El abuelo: Don Pedro, el guerrero
DON Gaspar de Guzmán y Pimentel, Rivera y Velasco y de Tovar, Conde-Duque de Olivares, del que en este libro voy a ocuparme, pertenecía a una familia famosa, cuya historia, bien conocida de los heraldistas y popularizada en el vulgo por la hazaña del que en Tarifa sacrificó por la patria a su hijo, no es de este lugar. En el Epitome que de ella escribió Juan Alonso Martínez Calderón[1] bien que con las naturales exageraciones de los apologistas de la Nobleza, se leen las vidas de estos inquietos y hazañosos señores, de uno y otro sexo, desde su remoto origen; y esta lectura nos explica que la herencia fuera pródiga, todavía en el siglo de la declinación de los Austrias, en Guzmanes soberbios y ávidos de poder. Por aquellos años hubo un brote explosivo, pero el postrero del linaje, en Doña Luisa de Guzmán, la verdadera autora de la sublevación portuguesa y de la independencia de esta nación; en Medina-Sidonia y Ayamonte, ambos Guzmanes, por cuya mente pasó la tentación de hacer un reino independiente de Andalucía; y, por fin, en Don Gaspar que, con iguales ambiciones, pero con mayor rectitud, llegó a ser el Valido de un Monarca sin voluntad. Rey de otro Rey, y, a través de él, dueño absoluto del Imperio español, durante más de veinte años, hasta que sobrevino la desmembración peninsular y, con ella, su desgracia.
Tan larga e insigne herencia influyó decisivamente en el espíritu y en las acciones del Conde-Duque; pero para trazar sus antecedentes eficaces nos basta con tomar su sangre de más cerca: en su abuelo Don Pedro, primer Conde de Olivares, sevillano, criado en Béjar[2], hermano del Duque de Medina-Sidonia, con el que tuvo pleitos que Novoa califica de «ni decentes ni religiosos». Era, según puede verse en el retrato de F. Pourbus[3], hombre robusto, de faz enérgica y bondadosa, parecido en su conjunto a su nieto Don Gaspar. Fue gran guerreador, sobre todo durante las Comunidades, en las que, en bando oficial, redujo a Sevilla y allanó a Andujar y Linares y al Corral de Almaguer de gente, entonces como ahora, muy alborotada por la libertad. Sitió a Toledo, y los partidarios de la famosa Doña María de Padilla le hirieron muchas veces junto al castillo de San Servando[4] y le prendieron. Por todo ello ganó el hábito de Calatrava, el Condado de Olivares y la amistad de Carlos V, al que siguió en las jornadas de Italia, Túnez, Flandes y Alemania. Felipe II le dio nuevas mercedes. Murió viejo. Fue también poeta y no del montón[5]. De él heredó, pues, su nieto, a más de los rasgos físicos, el afán de ganar batallas, aunque éste no en el campo, sino desde su bufete; y la afición literaria.
La abuela: la sangre papelista
Casó este Don Pedro con una señora toledana, Doña Francisca de Ribera Niño. Como fundadores del Condado de Olivares el genealogista de cámara del Conde-Duque pondera, y con motivos, el lustre de la sangre de los Niños. Doña Francisca era Niño por su madre, aunque, como entonces ocurría con frecuencia, llevaba este apellido y no el paterno. Su padre era Don Lope de Conchillos, y por más que el heraldista encarece también la nobleza de este insigne apellido[6], se advierte el esfuerzo con que trata de sacarle un brillo que no desmerezca del de los Niños y Guzmanes. Pero a nosotros nos interesa la herencia en cuanto fuerza biológica, en cuyo aspecto su eficacia no siempre coincide con el rango heráldico; antes bien, muchas veces, el genio de las grandes estirpes no procede de las claras raíces del árbol genealógico, sino de ciertos injertos de savia menos insigne, pero más poderosa, ya legítima, ya del orden de aquellos «insultos de alguna fecunda alevosía» que, según el padre Feijoo, sufren inevitablemente alguno o algunos de «los tálamos que se cuentan en una serie genealógica». Y en este sentido hemos de destacar la importancia de Don Lope de Conchillos para explicarnos a nuestro Conde-Duque. Era Don Lope, según el apologista, «de familia de las más estimadas y calificadas en el reino de Aragón»; gente letrada y trabajadora; y, en esta actividad, Don Lope alcanzó el puesto de secretario de Carlos V, con el cual vino a Toledo. El maligno Novoa disminuye su categoría y le llama «hombre criado de la pluma»[7], sin duda para mortificar, ante la posteridad, el orgullo del Conde-Duque. Mas no tiene duda que este hombre de bufete, medio escondido entre el follaje magnífico de reyes, capitanes y santos del árbol de los Guzmanes, es el que tuerce la vena heroica de la familia y la inyecta el gusto y la pasión por los papeles. Es Don Lope el primer «papelista» de la estirpe, abuelo del «gran papelista», como se llamó a Don Enrique, el embajador en Roma, padre del Conde-Duque, y bisabuelo de éste, de Don Gaspar, que en el amor a los oficios de pluma eclipsó a su mismo progenitor.
De los varios hijos de Conchillos había una Doña Francisca, que poseía la nobleza suprema que da la hermosura; y por ser bellísima casó nada menos que con Don Pedro López de Ayala, tercer Conde de Fuensalida, es decir, una de las más altas figuras de la Nobleza toledana. Murió pronto Don Pedro, en aquel palacio vecino de la iglesia de Santo Tomé, que guarda el milagro del Conde de Orgaz en el lienzo del Greco; quizá, en el mismo aposento donde, más adelante, había de morir también la Emperatriz Doña Isabel. El otro Don Pedro, el de Olivares, vencedor de los comuneros, y en edad y condiciones de casarse, se fijó en esta «viuda, de poca edad, rica y muy hermosa», de jerarquía insigne, por su sangre y por su primer matrimonio; y sobre todo esto, virtuosísima. Hubo boda; y la vida confirmó el acierto de la elección del guerrero, pues el noble hogar fue modelo de seriedad y bienandanza; tradición que heredaron los de su hijo y nieto, en medio de la corrupción de costumbres que invadía ya la sociedad española y aseguraba el ocaso del Imperio. Son las tres Condesas de Olivares, a saber: esta Doña Francisca de Rivera y Niño, esposa de Don Pedro; Doña María Pimentel, consorte de Don Enrique, y Doña Inés de Zúñiga, la del Conde-Duque, tres ejemplares admirables de esas mujeres españolas, de todos los tiempos y de todas las clases sociales, colaboradoras calladas de la obra del esposo, sostén y lustre del hogar; de fina inteligencia; rectas hasta el heroísmo y quizá un tanto demasiado puritanas. Sin duda, han sido y son ellas las depositarías de las virtudes esenciales de la raza y las transmisoras de su vitalidad moral a través de los accidentes infinitos de nuestra historia.
Fueron nueve los hijos del matrimonio toledano: el mayor, Don Enrique, padre del futuro Conde-Duque. Los demás, según el sexo, se repartieron en el servicio de Palacio, en el convento o en la milicia. Uno, Don Juan, alcanzó la gloria de acompañar a Don Juan de Austria en Lepanto. Citemos, tan sólo, el tercero. Don Pedro, gentilhombre del Príncipe, futuro Felipe III, que, según Novoa, obraba «con aspereza de condición»: después de ofender, se enojaba «y más parecía el agredido que el agresor, y él se tiraba a sí la piedra». Tenía gran ambición cortesana y sentía celos violentos del Marqués de Denia, favorito del Príncipe[8].
Queda, pues, como poso de esta primera generación de Olivares, el espíritu guerreador y dominante de Don Pedro; sus aficiones poéticas y su hombría intachable; la afición burocrática, transmitida del abuelo materno; las grandes virtudes de castellana austeridad y rectitud de la hermosa madre, Doña Francisca; y una vena de iracundia y arbitrariedad y emulación de validez cortesana, que aparece de un modo esporádico, pero muy significativo, en uno de los hijos. Y ahora pasemos al progenitor del Conde-Duque.
El padre: Don Enrique, el irascible
Don Enrique, segundo Conde de Olivares, padre de Don Gaspar, fue, sin duda, hombre de excepción y merece un estudio más detenido, porque la vida del Conde-Duque no se comprende bien sin el antecedente de su padre. En Don Enrique culminó la bola de nieve de la voluntad de poder que venía preparando la herencia en los Guzmanes; y si no pasó de embajador fue porque tuvo el tope de un Rey lleno de inmensa autoridad, Felipe II. Al reinar su nieto, Felipe IV, de voluntad tan blanda como la cera, el tope real fue desbordado por Don Gaspar, que era tan ambicioso, aunque estaba tal vez peor dotado que su progenitor[9]. Es indudable que Don Enrique, al lado de un Felipe IV, hubiera sido ministro omnipotente, con mayor plenitud y acaso con mejor acierto que su hijo.
No he podido ver más retrato de Don Enrique que el que publica Parrino, que no merece ningún comentario por su probable arbitrariedad[10]. Pero, en cambio, los datos que las historias y los libros transmiten de él permiten una acabada pintura de su temperamento.
Nació Don Enrique el 1 de marzo de 1540, en Madrid, «aunque tiene su naturaleza en Sevilla, y en ella y en la corte pasó todos los años de su niñez y mocedad». Su iniciación en el servicio de Palacio fue muy precoz; y ya de catorce años le vemos seguir con su padre Don Pedro a Felipe II, en los viajes que hizo por Europa, siendo Príncipe; y, como paje, le acompañó en la jornada de Inglaterra en 1554, cuando Don Felipe fue a casarse «con Miladi María, Reina propietaria de aquel reino»[11]. Estuvo luego en la guerra de Nápoles y en la batalla de San Quintín, donde fue herido en una pierna, quedando cojo, circunstancia que aprovechaba después como pretexto para no ir más que adonde quería[12]. El Rey debió profesarle afecto singular; y en la elección de sus hombres de servicio era, aunque con algunas fallas, muy agudo Felipe II. Constan en el Epítome varias cartas reales que lo demuestran, así como en la correspondencia que se cruzó entre ambos durante la larga embajada de Roma, de que ahora hablaremos[13].
Mas el joven Conde, a pesar de sus primeras venturas, no tenía aficiones guerreras. Pesaba en él más la herencia del abuelo materno, el secretario toledano y el ambiente de su Rey, Don Felipe, el gran burócrata; y, en efecto, muy joven aún, se encarriló por las vías civiles y fue embajador extraordinario de Francia para el nuevo matrimonio del Rey con la Reina Isabel. «Su capacidad —dice Martínez Calderón— era mayor que sus años.» Heredó su casa, al morir su padre, en 1569, a los veintinueve años, y continuó sirviendo en misiones de confianza del Monarca, hasta que en junio de 1582, y a los cuarenta y dos años, fue enviado como embajador a Roma, durando la Embajada hasta 1591, «que fueron diez años, poco más o menos, que es el mayor crédito que acertó a servir, pues raras veces pasaron de tres años». Trató en este tiempo con los Papas Gregorio XIII, Sixto V y Gregorio XIV.
El mismo Novoa reconoce que en esta Embajada y en los Virreinatos de Sicilia y Nápoles, que le sucedieron, «dijeron de su cabeza los que la experimentaron en aquellos tiempos que era considerable y que trató las materias que sucedieron con discreción y agudeza». Fuera de estas palabras, de gran valor, por venir de tan fiero enemigo de la familia, se recoge idéntica impresión de todos los testimonios de la época[14].
Luchas con el Papa
Sin embargo, el temperamento del Conde era de suma violencia y orgullo y llegó a comprometer las relaciones de España con la Santa Sede durante el papado de Sixto V. Fue éste elegido Pontífice, precisamente, por su carácter enérgico. De genio indomable y batallador, tenía horror a las intrigas e iba siempre resueltamente a la raíz de los problemas. Tuvo gran amistad con San Ignacio, aun cuando luego atacó y amenazó gravemente a la Compañía. Su choque con otro hombre de igual temple moral, con el embajador Don Enrique, tenía que ser inevitable. La discordia principal surgió porque el Papa, cuya antipatía hacia Felipe II era manifiesta, no quiso censurar a los católicos franceses que apoyaban a Enrique de Navarra contra la Liga patrocinada por el Monarca español. El embajador le pidió esta censura y luego se la exigió con amenazas; pero Sixto V se opuso; y aquél intentó llevar su protesta nada menos que a un Consistorio. El Papa quiso expulsar al iracundo Olivares y pidió varias veces su cese y reemplazo. Felipe II, cauteloso, no desaprobó a su embajador, pero no se atrevió a sostenerle más contra la oposición del Pontífice; resolviendo al fin la muerte, que tantas cosas allana en la vida, la embarazosa situación, pues el Papa fallecía poco después[15].
Sobre estas relaciones tan agrias hubo tal ruido, que ocurrió por entonces la leyenda de que la muerte de Sixto V se debió a los disgustos que le propinara nuestro diplomático; y es posible que, si no se la causaron, contribuyeran a ella. También, como era corriente en la época, se habló que Don Enrique despachó a su enemigo envenenándole. En uno de los papeles que salieron por Madrid a la caída del Conde-Duque, se dice: «Don Enrique de Guzmán, su padre, alegó por servicios haber muerto a un Papa, siendo embajador»[16]. Aquí, como siempre, la leyenda es una caricatura de la verdad, y hay que buscar a ésta debajo de las deformaciones y aun de las monstruosidades de aquélla. Y la leyenda, bien podada, nos atestigua frecuentes accesos de humor violento y extravagante en este Guzmán, parecidos a los que sufría su hermano Don Pedro, ya mencionados y precursores inmediatos de algunos de los rasgos fundamentales del carácter de Don Gaspar. En el manuscrito de Martínez Calderón, cuya veracidad debe ser muy considerada por ser contemporáneo del Conde-Duque y por estar escrito bajo la dirección de éste, se refieren varias anécdotas de las relaciones entre Sixto V y el embajador Olivares, del mayor interés para nuestra demostración; y muy instructivas, por otra parte, sea cualquiera su veracidad, para juzgar de la típica fanfarronería de los españoles de aquel tiempo, nunca justificada, ni aun teniendo en cuenta la magnitud de nuestra inigualada grandeza. Don Enrique —dice este manuscrito— llamaba a sus criados con una campana; y como esto sólo lo podían hacer, por lo visto, los cardenales, Sixto V envió a su nepote, el cardenal Pereto, a rogar al embajador que no la tocase. El embajador de Francia se unió a la petición pontificia y hasta se despacharon «letras apostólicas con censuras contra el Conde»: nada menos que por esto de la campana. Olivares, enfurecido, tuvo tres audiencias con el Papa, exigiéndole que le dejase la preeminencia campanil, en atención a que su Rey era «el mayor Príncipe del orbe» y a que la Santa Sede extraía sólo de España dos veces más dinero que de todo el resto de la cristiandad, rematando el discurso con la equivocación de llamarle, en lugar de «vuestra beatitud», «vuestra ingratitud». No cedió Sixto V, y obligado el español a renunciar a la campana, ideó llamar a sus criados disparando cañonazos; con lo que el Pontífice «le envió a mandar tuviese campana para quitar el escándalo y temblor que en Roma se causaba cuando se disparaban las piezas; y desde entonces usaron los embajadores de España de la campana con permisión pontificia». Otra vez, mientras hablaba con el Papa, jugaba éste distraídamente con un perrillo faldero, lo cual encolerizó a Don Enrique y se lo quitó, poniéndole en el suelo. Y otras violencias más, por este orden. Hübner, aunque no cuenta estos incidentes, más o menos legendarios, refiere la constante irritación que causaban al Papa las impetuosidades y altanerías de Olivares, y concluye que no tuvo, antes de su muerte, «la satisfacción de verse libre de la presencia de este hombre que envenenaba sus días».
Conviene citar otro de los motivos de disentimiento de Don Enrique de Olivares con la Santa Sede, porque luego tendremos que aludir a él: el que se originó con motivo de la tirantez entre los jesuitas y la Inquisición. Es sabido que hacia el final del siglo XVI las relaciones entre la Compañía y el Santo Oficio pasaron por años de violenta turbulencia, cuyas causas e incidencias no son de este lugar. La Inquisición se quejaba de que los jesuitas recibían y otorgaban cargos preeminentes en la Orden a cristianos nuevos; de que rehusaban orgullosamente los cargos de calificadores y consultores del Santo Tribunal; de que los delitos denunciados en algunos padres se enviaban para ser juzgados a Roma, sin pasar por la Inquisición; y de que los superiores ignacianos prohibían a sus súbditos tomar la bula de la Santa Cruzada, que les permitía ser absueltos por sacerdotes que no pertenecieran a la Orden. En suma, cargos que evidenciaban el espíritu de la Compañía, propensa a regirse por sus propios medios y en relación inmediata con la Santa Sede, eludiendo los Tribunales nacionales. Pusieron en evidencia esta actitud antinacionalista de la Orden, de un lado, los dominicos, que fueron siempre celosos adictos al Santo Oficio; y, de otro lado, un grupo de jesuitas díscolos que, según el Padre Astrain, «pretendían sacudir el yugo de la obediencia, alterando nuestro Instituto, y para ocultar sus manejos se acogían al amparo de la Inquisición».
En este conflicto, el Rey Felipe II, al que algunos pretenden hacer pasar como un vulgar devoto de sacristía, pero que en realidad sentía, con dignidad genial, la responsabilidad de los fueros nacionales, sin otro tope que el de los principios intangibles de su fe, se puso del lado del Tribunal español, del Santo Oficio; y, como otras veces, por celo de España, se enfrentó con el mismo Pontífice romano. No juzgaremos aquí cuál de los dos pleiteantes, la Inquisición o la Compañía, tuviera la razón, y omitimos los detalles de la pugna. Poco después, ante una lluvia de memoriales acusatorios de la Compañía de Jesús, algunos firmados por jesuitas inconformes, Don Felipe el Prudente se decidió a ordenar una visita a la institución ignaciana, para lo que fue propuesto el obispo de Cartagena, Don Jerónimo Manrique, que, por cierto, fue recusado por los jesuitas ante el Papa, porque era hijo ilegítimo y había tenido en su juventud tres hijos bastardos, a lo que Felipe II contestó que esto no obstaba, pues eran «flaquezas de treinta y cinco años había» y ya estaban muy enmendadas. Como siempre, el populacho tomó el partido antijesuitico, rasgo característico de la psicología nacional; y el citado Padre Astrain refiere que, cuando esto se tramitaba, decían las gentes al ver pasar a los padres: «Vayan, vayan, que ahora los quemará a todos el obispo de Cartagena.»
Toda esta gestión adversa a la Compañía la llevó en Roma, de orden del Rey, y contra el Papa, el Conde de Olivares, y, al parecer, con parcial encono, pues el historiador nombrado dice que «este diplomático parecía haberse constituido en abogado de nuestros quejosos y acudía, oportuna e inoportunamente, al Sumo Pontífice con los memoriales que recibía de España»; más adelante calificada su conducta de «iniquidad». El hecho es que Sixto V acabó por pasarse al bando de Olivares en este asunto; y su carácter violento preparaba un golpe rudo contra la Orden ignaciana, cuando su muerte, en este caso también, solucionó el conflicto[17].
Luego veremos que al final de su vida, y probablemente por influencia de su mujer, Don Enrique se hizo adicto a la Compañía; y su hijo heredó, acrecentada, esta adhesión.
Estas actitudes frente al Papa del embajador español, huelga decir que eran puramente políticas, sin menoscabo de su profunda fe y muy de acuerdo con la táctica de su señor, Don Felipe II, que también supo armonizar su catolicismo con su energía ante el Vaticano. Olivares fue, pese a estos desplantes, muy religioso. Con el sucesor de Sixto V, el Papa Gregorio XIV, tuvo amistad estrecha, sin duda para compensar las riñas del anterior papado, y quién sabe también si porque el Papa nuevo, de espíritu conciliador, evitó, con melifluidades, el tener encuentros con hombre de tan mal carácter. Tanto le obsequió, que el Epítome cuenta que el embajador «trajo a España la mayor cantidad de santas reliquias que hay juntas en ninguna parte»; entre ellas el cuerpo entero de San Luterio o Eutiquio mártir, que le había regalado su enemigo Sixto V y que fue trasladado en 1590, con pompa que se conserva descrita, desde Roma al bellísimo Monasterio de San Isidoro, fundación de los Guzmanes, en Santiponce, cerca de Itálica y de Sevilla[18]. Muchas otras reliquias llevó a la iglesia de Olivares, que fundó bajo la advocación de Santa María de las Nieves, como filial de la de este nombre en Roma; lo cual demuestra el hondo recuerdo que dejó en su vida la estancia en la Ciudad Eterna[19].
Los virreinatos
Para compensarle de la pérdida de la Embajada de Roma, Felipe II nombró a Don Enrique Virrey de Sicilia (1591 a 1595), desde donde pasó al mismo cargo en Nápoles, hasta 1599 (y no 1600, como dice el Epítome). Su actividad política en ambos gobiernos es del mayor interés, pues descubre en él las dotes de energía, prudencia, amor al pueblo, honestidad y capacidad organizadora, típicas de un gran político; y antecedente clarísimo de las aficiones de su hijo y de todo lo bueno que éste demostró en su privanza. Parrino empieza su biografía así: «Si España gloriosamente se envanece de haber dado al mundo un Séneca, maestro de la filosofía moral, puede con mayor razón envanecerse de haber dado a sus Monarcas un ministro, oráculo de la política, como Don Enrique de Guzmán, conde de Olivares.» «Todas sus obras fueron gloriosas y magníficas.» Y Gianonne: «El Conde de Olivares fue uno de los políticos más hábiles y más prudentes que tuvo España en estos tiempos.» La fecha en que aparecieron estos libros y la dureza con que tratan al Conde-Duque, excluyen la parte que en los juicios copiados pudiera tener la adulación, escollo grave de la verdad, con su par el escollo del encono, en la mayor parte de los documentos de esta época de tan subida pasión[20].
Por entonces Olivares fue llamado «el gran papelista», por «su gran experiencia, la facilidad que tenía para el despacho de los asuntos políticos» y por «estar siempre ocupado de pleitos públicos y rodeado de papeles y escrituras» (Gianonne). No se cansaba de dar audiencias. Era extremadamente minucioso y amigo de resolver, él mismo, los menores pleitos de su mando. Fue extremadamente austero frente a la tendencia a las dádivas y contubernios, tan fáciles y frecuentes en aquel ambiente social. Emprendió grandes obras de reforma y ornato público. Intentó —porque esto desde el poder sólo se intenta y nunca se consigue— disminuir la licencia de las costumbres, el lujo y descoco en los trajes y tocados. Publicó cerca de treinta y dos pragmáticas, «todas por igual útiles y prudentes» (Gianonne). He aquí el feliz balance de sus virreinatos.
No hay que insistir en la huella que todas estas virtudes dejaron en su hijo Don Gaspar, no sólo por ley de herencia, sino porque, aunque niño, le acompañó en estos años de gobierno y presenció su obra de buena administración y justicia. No aprendió, en cambio, el futuro Valido otras dos cualidades que labraron gran parte de la fama que dejó su padre en Italia, a saber: «su carácter austero y enemigo de las diversiones», pues «suprimió los bailes, comedias y fiestas que sus antecesores prodigaban»; y «los grandes cuidados con que atendió a las economías del Estado, punto que los españoles habían olvidado siempre»[21]. Dos de los grandes pecados del Conde-Duque fueron, en efecto —sobre todo en la primera parte de su mando—, la afición al fausto y a la organización continua y brillante de solemnidades aparatosas y frívolas; y su infortunada administración del Erario. Si bien, como luego diremos, ambos errores parecen, más que hijos de su propio gusto y convicción, imposiciones obligadas y conocidas de la dictadura al dictador.
La oposición a la Grandeza
Pero en la vida y gobierno de Don Enrique hay otro rasgo importante para la psicología de su hijo: su animadversión a la Nobleza. Fijémonos bien en esta faceta de su temperamento. En el gobierno de Sicilia y Nápoles se nos presenta, en efecto, como un hombre benigno, bien diferente del iracundo embajador de Roma. Mas reserva esta iracundia para los personajes de la aristocracia. Atendía al último de los indigentes, pero —dicen sus biógrafos— «no se cuidada para nada de la Nobleza que llenaba sus antecámaras»; y atacaba «particularmente la vanidad de los títulos». Esta actitud no era nueva en Nápoles. B. Croce observa que en la lucha entre la plebe y los nobles, los Virreyes españoles tomaron más de una vez el partido popular: tal el gran Don Pedro de Toledo, bajo Carlos V. Las severidades de Olivares, en este sentido, fueron tales que, habiendo hecho encarcelar al Marqués de Padua, el diputado Tuttavilla fue a España y acusó al Virrey de «las violencias contra la Nobleza» ante Don Felipe III, que acordó, por estas y otras razones, sustituir al Virrey por el Conde de Lemos. La despedida popular fue entusiasta, y Olivares, por las calles, gritaba al pueblo: «Me voy por defender vuestros derechos.» Se discutió, entonces y después, si en estas medidas obraba Don Enrique inspirado por efectivos amor al pueblo y espíritu de justicia, o simplemente por satisfacer pasiones personales. Nos es difícil resolverlo. Un gobernador que está del lado de los pobres tiene siempre, con los ojos cerrados, una parte importante de razón; pero es innegable que en la actitud populachera del Virrey debió influir no sólo aquel impulso cristiano, sino el citado sentimiento de adversión a los Grandes; esta adversión no puede explicarse, como es lógico, por convicciones democráticas, que en su jerarquía y en aquel tiempo hubieran sido absurdas, sino por mero despecho ante su fracaso para ser, él también, Grande.
La Grandeza de España era su obsesión, y la creía en absoluto justa, después de sus servicios y los de su padre a la Monarquía y a España. «La ambición de cubrirse —dice pintorescamente Novoa— traíale con crudezas de intención y vahídos de cabeza.» Y como la rebelión contra el Rey, dispensador del premio, era inconcebible en aquellos espíritus forjados en la lealtad monárquica, se resolvía el resentimiento contra los otros Grandes, por el hecho de serlo —fenómeno psicológico muy frecuente— y por la sospecha de que pudieran influir en la negativa del Soberano a cubrirle a él. Su desdén hacia ellos era atroz. Al mismo Valido, al Duque de Lerma, le trataba mal[22]. Pero ni sus súplicas ni sus desplantes sirvieron para nada. Le hicieron, porque lo merecía, del Consejo de Estado y contador mayor de Cuentas, oficios muy pingües y elevados; pero no le dieron la Grandeza. Y aunque atenuadas por su espíritu cristiano, con esta pena y rabia murió; y las transmitió íntegras a su hijo Don Gaspar, en el cual, como luego veremos, fue el ansia de cumplir este anhelo, para sí y para honrar la memoria de su padre, con el adjunto desdén a los otros Grandes, uno de los grandes motores de su actividad y uno de los motivos de su encumbramiento y, al fin, de su desgracia.
Murió Don Enrique a los sesenta y siete años, en Madrid, siendo depositado su cuerpo en el Noviciado de los jesuitas de esta corte, que había fundado su hermana Doña Ana Félix de Guzmán, Marquesa de Camarasa. Recibió el cuerpo el Padre Francisco Aguado, que figurará mucho en la vida del Conde-Duque. La influencia femenina —la de esta hermana y la de la Condesa, su mujer— transformaron en afecto la oposición a la Compañía de Don Enrique y le inculcaron en Don Gaspar, de cuyas relaciones con los jesuitas nos ocuparemos después. Dejó fama de hombre rectísimo; a estas sus «heroicas virtudes» se atribuyó «la incorrupción en que se conserva su cuerpo», según reza la lápida de su sepultura[23].
La madre: la santa Condesa
La mujer de Don Enrique, segunda Condesa de Olivares, fue, ya lo hemos dicho, hembra extraordinaria e influyente, según la tradición española, desde el rincón de su voluntario apartamiento de la vida oficial. Casóse en Madrid, en 1579, cuando el Conde tenía treinta años y ella la misma edad. Doña María Pimentel de Fonseca era castellana por los cuatro costados: su padre, Don Jerónimo de Fonseca y Zúñiga, Conde Monterrey, salamanquino; su madre, Doña Inés de Velasco y de Tovar, de Berlanga de Burgos; y ella misma, de Valladolid (según el expediente de Calatrava de su marido) o de Salamanca (según el expediente de Alcántara). De ella heredó su hijo el gran amor a Castilla, que tuvo siempre clavado en el corazón. Noble, pues, por la familia y por la patria regional, Doña María lo fue más aún por su vida; a pesar de que, según el protocolo nobiliario, «no podía gozar de hidalguía», pues el abuelo de Doña María «era hijo del patriarca Don Diego de Azevedo y Fonseca, arzobispo de Santiago, el cual le hubo siendo clérigo de misa», por lo que tuvo que solicitarse permiso especial de Roma para hacer calatravo a su hijo Don Gaspar[24]. Podemos presumir su figura por la de su hija Leonor María, llena de inteligencia, de nobleza y de voluntad.
Fue tan ejemplar su vida que, según Martínez Calderón, su confesor, el jesuita Padre Juan de Cetina, escribió, después de su muerte, su historia. Durante el Virreinato de Sicilia colaboró con su marido, planeando y realizando grandes obras sociales, entre ellas la fundación de un Refugio, en Palermo, para acoger a las mujeres de mala vida, por las que se preocupaba mucho. Y, además, ayudaba directamente a su marido «tomando las cuentas de los gastos con maravillosa presteza y prudencia, ayudándole asimismo con tener correspondencia de muchas cosas que le podían embarazar»[25]. El Papa Sixto V, el enemigo de su marido, la llamaba «la Santa Condesa», como le recordó a su hijo Don Gaspar el arzobispo de Granada, en una célebre reprimenda, en los comienzos de su privanza[26]. Murió a los cuarenta y cinco años, de hemorragia, al nacer su hija Ninfa, en Palermo.
Austeridad castellana, religiosidad severa, afición de «papelista» a los cuidados del bufete: he aquí las tres características de esta señora, que encontraremos también en su hijo el Conde-Duque, tan pródigo en favorables herencias.
Los hermanos
En los quince años de matrimonio de los segundos Condes de Olivares nacieron los siguientes hijos: Don Pedro Martín, que se educaba en la casa de Monterrey, en Salamanca, y se cayó de un corredor, matándose. Don Jerónimo, que fue educado para primogénito, al faltar el anterior. Le llevaba como tal su padre a Sevilla para instruirle en el gobierno de la futura hacienda, y, a la vuelta de uno de sus viajes, en Oropesa, murió a los veintiún años, en 1604. Entonces ascendió a primogénito el tercer varón, Don Gaspar, el futuro Privado. La cuarta hija fue Doña Francisca, que casó con el Marqués del Carpió, naciéndoles dos vástagos, Don Luis de Haro, el que fue rival de su tío Don Gaspar y sucesor de éste en la privanza de Felipe IV; y Don Enrique, futuro cardenal, malogrado cuando ascendía quién sabe a qué altos destinos. La hija quinta fue Doña Inés, que casó con el Marqués de Alcañices, en cuyo palacio de Toro había de morir el Conde-Duque. Nació luego Doña Leonor-María, interesante mujer, intrigante y despierta, esposa de su primo el Conde de Monterrey. De todos nos ocuparemos más adelante. Vinieron después al mundo, en Roma, Doña Mayor y Don Gabriel, que murieron de niños; y, finalmente, Doña Ninfa, ya nombrada, en Palermo, cuando su madre, de bíblica fecundidad, se acercaba a los cincuenta años, y la costó, como se ha dicho, la vida.
Es curioso que esta aptitud prolífica de las dos primeras parejas de Condes de Olivares se quiebre en la tercera generación. Tuvieron sólo hijos logrados Don Gaspar, el Conde-Duque, y Doña Francisca, la Marquesa de Carpió: de los tres de aquél y los dos de ésta, sólo uno de los de Carpió, Don Luis de Haro, alcanzó vida dilatada. Acaso la consanguinidad; acaso infecciones entonces frecuentes, mal conocidas y, por ello, mal tratadas, debilitaron la vitalidad de la orgullosa estirpe, condenándola a la extinción. Tanto hijo muerto hace pensar, en efecto, en sífilis hereditaria, que acaso tuviera relación con las anormalidades de carácter de varios miembros de la familia y, desde luego, del Conde-Duque.
Así fue la generación que precedió a Don Gaspar y que ha sido preciso estudiar con algún detalle. Claramente vemos que en Don Enrique culminan las cualidades que habían de ser el nervio del alma de su hijo, el Conde-Duque. Dice Novoa que éste sucedió a aquél «en la casa, en el estado, en la presunción, en la vanidad y en la agonía de cubrirse». Y el juicio, como de quien viene, no es justo. Le sucedió también en el noble afán de gobierno y en la aptitud indudable para cumplirle; en la lealtad al Rey; en el escrúpulo ético; en la minuciosidad para los negocios públicos y privados; en el gusto y el manejo para el trabajo de bufete. Con estos ingredientes pudo surgir un grande y eficaz estadista. Pero el que la espiga sea granada no depende sólo de la bondad del grano arrojado, sino de que caiga a su tiempo y en la tierra propicia y no en el pedregal; es decir, de circunstancias que sólo sabe y dispone Dios.