La boda de conveniencia
PODEMOS imaginarnos bien la tensión del alma del joven estudiante recién ahorcados los hábitos y hecho por el Rey comendador de Víboras, de la Orden de Calatrava, cuando, después de despedirse de su primo el fraile Pedro de Guzmán, de las parientas, monjas en Santa Úrsula, y de sus catedráticos y amigos de Salamanca, montó en la famosa mula de las gualdrapas de terciopelo y, seguido de sus mozos y lacayos, tomó el camino de la Corte, por aquella llanura castellana que Unamuno ha cantado, donde, según su vocación, puede el espíritu elevarse, como en fray Luis de León, hacia el cielo, o bien tenderse, como en el Cid —y seguramente como en nuestro viajero— hasta el horizonte infinito, en un ansia irreprimible de conquista.
Tenía Don Gaspar en esta ocasión, en 1604, diecisiete años. Y el período de los otros diecisiete, que alcanzan hasta 1621, cuando cumple los treinta y cuatro y se hace dueño del Rey y el Imperio español, es, sin duda, la fase crítica de su evolución, la decisiva para su porvenir. Pero, como ocurre casi siempre en la vida de los hombres ilustres, esta época transcurre silenciosa, oculta, salvo algunos episodios, a la mirada del historiador.
Las biografías del Conde-Duque, tan detalladas en el resto de su vida, apenas dedican unas líneas a estos años juveniles; y en ellos, no obstante, ocurre su definitiva transformación. Al comienzo es un escolar imberbe, con sus fuerzas hereditarias sofocadas por la sotana y el destino de segundón. Al terminarlas es un varón en plena madurez, que oprime en su mano la voluntad del Rey, como un dócil instrumento, en un grado de plenitud pocas veces conocido en la historia de privados y dictadores. Es, pues, justo que el que sienta la curiosidad de los hombres, y no sólo de las cosas, se pregunte lo que pasó durante estos años dentro de aquella anatomía fachendosa, con mucho más interés que en cualquier otro trozo de su existencia de hombre público.
Los primeros años de su nueva vida los pasó al lado de su padre, en la Corte, que por entonces residía en Valladolid[40]. Viudo Don Enrique, entregado a sus devociones y al cuidado de sus oficios de consejero y contador, instruiría al nuevo primogénito en los deberes de su hacienda y jefatura de la casa; y seguramente haría con él, como hizo con el difunto Don Jerónimo, viajes a Sevilla «para irle introduciendo en las cosas de su casa y estado como quien le había de suceder en él»[41]. Don Gaspar recogería del Conde anciano la ambición del poder y la amargura de la no lograda Grandeza que torturara sus últimos días. Y, esto es seguro, recibiría de él instrucciones y avisos para que el hijo lograse lo que a él se le negó; porque en el Guzmán la casta lo era todo; y lo que el individuo, mortal, no fuera capaz de lograr, lo lograría la estirpe, permanente y cada vez más poderosa. No se comprende, si no es por esta inspiración paterna, que un mancebo de sus años procediera con la habilidad de que le veremos hacer uso en los tiempos siguientes.
En marzo de 1607, en efecto, murió Don Enrique, y su heredero, con sólo veinte años, inició toda una ofensiva de actos evidentemente concertados para impresionar a una Corte tan superficial y pagada del boato. Fue el primero el aparatoso entierro del Conde; el depósito del cadáver en la iglesia entonces de moda, la de los jesuitas de Madrid; y su traslado a Sevilla, con gran acompañamiento, pasando por Oropesa, donde se recogieron los restos de Don Jerónimo. Todo este ceremonial está descrito por Martínez Calderón, que lo califica «de célebre y fúnebre pompa».
Y terminado el sepelio, pensó en casarse, con tanta celeridad y energía como el capitán que planea y ejecuta el asalto de una ciudad. Dentro del mismo año, en efecto, se celebraba el matrimonio con Doña Inés de Zúñiga y Velasco. No ofrece duda para el espectador de ahora que esta elección la dictó la pura conveniencia[42]. Probablemente, la dejó planeada el Conde Don Enrique antes de morir; pues Doña Inés, prima hermana suya, era dama de la Reina Margarita y, como dice el Conde de la Roca, contemporáneo y amigo, el «tomar estado con tal persona aseguró en el Conde con más crédito la grandeza para su casa, siendo loable costumbre de los Reyes hacer mercedes a las damas, y debidos, en particular, a la Condesa, por ser hija de un tan grande caballero, ministro y santo». Las cualidades admirables de Doña Inés hicieron de ella, al fin, una esposa amada y colaboradora eficaz de su marido; pero es seguro, repetimos, que su elección por los Guzmanes, padre e hijo, estaba influida, en primer término, por suponerla el más fácil camino para cumplir su aspiración, obsesionante, de la Grandeza. La conquista de la dama de la Reina fue fulminante, pero no barata, pues Don Gaspar gastó en servir y obsequiar a su novia, «con ánimo más levantado que modesto, 300.000 escudos que de bienes libres y ganados halló a la mano»[43]; y esto en tres o cuatro meses. Pero el efecto en la Corte se logró. El fausto y la liberalidad del futuro Conde-Duque empezó entonces a convertirse en tema popular y en leyenda.
Vida alegre en Sevilla
No llegaba, sin embargo, la Grandeza apetecida, y transcurrieron ocho años más, desde 1607 a 1615, en el empeño de conseguirla; sin duda, los más afanosos y agitados de los que precedieron a su privanza. Pasó estos años entre Sevilla, atento allí a cuidar de su hacienda, muy maltratada por estos gastos de representación y conquista, y Madrid, donde le llamaba el cuidado de sus pretensiones en Palacio. Y en una y otra ciudad llevó vida de fausto y de mecenas, rodeándose de los hombres de más ingenio de España[44]. También había industria en esta actitud, a la que le inclinaba, sin duda, su buen gusto e ingenio; pues por instinto o por cálculo saben los ambiciosos del poder el gran papel captador y prestigiante del arte. El ser mecenas es siempre para el hombre público un negocio remunerador. Más adelante nos ocuparemos con mayor detalle de este aspecto del Conde-Duque. De tal época son también, sin duda, sus aficiones deportistas, sobre todo las habilidades ecuestres, que eran notables, pues Don Gaspar pasó por el mejor caballista de su tiempo, y cabalgó casi hasta el día de su muerte; así como sus aficiones taurinas. Amó, en efecto, con pasión la nacional fiesta, considerándola como uno de los orgullos de España. Aun en los años de mayor afán político conservaba el recuerdo de los tiempos de juventud andaluza, en los que, como gran jinete que era, asistiría a las faenas camperas del toro bravo, pues le veremos ir en persona, durante su privanza, a apartar las reses en las dehesas próximas a Madrid, cuando la corrida era de mucha responsabilidad.
En estos años de Sevilla conoció al gran poeta Don Francisco de Rioja, que había de ser su consejero y amigo durante los largos años de encumbramiento y de desgracia; y con él a todos los demás literatos que poblaban la gran ciudad andaluza. Como uno más actuó él, componiendo versos, con vena no excelsa, por lo que podemos juzgar; heredada, como ya indicamos, de la de su abuelo Don Pedro, pero de inferior calidad. Le llamaban los demás poetas, agradecidos a su bolsa, «con el nombre arcádico de Manlio, con alusión al famoso Manlio Capitolino, romano insigne que no debió menos aura popular a su mano dadivosa que a su libertadora espada». Uno de estos aduladores es el autor del Panegírico por la poesía, que escribe: «He visto y tengo [del Conde-Duque] milagrosos versos latinos y castellanos milagrosísimos»[45].
Dice Roca que Don Gaspar quemó los originales de sus versos en 1626, es decir, a poco de ser amo de la política española, con lo cual demuestra su discreción, pues las mediocres poesías podían suscitar la burla de los ingenios agresivos; lo cual no entienden todos los que se encumbran, que con frecuencia exhiben torpemente los excesos poéticos de su pasada juventud o de sus ocios actuales, como si su prestigio social amparase, por obligación, a estas travesuras, que deben cometerse en la soledad y olvidarse en cuanto se pueda. Significa, además, el auto de fe de sus poesías un símbolo del cambio de rumbo en la vida, que debemos consignar. En la existencia de muchos hombres, una dirección radicalmente nueva se marca por la columna de humo de los recuerdos y documentos que se tiran al fuego. Y sin este «borrón y cuenta nueva», que no todos los hombres son capaces de hacer, la existencia se encoge y pierde muchas de sus posibles perspectivas de renovación. Los únicos versos que se conservan de Olivares van copiados en el Apéndice XV. Son francamente malos. Se queja en ellos, con los tópicos de la época, llevados y traídos, entre ripios y violencias, de una Cloris que le ha engañado, y cuyo rigor no puede sufrir.
No eran, sin embargo, éstos y otros amoríos meras invenciones poéticas, pues el joven Conde de Olivares, aunque recién casado, se entretenía en amores ilícitos, tan fáciles en aquella sociedad y con tales amigos. Don Cayetano de la Barrera copia dos sonetos de Rioja, del año 1614, en los que cuenta que Manlio, es decir, Don Gaspar, vaga, abrasado «por un Vesubio ciego»; pero el poeta no puede compadecerle, antes le considera dichoso, ya que «la causa es tan divina». Más adelante hablaremos de esta divina Cloris, que, a juzgar por la fecha, debió ser la madre del famoso Julianillo Valcárcel, luego Don Enrique Felípez de Guzmán, Marqués de Mairena, que tanto había de influir en su destino. En efecto, el fruto de los poéticos amores nació y fue bautizado en Madrid en 1613. La madre, suponemos que la Cloris, estaba, pues, en la Corte; pero en sus viajes a Andalucía o en sus cartas participaría el enamorado Don Gaspar sus cuitas a Rioja; y éste le consolaba con sus sonetos. A no ser que fueran más de una las enamoradas, a lo cual, teóricamente, no se le puede hacer ninguna objeción, pues la monogamia no era virtud recomendada en aquellos días.
Se habló en su tiempo —era conversación que a todo personaje se aplicaba— de varios otros hijos de estos juveniles amores del Conde. El más llevado y traído fue un Don Gaspar de Tebes, que está catalogado ya como hijo de legítimos padres y sobre cuya calumniosa leyenda de bastardía no se debe volver[46]. No hablan, en cambio, las crónicas de otro hijo bastardo que tuvo Olivares o que pretendieron gentes interesadas que tuviese, del cual damos noticia en otro lugar[47].
Fueron, en suma, estos tiempos de la vida de Olivares de pasión desordenada y cínica, muy al uso de la época. Luego se enmendó de ellos, conforme vinieron los años, la responsabilidad del Poder, a la que era tan sensible, y las desgracias de la vida. Roca da a entender, sin embargo, que en los primeros tiempos de su gobierno pudo tener aún devaneos, de los que suele traer tan fácilmente consigo el encumbramiento de los hombres; pero todo cesó al morir su hija[48]. Y, en efecto, veremos que el resto de su vida, a partir de su gran duelo de padre, fue, en este sentido, ejemplar.
Gentilhombre del Príncipe
No es exacto, como dicen respetables historiadores, que fuera Olivares «un segundón sin fortuna». Don Enrique, el padre, cuidó mucho su hacienda, y los testamentos de él y de su mujer, puntualmente conocidos, demuestran que esa fortuna existió y era considerable: «Una de las grandes dotaciones del reino —la llama Martínez Calderón— y mucha mayor la disposición para el aumento.» Hübner evalúa las rentas del Conde, cuando estaba en Roma, en 40.000 escudos, más el sueldo del embajador, que Felipe II dotó con largueza. Y el Nicandro, el papel famoso que escribió o inspiró el propio Don Gaspar, después, dice textualmente que sus ascendientes le dejaron 60.000 ducados de mayorazgo[49].
Es igualmente cierto que el ambicioso joven hubo de descuidar, como hemos visto, esa «disposición para el aumento» jugando a la carta de la liberalidad la baza mayor del gran poder futuro. El hecho es que en 1611 tuvo que solicitar un empleo, como cualquier necesitado de todos los tiempos: que el Estado es siempre la ubre universal de los que están faltos de pecunia para su vida o para su boato. Tanto Roca como Martínez Calderón nos dicen que los agentes que tenía en Palacio y que, sin duda, eran los propios Validos de Felipe III, el Duque de Lerma y su hijo, Uceda, le propusieron en 1611 la Embajada de Roma, para cuyo desempeño suplía la falta de edad —veinticuatro años— con «la gran capacidad y talento que siempre demostró en todo género de letras y negocios». Es seguro que Lerma y los suyos, recelosos del auge que iba adquiriendo el joven Guzmán, pretendían, con el brillante empleo, alejarle de sus ambiciones claramente puestas en Palacio; y es seguro también que Don Gaspar, que fue siempre cauteloso en extremo, advirtió la intención a tiempo y prefirió quedarse en España, a pesar de la tentación que para él debía significar la Embajada de Roma, caliente aún del recuerdo de su padre.
Transcurrieron así cuatro años más, hasta que, en 1615, se celebraron las bodas de Ana de Austria, hija del Rey de España, con el Monarca francés Luis XIII; y las de Isabel de Borbón, hermana de éste, con el Príncipe Don Felipe, futuro Felipe IV. Con tal motivo hubo que «poner Casa» al Príncipe, y fue nombrado uno de sus seis gentilhombres el Conde de Olivares[50].
Sobre esta fecha gravita, como sobre un eje, el destino del Conde-Duque, y es imprescindible señalarla con claridad en su biografía. El ansia de poder del Guzmán, alimentada por tantas fuerzas contenidas, planeaba en lo alto; y con mirada de cóndor vio claramente su presa: el Príncipe, débil, degenerado, que sería en sus manos robustas como un trozo de barro blando y maleable. Cualquier ambicioso vulgar de los que pululaban en el hervidero de la Corte se hubiera contentado con la Embajada y lo que viniera detrás; con servir al Rey, todopoderoso, y extraer de su liberalidad el máximo botín. Pero lo genial de Don Gaspar fue no el talento ni las virtudes públicas o privadas, sino la ambición. Y supo despreciar el favor del Rey —carrera de obstáculos con otros concurrentes más antiguos y poderosos, en la que la victoria, aunque inmediata, hubiera sido, necesariamente, parcial— apuntando al blanco del Príncipe, más incierto y remoto, pero que, si la fortuna se lo deparaba, le daría el Poder, en una pieza y sin colaboradores para su disfrute. Por eso no se fue a Roma. Su puesto estaba en el Alcázar, fuese como fuese.
Era visible su intención, y el Duque de Lerma, no tan obtuso como se cree, se dio inmediatamente cuenta del peligro que representaba el tener junto al futuro Soberano a un hombre del ingenio profundo y disimulado y de la osadía de Olivares; y quiso enmendar la imprudencia reiterándole el ofrecimiento de Roma; y esta vez con más aire de apremio que de dádiva. Pero el cóndor no soltaba ya su presa. Se alió con el Duque de Uceda, hijo de Lerma, utilizando la rivalidad que había entre los dos Validos, padre e hijo; y como la Embajada no era incompatible con el oficio de gentilhombre, se avino a aceptar aquélla siempre que jurase el segundo. Y juró y se quedó en Madrid, en el Palacio, al lado del Príncipe débil, que no había de abandonar hasta veintiocho años después.
El agudo italiano Siri es el que con mayor perspicacia se da cuenta, entre sus contemporáneos, de la inmensa habilidad del futuro Conde-Duque, prefiriendo las simples esperanzas que podía ofrecer el partido del Príncipe a los dones reales y presentes que derramaba el Rey o, más bien, su primer ministro; persuadido genialmente de que, así, «su fortuna sería más remota, pero mucho más segura»[51].
Se instaló, pues, el ambicioso Guzmán al lado del Príncipe; pero la tarea estaba sólo comenzada. El Duque de Lerma —y, por lo tanto, el Rey Don Felipe III— le zahería de un lado; y de otro lado, el mismo Príncipe, niño de diez años, que se resistió tenazmente a aceptar el yugo de su futuro Privado; acaso influido por los enemigos del Conde; acaso obedeciendo a esos oscuros pero infalibles presentimientos que tienen, a veces, los niños frente a los hombres y mujeres que les rodean. Lo cierto es que el Príncipe se mostraba francamente hostil a aquel nuevo gentilhombre, tan grande y tan hosco de aspecto; y que, quizá, en su afán de captarse la voluntad de su pupilo, pecaba de entrometido; lo cual fastidia tanto a los niños; y me figuro que más a los de los palacios reales.
Su situación era, pues, muy difícil; «la más aventurada —dice Roca— que tuvo un hombre de su puesto». Pero con aquellas pasiones terribles que bullían en torno al Monarca supo jugar Olivares con la serenidad y la destreza con que mueve sus piezas un jugador de ajedrez. Tenía, sin duda, mucho más talento que los demás. En lo externo, seguía su vida de fausto; y así, le vemos acompañando a la Corte, en 1615, en las jornadas reales; llevando a Behovia a Doña Ana, la Infanta destinada al trono de Francia, y trayendo a Madrid a Doña Isabel, prometida del niño Felipe y futura Reina de España. Iban en la real comitiva los Grandes, con su acompañamiento más lucido de servidores y poetas; entre ellos el Duque de Sessa, con Lope de Vega; y a todos procuraba eclipsar el Conde-Duque de Olivares. Una relación manuscrita de la época nos cuenta que entró en Burgos «vestido de blanco, librea de paño leonado, adornada de cordoncillo negro y plata y ferreruelos negro y plata»[52]. Estaría muy lejos de pensar nuestro gentilhombre que aquella Princesa, tan bella y tan niña, a la que se esforzaba, con sus mejores artes, en parecer bien, habría de ser con el tiempo uno de los instrumentos de su caída y de su muerte.
Intrigas palatinas
Dentro del Palacio, en aquel ambiente que llamaba Roca «sutilísimo», pero que repugna el espectador actual, porque nada aparece en él que no sea pequeñez y egoísmo, nuestro futuro dictador aprovechaba con maravillosa astucia los enconos y las simpatías de los otros para mover, en la dirección que le convenía, la rueda de su ambición. La Corte estaba, sorda pero hondamente, dividida en dos bandos, capitaneados por los dos Validos, padre e hijo, el Duque de Lerma y el de Uceda. Con Lerma formaban el estado mayor de su facción el Conde de Lemos y Don Fernando de Borja. El aliado de Uceda era el inquisidor, confesor del Rey y medianísimo sujeto, fray Luis de Aliaga; entre todos ellos sería difícil la competencia si se cotizase la escasez de seso y la miseria moral. Don Gaspar se alió resueltamente con el hijo, con Uceda, porque presentía la próxima caída del viejo Lerma; y, probablemente, porque sabía que eliminado aquél le sería más fácil deshacerse —como así sucedió— de Uceda, inferior, sin duda, en todo, y ya es decir, a su progenitor. Lerma, según cuentan las historias, temía a Olivares porque había tenido el presagio, años atrás, de que un Guzmán le quitaría la privanza. Al principio creyó que este enemigo providencial fuera un gentilhombre de Don Felipe III, Don Enrique de Guzmán, Marqués de Pobar. Pero, luego, viendo la pacífica mediocridad de éste y el ímpetu del joven Olivares, cambió de opinión y localizó, con razón sobradísima, sus recelos en el futuro Conde-Duque. Y así como antes le había querido alejar del Príncipe con la Embajada de Roma, pretendió ahora hacerlo ofreciéndole nada menos que el cargo de mayordomo mayor del Rey; pero a Don Gaspar no le interesaba el Rey Felipe, medio bobo y acabado, sino Felipe, el Príncipe, débil, pero lleno de esperanzas; y contestó a Lerma que ni por ese puesto ni por todos los del mundo abandonaría el cuarto de Su Alteza. Ya nadie pudo dudar de cuál era su intención —la privanza— y cuál la técnica con que quería cumplirla —la captación ab initio del futuro Rey[53].
El mayor obstáculo debió ser, sin embargo, más que la intriga de los demás, la antipatía que, como se ha dicho, le mostraba el joven Príncipe. Cuentan los cronistas de la época varias anécdotas que demuestran las salidas de tono punzantes y, a veces, las verdaderas groserías con que Don Felipe obsequiaba, no raramente, a su flamante gentilhombre. Es preciso que el curioso de hoy haga un esfuerzo para comprender lo que era entonces la realeza y leer así, sin sentirse humillado en su condición humana, que, por ejemplo, un día en que el señor había pedido a Don Gaspar «cierto instrumento del servicio», y cuando éste se lo traía ya, dijo aquél: «muy cansado estoy de vos, Conde»; y el Conde, con sus más de treinta años, «haciendo cierta reverencia», besó el instrumento aquel, que el Conde de la Roca no se atreve a nombrar, y se retiró sin otra respuesta.
Pero ambiciones de poder como las de Olivares no se detienen porque estas piedrecillas de la dignidad se atraviesen en su camino. En lugar de enojarse, investigaba en torno suyo; y, cautamente, le fue fácil comprobar que este ex abrupto y otros todavía más graves que hubo de soportar, ocurrían precisamente desde que frecuentaba la cámara principesca una mujer que había sido nodriza del regio infante y que éste amaba mucho. Varias de las penosas escenas ocurrieron incluso en su presencia misma. Comprendió, pues, que la iracundia del egregio mozo la inspiraba esta Doña Ana de Guevara, que era, en efecto, instrumento de Lerma y sus partidarios. Don Gaspar, entre dolido y avieso, zanjó de plano la cuestión, con la técnica que, luego, empleó siempre en sus trances difíciles: buscando un día a solas, sin la nodriza, a Don Felipe y rogándoles que, puesto que le molestaban sus servicios y casi su presencia, le diera permiso para retirarse a su casa de Sevilla. El Príncipe le respondió: «Conde, no quiero que os retiréis; vuestra persona me es muy agradable, y estoy muy contento de vuestros servicios.» No había duda: el Conde conoció, más que en las palabras, en el semblante de su señor «que no le desfavorecía por material aversión, sino por diligencia ajena»[54]. Y, claro es, se quedó; y con la voluntad imperativa, reforzada.
A dos reflexiones induce este episodio. La primera es la amenaza de retirarse, que Olivares emplea aquí, por vez primera, con el Príncipe. Luego, como se irá viendo, repitió la escena muchas veces, durante su privanza. Hábil conocedor de los hombres, sabía bien que la tiranía, para los espíritus débiles, acaba por ser un veneno dulce, del que no se puede prescindir. El dominado odia a su yugo, y a la vez no puede vivir sin él. Pero me urge decir que, a mi juicio, no era todo comedia, ni mucho menos, por parte de Don Gaspar en estas amenazas de retiro. Es evidente, y a este punto dedicaremos luego el merecido espacio, que nuestro héroe padecía alternativas profundas de su genio, pasando de los períodos de exaltación, que llaman los psiquiatras hipomaníacos, a bruscas e intermitentes fases depresivas; y a favor de éstas, casi siempre, pretendió su retiro; no deja lugar a dudarlo el estudio detallado que haré en seguida de su oscilante humor.
La otra reflexión que quería hacer es que ahora, en estos incidentes de la casi niñez del futuro Rey-poeta, se marca ya la más típica, y la más trágica, de sus características: la absoluta falta de criterio propio sobre las personas y las cosas, la ausencia total de voluntad, la ambivalencia con que su espíritu respondía a las sugestiones del ambiente: rechazaba, duramente, al Conde porque se lo decía su nodriza; y, poco después, alejada ésta de su lado, se entregaba de lleno al imperio mal disimulado de Don Gaspar. Tuvo agradables condiciones personales el penúltimo Soberano de los Austrias, cuyo estudio haremos más adelante. Pero pocas veces se puede encontrar, fuera de los imbéciles —y no lo era, ciertamente, Don Felipe— una forma tan rotunda de privación de gobierno interior como en este hombre infortunado, cuyo «ser y no ser» trágico, a través de su largo reinado, está implícito en estas escenas de su primera juventud.
Las supuestas tercerías
Asegurado ya Olivares de dos cosas: de que no había en el Príncipe odio específico contra él, y de que la cera era un pedernal comparado con el espíritu y la voluntad de su señor, su táctica era clara: sin reparo, sin respetos, prescindiendo de hombres y de principios, con la anestesia ética del que cree que el fin justifica los medios, había que apoderarse de aquel mozo pálido, que pronto sería el mayor Rey de la tierra. No es que, al pensar así, Olivares fuera de peor condición que los demás; es que el apetito del poder le torturaba, y para satisfacerlo entonces, ni por él ni por nadie se conocía otra traza que ganar la voluntad del Rey. Y puso manos a la obra por todos los medios que le sugería su indiscutida sagacidad y su don imperativo. Si fueron buenos o no todos estos medios no lo podemos juzgar ahora. Desde luego hemos de computar como frutos de la pasión terrible que rodeó a la persona y a la obra política del Conde-Duque, buena parte de las bajezas y alcahueterías que le achacaron, entonces y ahora, respecto a Don Felipe, al que, según estos informes, corrompió cínicamente, impulsándole a todos los placeres y frivolidades para que, debilitado y distraído, no se acordase de que era Príncipe y de que sería Rey. Hume, que con exacta información ha estudiado a Felipe IV y a su Valido, exculpa también a éste de la acusación de alcahuete real, observando con total razón que no era el Rey persona a quien en este terreno necesitase nadie animar, pues para hacer una vida de desenfrenado sensualismo tenía los estímulos más eficaces en su propio temperamento. Y lo prueba, sin que deje lugar a duda, que cuando Olivares cayó, no por eso se modificó la conducta libertina del Monarca, a pesar de que era más viejo y de que mil desgracias y responsabilidades traían a su corazón el dolor; pero no la formalidad.
Es, desde luego, certísimo que en estos primeros años el afán del Conde por conquistar la voluntad del futuro Monarca le hizo extremar sus complacencias en todo aquello que un joven apetece, y más si es Príncipe: que, naturalmente, no son disciplinas ni austeridades. Roca nos dice que, en efecto, le facilitaba caballos y ocasión de lucirlos, monterías, fiestas de comedia y mascaradas; pero nada más; pues otra cosa sería monstruosa, dada la edad del Príncipe. Añade Siri que Olivares ganó a su amo dándole aquellas dos cosas que un Príncipe necesita más: libertad y dinero. No está comprobado esto último, que ya se había atribuido al Duque de Lerma con respecto a Felipe III y que repiten casi todos los comentaristas; pero no sería extraño, puesto que la familia real estaba tan necesitada de pecunia y puesto que Don Gaspar sabía gastar la suya con oportunidad y largueza.
El mismo Siri añade que, «a medida que Don Felipe avanzaba en edad, el Conde le variaba las diversiones», tales como «paseos nocturnos, amoríos fáciles y, en fin, todo aquello que la blanda y perezosa vida madrileña puede ofrecer a los españoles y a lo que ellos se entregan con tanta facilidad». A esto se refiere la carta que en 1621, es decir, muy al comienzo de la privanza de Olivares, se atribuye al arzobispo de Granada, en la que reprocha al Conde de acompañar el Rey en sus callejeos y aventuras nocturnas y en «complacer al Rey en cosas ilícitas». La respuesta de Olivares no niega ni los paseos de noche ni su acompañamiento, pero asegura que eran «paseos decentes», y los disculpa por la necesidad que un Rey tiene «de informarse con los ojos de muchas cosas que si no las viera tal vez llegaran siempre torcidas a sus oídos; y su abuelo, de haber empezado temprano a conocer el mundo fue tan gran Rey, y su padre, aunque tan virtuoso y esclarecido, de criarse tan a solas le procedió el no saber vivir sin otro; y como yo no quiero a Su Majestad para mí, sino para todos, no querría que dejase de conocer tanto mundo como tiene a su cargo»[55]. Este criterio, tolerante, muy renacentista, de Olivares, de la medida exacta de su famosa actividad corruptora del Rey. No pasó de aquí. Es cierto que pudo templar la precoz sensualidad del Infante; pero la severidad moral llevada a estos términos no suele ser ni corriente ni tolerada en los palacios; compárese la conducta del Conde-Duque, tal como resulta de estos papeles, con la de cualquiera de los amigos de Reyes o Príncipes actuales. En todo caso, incluso esta fase de complacencia fue pasajera. Pocos años después, desde que en 1626 muere su hija María, vemos, en efecto, al Conde-Duque inclinado a graves normas de austeridad moral; y consta que entonces no sólo protegía, sino que intentaba de continuo cercenar los apetitos del Rey, si bien con escasa fortuna. En resumen, sobre una base de complacencias frívolas en el comienzo de la privanza, se ha formado la leyenda de la inicua e interesada tercería de Don Gaspar, que es hora ya de ir olvidando. Es una escena más de la gran comedia de enredo que se nos viene haciendo pasar como historia de este reinado; comedia forjada por la mala intención de los resentidos de la época y por el afán de lo pintoresco de los viajeros y comentaristas extranjeros. La leyenda de la alcahuetería de Don Gaspar se debe, principalmente, a Brunel, a Bertaut y a Madame d’Aulnoy, viajeros todos posteriores en bastantes años a la muerte del Conde-Duque, que recogieron sin el menor escrúpulo las hablillas cortesanas[56]. Es pecado sin perdón darles la menor autoridad. Brunel, por ejemplo, refiere la historia de que el Conde-Duque pertenecía a la secta de los alumbrados e indujo a convertirse a ella a Don Felipe para pecar a sus anchas; más adelante veremos la absoluta falsedad de tal imputación. Bertaut complica al Valido en los amores del Rey con una de sus queridas, la Duquesa de Veragua; y está demostrado que el real enredo tuvo lugar hacia el año 1656, cuando los huesos de Olivares se deshacían ya en su tumba de Loeches[57]. Y así los demás.
Según todas las probabilidades, el acompañante y tercero en las pecaminosas aventuras del rijoso Monarca era Don Luis de Haro, el sobrino del Conde-Duque y sucesor de éste en la privanza, al que Olivares quiso, por aquellas razones, separar varias veces de Palacio[58]. Pero Don Luis de Haro era «el hombre simpático», a quien nadie pide cuentas; siendo así que fueron, en este aspecto y en muchos de los políticos, más graves que las del odiado Conde-Duque. También se atribuyeron tercerías reales al yerno del Conde-Duque, el Duque de Medina de las Torres, sobre todo en los amores con la Calderona, la madre de Don Juan de Austria, antes —se dice— amante de dicho Duque, que, por servil cortesanía, se la cedió luego a su señor. La principal propagadora de este episodio es la pintoresca embustera Madame d’Aulnoy, que añade que Don Juan de Austria se parecía tanto a Medina de las Torres que evidenciaba que era éste y no el Rey el verdadero padre del héroe bastardo. También se ha mezclado en estos amores, como complaciente servidor de Don Felipe, al Conde-Duque. Todo es, sin duda, invención. Baste considerar que la aventura de la Calderona ocurrió en 1627, pocos meses después de morir la hija de Don Gaspar, la dulce María, dejando a su viudo, el Duque, sumido en un desconsuelo no muy largo, pero no tan corto que haga verosímil la sospecha de su enredo con la cómica; y a su padre, el Conde-Duque, apartado para siempre de toda liviandad.
La captación del Príncipe se completaba, y esto sí que es cierto, con el espionaje, método muy corriente entonces en los alcázares y por el que, en consecuencia, tampoco podemos hacer al Conde-Duque reproches excepcionales. Consta este punto por la declaración conocida, de Matías Novoa, al comienzo de sus Memorias de Felipe IV, en la cual dice que el motivo de su enemistad contra el Conde-Duque es que éste, al alcanzar el Poder, le despreció después de haberle utilizado como espía del Príncipe. La página, de turbia prosa, en que lo refiere es del mayor interés; pero sale peor librado el espía que su instigador[59]. Con más o menos fundamentos se habló, más adelante, de otros espías del Valido, entre ellos Doña Juana de Velasco, la que fue su nuera; el Duque de Medina de las Torres, su yerno; y su criado, Don Cristóbal Tenorio, el raptor de la hija de Lope de Vega[60].
En estas intrigas llegamos al año 1618, en que «hubo en el cuarto del Príncipe revolución y mudanza de llaves y criados»; y, con este motivo, Lerma hizo el último esfuerzo para alejar al Conde de Olivares. Pero éste estaba ya tan seguro de su fuerza, y de la poca que le quedaba al Valido, que le respondió con altivez y cara a cara que no dejaría por nada ni por nadie su puesto: puesto de Valido del Príncipe, sin eufemismos; con lo que el Duque, ya Duque-cardenal, vio perdida la partida y se alejó de la Corte.
Fuga a Sevilla
El año siguiente se verificó el viaje de los Reyes a Portugal para asistir a las Cortes de Lisboa, que debían jurar fidelidad al heredero. En la lista de la comitiva figura ya como jefe el Duque de Uceda; escondido entre los nobles del séquito va fray Luis de Aliaga. Como ayo del Príncipe, Don Baltasar de Zúñiga; y, a su sombra, Don Gaspar de Guzmán, Conde de Olivares[61]. Aparece éste, en el documento oficial, mezclado con el Conde de Saldaña, con el Marqués de Castel-Rodrigo, con el Conde de San Esteban y otros más; pero era él, en la realidad, el dueño, descansando en la lealtad de su tío Don Baltasar, el ayo «que —según Roca— aunque parecía dormido, no dormía en lo interior». Don Baltasar era, en efecto, el hombre de confianza que, en los años que precedieron a su privanza, tuvo Olivares en Palacio; y a su consejo y valimiento se debió, sin duda, buena parte del logro de sus ambiciones.
En el curso de la real jornada Don Gaspar tuvo una de sus súbitas huidas y se marchó desde Lisboa a Sevilla. El pretexto oficial fue que el estado de sus haciendas andaluzas hacía muy conveniente su presencia y cuidado directo. Pero sorprende la elección del momento en que le acometieron estos pujos de buen administrador. En Sevilla se halló muy bien. Encontró a sus antiguos amigos, quién sabe si también a mujeres a las que antes había amado y le era grato recordar; y, desde luego, a los poetas conocidos y el ambiente dionisiaco de la ciudad andaluza, al que tan sensible era. Volvió a sus gustos de mecenas, costeando la impresión de las poesías de Herrera, prologadas por Rioja y dedicadas a él[62].
Para mí es evidente que la razón verdadera de este alejamiento cortesano fue una de las depresiones melancólicas que en el curso de la vida le acometieron y cuyo estudio haré más adelante. Al hundirse su humor en uno de estos baches, se le apagaban súbitamente los fuegos de la ambición y tendía a la vida interior y al noble retiro de las intrigas cortesanas. Hay un párrafo muy significativo del Conde de la Roca, al referir esta estancia sevillana, y lo quiero copiar: «La ausencia de la Corte y de Palacio; las comodidades de su autoridad y gusto, que renunció en Sevilla; la naturaleza que, tal vez, si la dejamos obrar, se contenta con lo que basta; el mal estado en que halló su hacienda; la consideración propia y ajena, que le hizo demostraciones, según la presente justicia, de que ninguna le podía ser ganancia más cierta que la de retirarse del real servicio, porque los sabios, de sí mismos procuran alcanzar sus riquezas y no de la fortuna, y esto lo conseguirán estándose en casa, desempeñándola con economía, y otras iguales razones, tuvieron al Conde casi resuelto a seguirlas y quedarse por morador de Sevilla.» Recuerda el tono de las palabras transcritas a las de la inmortal Epístola moral a Fabio, atribuida a Rioja, el íntimo confidente del melancólico Olivares; y, como cada cual tiene derecho a fantasear sobre lo que no se sabe, yo me imagino que Fabio pudo ser el Conde-Duque y que la aversión a la Corte encenagada y el canto admirable a la paz de la vida oscura, en un ángulo de los lares, con un libro y un amigo, son el sentir de los mecenas, expresado por el poeta en versos magníficos; como Roca los tradujo en prosa llana[63].
Pero el canto de la vida sevillana se iba a acabar pronto, y para siempre[64]. Felipe III, de vuelta de Lisboa, enfermó gravemente en Casarrubios del Monte, y Don Baltasar se apresuró a llamar a su sobrino, por si ocurría, como temieron todos, la muerte del Rey, que estaba desahuciado por los médicos. No quiso Olivares, al principio, obedecer, ya fuera porque realmente le costaba arrancarse de su paz andaluza, ya —quizá en combinación con el propio Don Baltasar— para hacer valer más su ausencia, pues en las audacias de su ambición era genial. Se lee en varias de las biografías del Conde-Duque que contestó a su tío que sólo iría «si la voluntad del Príncipe se manifestase ofreciéndole un oficio mayor si heredase: con lo cual vendría»[65]. Hay en esta respuesta un aire cínico que probablemente no tuvo en la realidad. Parece más conforme con ésta, dado el carácter de Don Gaspar y las condiciones del momento, la versión que da Malvezzi: y es que «prefirió probar si la ausencia anulaba el favor que le mostraba el Príncipe; porque si así fuese, poco podía esperarse de la solidez de su afecto; y sin ella, no quería aventurarse en una empresa en que otro, con mejor fortuna, podría fácilmente sustituirle»[66]. Desconfiaba, en suma, de esa veleta tornadiza que era la «gracia real»; y, jugador de gran juego, prefería no aventurarse y perderlo todo antes que ganar bazas que no fueran definitivas.
Milagrosamente —dicen las crónicas— mejoró el Rey y pudo llegar a Madrid. Pero su muerte se cernía en el ánimo de todos. Como dijo Quevedo en sus Anales de quince días, «trajo siempre, desde los accidentes de Casarrubios, mal segura salud y color sospechoso». Con estos augurios aumentó hasta el frenesí la tensión de las intrigas palatinas en el año y medio que medió hasta la muerte del Monarca. El Conde, requerido de nuevo por su tío, o porque así conviniese a sus planes, se presentó en la Corte.
Muerte de Felipe III y victoria de Olivares
Sin duda, había transcurrido el ciclo de depresión; y lleno de ánimos nuevos, como siempre le pasaba, cogió otra vez el hilo de la intriga y dispuso sus últimas jugadas con insuperable habilidad. No tiene interés reproducir aquí todas las mezquindades de aquellas horas en que, en torno del pobre moribundo, agravado de su habitual simplicidad conforme su tránsito mortal se acercaba, «tan impíamente se gobernaban los que deseaban ascender a nuevos lugares, valiéndose de asechanzas, malas ausencias, pláticas injustas y términos fuera de toda buena cortesía y correspondencia». Así pinta el ambiente Novoa, que era uno de los que lo respiraban[67].
Hubo varias alternativas de flujo y reflujo en el favor del Rey agonizante y en el del Príncipe para el Conde recién llegado. Pero se veía claramente que, a través de ellas, Olivares se afirmaba más y más. No puede juzgarse hoy si actuaba con más o menos escrúpulos que sus adversarios; lo indudable es que tenía más talento, y que su alianza con Don Baltasar de Zúñiga era más fuerte que la de su rival Uceda con los suyos. Perdían éstos terreno cada día, hasta que, viéndose derrotados, llamaron al viejo y experto Duque-cardenal, desterrado en su palacio de Lerma; confiaban que el Monarca, al verle, le devolviera su antiguo poder. Era lo único que se les ocurría ya ante el avance metódico e implacable de Don Gaspar de Guzmán. Pero éste, advertido por su tío del aviso y de que el antiguo Privado estaba ya camino de la Corte, tuvo un golpe de audacia más: prescindió del Rey, que vivía aún, y anticipando el mandato regio del que era todavía Príncipe, le arrancó una orden para detener a Lerma en el camino, por intermedio del arzobispo de Burgos, obligándole a volver a su destierro[68]. Según los informes de los médicos, dirigidos por el doctor Valle, que el Conde recogía con ansiedad, calculó éste que cuando el mensajero topase con el Duque-cardenal el Rey habría muerto ya y, por lo tanto, el mandato del Príncipe sería de Rey. Ocurrió en Villacastín, «antes de pasar los puertos», el encuentro del correo con Lerma; y éste, ducho en estas intrigas y cansado, probablemente, de luchar, así que leyó la orden del Príncipe, volvió grupas sin discutir la validez y retornó a su retiro castellano.
Olivares, poco antes se había encerrado con el Príncipe y, asustado, como siempre, por la gravedad del momento, le había pedido permiso para irse otra vez a Sevilla aquella misma noche. No quería tomar responsabilidad alguna en el trance que se acercaba, pues «el cuerpo de esta Monarquía —el estilo suyo es inconfundible aquí— está en tal estado que sólo de mudarle de unas manos a otras debemos temer que se nos quedase muerto». Además, se sentía sin salud y sin ambición. Pero el Príncipe no podía, y menos en aquella hora suprema, prescindir del que ya era báculo de su voluntad. Le suplicó que se quedase. «Si Dios —le dijo— se lleva al Rey, Conde, sólo de vos he de fiar el mucho embarazo del gobierno; porque estoy persuadido de que podéis desempeñarle.»
La suerte estaba echada. Cuando Uceda, el «hombre sin virtudes ni vicios», como le llama Siri, vagaba consternado por los alrededores de la cámara regia, encontró, poco antes de la muerte del Rey, a Olivares. «¿Cómo van las cosas del Príncipe?», le preguntó; y Don Gaspar, sin poder reprimir la ambición satisfecha, respondió: «Todo es mío.» «¿Todo?», replicó el Duque. «Todo, sin faltar nada», dijo el Conde. Y suyo era, en efecto, el Príncipe, cifra de todo lo demás; y no dejó de serlo casi hasta su muerte. A poco —el 31 de marzo de 1621— moría Felipe III, a los cuarenta y tres años; y Uceda, al saber la vuelta de su padre al destierro, comprendió la profunda razón de las que parecían bravatas del ya nuevo Valido. El mismo Rey adolescente, recién vestido el luto de su padre y entre los primeros sollozos de su dolor, le notificó, por si aún lo dudaba, que nada tenía que hacer en Palacio; y en forma tan agria y tan a la vista de los cortesanos, malignamente alborozados de la escena, que, seguramente, debió sentir entonces el mayor dolor de sus horas de mala fortuna; mucho mayor que cuando desterrado y preso aguardaba a la muerte libertadora.
A partir de entonces, durante más de veinte años, el nuevo Rey aparecerá siempre, como lo describe Hume, puesto a la sombra de su Vicerrey, del personaje serio, robusto, de la cabeza cuadrada, de los negros ojos brillantes y del gesto autoritario y brusco. Tal como vemos a los dos pintados en el cuadro simbólico de Mayno de nuestro Museo: como un gigante que, mientras corona al débil mancebo rubio, mira irónicamente al espectador, seguro de que éste está ya en el secreto de quién es, de los dos, el amo.
Y aquí termina el ciclo ascendente de las ambiciones del hijo del embajador en Roma. Su sino se cumplía. La aptitud de mando y eficacia burocrática habían encontrado un cauce real. Joven aún, por más que «con la salud quebrada y achacosa»; experto en letras, en intrigas, en conocimiento de los hombres; con pingue herencia de talentos políticos y de virtudes sociales; bien casado; sin adversarios temibles en aquella Corte y sociedad tan flojas; dueño del ánimo de un Rey sin voluntad: ningún resorte le faltaba, pues.
Hoy, sin embargo, vemos en esta hora de triunfo, algo que él, en su apoteosis, no podía distinguir: a aquella mujer del estado llano, Ana de Guevara, que estuvo a punto de desviar su carrera triunfal. La nodriza, que él apartó de un manotazo y que, con paso de vulpeja, se perdió por los laberintos del Alcázar; pero que espiaba en la sombra, con paciencia oriental, la hora de volver. Esta mujer era como el símbolo del odio que habían de tenerle las mujeres y el pueblo, las dos fuerzas que, al fin, contribuyeron a perderle.
Si los horóscopos fueran ciertos, en el del Conde-Duque esta mujer oscura hubiera aparecido como una furia adversa e implacable.