, no conoce la guerra quien fía en sus prosperidades.» Y luego: «La paz, único y solo bien de la tierra.» ¡Él, que desató las batallas por pura quimera de su delirio de grandezas y de poder! «En medio de tantas mercedes recibidas… me hallo con extremo desconsuelo de verme este día tan obligado al Rey y tan obligado a V. S. S. [los procuradores]»; «deseo muy poco recibir, desacomodar ni agraviar a nadie; antes bien y sobre todas cuantas cosas hay en la tierra, aliviar, descansar, servir.» «Sírvase nuestro Señor, aunque sea a costa de mi vida, que vuelva a ver este día de la paz, sin el cual ninguno puede ser bueno»[130].
Pedía, en esta hora crítica de su vida, la paz el poderoso ministro: el anhelo de todos los dictadores, cuando su estrella declina. Y todos mueren sin llegar a la tierra de promisión. La paz para el Conde-Duque era ya un imposible. Los malos sucesos venían ensartados. Y en octubre de este mismo año su desesperación alcanza clamores espeluznantes de tragedia.
«Aseguro a V. A., como cristiano, que casi no duermo sueño ninguno en toda la noche: Dios nos asista, y a V. A. también, con esto de los alemanes; que en todas partes es materia para pedir la ayuda omnipotente de nuestro Señor: porque otra cosa no basta; porque el Emperador está sin gobierno ninguno y perdido sin remedio y nos ha de llevar a todos tras de sí si no nos asiste Dios, como he dicho; sea Nuestro Señor bendito y nos dé gracia y sufrimientos y fuerzas para resistir tantos golpes, tantos infortunios y tantas calamidades. ¡Asístanos Dios, asístanos Dios, asístanos Dios tercera vez y cien mil veces, repito!»
Pero el año siguiente sería aún peor; en él ocurriría la rebelión de Portugal y la de Cataluña, que se le clavó en el corazón y que le arrancaría estas frases de tremenda pena:
29 septiembre 1640.—«Aseguro a V. A. que a mí no me queda aliento más que para morir en medio de tantas y tan extensas apreturas y desdichas; y, sobre todo, las cosas de Cataluña, ¡en que mi corazón no admite consuelo!»
La locura inicial
Aún le quedaba un trago que apurar: el de la rebelión, real o supuesta, de su pariente Medina-Sidonia, el año de 1641, que, por venir de su casta misma, en trance tan apurado y sobre la mancha que otra Guzmán, la mujer de Braganza, acababa de arrojar sobre la lealtad del linaje, le aniquiló y puso, sobre su espíritu cansado, rasgos ya evidentes de locura; hasta el punto de que Guidi, en un despacho cifrado del 24 de septiembre, escribe: «Esta conspiración ha deprimido de tal suerte el ánimo del Conde-Duque, que, además de la transformación de su vista y de su color, se observa en él que la mente no deja de presentar signos de lesión»[131].
Aquí, en efecto, empieza ya a definirse la alteración mental iniciada desde años atrás. Olivares se daba cuenta de que todo estaba perdido. Aquel mismo año, 1641, hace su testamento, pieza esencial para juzgarle, en el que, enfrentado con Dios y con la Historia, cerrados de momento los oídos a las desdichas que le rodeaban, resurge todavía, ya tocado de neto delirio, su espíritu de grandeza[132]. No es de los rasgos menos llamativos de este delirio su absurda esperanza de tener hijos todavía con su mujer, Doña Inés. Pero, por si acaso, reconoce al hijo del amor clandestino, a Julián, a la vez que el Monarca reconoce al Don Juan, hijo de la Calderona.
Después ya es todo triste declinación, salvo el arranque magnífico de la publicación del Nicandro, el papel con que se defiende de los que cobardemente le atacaban después de caído y en el que, por vez primera, su cuerpo decrépito se alza altaneramente ante el Rey —el ídolo— y le amenaza. Un destello más, el postrero: allá en Toro, próximo a morir, cuando pide al Rey que le permita alzar gente de a caballo para socorrer la frontera de Portugal. Son los últimos fulgores de su ambición genial. Después, se fue poco a poco hundiendo en la demencia, que será estudiada en el último capítulo.
Así fue la vida interior del Conde-Duque, torturada por el vaivén descomunal entre la desesperación y la gloria. Pocos, repitámoslo, sospecharán tan hondas, tan entrañables miserias humanas en aquel gigante, que los retratos y los cuentos nos han hecho ver como un monstruo de vanidad y de astucia.