4. El ciclo del poder personal

Las tres etapas

LA vida pública del Conde-Duque de Olivares, a partir de la fecha de la muerte de Felipe III, hasta veintidós años después, cuando en 1643 termina su privanza, es bien conocida y no corresponde el repetirla al propósito de este libro, de historia humana y no de historia política propiamente dicha. Además, entre historias y leyendas se ha contado ya, hasta la saciedad, lo que se sabe y lo que se presume del Rey-poeta y de su Corte de ingenios, comediantes y aventureros, y de los despotismos, aciertos, errores y desdichas de su imponente consejero, el más popular, sin duda, de todos los Validos españoles, gracias al mito legendario de su época, y gracias también al genio de Velázquez: que a muchos hombres les ha salvado del olvido o les ha ayudado a flotar en la memoria de la posteridad una pintura genial; y esto, seguramente, lo sabía muy bien el propio Conde-Duque.

A estas historias remitimos, pues, al lector[69]. Aquí mismo se hará, en capítulos próximos, un esbozo de la obra exterior e interior del Conde-Duque. Pero no creo que sea inútil ahora un recuerdo del ciclo de la vida pública de Don Gaspar. Porque, inevitablemente, hemos de referirnos a ella. Y porque, desde ahora, debemos orientarla en relación con las modalidades de su personalidad humana.

Todo gobernante absoluto, llámese dictador, tirano o valido, pasa, casi sin excepción, por tres fases en su mandato. Una primera en la que el nuevo jefe carece aún de fuerza propia y organizada, pero se la da el pueblo, que acoge siempre toda novedad política con alegría y esperanza; y, sobre todo, en el caso del dictador, cuya característica es la capacidad de sugestión, el magnetismo de su gesto; sin lo cual no hay dictadura posible[70]. El jefe absoluto ha de justificar la expectación y el acatamiento populares con actos de gobierno llamativos, numerosos y fuera de lo común, de los que forma parte inevitable la persecución de los que le precedieron y el revocamiento, a grandes manotazos, de buena parte del antiguo orden; no se olvide que toda dictadura trata de evitar una revolución popular, y si lo logra, es adoptando ella también los métodos revolucionarios, por lo menos en apariencia.

En la segunda fase, la opinión empieza a ser hostil al jefe, porque éste ha de mandar con violencia; y la violencia fatiga pronto a la multitud. Las reformas se va advirtiendo que han sido más de relumbrón que de eficacia. Los nuevos rectores de la vida no son arcángeles, sino hombres del mismo barro y con pasiones idénticas que los de antes y los de después. La vida, bajo el mando absoluto, suele encarecer: casi siempre la revolución o la dictadura se hacen —acaso sin que lo sepan sus propios caudillos— para justificar un brusco aumento en el nivel económico de la vida. Las libertades públicas, antes despreciadas, se echan ahora de menos con angustia, y el ansia de recuperarlas se fomenta en la tensión que produce la clandestinidad. Ésta favorece también la propensión a la calumnia: una de las inevitables es la inmoralidad del dictador. Pero, frente a esta marea adversa, el dictador ha adquirido fuerza propia que le permite contrarrestar el descontento y permanecer firme en su altura. La sugestión teatral, la capacidad de mando y el empuje físico para el trabajo del gobierno, que todo dictador tiene desde que nace, alcanza su máxima tensión. Un ejército de devotos a su persona e interesados en su éxito le rodea y le apoya. Desde luego, el poder absoluto y la continuidad en su ejercicio le permite, con más o menos fortuna, realizar actos de gobierno eficaces y, muchas veces, terminar con acierto problemas que en el régimen normal no encontraban solución. No falta el típico fenómeno de las grandes obras públicas, que hermosean el rostro al país y sirven, mientras se hacen, de sostén a grandes núcleos de artesanos y peones; y, finalmente, las fuerzas coercitivas del Estado obedecen con precisión al mando único y permiten una era de tranquilidad, que contrasta con los largos disturbios que justificaron la dictadura; se alcanza, en suma, el «orden», grato a casi todos y lleno de ventajas para la vida material. El tirano vive, en pleno optimismo, tocando con las manos sus indudables éxitos y convencido de que los rumores de disgusto que, de tiempo en tiempo, llegan a su despacho, son ecos de la envidia de los vecinos y de los profesionales del resentimiento.

Según los casos, dura más o menos tiempo el equilibrio entre las dos fuerzas contrarias. Depende de factores generales y personales tan numerosos e imprevistos, que es difícil intentar su sistematización. Pero, al fin, inevitablemente, llega el día en que las tendencias adversas dominan a las que asisten al dictador. El descontento va ganando, desde el pueblo, a planos cada vez más altos de la sociedad y se infiltra en los círculos mismos que rodean al jefe. A veces éste no comete errores considerables; pero es igual; nada contiene la marea que sube. Si sobreviene un fracaso, no hay que decir que el lento flujo ascendente se convierte en tempestad. Y acaso, en lo íntimo del espíritu de aquél, empieza a dibujarse la desesperanza. Lo probable es que, habituado al imperio, nadie se lo note; desde fuera parece más fuerte quizá que nunca; y él mismo, embriagado del veneno del mando, puede no darse cuenta de que están rompiéndose, allá dentro, los resortes de su magia personal. Pero lo común es que le rinda el cansancio físico y la convicción de que su esfuerzo no se agradece ni se interpreta con justicia. El dictador es siempre un hombre de buena fe; si no la tuviese, su mando no duraría apenas. Gran parte de su fuerza es la sugestión; pero sugestión que empieza por él mismo, que se cree predestinado a las grandes empresas salvadoras. Por eso cuando se quiebra la fe en la propia eficacia, la magia sobre los demás se ha roto también y, con ella, la razón de su poder.

Al llegar a este punto de su ciclo, el dictador se siente, por lo común, hambriento de paz. Es el momento delicado en que, después de la lucha contra todos, se desea ardientemente el asentimiento de todos; en que el vencedor de las multitudes ambiciona cambiar la autoridad del caudillo por la blanda sugestión del patriarca. Pero el sueño de la paz se hace más difícil a medida que con más afán se desea. Por el contrario, se perfila cada día con mayor precisión el sentimiento terrible, inexorable, de que, mientras más avanza, se ve menos clara la continuidad con la historia futura; porque toda dictadura, como toda revolución, termina en un tajo, detrás del cual, claro es, la historia sigue, pero en el que los héroes de la revolución o de la tiranía se suelen despeñar.

Y cuando esas fuerzas adversas, de fuera y de dentro, adquieren una tensión superior a las fuerzas de resistencia, un día, al parecer como los otros, el período final del ciclo se cumple y el gran tinglado del poder, que parecía eterno, cae estrepitosamente.

La etapa entusiasta en el Conde-Duque

La sucesión de estas tres etapas es clarísima en la vida del Conde-Duque de Olivares. El primer período, calentado por la euforia popular, fue, como suele serlo siempre, breve: desde su advenimiento al mando, en 1621, hasta dos años después. Don Gaspar tuvo el acierto de no aparecer desde el primer momento como dueño absoluto del Gobierno, asociándose con su tío Don Baltasar de Zúñiga y aun colocándose —por lo menos en apariencia[71]— en rango secundario. Era Don Baltasar, como se ha dicho, hombre discreto, mesurado y docto, sobre todo en los asuntos de Flandes; y en los años de la conquista del Poder había sido el agente de Olivares en Palacio, con ya señalada lealtad y devoción. El nuevo Valido procedió finamente dejándole en su puesto de honor, y obró, además, como hombre agradecido, con la rectitud que era en él habitual. Es muy improbable que fueran ciertas las murmuraciones, que ya empezaron entonces, sobre si Don Baltasar, celoso del predominio de su sobrino, tuvo piques y desavenencias con él[72]; incluso cuando enfermó Don Baltasar, con rápida muerte a los siete días, se dijo que el Conde le había envenenado, lo cual demuestra la precocidad y fiereza de la maledicencia contra el Valido, pues esto ocurría en 1622, casi en el primer año de su privanza. Don Baltasar de Zúñiga no creó en torno suyo más que afectos, y hay una suerte de tragedia sentimental en su vida, tan plácida, pero tan necesaria y quizá tan intensa en la intimidad, que al morir arrastró a toda su familia[73]. Se dijo que el Rey había insistido para que el Conde-Duque se alzase como único responsable del gobierno; lo cierto es que no sólo no lo hizo, sino que formó una Junta de tres ministros (Don Agustín Mexía, el Marqués de Montesclaros y Don Fernando Girón), que habían de estudiar y resolver las consultas, reservándose la solución, en última instancia, el Rey, que, según el Conde de la Roca, sólo una vez, en la provisión de un cargo, se apartó del parecer de la Junta en los tres años que duró.

Más o menos escudado por su tío al principio, y después por su sola cuenta, Olivares desarrolló la actividad típica del nacimiento de los gobiernos absolutos. Primero, la persecución de los antiguos gobernantes, bajo el signo de una inflexible moralización. La acogida de estas medidas fue entusiasta, porque la acusación unánime contra Lerma y los suyos era la de insaciable rapiña. Las víctimas principales de la campaña moralizadora fueron el propio Lerma, que, aunque defendido por su calidad de cardenal, sufrió el destierro y la multa de un millón de ducados, muriendo poco después; Uceda, su hijo, que tampoco volvió del destierro, muriendo, preso, en Alcalá de Henares en 1624, y el padre Aliaga, que fue asimismo exiliado de la Corte. La persecución y prisión del famoso Duque de Osuna, que el pueblo señalaba como inmoral por el fausto increíble de su casa, fue también muy impresionante para la plebe, por la inmensa autoridad de que gozaba el prócer, por sus apellidos y por su vida principesca[74]. Pero, sobre todo, aparece como víctima de este período Don Rodrigo Calderón, que con su noble muerte borró sus fechorías, no mayores, por cierto, que las de cualquier otro de sus contemporáneos de la Corte española. Fenómeno muy propio de la psicología popular española fue el viraje sentimental de aquel pueblo, que pidió a gritos la cabeza del ministro durante tanto tiempo y que, de repente, al ver su gesto magnífico ante el cadalso de la Plaza Mayor de Madrid, lo trocó en su ídolo, conservando como reliquias trozos de tela empapados en su sangre y acusando de verdugo cruel al nuevo Valido. Así es la multitud. Si el Conde-Duque le hubiera perdonado, hubiera pasado por gobernante blando ante estos castizos españoles que quieren resolverlo todo con las ejecuciones, sin reparar que no es lo mismo pedir justicia a voces, por las calles, que tomar sobre sí, desde el poder, sin más retaguardia para la conciencia que Dios, la responsabilidad de ejecutarla. Pero si el hombre de gobierno obedece al mandato popular y, a veces, como tal vez le ocurrió al Conde de Olivares, por obedecerle, contraría su conciencia, entonces se vuelve contra él la indignación y la ira de los mismos que la azuzaban. ¡Cuántas historias como ésta en la historia antigua y en la contemporánea! Lo cierto es que la impopularidad del Conde-Duque se inició en el instante en que la cabeza del Marqués de Siete Iglesias —¡nada menos que siete, para acabar así!— aún contraída del supremo terror mortal, era alzada por la mano del verdugo ante la imbécil multitud.

Otro rasgo típico de esta fase fue la creación de Juntas, reformadoras de todo, encargadas de renovar, de arriba abajo, al país; incluso había una llamada de Reforma de las costumbres (1622), con la que, inocentemente, se proponía atajar la terrible inmoralidad de la vida española, de cuya podredumbre hablaremos después. Todo su programa está contenido en el manifiesto que dirigió al Rey, en noviembre de 1621[75], y en realidad al pueblo, pues se difundió por toda la nación; equivale a lo que hoy llamaríamos una Declaración de Gobierno y está escrito con nobleza y con lealtad; también con graves errores en su concepción de España, que se comentarán luego.

La tercera manifestación del período entusiasta fue romper la paz que Felipe III venía, felizmente, sosteniendo, y comenzar de nuevo las guerras europeas, abriendo las hostilidades contra Holanda. El dictador es esclavo de estos gestos heroicos, con los que infunde entusiasmo a la multitud en nombre de ideales y de mitos gloriosos, muy tónicos para el pueblo, siempre que no cuesten luego demasiado caros. Son tales gestos para la masa como el alcohol para el individuo, que alegra, reconforta e ilumina el porvenir; pero que, a la larga, acaba con el equilibrio del espíritu y con la salud material. De esto iba a adolecer, y en tremenda medida, la aventura guerrera que emprendía el Valido, y que duraría, casi sin interrupción y con complicaciones cada vez más sangrientas, hasta el derrumbamiento de la dinastía de Austria. El carácter quijotesco de esta guerra es conocido. No obedecía a ninguna necesidad del país, de las que pueden justificar la pérdida del bien supremo de la paz, sino a aquel arrebatado idealismo que fue, sin duda, origen de muchas de nuestras grandezas, pero que ya no tenía oportunidad ni justificaciones; y en este error de cronología elemental está el principal pecado de la política del Conde-Duque.

La crítica, germinando en la sombra, no aparecía aún detrás del resplandor de las esperanzas. El pueblo estaba todavía contento. La borrachera de la novedad obra, en la multitud, largo espacio. Como dice Roca, «los primeros días del gobierno salieron admirables órdenes que, como miraban a revocar y poner en orden los abusos padecidos, todos las aclamaban; y se levantaban por las mañanas las gentes con hambre de orden nuevo». Todo parecía que iba a cambiar. De la guerra llegaban algunas nuevas, como la de la batalla de Fleurus, que resucitaban el entusiasmo, tanto tiempo dormido, hacia los tercios y los capitanes españoles. Y la fachada visible de la España interior, ante el mundo, era una Corte fastuosa y llena de ingenio, adornada de las cabezas insignes de Lope, Calderón, Velázquez y Quevedo, tocadas, aún en vida, de la inmortalidad; Corte de Reyes envueltos en el mito romántico, en la que se representaba la Niquea, en Aranjuez, con incendios intencionados del teatro rústico y el salvamento —se decía— de la Reina por su galán Villamediana; y en la que pocos días después caía éste, muerto de un ballestazo, en circunstancias misteriosas, con llanto de mujeres, epigramas de los poetas y sospechas de amores egregios.

Y el cuadro, rosado y brillante, se completa al año siguiente con el lance más bonito que ha sucedido desde que hubo Reyes, Príncipes enamorados, palacios y jardines y todos los elementos de la escenografía legendaria, que aquí, sin embargo, fue realidad: Carlos, el Príncipe de Gales, enamorado de la Infanta española, por puro afán de enamorarse, porque no la conocía, como se enamoran los que luego, como él, han de morir jóvenes y en plena tragedia, deja su patria, contra todos los protocolos, y disfrazado de aventurero, con un solo criado, recorre la Península, entonces áspera y peligrosa, y llega una noche a Madrid para ver a la novia, a la Princesa española, idealizada en los sueños brumosos de su país. ¡Qué maravillosa aventura! Los españoles, habituados a ver como hechos naturales las cosas más extraordinarias, consideraron también como dentro del orden justo ese fuego y esta locura del Príncipe inglés; y les fortaleció el convencimiento de que Madrid era, para propios y extraños, la Meca de la humana felicidad. Ya entonces Inglaterra era el país del orgullo. «Su natural es soberbio —escribía el mismo Conde-Duque— despreciador de todas las otras naciones»[76]. ¡Y, sin embargo, el hijo de este Rey vino, como un colegial, a la Corte remota de España, solicitando el amor de una de sus Princesas!

Las fiestas que hubo en Madrid para obsequiar al inglés fueron fantásticas y han sido relatadas muchas veces. Pero más que las fiestas nos seducen las escenas de amor de los dos mozos reales, los encuentros furtivos al pasar las carrozas por el Prado y aquel acecho del Príncipe a la Infanta, desde un muro de la Casa de Campo, mientras ella cogía las rosas húmedas de rocío, que recuerda al primer encuentro de Calixto y Melibea[77]. Nada parecido nos cuenta la historia. Pero el idilio maravilloso fue tan leve como una flor. La Infanta no era, ciertamente, un hada; y, además aterrada por la heterodoxia de su amante, le hacía, al verle, la señal de la cruz. El Conde de Olivares intervino, además, con un espíritu de intransigencia religiosa que acabó por descorazonar a Carlos de Inglaterra, que, al fin, se fue con la desilusión y el despecho anegados en un torrente de regalos magníficos[78]. La responsabilidad directa de Olivares en este fracaso de la boda principesca es hoy indiscutible, y quizá otra de sus culpas mayores. Se complace uno en pensar que el mismo Felipe II, tan sagaz dentro de su intransigencia, hubiera buscado un arbitrio hábil para que el matrimonio se pudiera efectuar; y el lector de hoy piensa en lo distinta que, tal vez, hubiera sido la suerte de España, unida, por esta alianza de amor, con Inglaterra.

La etapa del poder conquistado

Al extinguirse el ruido de los festejos con que se aturdió, más que se obsequió, al Príncipe Carlos, es cuando empieza el clamor general contra el Conde dictador. Hume lo observa sagazmente. Es fácil comprobar, por el brote de papeles agresivos, el descontento de los nobles y la resistencia de los órganos de gobierno. Se tiene hoy la sensación de que los españoles se dieron pronto cuenta de que el Valido había cometido dos errores trascendentes: la ruptura de la tregua de Holanda y la del proyecto de matrimonio con el Príncipe de Gales; y no dejó de influir en la hostilidad inicial el mal efecto que hizo la dispendiosa ostentación de riquezas en las célebres fiestas, cuando cada cual, en su hogar, y sobre todo en los campos españoles, tocaba la dureza de la vida, cada día más aguda por las nuevas necesidades nacionales y los nuevos impuestos. El español de todo tiempo ama, además, la modestia en sus gobernantes; y cuando éstos, aunque sea con razón, hacen demostraciones fastuosas, el pueblo se divierte con ellas, pero lo anota y pide, en cuanto puede, la cuenta del derroche.

Toda la ola de acusaciones, de calumnias, muchas de ellas de violencia pocas veces igualada en la historia de los odios políticos, va formándose a lo largo de este período, desde 1623 hasta 1639-1640, en que se inicia claramente el final del ciclo de nuestro Privado. Pero el Conde de Olivares, Conde-Duque desde 1625, ya no necesitaba para mandar del ambiente favorable callejero. El Rey era un ciego instrumento suyo; los Grandes, temerosos o sometidos, tampoco entorpecían su camino; y el pobre pueblo a todo se avenía con mansedumbre ejemplar. En el centro de este período, Don Gaspar, en plena madurez de su aptitud de mando, asediado de peligros internos y externos, en número y gravedad de pesadilla, y haciendo frente a todos con energía indomable, se nos representa como un cíclope que sostiene sobre sus anchas espaldas todo el edificio inmenso del Imperio español, que se desploma. «Atlante» le llamó, en una de sus famosas piezas, Calderón, y como «Atlante», sosteniendo el mundo, le hizo representar en la portada de su Fernando o Sevilla restaurada, el Conde de la Roca[79].

Los diecisiete años de este período fueron de continua guerra en casi la totalidad de las tierras de España: Flandes, Alemania, Italia, Francia, América; e incluso de ataques al territorio peninsular, como el de los ingleses a Cádiz en 1625, fruto sangriento del rencor en que se fue transformando la pasión humillada de Carlos de Inglaterra. En luchas tan vastas y encarnizadas, los ejércitos de España, mal pagados, mal dirigidos, resentidos del desorden del Estado, que les picaba —y es el peor enemigo— por la retaguardia, sufrieron derrotas, casi nunca deshonrosas, pero costosísimas; pero tuvieron también horas de triunfo comparables a las de nuestros mejores tiempos militares, que igualan, de vez en cuando, la España de Felipe IV a la de sus abuelos. Culminan estos momentos de grandeza en la rendición de Breda, por Spínola (1625); en la victoria de Nordlingen ganada por el hermano del Rey, el Cardenal-Infante (1634); y en el socorro de Fuenterrabia (1638), en el que, aunque desde Madrid, intervino muy directamente el mismo Conde-Duque, adjudicándose a sí mismo, entre honores y mercedes extraordinarios, el de hacerse retratar por Velázquez tal como le vemos en el Prado, de jefe efectivo de sus tropas, y en actitud tan injustificadamente heroica que atestigua la vena delirante que ya por entonces empezaba a acometer al dictador.

Cada ejército y cada batalla de cada ejército eran para el Valido motivo de increíbles esfuerzos para exprimir de las bolsas agotadas de los vasallos y de las egoístas de muchos de los nobles, el dinero suficiente, que en ocasiones no bastaba ni para vestir y calzar a la tropa, y que milagrosamente completaban los galeones de América, como los que llegaron, repletos de oro en 1635 y 1637, en momentos de angustioso apuro. El propio Conde-Duque daba ejemplo acudiendo con cuantiosas sumas a los gastos militares[80]. Los hombres útiles escaseaban también, y había que arrancarlos, en levas crueles, por la fuerza, de sus casas y de los campos exhaustos, formando contingentes bisoños, mal instruidos y peor armados. Faltaban también generales y administradores capaces, justificando el lamento que anota Don Gaspar en casi todas sus cartas al Cardenal-Infante: «¡No hay cabezas, Señor, no hay cabezas!» Y aun así, el milagro de la victoria se repetía una y otra vez, con persistencia que da idea fabulosa de la capacidad vital de nuestra raza. Todo lo hacía denodadamente, entre angustias y raptos de entusiasmo de su humor alternativo, el Conde-Duque. Y a ello había que añadir la obra interior de España.

En efecto, toda esta política guerrera se había de apoyar, según su concepción política, en una reorganización del Estado español, expuesta, sobre todo, en uno de sus manifiestos escritos al Monarca (1625), cuya lectura detenida es indispensable para el cabal juicio del Valido[81]. Esta concepción, que más adelante se comentará con mayor espacio, se basaba en la unificación de los diversos reinos de España, cuya desigualdad ante el Estado, por los fueros y privilegios de algunos, quitaba solidez, en lo económico y en lo legal, al reino español. Podrá achacarse al Valido error o mala suerte en la ejecución de este proyecto; pero no se le puede discutir el haber tenido un pensamiento político firme y definido, muy de dictador, respecto de la nacionalidad española. Su error fue de táctica; precisando más: de soberbia; de «la nativa, inconsiderada, peligrosísima soberbia española», como dijo Cánovas[82]; exaltada en el conde-Duque en esta fase de dominación.

Para la reforma de la política administrativa ideó el sistema de las Juntas, que con tanto aplauso fueron recibidas y que después se desacreditaron, tal vez por su número y complicación excesivos. Pero cualquiera que fuere el resultado de su primer ensayo, aquellas Juntas representan, como muchos han dicho, un ensayo precoz y digno de aplauso de la organización administrativa moderna, creando grupos de hombres expertos y especializados para cada serie de asuntos, autónomos o semiautónomos, anticipo de los actuales Ministerios y del régimen de Patronatos, tan difundido en la actualidad.

La necesidad de arbitrar recursos le impuso también una tarea titánica, inventando impuestos y cargas, la mayoría muy desacertados, como lo es toda economía que va a la zaga de los hechos publicos y que no supedita éstos a ella. Pocas veces hubo más total y fundamental anarquía en la Hacienda española que en estos años del vigor de la dictadura del Conde-Duque; y pocas veces se demuestra con mayor claridad que de todas las consecuencias malas de un poder personal, las peores son siempre las económicas. Sagazmente decía, ya entonces, el Conde de la Roca, que «el punto de los tributos e impuestos es el capítulo más peligroso de un Privado».

La etapa de la declinación

Tantos cuidados convergiendo sobre una sola responsabilidad suponen una tensión ciclópea de sus aptitudes y de su voluntad de mandar; y sólo lo que esta pasión tiene de insaciable explica el que pudiera resistir los diecisiete años de privanza sin una sola tregua. Pero, al fin, llegó la hora de su declinación. La victoria de Fuenterrabia, en 1638, marca el apogeo de su poder, al que sigue, casi en seguida, el tajo profundo de la desgracia. En la historia de casi todas las dictaduras, la caída del Privado está cronológicamente unida muy de cerca a uno de sus más importantes éxitos. El de Fuenterrabia produjo enorme entusiasmo en el pueblo: por última vez conoció Don Gaspar el grato y pérfido ruido del aplauso de la multitud[83]. Atrajo, además, el suceso, como he dicho, sobre Olivares un sinnúmero de honores y prebendas; pero, como Cánovas tan finamente percibió, no los recibía ya un ánimo entusiasta, sino un corazón desengañado. Profundamente conmovedor es este contraste entre la gloria oficial y la amargura con que, en secreto, la recibió el Conde-Duque. Aquí está el punto crítico que marca el comienzo de la debilidad íntima de los dictadores, que ni sus enemigos perciben; el gesto entonces ya no tiene eficacia; y ésta es la señal para el ataque definitivo.

En 1640 ocurre la degollina general de castellanos en Barcelona; y las mismas hoces de «els segadors» cortaron también las raíces profundas de que se nutría el poderío del Conde-Duque: el favor incondicional del Rey y su propia fe. Pocos meses después se sublevaba Lisboa. Comenzaban así, casi a la vez, las dos dolorosas guerras peninsulares: la de Cataluña, que duró hasta 1658, y la de Portugal, hasta 1668, terminando con la pérdida de la Cataluña francesa y con la independencia de todo el reino lusitano. Al año siguiente (1641) hubo la intentona, más o menos confirmada, de Medina-Sidonia para independizar a Andalucía, grave, más que por su violencia, por ser indicio de hasta qué punto se había deshecho el sentimiento de la conciencia nacional, cuando los propios Grandes, como más tarde ocurrió también en Aragón, se levantaban contra la unidad de la patria. Era esto el Inri para la política de Olivares; el fracaso implacable, la realización dolorosa de cuanto quiso evitar, y en forma tan cruel como, probablemente, no la imaginara nunca. Su estrella se eclipsó también en los campos de Europa, y no fue la menor desdicha la muerte del gran Cardenal-Infante (1641). Vencido en su alma, en el hundimiento de su obra por el cimiento mismo, antes que por sus enemigos, les fue fácil a éstos, y a favor del viento popular, que era ya huracanado, poner fin a la resistencia del Monarca, que no podía vivir sin su «Atlante», y ver salir por la escalera del Alcázar al decrépito Valido.

Dos años después, en julio de 1645, moría Don Gaspar en Toro, aplastado por su propia caída. Ya en el destierro supo la gran desgracia, definitiva, de nuestras armas en Rocroy. La pérdida de Portugal tuvo la suerte de no presenciarla en este mundo.

He aquí, en muy sucinto esquema, el ciclo de la historia del poder personal del Conde-Duque de Olivares, remedo en sus líneas generales de tantas otras historias de dictadores y Validos de los siglos de antes y de los que en los futuros habrán de venir.

Ahora reanudemos su biografía humana.