5. La figura

Los dos arquetipos de dictadores

DESDE el punto de vista morfológico, los hombres poseídos de la pasión de mandar se dividen en dos grandes grupos: el fuerte, ancho, rechoncho, con tendencia a la obesidad, que en la terminología moderna se denomina pícnico; y el enjuto, aguileño, delgado o, según esa terminología, asténico. Como es sabido, cada uno de estos dos grupos de hombres poseen un espíritu y un temperamento distintos. El pícnico propende al humor con alternativas ya de exaltación hipomaníaca y de optimista sensualidad, ya de depresión y melancolía. En suma, lo que llaman los psiquiatras el temperamento cicloide o ciclotímico. El asténico, en cambio, suele poseer un espíritu y un temperamento frío e irritable, rígido, reconcentrado, de gran vida interior. En suma, lo que los psiquiatras denominan temperamento esquizoide o esquizotímico.

Como dice Kretschmer, el pícnico y cicloide es el hombre todo superficie, al que arrastra y moldea cada día, en su vaivén, la vida exterior; mientras que el asténico y esquizoide es el hombre de superficie más profunda, cuyo fuerte mundo interior le rige y le mantiene a salvo de la oscilación exterior (autismo)[84].

El mecanismo de la captación ansiosa del poder es, naturalmente, distinto en una y otra clase de conductores. El gran jefe pícnico y cicloide se eleva gracias al dinamismo comunicativo de sus fases hipomaníacas, en las que rebosa de optimismo, de proyectos grandiosos y a veces temerarios, de energía y de sentido práctico, de confianza en sí mismo, fácilmente comunicativa, y de energía incansable y absorbente para el trabajo. Su fuerza depende de su gesto espectacular; y esto le permite salvar las fases de depresión, durante las cuales sólo conoce él su hundimiento espiritual; el gesto, vivo, aun cuando no responde a la tensión interior, da a los que le obedecen la misma sensación de estímulo irradiante que en los episodios hipomaníacos. Es esto, la continuidad en el gesto, lo primero que aprenden a hacer los dictadores de esta categoría; porque si desde fuera se viese la oscilación de su alma, estaban, al punto, perdidos: el pueblo ve en ellos el titán, y el titán no tiene derecho a fatigarse ni a perder su actitud erecta[85]. Sólo cuando la edad y el cansancio acentúan la profundidad y la longitud de las curvas de represión, empiezan éstas a traslucirse en la conducta; en detalles insignificantes al principio, luego con nitidez; y es ésta, como se ha dicho, la señal infalible de que su caída se aproxima.

El gran jefe asténico y esquizoide se eleva a favor de su austeridad, de su severidad —a veces de su crueldad—, de su inflexible espíritu de justicia, de su pasión idealista.

Si el dictador pícnico arrastra por el gesto, el asténico convence por su conducta. Aquél atrae con su acción llamativa. Éste se impone por su rigor y por su reserva.

Claro es que muchas veces hay en el hombre que se afana por mandar una mezcla de los dos grupos de elementos. Es, tal vez, el caso más frecuente. Pero el predominio de unos u otros es, por lo común, lo suficientemente claro para permitir, sin dificultades, la clasificación.

La mayoría de los jefes imperativos han pertenecido al grupo primeramente descrito, el de los pícnicos y cicloides; por lo menos en el mundo meridional. A él pertenecía, sin duda, el Conde-Duque de Olivares, aunque con peculiaridades que le hacen no coincidir por completo con el esquema general que acabamos de exponer. Un ejemplo de jefe asténico es Calvino, el verdugo de Miguel Servet; y entre nosotros, el cardenal Cisneros. En la Revolución francesa, los dos biotipos de jefes se dan en Mirabeau, tripudo, agitado y gestero, y en Robespierre, flaco, picudo, calmoso y reservado, y, a fuerza de ser puritano, cruel. El tirano asténico que se opone a Olivares es, precisamente, su rival en la Historia, Richelieu, cuya morfología escueta y aguda y cuyo carácter taimado, frío y durísimo, son arquetípicos.

En los capítulos siguientes estudiaremos las características temperamentales del Conde-Duque. Ahora vamos a comentar su morfología. De ella tenemos descripciones literarias bastante exactas; pero, ciertamente, inútiles ante la maravillosa fidelidad de su iconografía pictórica, tal vez no igualada por ningún otro personaje pretérito: Olivares fue, después de Felipe IV, el modelo más frecuente de Velázquez, y con esto está todo dicho.

Los retratos de la madurez

La más joven de las efigies que poseemos de Don Gaspar es la del retrato del Metropolitan Museum de Nueva York, pintado hacia 1624. Tenía el modelo, por lo tanto, treinta y siete años. Las diferencias entre esta figura y todos los demás retratos de Olivares por Velázquez han hecho suponer que el pintor, aún sin fama en la Corte, le ejecutaría de memoria o con el modelo delante sólo durante algunos momentos, concedidos de prisa y por compromiso; y a un principiante no dueño todavía de sus nervios y de su pincel, en el medio azorante de Reyes y personajes de alto copete. Mas esta hipótesis es sólo válida para las proporciones de la figura, que son, en efecto, en este retrato (cabeza pequeña y cuerpo inmenso) las inversas que en todos los demás y que en la armadura conservada en el palacio de Liria, que permite reconstruir su morfología verdadera, que era la contraria: cabeza grande para el cuerpo, más bien rechoncho[86].

Pero la cabeza misma tiene el sello de implacable fidelidad del gran pintor. Lo probable, pues, es que la cabeza la tomase del natural, en una o pocas sesiones breves, y que pintase el cuerpo de memoria con otro modelo. Lo que ocurre es que entre este retrato y los siguientes, como el de Hispanic Society de Nueva York, pintado apenas dos años después, Olivares cambió su tocado; y, además, envejecía con rapidez.

Que la cabeza estaba bien, lo demuestra el que fue elegida por Rubens para grabar su famosa estampa de Don Gaspar. El boceto al claroscuro para el grabado tiene, como dice Boix[87], muy escaso parecido con el original, pero es absolutamente seguro que Rubens había visto el retrato que comentamos o alguna reproducción o miniatura hecha sobre el mismo. En la estampa definitiva, se lee que está «copiada de un original de Velázquez, como lo atestigua la inscripción Ex Archetypo Velázquez grabada al pie de la lámina». Que este «archetypo» es el retrato citado, no tiene duda, a pesar de algunas diferencias, explicables al pasar la efigie de un gran cuadro a una estampa alegórica y a pesar de la armadura que en ésta sustituye al traje civil de aquél. Es, sobre todo, significativa la falta de peluca, que sólo aparece en este primer retrato del Conde-Duque y le diferencia de los demás[88].

El segundo retrato, cronológicamente, es el ya citado, de la Hispanic Society, pintado hacia 1626-1627. Representa, por lo tanto, a Don Gaspar hacia los cuarenta años, el período de su máximo poderío. Pintado ya, sin duda, del natural a gusto del retratista, aparecen las proporciones exactas del personaje: su cuerpo robusto, con tendencia a la adiposidad, pero aún proporcionado, aunque tal vez Velázquez exageró su buena planta; su cabeza grande y cuadrada, con la peluca; su nariz gruesa; su mirada más maliciosa que imperativa; su robusta mandíbula inferior; y la típica disposición del bigote y la barba baja en abanico, que conservó hasta los cincuenta años. Ostenta ya en el lado izquierdo el lazo de sumiller, que falta en el retrato anterior, y con la mano derecha empuña el látigo, símbolo de su preciado cargo de caballerizo mayor. El conjunto ofrece el acento aparatoso de toda la iconografía del Valido, más que temible, teatral. Sobre todo resalta el aire bondadoso de su mirada, que tan sólo la sugestión de la leyenda de su maldad nos ha podido inducir a los comentaristas a considerar como fiera y cruel. Es ni más ni menos que la mirada de un buen hombre que, en todo caso, trata de endurecerla con el gesto ceñudo y los empinados bigotes.

El retrato de la colección Huth (Londres) es una réplica con variantes del expuesto[89]. De la misma época, es decir, hacia los cuarenta años, son los atribuidos a Velázquez, del Marqués de Cabra y del Marqués de Casa-Torres: la cabeza es casi idéntica a la del anterior; muy parecida la indumentaria y distintivos, salvo el látigo; la postura distinta y menos teatral que en aquél[90].

Los retratos de la decadencia

El famoso retrato ecuestre del Prado y sus distintas réplicas y copias nos representan a Olivares en fecha atribuida recientemente a antes de 1634; por lo tanto, con menos de cuarenta y siete años de edad. Respetando las razones históricas de los que hacen esta atribución[91], debo decir que el cambio de aspecto de la figura del ministro, con relación a los anteriores retratos, induce a colocarlo después, hacia el año 1639 ó 1640, es decir, cuando tuviese ya más de cincuenta años, y por lo tanto, coincidiendo con la primitiva versión de que Velázquez le pintó mandando un ejército para conmemorar la victoria del sitio de Fuenterrabia, que fue su mayor éxito en la política militar. Aun teniendo en cuenta que la vida de los dictadores se consume con ritmo acelerado, no pueden presuponerse menos de diez años entre el hombre en plena madurez de los retratos anteriores, fechados en 1626-1627, en los que aparece ancho, pero erguido, con el rostro fresco y los ojos juveniles y sin arrugas en torno, y el Olivares del retrato ecuestre, y del que existe en Leningrado, con la incurvación de las anchas espaldas, propia de la senectud vecina, y el rostro desfigurado por las arrugas, sobre todo en los párpados, y con la mandíbula que empieza a desencajarse; en el espacio que media entre los retratos del primer grupo y éste, el del Prado, el Conde-Duque había perdido casi toda la dentadura.

Aún se disimulan un tanto estas diferencias en el ecuestre, pintado con la intención, o subintención teatral, de hacerle aparecer como caudillo arrogante e invencible; pero en el psicológicamente maravilloso de Leningrado no hay propósito literario alguno por parte del pintor; éste pinta lo que ve, captando el alma fugitiva que se asoma al rostro, como pudiera hacerlo un objetivo fotográfico. En ambos, ha desaparecido ya la barba en abanico de la juventud y está sustituida por la perilla.

La injustificada petulancia y aparato heroico del retrato del Prado es un documento inapreciable para testimoniar no la necia vanidad de un hombre, como se viene diciendo, incluso por Justi, sino su delirio de grandeza, que es cosa distinta. La vanidad es ridícula y el delirio es trágico, aunque lo trágico pueda tener, a veces, ribetes de grotesco. Luego, al estudiar el temperamento de Olivares, veremos que, en efecto, corresponde este retrato a una de sus fases hipomaníacas, en las que se creía dueño de los resortes de la victoria y émulo de la grandeza real. Este verdadero monumento ecuestre, pictórico, es gemelo del que el mismo Velázquez labró con su pincel a Felipe IV; y en varias casas grandes habría, en efecto, réplicas de los dos lienzos, de las que aún se conservan ejemplares[92]. Veremos también que hoy nos consta que, bajo su delirio exterior, el alma del Valido empezaba a paladear la amargura del desengaño; y es fácil descubrir su huella en la mirada del jinete; obsérvese que la expresión de energía del rostro está conseguida casi exclusivamente por el movimiento de avance de la mandíbula inferior, típico de la voluntad de poderío en el repertorio de la expresión de las humanas emociones. El retrato es, pues, todo «gesto», que es el arma de los dictadores, sobre todo de los meridionales. Ahora, con tres siglos por medio, con su poder desvanecido y su humanidad hecha cenizas, nos parece ese gesto un tanto ridículo; pero no lo fue, seguramente, para sus contemporáneos. Recuérdense los «gestos» de los dictadores actuales, que la fotografía y el cinematógrafo captan y difunden con tanta prolijidad; también parecerán ridículos a los hombres del porvenir y empiezan a parecérselo a los contemporáneos que los miran desde países lejanos (la distancia geográfica no es sino una anticipación de la distancia histórica); mas para los que están cerca de ellos, el gesto es la esencia misma de su poder.

De maravilloso psicológicamente he calificado el retrato o, mejor dicho, los retratos[93] del Museo Ermitage, de Leningrado, y así es. De cuantos le pintó Velázquez, es éste el que tiene menos artificio espectacular, menos «cuadro de historia» y más de documento directo y realista. Está ejecutado hacia 1638, puesto que la cabeza ha servido para el grabado de Hermán Pannels, fechado en ese año. La edad parece la misma, poco más o menos, que la del ecuestre del Prado de Madrid. La figura general tiene el aplomo que dan los años, y la cara, signos evidentes de la inicial decrepitud. Dice Justi que su colorido, terroso lívido, da la impresión de un enfermo febril. Pero lo que interesa al observador es la expresión de esta faz en la que ha desaparecido todo rastro de ambición y de dureza. Una anchísima sonrisa corre por toda ella, dando a los ojos y a la boca expresión tan bonachona que casi recuerda a la del bufón Pablillos de Valladolid. Ya no es, a estas alturas de la vida, Don Gaspar el hombre reconcentrado, astuto, henchido de incontinentes ambiciones, sino el varón trabajado por la vida, que ha perdido la fe en la violencia y quisiera disfrutar, como un buen patriarca de su pueblo, la posición conquistada; y este optimismo está expresado tan a raudales, que hace pensar en las euforias desatentadas que ponen fin a algunas enfermedades nerviosas[94]. También Justi entiende ver en esta cabeza «al hombre evidentemente psicopático», «con alteración de los rasgos y en la tez e indicios de trastorno mental».

La estructura física

En conjunto, esta iconografía del Conde-Duque, llena de veracidad documental, nos enseña que se trataba del tipo morfológico ancho, achaparrado o pícnico, cuyas características generales han sido ya indicadas. La talla no era muy alta, a pesar de que, como ocurre en estos hombres muy recios, la imagen, vista sin término de comparación, da la impresión de una estatura muy superior a la real. Una de las monjas de Loeches presenció el traslado del cadáver de Olivares, desde la cripta al panteón actual; y, a través de las rejas y celosías, su voz, como si viniese del otro mundo, me refirió que, al abrir la caja, apareció el cuerpo intacto «con su banda de general y el bastón», pero al tocarlo se deshizo en polvo; era —me decía— «muy robusto y más bajo que el doctor» (mi talla es 1,78 m.). El examen de la armadura confirma la estatura más bien alta, pero no excesivamente; la gran anchura de los diámetros transversales, con gran predominio del torácico (50 c. c.) sobre el pélvico (40 c. c), y la cargazón de espaldas propia de estos biotipos, pero sin la joroba que algunos le han atribuido[95]. La robustez general, sobre todo la de la cabeza, con su enérgica mandíbula inferior; la del tórax y la de los pies y manos (aquéllos casi disformes en el retrato del Museo Metropolitano), expresan que el componente hipofisario, que es siempre importante en los organismos pícnicos, era en el Conde-Duque especialmente marcado. Podría calificarse su morfología de «hiperhipofisaria» o «hiperpituitaria», según la terminología médica.

Los que poseen tal morfología presentan netamente acusados los rasgos de la virilidad, hasta las formas de virilidad casi monstruosa de los acromegálicos. Una de las características de esta hipervirilidad, típica de los hombres pícnicos, y mucho más si son, como nuestro personaje, hiperhipofisarios, es la calvicie precoz, punto que he estudiado ya con detalle en otra ocasión. Esta calvicie coincide casi con absoluta constancia con intensa pilosidad del tronco y de los miembros[96]. Podemos asegurar, con mínima probabilidad de error, que Don Gaspar era, pues, extremadamente velludo; y era, desde luego, casi calvo, pero no prematura y totalmente, puesto que, como hemos visto, hacia los treinta y siete años aún conservaba bastante cabello. La leyenda de la calvicie total se debe al hecho de verle siempre con peluca; pero en su tiempo ésta era de uso general entre los caballeros; servía de adorno y no de disimulo de la calva, como hoy el bisoñe[97]. La idea de la calva se apoya también en la frase de Novoa que, al hablar de uno de los discursos del Conde-Duque, empieza la descripción del orador así: «Llegó ya aquí la ocasión de votar el Conde, y afirmándose sobre los pies y metiendo la muletilla por entre la cabellera y la calva», etc.[98] Novoa exageraba en su deseo de mortificar al enemigo. Tenía poco pelo, pero alguno; y lo prueba, aparte del grabado que ya se comentó, el que una de las acusaciones del famoso Memorial de Mena contra el primer ministro es la falta de respeto que supone «el dejarse visitar de S. M. en su aposento, hallándose [Olivares] con una toalla puesta en los hombros para peinarle sus gentilhombres»[99]. Es posible que acabase siendo calvo completo; pero que no lo era cuando lo dijeron es evidente, puesto que le peinaban.

Lo que físicamente llamaba más en él la atención era la corpulencia, que debía darle, a pesar de su no exagerada estatura, aspecto imponente. Así les ocurre a los hombres muy hiperpituitarios. Ya a los veinte años, nos dice Novoa que era «grueso y corpulento», «de aspecto riguroso y confiado»[100]. Y todos los demás que le conocieron, en otras edades, es a su masa a lo que se refieren de preferencia. Siri hace de su físico esta descripción: «Era de talla por encima de las medianas; tenía la bastante adiposidad para pasar por gordo en un país donde la regla es la delgadez; los hombros lo bastante elevados para que se le haya tomado por jorobado sin haberlo sido; la cara ancha; los cabellos negros; la boca algo hundida; el mentón muy saliente; los ojos y la nariz ni feos ni bonitos; la cabeza grande, un poco caída; la frente dilatada; la tez amarillenta; la mirada amenazadora y ruda; en fin, no era, ciertamente, de agradable físico»[101].

El autor, seguramente italiano, de la Relación política del gobierno de Olivares describe a éste así: «Es hombre de buena estatura»; «no tan lleno que se pueda llamar gordo; cargado y encorvado de espaldas; de amplio rostro; pelo negro; levantado de mentón; un poco hundido de boca y ojos; nariz ordinaria; cabeza inclinada hacia adelante y alta por la parte de atrás; frente espaciosa, si bien la cabellera postiza que trae la achica; trigueño de color; el mirar entre obscuro y airado, donde los fisonomistas, haciendo juicio, dicen que está enriquecido de gran machina, mas de profundos sentidos y no sinceros»[102].

Los embajadores venecianos señalan también, sobre todo, que es «bastante corpulento» (Córner[103]); «de complexión robusta» (Contarini[104]), etc. Este último añade una observación que demuestra el envejecimiento del ministro, pues le calcula unos cincuenta y seis años, y por entonces, en 1639, sólo tenía cincuenta y dos.

Así era, en lo físico, el Valido de Felipe IV. Hombre de proporciones y facciones imponentes, más que por la masa real, por lo acusado de los rasgos; ancho, fuerte, con tendencia a la gordura: lo que en la ciencia morfológica se llama un prototipo pícnico con enérgicos rasgos hiperhipofisarios. Por todo ello, de aspecto intensamente viril, casi de virilidad excesiva. De este manantial anatómico brotaban su pasión de mando, su ambición social, su seriedad, su inmensa capacidad de trabajo: cualidades específicamente masculinas. También consideramos como rasgos viriles su rigurosa monogamia, una vez que pasaron los años de la juvenil turbulencia; y aunque parezca extraño, la poca simpatía que suscitó en el sexo contrario, en «la mujer». Estos hiperhombres pueden ser amados, como lo fue el Conde-Duque, por una mujer, por más de una quizá; pero el sexo, la masa indefinida de lo femenino, se revuelve contra el varón hirsuto, dominador, tal vez indelicado, jamás necesitado de esa protección maternal que atrae tanto el interés de la mujer media.

Finalmente, por poseer esta estructura física, poseyó también el humor alternativo, erizado de raptos de grandeza y de baches de depresión que le hubieran hundido, a no ser por su voluntad, que le levantaba, y por el gesto heroico con el que no sólo sugestionaba a los demás, sino que tonificaba sus propios desfallecimientos. De todo ello nos ocuparemos en seguida. Lo que, desde ahora, importa concluir es que el alma de este hombre era mucho más complicada y mucho más noble que el simple saco de vanidades y astucias que se ha venido suponiendo, gracias a la malicia de sus enemigos; gracias también al pueril genio de Velázquez que le personalizó en un gesto fanfarrón que entonces sería imponente, pero que hoy nos parece ridículo; porque son excepcionales los gestos de los hombres que no están vacíos ante la posteridad.