La niñez en Italia
A las doce del día de los Reyes Magos del año 1587 nació, en Roma, Don Gaspar de Guzmán, futuro Conde-Duque, tercero de los hijos de los Condes de Olivares y segundo de los vivos, pues ya hemos referido la desgraciada muerte del mayor, Don Pedro, en Salamanca y en este mismo año de 1587. En gran número de los sañudos papeles que contra él circularon, durante su valimiento y después de su caída, se lee, como presagio de sus maldades futuras, que «nació en la casa de Nerón»[27]. Vino al mundo, claro es, en la Embajada de España, en el palacio del Duque de Urbino, en el Coso, luego demolido para construir los tres palacios Panfli[28]. Según estos papeles adversos, «dijeron los astrólogos que la constelación en que había nacido indicaba que había de gobernar la Monarquía». El mismo Conde de la Roca, tan erudito y sesudo, lo admite[29], porque la creencia en el destino está, en todos los tiempos, profundamente arraigada en el alma de los hombres; y en aquellos siglos había alcanzado una cierta categoría científica que la hacía viable entre gentes cultas y compatible con las creencias religiosas, más que profundas y puras, fanáticas. Hoy creemos también en el destino, pero nuestras estrellas no son las del cielo astronómico, sino esos signos enigmáticos que trazan los cromosomas de las dos células generadoras, en los que está encerrado el secreto de la herencia. Y, como hemos visto, esa herencia nos dice, en el Conde-Duque, tres cosas claras: voluntad terrible de mandar por la vía de los Guzmanes; afición burocrática, más que guerrera, por la vía de la abuela paterna; y austeridad y religiosidad, por la vía de las dos Condesas, madre y abuela paterna. Sobre esto, ingenio y voluntad muy grandes y un temperamento propenso al arrebato y a la manía. Y un ambiente, en fin, que lejos de servir de freno a sus impulsos de grandeza, los hacía fáciles, multiplicando su eficacia: sociedad de gentes ociosas y corrompidas y un Rey casi niño y de voluntad, más que débil, inexistente. Todos estos elementos, que se irán estudiando en las páginas siguientes, marcan la dirección de su destino. El horóscopo retrospectivo permite ver con diáfana claridad el sentido de cuanto pasó en España bajo su mando.
El historiador de cámara Martínez Calderón nos cuenta que se sortearon los nombres de los tres Reyes Magos, y el que salió, Gaspar, fue el que le pusieron en el bautismo[30], que se celebró en la Iglesia de Santa María, en la Vía Lata, oficiando el cardenal Hipólito Aldobrandini, más adelante Papa con el nombre de Clemente VIII. La ceremonia se celebró con gran modestia, siendo padrinos «un pobre y una santa beata, continuando la costumbre que el Conde y la Condesa su mujer tuvieron en los bautismos de sus hijos, huyendo de las vanas ostentaciones y prevenciones y aparatos que para semejantes ocasiones se suelen prevenir»[31]; en contraste, por cierto, con el fausto y ostentosa magnificencia que, por lo común, desplegó el embajador durante su estancia en Italia.
Pasó Don Gaspar su niñez en Roma, Sicilia y Nápoles hasta el año 1600, en que volvió su padre a España. Le educaron para el estado eclesiástico, pues era segundón y, además, mostraba «desde niño buena inclinación a las cosas de virtud y letras». Clemente VIII, el que le bautizó, favorecía esta decisión, y, más adelante, en 1604, le hizo merced de una canonjía de Sevilla y otras mercedes eclesiásticas, honoríficas o remuneradas[32]. Raneo describe a Don Gaspar, ya en hábito clerical, acompañando a su padre en Nápoles; iban con él el Conde de Uceda y Don Francisco de los Cobos[33]; y, a pesar de su mocedad, «favorecía y amparaba a todos los que se le encomendaban» y «honró a la nación española» «con mucho valor y grandeza». Algo debe haber de exagerado en estos elogios, pues el clérigo frustrado no tenía más de diez años, edad en que el alma, como el cuerpo, son aún pura vaguedad. Pero parecen indudables la seriedad y la afición a los problemas sociales y de gobierno del niño, que debió de guardar grandes recuerdos —y de esos infantiles, tan profundos— de la época de los mandos de su padre en Italia. Italia fue en aquellos siglos, para los españoles, escuela y campo de experimentación de gobierno y diplomacia, y también de guerrear; y su influencia en el curso interno y externo de nuestra historia nunca se encarecerá con justicia.
La juventud en Salamanca
Al repatriarse la familia, Don Gaspar fue enviado a Salamanca, en 1601. Tenía, pues, catorce años. Su vida en la gran Universidad, de la que llegó a ser rector en el curso de 1603 a 1604, nos es conocida por el interesante documento que el Conde, su padre, envió a su pariente Don Laureano de Guzmán, a quien nombró «ayo, maestro y padre» del escolar. Con razón dice García Mercadal que este precioso escrito nos ilustra plenamente y hora por hora de lo que hacía en Salamanca un estudiante: claro que de los de clase elevada. Pero, además, nos da cuenta, mejor que ninguna otra información, de cómo era el Conde Don Enrique, cuyo carácter he bosquejado en el capítulo anterior. Es necesario leer todas estas instrucciones para sentir la admiración que merecía un padre tan cuidadoso, tan severo y tan entrañable a la vez, tan inteligente y tan bien informado de lo que es la vida escolar y el alma de la juventud. Se comprende la fama de gran gobernante que dejó en sus Vicerreinos, si a ellos aplicaba, como es seguro, la misma atención y sabiduría que al gobierno de su hijo en la trascendente época universitaria. Obsérvese, no obstante, un exceso de prolijidad en los detalles, que heredó su hijo y que un psiquiatra estimaría como anormal: le recomienda, por ejemplo, que visite todos los conventos y monasterios de la ciudad, que no eran pocos (pero sólo los de frailes, no los de monjas), y da el orden en que ha de hacerlo y el traje que ha de llevar; fija exactamente los zapatos y vestidos que se han de dar a cada criado y en qué época del año, y hasta se ocupa de que si la lavandera «no lo hace bien, se la despida». Mucho debió sufrir su mujer con un marido tan avizor y meticuloso en las cosas del hogar[34].
El boato de Don Gaspar en Salamanca era principesco. Tenía a su servicio un ayo, un pasante, ocho pajes, tres mozos de cámara, cuatro lacayos, un repostero, un mozo, otro de caballeriza, un ama y la moza para ayudarla. Para ir a las clases y a las visitas, una mula a la que se dedica un párrafo entero: «A la mula de Don Gaspar, además de la guarnición que lleva para de camino, se la han de hacer un par de ruedos y dos gualdrapas de terciopelo, para que cuando estuviere mojada la una, sirva la otra, y hase de tener mucho cuidado de que las mulas estén bien tratadas y que coman todo lo que se les da.» La Universidad salmantina era, por entonces, un verdadero centro aristocrático. El año anterior habíala hecho una larga visita Felipe III con la Reina Doña Margarita, conviviendo con maestros y discípulos[35]; y en la lista de alumnos están los nombres más sonados de la Nobleza: Villena, Santa Cruz, Uceda, Benavente, Altamira, Oñate, Sessa, Terranova, Villahermosa, Béjar, etc. El abandono de esta costumbre, al convertirse la Universidad en una institución popular y burguesa, es uno de los fenómenos preparatorios del avance revolucionario de los siglos XVIII y XIX, y una de las razones indudables y no bien encomiadas de la decadencia social de las aristocracias de sangre.
El Conde Don Enrique no se ocupa tan sólo en su Instrucción de esta parte suntuosa de la vida de su hijo, al que, sin duda, soñaba con ver cardenal, quién sabe si Papa, que todo cabía en la oficina de las ilusiones de un Guzmán de aquellos tiempos. Le puntualiza, además, los estudios con tanto tino, que da a entender que él debió también concurrir a las aulas. Le aconseja, por ejemplo, que «será muy necesario que tome de memoria las reglas de Derecho civil y canónico y entenderlas lo más brevemente que pudiera, porque le serán de muy grande provecho. Pasárale su pasante muchas veces la Instituta»; y otras muchas observaciones por este mismo orden. Le recomienda también, con ahínco, que se ejercite mucho en la conversación y oratoria con sus pasantes y criados «para cuando salga en público». Lecciones todas que aprovechó con singular fortuna.
A la vez le instruye y le detalla las horas y modos de diversión, permitiéndole que juegue «a los bolos y a la argolla» y «en ninguna manera a los naipes»; y le da, en fin, lecciones de cautela tan sagaces y significativas como la siguiente: «Irá en todas estas visitas y en las demás ocasiones con mucho cuidado en hablar poco y menos de cosas propias, ni de su padre, ni de Italia.» Vemos, pues, claramente quién fue el maestro de la habilidad, un tanto demasiado astuta, que luego desplegó el Conde-Duque en sus andanzas políticas, y que todos los embajadores le reconocieron, sobre todo los de Inglaterra y Venecia.
Hay varias opiniones de cómo aprovechó su tiempo universitario el futuro Conde-Duque. Su panegirista Martínez Calderón dice «que se graduó en las sagradas carreras con particular ingenio y aplicación, teniendo frecuentemente conclusiones públicas». Otras aseguran que no miró los libros, siendo la opinión más cruda, en este sentido, la del Cabildo de Sevilla, que, al pedir al Papa que revocase el nombramiento de canónigo que le había otorgado, afirma que Don Gaspar, muerto su hermano, hace vida cortesana y «no está en ella para estudiar; ni ha estudiado en Salamanca, cuanto más en Valladolid»[36]. Pero la mayoría se inclinan a un juicio medio: a que cursó «con más ingenio que aplicación», frase respetable, por ser del Conde de la Roca, que repiten casi todos los demás biógrafos. Lo importante, pensamos nosotros, es el ingenio y no la aplicación. Y lo menos importante, que fuese rector, que era entonces, como es sabido, cargo más honorífico que técnico, a pesar de lo cual este nombramiento ha sido explotado, ligeramente, como una prueba de favoritismo y motivo de su ulterior engreimiento. El hecho es que la vida salmantina dejó huella profunda en el espíritu de Don Gaspar, dándole «una grande inclinación a todas las artes y buenas letras», dice Roca, y una evidente erudición en materia de leyes. Allí acabó de perfeccionar el latín, que ya sabía desde Italia[37].
No se sabe si ya por entonces alimentaba Don Gaspar ideas de gobierno. Sí, sin duda. Sueños de grandeza, porque el soñar así era para él función tan natural como la respiración. En algunos papeles de la época, no muy dignos de crédito, se lee que, hablando un día en los claustros con su primo fray Pedro de Guzmán, mercenario calzado, que había sido también rector de la Universidad, le dijo: «Primo, yo tengo de gobernar el mundo»[38]. Es muy verosímil, dada su herencia y el propósito evidente de la educación que le daba su padre, tal vez pensando no en una corona, sino en una tiara; porque lo esencial era mandar. Pero los acontecimientos iban a cambiar pronto el rumbo de su vida eclesiástica. En 1604, a los tres años de vivir, de estudiar y de soñar en su Universidad, cuando contaba diecisiete de edad, murió, como sabemos, en Oropesa, su hermano mayor, Don Jerónimo. Se encontró, pues, heredero de su casa; y dócil al viento nuevo, dejó la sotana, ciñó la espada y abandonó la aulas cara a las ambiciones del poder civil, para las que estaba, sin duda, singularmente dotado.
Los años universitarios se borraron pronto, como un sueño, en su alma inquieta y ambiciosa. Pero las ambiciones de grandeza, por muy cumplidas que se vean, pasan siempre; porque son, sobre todo cuando se ven de cerca, artificios de vanidad, y dentro, el dolor y el desengaño alerta; mientras que el amor a la ciencia, el culto a la verdad, con el tiempo invariablemente fructifican en quien los gustó, siquiera de un modo pasajero. Y así, el apuesto Don Gaspar, al dejar tras sí, alocado de soberbia, las aulas, no pensaría que algún día, tras la rápida ascensión que soñaba y que se cumplió, había de caer; y que entonces, en la tristeza del destierro, la Universidad surgiría otra vez para darle un consuelo que nadie más que ella podía dar. Entonces, casi al morir, cuando, con la voz ahogada de emociones antiguas, habría de decir: «Siempre he tenido por madre a la Universidad y siempre la he dado este nombre.» Y unos meses más adelante, cuando le faltaban pocas horas para hundirse en la eternidad, las últimas palabras de su delirio no fueron voces de mando político, ni razones cortesanas, ni recuerdos del Rey a quien tanto sirvió, sino el poso de la Salamanca lejana, que se alzaba sobre la existencia entera de poderío material; y sentado en la cama mortuoria —sus médicos nos lo cuentan— repetía: «¡Cuando yo era rector, cuando yo era rector!»[39].