DISCURSO DE DESPEDIDA
A LA UNIVERSIDAD DE OXFORD

[266]

Debería considerarse representativo que, aunque he ocupado dos cátedras (o más bien, me he sentado con dificultad en el borde de dos cátedras) en esta universidad, todavía no haya pronunciado una conferencia inaugural: llevo ahora treinta y cuatro años de retraso. Cuando me designaron la primera vez, estaba demasiado asombrado (una sensación que nunca me ha abandonado del todo) como para reunir mis ocurrencias; hasta que hube dado las numerosas conferencias ordinarias exigidas por los estatutos, y entonces me pareció que un discurso inaugural que no inauguraría nada era una ceremonia que mejor se hacía en omitir. En la segunda ocasión, mi incapacidad como conferenciante era ya bien conocida, y los bien intencionados se habían asegurado (por carta u otros medios) de que yo también lo supiera. De modo que consideré superfluo ofrecer una exhibición especial de este desafortunado defecto. Y aunque para entonces ya habían transcurrido veinte años, durante los cuales tuve muy presente el asunto del discurso inaugural pendiente, aún no se me había ocurrido nada especial que decir.

Ahora han pasado catorce años más, y sigo sin tener nada especial que decir. Nada, me refiero, de lo que es apropiado para una lección inaugural, a juzgar por las que he leído: productos de mentes más eficientes y autoritarias que la mía. El diagnóstico de lo que está mal, y la confiada prescripción del remedio, el enfoque amplio, el estudio magistral, planes y profecías… nada de eso ha sido nunca mi especialidad. Siempre prefiero intentar exprimir el jugo de una simple frase, o explorar las implicaciones de una palabra, antes que intentar resumir un período en una conferencia, o disparar contra un poeta en un párrafo. Y me temo que lo que prefiero es lo que he hecho por lo general.

Porque supongo que, al menos desde los días dorados del lejano pasado, cuando los estudios de inglés estaban desorganizar dos, cuando eran un pasatiempo y no un negocio, pocos aficionados [267] han podido ocupar, «por un cúmulo de curiosas circunstancias», la posición de un profesional. Durante treinta y cuatro años he sentido simpatía por el pobre Koko, sacado de una cárcel del condado; aunque yo tenía una ventaja sobre él. Él tenía por cometido cortar cabezas, y en realidad no le gustaba hacerlo. La Filología era parte de mi trabajo, y me encantaba. Siempre la he encontrado entretenida. Pero nunca he sido un fanático. No la considero necesaria para la salvación. No creo que haya que hacérsela tragar a los jóvenes como si fuera una píldora, tanto más eficaz cuanto peor sabe.

Pero por si las gentes de la Toscana se sienten tentadas de reírse, permitan que me apresure a asegurarles que tampoco creo que sus mercaderías sean necesarias para la salvación. Gran parte de lo que ofrecen son cachivaches de buhonero. En efecto, me he convertido en alguien más —no menos— intolerante como resultado de mi experiencia en el pequeño mundo de los estudios académicos del inglés.

«Intolerante» va por los toscanos. De dirigirme a los romanos, que defienden la ciudad y las cenizas de sus padres, diría «convencido». ¿Convencido de qué? Convencido de que la Filología nunca es desagradable; excepto para quienes fueron torcidos en su juventud o sufren alguna deficiencia congénita. No creo que haya que obligar a nadie a tragársela como una píldora, porque pienso que si tal proceso parece necesario, las víctimas no deberían estar aquí; por lo menos, no estudiando o enseñando las letras inglesas. La Filología es el fundamento de las letras humanas; la «misología» es un defecto descalificante, o una enfermedad.

Según mi experiencia, no es un defecto o ima enfermedad que haya encontrado nunca en aquéllos cuyo aprendizaje, sabiduría y perspicacia crítica literarios les colocan en el rango más elevado —a donde tantos en la Oxford School han llegado por diversos caminos—. Pero existen otras voces, epígonas más que ancestrales. Debo confesar que en ocasiones, en los últimos treinta y tantos años me he sentido agraviado por ellos, por aquéllos que, aquejados en mayor o menor medida de misología, han desacreditado lo que por regla general llaman lengua. No porque, pobres criaturas, carezcan evidentemente de la imaginación que se necesita para su disfrute, o del conocimiento [268] preciso para tener una opinión sobre ella. La torpeza merece nuestra compasión. O así lo espero, pues yo mismo soy torpe en muchos aspectos. Pero la torpeza debe reconocerse con humildad; y por lo tanto he sentido como un agravio que ciertos profesionales supusieran que su torpeza e ignorancia eran una norma humana, la medida de lo que es bueno; e ira cuando han procurado imponer su mentalidad limitada sobre mentes más jóvenes, disuadiendo de su inclinación a aquéllos que sentían curiosidad filológica, animando a aquéllos que carecían de este interés a creer que su deficiencia les señalaba como mentes pertenecientes a un orden superior.

Pero soy, como digo, un aficionado. Y si eso significa que he descuidado partes de mi vasto campo, dedicándome principalmente a aquellas cosas que personalmente me gustan, también significa que he tratado de despertar el gusto, de comunicar el gozo por aquellas cosas que me parecen deleitables. Y eso sin dar a entender que fueran la única fuente apropiada de provecho, o de placer, para los estudiantes de inglés.

He oído burlas hacia ciertos tipos elementales de «investigación» lingüística que las tachan de simples recuentos de grafías y fonemas. ¡Dejemos que el fonólogo y el ortógrafo se ocupen del trabajo que les está reservado! Por supuesto. Y lo mismo para el bibliógrafo y el tipógrafo, todavía más alejados de la lengua viva de los hombres, que es el principio de toda literatura. Contemplando los trabajos de la máquina de salchichas de la B. Litt., a veces se me ha ocurrido que algunos de los botuli o farcimina producidos no eran ni sabrosos ni nutritivos, aun cuando reclamaran el estatuto de «literarios». Pero, por emplear un símil quizá más adecuado, a los picos gemelos del Parnaso se llega a través de unos valles muy sombríos. Si gatear por ellos, sin escalar, es a veces recompensado con alguna distinción, es de esperar que al menos se haya vislumbrado uno de los picos a lo lejos.

Sin embargo, no es ése un asunto que desee explorar a fondo: es decir, la «investigación» y los «grados de investigación» en relación con los cursos ordinarios de aprendizaje, lo que se ha dado en llamar actividades de «postgrado», que en los últimos años han experimentado un rápido crecimiento, constituyendo lo que se podría llamar nuestro departamento «hidropónico». [269] Un término que, me temo, conozco tan sólo por la cienciaficción, que parece referirse al cultivo de plantas sin tierra, en vehículos cerrados enviados muy lejos de este mundo.

Mas todos los campos de estudio e investigación, todas las grandes Escuelas, requieren sacrificio humano. Porque su objetivo principal no es la cultura, y su utilidad académica no se limita a la educación. Sus raíces se hunden en el deseo de saber, y su vida es mantenida por quienes persiguen cierto amor o curiosidad por sí mismos, sin referencia siquiera al progreso personal. Si este amor y curiosidad individuales fracasan, su tradición se hace esclerótica.

Por tanto, no hay necesidad de menospreciar, ni siquiera de sentir lástima, por los meses o años de vida sacrificados a cualquier investigación mínima: por ejemplo, al estudio de cierto texto medieval insulso y su balbuciente dialecto, o de algún miserable poetastro «moderno» y su vida (espantosa, aburrida y, afortunadamente, corta)… NO, SI el sacrificio es voluntario, y SI está inspirado por una genuina curiosidad, sentida de manera espontánea o personal.

Pero concedido eso, se debe sentir un grave desasosiego cuando falta la inspiración legítima; cuando la materia o asunto de «investigación» viene impuesto, o es «sacado» del saco de curiosidades de otro para un aspirante, o es considerado por un comité como ejercicio suficiente para obtener un título académico. Sea lo que sea que haya resultado útil en otras esferas, hay una gran diferencia entre aceptar el trabajo espontáneo de muchas personas humildes para construir una casa inglesa y levantar una pirámide con el sudor de esclavos de la graduación.

Pero la cuestión no es, desde luego, tan simple. No se trata sólo de la degeneración de la auténtica curiosidad y entusiasmo en una «economía planificada», bajo la cual gran parte del tiempo de investigación se embute de cualquier modo en pellejos más o menos normalizados, convertido en salchichas de tamaño y forma aprobados por nuestro mezquino libro de recetas propias. Aun cuando eso fuera una descripción suficiente del sistema, vacilaría antes de acusar a nadie de hacerlo premeditadamente o de aprobarlo con entusiasmo ahora que ya lo hemos conseguido. Ha crecido, en parte por accidente, en parte a causa de la acumulación de expedientes provisionales. [270] Se ha invertido mucha reflexión en ello, y se ha dedicado mucho trabajo entregado y mal remunerado a administrarlo y a mitigar sus males.

Se trata de un intento de abordar un viejo problema y una necesidad real con la herramienta equivocada. El viejo problema es la pérdida del doctorado de Letras, el M. A., como un verdadero grado. La necesidad real es el deseo de saber. La herramienta equivocada es un grado de «investigación» cuyo alcance es mucho más limitado, y que funciona mucho mejor cuando está limitado.

Pero el M. A. se ha convertido en una pequeña suscripción como «postgraduado» a la universidad y a un college, y es intocable. Mientras tanto, muchos de los mejores estudiantes —me refiero a los que han estudiado inglés por amor, o al menos con el amor como una de sus motivaciones— desean pasar más tiempo en una universidad: más tiempo aprendiendo cosas, en un lugar donde tal proceso es (o debería serlo) aprobado, y se le conceden facilidades. Y lo que es más, tales estudiantes están todavía en un momento de la vida, que pronto pasará, y cuanto antes pasa menos se ejercita la facultad, en que la adquisición de conocimiento es más sencilla, y lo que se adquiere es más permanente, mejor digerido de principio a fin, y más formativo. Es una pena que con tanta frecuencia los años postreros de crecimiento, de nutrición, se gasten en el intento prematuro de añadir cosas al conocimiento, mientras los enormes almacenes ya existentes quedan desiertos. O bien, de ser visitados, con demasiada frecuencia se hace al modo del ratón de biblioteca, que escapa con pequeños trozos transportados pacientemente desde sacos inexplorados para construir una pequeña tesis. Pero ¡ay!, los que poseen las mentes más ávidas no son necesariamente los que tienen más dinero. Los poderes que tocan las teclas de la bolsa exigen un grado académico; y los que asignan las plazas en una universidad atestada, también. Y sólo tenemos un Supuesto grado de investigación que ofrecerles. Esto es, o puede ser, mejor que nada. Muchos aprendices potenciales se desenvuelven bastante bien en investigaciones menores. Algunos se arriesgan a emplear gran parte de su tiempo en leer lo que quieren, por lo general poco relacionado con su supuesta tarea es decir, a hurtadillas y salvando obstáculos, hacen lo que deberían [271] estar haciendo abiertamente y sin que nadie se lo impidiese. Pero el sistema no puede ser alabado por este bien accidental que, a pesar de él, sucede dentro de él. No es necesariamente la mente más diligente o abierta la que con más facilidad «encuentra una materia» de estudio o derriba con desfachatez líneas de conducta y asuntos para satisfacción del Comité que tramita las solicitudes. La habilidad para abordar de manera competente y dentro de los límites aprobados una materia pequeña puede ser propia, a principios de los años veinte, tanto de una mente pequeña y limitada como de un futuro erudito con el hambre de la juventud.

Si la reforma que siempre llevé en el corazón, si el reglamento de la B. Litt. pudiera haber sido alterado (como una vez confié) para permitir un acercamiento alternativo por medio de un examen, para recompensar la lectura y el aprendizaje al menos de igual modo que la investigación menor, yo habría dejado la English School con una felicidad mayor. Si incluso ahora la facultad pudiera dar cabida a la nueva B. Phil. (un título de grado adicional, innecesario e inadecuado), yo lo saludaría como un avance mucho más grande que cualquier remodelación o «nueva imagen» dada al plan de estudios de Honour.

Hasta donde llega mi experiencia personal, si se me hubiera permitido guiar las lecturas y estudios posteriores de aquéllos para quienes la Honour School había abierto perspectivas y despertado curiosidad, podría haber procurado un bien mayor en menos tiempo que en la llamada supervisión de la investigación llevada a cabo por aspirantes que aún tenían territorios esenciales por explorar, y que, en la marcha sin resuello desde los Preliminares a los Final Schools, habían dejado también mucho país atrás, visitado sólo de paso, no explorado.

Siempre hay excepciones. Yo me he topado con algunas. He tenido la buena fortuna de estar asociado (la palabra correcta) con algunos graduados investigadores capaces, más de los que mi poca aptitud para la tarea de supervisor ha merecido. Algunos de ellos se dedicaban a la investigación como las nutrías a nadar. Pero fueron las claras excepciones que confirman la regla. Ellos eran los investigadores natos (cuya existencia nunca he negado). Sabían lo que querían hacer, así como las regiones que deseaban explorar. Adquirían nuevos conocimientos y los [272] organizaban rápidamente, porque eran conocimientos que deseaban poseer de todas maneras: eso y su indagación particular era todo uno; para ellos nunca fue cuestión de empollar.

Dije que no deseaba explorar en profundidad el asunto de la organización de la investigación. Pero no obstante, me he extendido demasiado para la ocasión. Antes de abandonar definitivamente mi puesto, debo decir algo sobre nuestra principal empresa: la Final Honour School. Los temas están relacionados. Creo que la posibilidad de seguir un grado académico superior, o al menos más avanzado, para aprender, para adquirir más conocimientos sobre cuestiones esenciales del campo de estudios del inglés, o para indagar más profundamente en algunas de ellas, bien podría tener efectos beneficiosos sobre la Honour School. En resumen: si los estudiantes más capaces, los futuros eruditos, hicieran normalmente un tercer examen oficial, ya no sería necesario embutir en el segundo examen oficial un plan de estudios de cuatro años con un tiempo de preparación de dos años y pico.[188]

En cualquier caso, supongo, es obvio que nuestro plan de estudios en Honour está, saturado, y que los cambios que entrarán en vigor el año que viene no han hecho mucho por remediarlo. Las razones son varias. Por un lado, y relacionado con la situación del M. A., en esta tierra se supone que tres años es tiempo más que suficiente para jugar con los libros en una universidad, y cuatro años resulta extravagante. Pero mientras la vita académica se acorta, el ars se agranda. Tenemos ahora en nuestras manos mil doscientos años de letras inglesas recogidas, una larga línea continua, indivisible, en la que ninguna de sus partes puede ser ignorada sin pérdida. Los reclamos del gran siglo XIX pronto se verán sucedidos por el clamor del XX. Lo que es más, para honor del inglés pero no para la conveniencia de los planificadores de programas de estudios, algunos de los más primitivos escritos muestran una vitalidad y talento que les hace dignos de estudio en sí mismos, aparte del interés especial que les da su antigüedad. El llamado anglosajón no puede ser saludado [tan sólo como una raíz: ya está en flor. Pero se trata de una raíz, ya que exhibe cualidades y características que se han convertido en Ingredientes del inglés; y por lo tanto demanda al menos [273] cierto conocimiento de primera mano de cualquier estudiante serio del idioma y las letras inglesas. La Oxford School siempre ha reconocido hasta el momento esta demanda, y ha intentado satisfacerla.

En tal estado de cosas la divergencia de intereses, o al menos de pericia, es inevitable. Pero no se ha hecho nada para salvar las dificultades —antes bien, se han agravado— causadas por la aparición de dos figuras legendarias, los duendes Lang y Lit. Así prefiero llamarlos, ya que las palabras lengua y literatura, aunque por lo general mal utilizadas entre nosotros, no deben ser degradadas de ese modo. La mitología popular parece creer que Lang salió de un huevo de cuco dejado en el nido, en el que ocupa demasiado lugar y roba los gusanos del pollo Lit. Algunos creen que Lit fue el cuco, empeñado en echar fuera a su compañero de nido, o en sentarse sobre él; y ellos gozan de más apoyo gracias a la historia real de nuestra Escuela. Pero tampoco ese cuento está bien fundado.

En un Bestiario que reflejase la realidad de manera más fidedigna, Lang y Lit serían gemelos siameses, Jekyll-Hyde y Hyde-Jekyll, indisolublemente unidos desde el nacimiento, con dos cabezas pero un solo corazón, y cuya salud es mucho mejor cuando no riñen. Esta alegoría al menos se parece más a nuestro antiguo estatuto: Todo candidato habrá de demostrar un conocimiento notable de ambas partes de la materia, y se concederá igual importancia a ambas en el examen.

Lo que fueran las «partes» había de deducirse del nombre de la Escuela, que todavía llevamos: The Honour School of English Language and Literature. Aunque esto se transforma en el titular que aparece en los «Examination Statutes»: English Language, etc. Que yo siempre he considerado un título más justo; y con eso no quiero decir que necesitamos el etcétera. El título completo era, en mi opinión, un error; y en cualquier caso obtuvo ciertos resultados desafortunados. Lengua y Literatura aparecen como «partes» de una disciplina. Eso era bastante inofensivo, e incluso cierto, al menos mientras «partes» signifique, como debiera, aspectos y énfasis, que, puesto que tenían «igual importancia» en la disciplina como un todo, ni eran exclusivas, ni propiedad de este o aquel especialista, ni tampoco el objeto único de un curso de estudio. [274]

Pero ¡ay!, «partes» sugería «partidos», y muchos tomaron partido. Y de ese modo, salieron a escena Lang y Lit, los compañeros de nido enfrentados, cada uno tratando de acaparar más tiempo de los aspirantes, sin importar lo que los aspirantes pudieran pensar.

Entré en la Escuela en 1912, por la generosidad del Exeter College hacia quien había sido hasta entonces un improductivo estudiante becado; si aprendió algo, lo hizo en el momento más inoportuno: hice la mayor parte de mi trabajo de licenciatura sobre las lenguas germánicas antes de las Honour Moderations. Cuando el inglés y su parentela se convirtieron en mi trabajo, me dediqué a otras lenguas, incluso al latín y al griego; y le tomé gusto a Lit tan pronto como me puse del lado de Lang. Efectivamente, me uní al bando de Lang, y descubrí que la brecha entre partidos era ya enorme; y a menos que recuerde mal, continuó ensanchándose durante algún tiempo. Cuando volví de Leeds en 1925, NOSOTROS ya no significaba estudiantes de inglés, significaba partidarios de Lang o de Lit. ELLOS significaba todos aquéllos que estaban en el otro bando: gente de infinita astucia, que había que vigilar constantemente, no fuera a ser que NOS derrocaran. Y… ¡los muy canallas lo consiguieron!

Porque si ustedes disponen de Partes con etiquetas, obtendrán Partidismos. Las luchas entre facciones, desde luego, son con frecuencia divertidas, en especial para los de ánimo belicoso; pero no está claro que hagan ningún bien; no son mejores en Oxford que en Verona. Tal vez las cosas les hayan parecido a algunos más aburridas en el largo período durante el que la hostilidad estuvo adormecida; y a los tales todo les podría parecer más animado si se reavivaran los rescoldos. Espero que no suceda. Habría sido mejor que nunca se hubiesen encendido.

La supresión del malentendido de los términos puede producir en ocasiones amistad. Así que, aunque el tiempo que queda es breve, consideraré ahora el mal empleo de lengua y literatura en nuestra Escuela. Creo que el error inicial se cometió cuando The School of English Language and Literature se adoptó como nuestro nombre. Los que la aman la llaman la School of English o la English School —en donde, si se me permite introducir una puntualización de Lang, la palabra English no es adjetivo, sino un nombre en composición libre—. Este simple título, [275] School of English, es suficiente. Y si cualquiera dijera «¿English qué?», yo le diría: «Durante mil años de idioma documentado, English como nombre sólo ha significado una cosa: el Idioma Inglés».

Si el título es explicitado, debería ser The School of English Language. La fórmula paralela se tiene por buena entre nuestros pares franceses, italianos y otros. Pero para que no se crea que ésta es una elección partidista, permítanme decir que de hecho, por razones que explicaré, me daría por satisfecho con Literatura… si es que Letras resulta ahora demasiado arcaico.

Sostenemos, supongo, que el estudio de las Letras en todos los idiomas que las poseen es «humanístico»; pero que el latín y el griego son «más humanos». Sin embargo, puede observarse que la primera parte de la School of Humaner Letters está dedicada a «los idiomas griego y latín», y es definida como algo que incluye «el estudio crítico y pormenorizado de autores (…) la historia de la Literatura Antigua» (es decir, Lit) «y la Filología Comparada como iluminadora de las lenguas griega y latina» (es decir, Lang).

Pero desde luego se puede objetar que el inglés, en una universidad de habla inglesa, se encuentra en una posición distinta de otras Letras. Se da por supuesto que la lengua inglesa es —y generalmente así ocurre— la lengua nativa de los estudiantes (si bien no siempre en una forma estándar que mi predecesor hubiera aprobado). No tienen que aprenderla. Como una vez me dijo un venerable profesor de química —me apresuro a añadir que está muerto, y que no pertenecía a Oxford—, «no sé por qué quieres un departamento de lengua inglesa; yo sé inglés, pero sé también algo de química».

No obstante creo que fue un error incluir Lengua dentro de nuestro nombre para señalar esta diferencia, o para poner sobre aviso a los que ignoran su propia ignorancia. No menos porque a Lengua se le da así, como además sospecho fue la intención, un sentido artificialmente limitado y seudotécnico que separa este asunto técnico de la Literatura. Tal separación es falsa, y este empleo del vocablo «lengua», también.

El sentido correcto y natural de Lengua incluye Literatura, del mismo modo que Literatura incluye el estudio del lenguaje de las obras literarias. Litteratura, que procedía del significado [276] elemental «grupo de letras; alfabeto», se empleaba como equivalente de los términos griegos grammatike y philologia: es decir, el estudio de la gramática y del idioma, así como el estudio crítico de los autores (enormemente preocupados por el lenguaje). Esas cosas que todavía debería incluir siempre. Pero aun cuando algunos deseen ahora utilizar la palabra «literatura», en un marco más restringido, para referirse al estudio de escritos que poseen una intención o una forma artísticas, con tan poca referencia como sea posible a la grammatike o la philologia, ésta su «literatura» sigue siendo una función de la Lengua. Puede ser que la Literatura sea la operación o función más elevada de la Lengua, pero no obstante, es Lengua. Podemos exceptuar tan sólo ciertos subsidiarios y adminículos: esas investigaciones que tienen que ver con las formas físicas en las que los escritos han sido conservados o extendidos: la epigrafía, la paleografía, la imprenta y la edición. Estas pueden llevarse a cabo, y con frecuencia así ocurre, sin referencias cercanas al contenido o al significado, y por ello no son ni Lengua ni Literatura; aunque bien pueden proporcionar evidencias a ambas.

Sólo una de estas palabras, Lengua y Literatura, se necesita por tanto en un nombre razonable. Lengua como término más vasto es una elección natural. Escoger Literatura sería para indicar —correctamente, como creo—, que el asunto central (central aunque no único) de la Filología en la Oxford School es el estudio de la lengua de los textos literarios, o de aquéllos que iluminan la historia de la lengua literaria inglesa. No incluimos algunas ramas importantes de los estudios lingüísticos. No enseñamos directamente «el idioma tal y como es hablado y escrito hoy en día», como se hace en escuelas preocupadas por otros idiomas modernos que no son el inglés. Ni se espera que nuestros estudiantes compongan versos o escriban obras en prosa en los idiomas arcaicos que se supone han de aprender, como se espera de los estudiantes de griego y latín.

Pero sea lo que sea que se piense o se haga a propósito del nombre de nuestra Escuela, ¡deseo fervientemente que este de la jerga local y de la palabra lengua sea abandonado para siempre! Sugiere, y es utilizada para sugerir, que ciertas de conocimiento que tienen que ver con los autores y su de expresión resultan innecesarias y «no literarias», [277] de interés tan sólo para chiflados, no para mentes cultivadas o sensibles. E incluso así es una pérdida de tiempo. En el habla local se la utiliza para cubrir, dentro de nuestro espectro histórico, todo lo que es medieval o más antiguo. La literatura en inglés antiguo y medio, dejando aparte sus méritos intrínsecos o su importancia histórica, se convierte en simple «lengua». Con la excepción, por supuesto, de Chaucer. Sus méritos como gran poeta son demasiado obvios como para ser ocultados. Aunque fue de hecho la Lengua —o la Filología— la que demostró, como sólo ella podía hacerlo, dos cosas de una importancia literaria de primer orden: que no era un principiante balbuciente, sino un maestro en la técnica métrica; y que era un heredero, un punto medio, y no un «padre». Por no mencionar los esfuerzos de la Lengua para rescatar gran parte de su vocabulario y empleo de la lengua de la ignorancia y de un mal entendimiento. Sin embargo, es en la tardía oscuridad del «anglosajón» y «semisajón» donde se supone que la Lengua, reducida ya a duende Lang, tiene su cubil. Aunque, ¡ay!, ella puede bajar como Grendel de los páramos para saquear los campos «literarios». ¡Tiene (por ejemplo) teorías sobre retruécanos y rimas!

Pero este cuadro popular es evidentemente absurdo. Es el producto de la ignorancia y el pensamiento embrollado. Confunde tres cosas bastante diferentes. Dos de ellas no están limitadas a ningún período ni «bando», y la otra, aunque puede atraer y precisa de la atención especializada (como hacen otros departamentos de estudios del inglés), tampoco está confinada a ningún período, tampoco es oscura, ni medieval, ni moderna, sino universal.

Tenemos en primer lugar: el esfuerzo lingüístico y la atención requeridos para la lectura de todos los textos con aprovechamiento, incluso los que están en el llamado inglés moderno. Desde luego este esfuerzo aumenta conforme retrocedemos en el tiempo, como lo hace el esfuerzo (con el que marcha de la mano) de apreciar el arte, el pensamiento y el sentimiento, o las alusiones de un autor. Ambos alcanzan su clímax en el «anglosajón», que casi se ha convertido en un idioma extranjero. Pero este aprendizaje de un idioma y sus implicaciones para comprender y disfrutar de textos literarios o históricos no es ya más Lang, como enemigo de la literatura, que el intento de leer [278], por decir algo, a Virgilio o a Dante en sus propias lenguas. Y al menos se puede argumentar que cierto ejercicio de ese tipo de esfuerzo y atención es especialmente necesario en una escuela donde tanto de la literatura leída parece ser interpretado de manera satisfactoria (para los descuidados o insensibles) por el habla coloquial.

Tenemos en segundo lugar, la verdadera filología técnica, y la historia lingüística. Pero ésta no está confinada a un período concreto y le interesan todos los aspectos del idioma escrito o vivo en cualquier época: las formas bárbaras del inglés que se pueden encontrar hoy día, tanto como las formas refinadas que se podían encontrar hace mil años. Puede ser «técnica», como lo son todos los departamentos de nuestros estudios, pero eso no es incompatible con el amor por la literatura, ni la adquisición de su técnica es algo fatal para la sensibilidad de críticos o autores. Si parece demasiado interesada por los «sonidos», por la estructura audible de las palabras, comparte este interés con los poetas. En cualquier caso este aspecto de la lengua y del estudio de la lengua es básico: debemos conocer los sonidos antes de poder hablar; debemos conocer las propias letras antes de ser capaces de leer. Y si la Filología parece haberse preocupado más por los períodos antiguos es porque cualquier investigación histórica debe comenzar con la evidencia disponible más temprana. Pero hay también otra razón, que lleva a la tercera cosa.

La tercera cosa es el uso de los hallazgos de una investigación especial, no necesariamente literaria, para distintos y más literarios propósitos. La filología técnica puede servir a los propósitos de la crítica textual y literaria de todas las épocas. Si parece más preocupada por los períodos antiguos, si los especialistas que se las ven con ellos hacen un empleo mayoritario de la filología, es porque la Filología rescató los documentos supervivientes del olvido y la ignorancia, y presentó a los amantes de la poesía y la historia fragmentos de un pasado noble que sin ella habrían permanecido para siempre muertos y oscuros. Pero también puede rescatar muchas cosas que es valioso conocer de un pasado más cercano que el período del inglés antiguo. Parece extraño que el empleo de ella les parezca a algunos menos «literario» que el uso de la evidencia proporcionada por otros [279] estudios no relacionados directamente con la literatura o la crítica literaria; no sólo disciplinas de más importancia, como la historia del arte, el pensamiento y la religión, sino incluso disciplinas menores como la bibliografía. ¿Qué está más cerca de un poema, su métrica o el papel en el que está impreso? ¿Qué traerá más a la vida a la poesía, la retórica, el discurso dramático o incluso la prosa sencilla: cierto conocimiento de la lengua y hasta de la pronunciación de su período, o los detalles tipográficos de su forma impresa?

La ortografía medieval sigue siendo sólo un oscuro apartado de Lang. La ortografía de Milton parece haberse convertido ahora en parte de Lit. Casi la totalidad de la introducción a la edición de sus poemas en Everyman, que se recomienda a los estudiantes para nuestro Preliminary, está dedicada a ello. Pero aun cuando no todos los que tratan esta faceta de la crítica de Milton muestren un dominio diestro de la historia de los sonidos y la ortografía ingleses, la investigación sobre su ortografía y la relación de ésta con su métrica sigue siendo sólo Lang, aunque pueda emplearse al servicio de la crítica.

Algunas divisiones en nuestra Escuela son inevitables, porque la misma extensión de la historia de las letras inglesas hace difícil el dominio a lo largo de toda la línea incluso para las vidas más largas y las simpatías y gusto más vastos. Estas divisiones no deberían hacerse entre Lang y Lit (excluyendo una a la otra); deberían hacerse principalmente por períodos. Todos los especialistas deberían ser hasta un grado adecuado, dentro del período al que se dediquen, tanto Lang como Lit; es decir, tanto filólogos como críticos. En nuestras Reglamentaciones decimos que se espera que todos los aspirantes que van a examinarse de Literatura Inglesa (desde Beowulf hasta el 1900) «demuestren el conocimiento de la historia de Inglaterra necesario para el estudio provechoso de los autores y períodos que proponen». Y si se espera de los aspirantes, cabe suponer que de los profesores también. Pero si se acepta la historia de Inglaterra, que aunque provechosa es más remota, ¿por qué no la historia del inglés?

Sin duda este punto de vista se comprende mejor que hace años, por ambas partes. Pero las mentes todavía andan confusas. Lancemos una mirada a Chaucer otra vez, aquel viejo poeta [280] en medio de la Tierra de Nadie del debate. Hubo trabajo para el cuchillo y el hacha ahí afuera, entre las alambradas de Lang y Lit en días no demasiado lejanos. Cuando yo era un joven y entusiasta examinador, para aliviar de la carga a mis colegas literarios (bajo la cual se quejaban a voz en grito), me ofrecí a preparar la prueba sobre Chaucer o a ayudar a corregir los exámenes escritos. Me asombró el calor y la hostilidad con los que fui rechazado. Mis dedos estaban manchados: era Lang.

Esa hostilidad ha muerto ya, felizmente; existe cierta hermandad entre las alambradas. Pero fue esa hostilidad la que, en el plan de estudios reformado de principios de los años treinta (todavía en uso en sus líneas generales), hizo necesaria la prescripción de dos exámenes que se ocuparan de Chaucer y sus principales coetáneos. Lit no permitiría que las avariciosas manos de Lang mancillasen al poeta. Lang no podía aceptar exámenes baladíes y superficiales propuestos por Lit Pero ahora, con la última reforma o leve modificación, que entra en vigor el año próximo, una vez más Chaucer es presentado en un examen común. Correctamente, habría dicho. Pero ¡ay!, ¿qué vemos? ¡«Podrá exigirse a los candidatos a los Cursos I y II[189] que respondan a preguntas sobre lengua»!

Aquí hemos bendecido en forma impresa este mal empleo, pernicioso y de jerga. No «su lengua», o «la lengua de ellos», o siquiera «la lengua del período»; tan sólo «lengua». ¿Qué puede querer decir eso aquí, en nombre de la erudición, la poesía o la razón? Debería querer decir, en un inglés apropiado para aparecer en los documentos de la Universidad de Oxford, que a ciertos aspirantes se les pueden formular preguntas sobre cuestiones de importancia lingüística general, sin límite temporal o de lugar, en un examen que comprueba el conocimiento de la gran poesía del siglo XIV, bajo el encabezamiento general «Literatura Inglesa». Pero puesto que esto es descabellado, debe suponerse que se quiere decir algo más.

¿Qué tipo de pregunta puede ser ésa que ningún aspirante al Curso III necesita siquiera tocarla? ¿Sería perverso indagar, en Mi examen o de viva voce, lo que Chaucer quería decir realmente aquí o allí, por palabra, forma o idioma? ¿Tienen la métrica y la técnica de versificación alguna importancia para los espíritus literarios sensibles? ¿No debe permitirse que nada relacionado [281] de algún modo con el medio de expresión de Chaucer moleste el algodón en rama del pobre Curso III? Entonces, ¿por qué no añadir que sólo en los Cursos I y II puede pedirse que se respondan preguntas referidas a historia o política, a astronomía o religión?

El resultado lógico de tal actitud, más aun, su única expresión racional, sería ésta: «Se espera que los Cursos I y II den un conocimiento de Chaucer en el original; en el Curso III se empleará una traducción al inglés contemporáneo». Pero si esta traducción —como bien puede ocurrir— fuera errónea en algún extremo, esto puede no ser mencionado. Eso sería «lengua».

Me han pedido una o dos veces, no hace mucho, que explique o defienda esta lengua: que diga, supongo, cómo puede ser provechosa o disfrutable. Como si yo fuera una especie de mago curioso, poseedor de un conocimiento arcano, con una receta secreta que me muestro reacio a divulgar. Por comparar lo menor con lo más grande, ¿no es eso como preguntar a un astrónomo qué encuentra en las matemáticas, o a un teólogo qué interés tiene la crítica textual aplicada a las Escrituras? Como en la fábula de Andrew Lang del misionero que se convirtió en crítico con las palabras: «¿Sabía Pablo griego?» Algunos miembros de nuestra Escuela probablemente habrían dicho: «¿Sabía Pablo lengua?»

No acepté el desafío. No respondí, porque no conocía respuesta alguna que no pareciera incivilizada. Pero debería haber dicho: «Si usted no conoce ninguna lengua, aprenda alguna —o inténtelo—. Debería haberlo hecho hace tiempo. El conocimiento no está escondido. La gramática es para todos (para personas inteligentes), aunque no todos puedan alcanzar la gramática salpicada de estrellas.[190] Si usted no es capaz de aprender o de encontrar la materia desagradable, entonces cállese con humildad. Usted es un sordo en un concierto. ¡Continúe con su biografía del compositor, y no se preocupe por los ruidos que hace!»

Ya he dicho bastante, quizá demasiado para la ocasión. Debo abandonar ahora la cátedra y bajar al fin. No he llevado a cabo ninguna efectiva apología pro consulatu meo, ya que ninguna es realmente posible. Es probable que mi mejor actuación en ella sea dejarla —en especial al entregarla a su ocupante electo, [282] Norman Davis—. Ya experto en las cuestiones administrativas, sabrá que en los cómodos almohadones, que la leyenda convierte en asientos profesionales, acechan muchas espinas entre el relleno. También puede tomar posesión de ellos, con mi bendición.

Si consideramos lo que el Merton College y la Oxford School of English deben a las Antípodas, al Hemisferio sur, en especial a los especialistas nacidos en Australia y Nueva Zelanda, puede muy bien pensarse que es una simple cuestión de justicia que uno de ellos vaya a ocupar ahora una cátedra de inglés en Oxford. Es más, se podría tener la impresión de que tal justicia lleva retrasándose desde 1925. Desde luego, hay otras tierras bajo la Cruz del Sur. Yo nací en una de ellas, aunque no reclamo ser el más erudito de los que han venido aquí desde el extremo más lejano del Continente Negro. Pero llevo el odio al apartheid en los huesos; y detesto por encima de todo la segregación o separación entre Lengua y Literatura. No importa a cuál de las dos consideren el Blanco.

Pero incluso mientras me bajo —confío que no al modo del criminal condenado, como parece sugerir la frase— no puedo dejar de recordar algunos de los momentos sobresalientes de mi pasado académico. La enormidad de la mesa del comedor de Joe Wright (donde me sentaba solo en un extremo, y aprendía los elementos de la filosofía griega de unas gafas que brillaban en el otro extremo, en sombras). La amabilidad de William Craigie con un soldado sin trabajo en 1918. El privilegio de conocer aun el ocaso de los días de Henry Bradley. Mi primer atisbo de la única y dominante figura de Charles Talbut Onions, que me observaba oculto, un aprendiz novel en la Habitación del Diccionario (combatiendo con los esquinazos que me daban WAG, WALRUS y WAMPUM). Servir bajo la generosa capitanía de George Gordon en Leeds. Ver a Henry Cecil Wyld romper una mesa en el Cadena Café con el vigor de su representación de los juglares fineses cantando el Kalevala. Y por supuesto muchos otros momentos, no olvidados aunque no hayan sido mencionados; y muchos otros hombres y mujeres del Studium Anglicanum: unos han muerto ya; otros son venerables ancianos; otros ya están retirados; otros más se han trasladado a otro lugar; algunos son todavía jóvenes y han de permanecer mucho tiempo con nosotros; pero todos (o casi todos [283] —no puedo decirlo de manera más justa sin dejar de ser honesto—), casi todos, caros a mi corazón.

Si entonces contemplo con comprensión esta venerable fundación, ahora yo mismo, fród in ferðe[191], me siento movido a exclamar:

Hw$r cwóm mearh, hwcércwóm mago? Hw$r cwóm máððumgyfa?

Hw$r cwóm symbla gesetu? Hw$r sindon seledréamas?

Éalá, beorht bune! Éalá, byrnwiga!

Éalá, þéodnes þrym! Hú seo þrág gewát,

genáþ under niht-helm, swá heo nó w$re!

(¿Dónde ha marchado el caballo, dónde el joven jinete? ¿Dónde está ahora el dispensador de dones? ¿Dónde están los asientos para el banquete? ¿Dónde están los felices sonidos en la estancia? ¡Ay, la brillante copa! ¡Ay, el caballero y su cota de malla! ¡Ay, la gloria del rey! ¡De qué modo aquella hora ha partido, oscura bajo la sombra de la noche, como si nunca hubiera existido!)

Pero eso es «Lengua».

Ai! laurië lantar lassi súrinen!

Yéni únótime ve rámar aldaron!

Yéni ve lintë yuldar vánier—[192]

Sí man i yulma nin enquantuva?

(¡Ay!; ¡como el oro caen las hojas en el viento!

E innumerables como las ramas de los árboles son los años.

Los años han pasado como rápidos sorbos de vino…

¿Quién me llenará de nuevo la copa?)

Pero eso es «Sinsentido».

En 1925, cuando fui prematuramente elevado al stól de anglosajón, sentí la tentación de añadir:

Nearon nú cyningas ne cáseras

ne goldgiefan swylce iú w$ron![193]

[284]

(¡Ya no quedan reyes o emperadores, ni patrones

que otorguen regalos de oro, como los hubo otrora!)

Pero ahora, cuando observo con la vista o con la mente a aquéllos que pueden llamarse mis pupilos (aunque más bien en el sentido de «las niñas de mis ojos»); aquéllos que me han enseñado mucho (especialmente de trawþe, es decir, de fidelidad), que han avanzado hasta alcanzar una sabiduría que yo no he conseguido; o cuando veo cuantos especialistas podrían haberme sucedido más que dignamente, entonces me doy cuenta con alegría de que la duguð no ha caído aún en saco roto, y de que el dréam no ha sido acallado todavía.[194]