EL INGLES Y EL GALES

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Recibir una invitación para pronunciar una conferencia bajo el patrocinio del O’Donnell Trust, y especialmente para pronunciar la primera conferencia de esta serie en Oxford, es un honor; pero se trata de un honor que difícilmente merezco. En cualquier caso se podría haber esperado una demora menor en el cumplimiento de tal obligación. Pero los años 1953 a 1955 han estado para mí ocupados por un sinnúmero de tareas cuya carga no se ha visto aligerada por la aparición largamente retrasada de un extenso «trabajo», si se le puede llamar así, que contiene, en el modo de presentación que es para mí más natural, gran parte de lo que yo personalmente he recibido del estudio de las cosas célticas.

Sin embargo, esta conferencia ha de ser sólo —al menos ésa era la intención de los Electores—, creo, una Introducción, una especie de telonero de lo que será, espero, una larga serie de conferencias a cargo de eminentes especialistas. Cada una de ellas, sin duda, iluminará o desafiará incluso a los expertos. Pero se puede distinguir un propósito en este ciclo, de acuerdo con las intenciones del espléndido fundador, el difunto Charles James O’Donnell; y es el de elevar o fortalecer el interés del inglés por los diferentes apartados de los estudios célticos, especialmente aquéllos que tienen que ver con los orígenes y conexiones de los pueblos y lenguas de Britania e Irlanda. De hecho, ésta es hasta cierto punto una empresa misionera.

En una empresa misionera un pagano converso puede resultar un buen objeto de exhibición; y como tal, supongo, se me pidió que apareciera. En cualquier caso, como tal estoy aquí ahora: un filólogo del anglosajón y otras lenguas germánicas. Un sajón para los galeses y, entre nosotros, un inglés de Mercia que, sin embargo, siempre se ha sentido atraído por la historia antigua y la prehistoria de estas islas y, en particular, por el idioma galés.

He intentado hasta cierto punto seguir esa atracción. Fui animado [197] a obrar así por un filólogo de lo germánico, un gran animador y consejero de los jóvenes, cuyo nacimiento hace ahora cien años se cumple este mes: Joseph Wright. Era característico de él dar el siguiente consejo: «Dedícate a lo céltico, chico; ahí está el dinero». Importa poco que la última parte de la recomendación resultase difícilmente cierta; porque los que conocieron bien a Wright, como un amigo mayor más que como un superior, sabían también que ése no era el motivo dominante en su corazón.

¡Ah!: a pesar de este consejo he seguido siendo un sajón que sabe sólo lo bastante como para sentir la fuerza de la máxima de John Fraser, que acostumbraba proponerme, mirándome con un destello de especial malicia (o eso parecía): «Un poco de galés es peligroso».

Ciertamente peligroso, en especial si no se lo conoce por lo que vale y se lo juzga erróneamente por lo mucho que podría mejorarse. Peligroso y, con todo, deseable. Diría que esencial para la mayoría de los estudiantes de inglés. El señor C. S. Lewis, dirigiéndose a estudiantes de literatura, ha afirmado que el hombre que no conoce la literatura en inglés antiguo «es toda su vida un párvulo entre los auténticos estudiosos del inglés». Yo diría a los filólogos ingleses que quienes no tienen conocimiento de primera mano del galés y su filología carecen de una experiencia imprescindible para su disciplina. Tan necesaria, si bien no tan obvia e inmediatamente útil, como el conocimiento del noruego o el francés.

Los predicadores se dirigen generalmente a los conversos, y el valor de la filología céltica (particularmente del galés) se reconoce quizá de modo más general ahora que cuando Joseph Wright me dio su consejo. Conozco a muchos profesores, aquí y en otros lugares, cuyo campo oficial de estudio es el inglés o las lenguas germánicas, que han bebido mucho más que yo de este particular pozo de conocimiento. Pero con frecuencia son, por decirlo así, secretos bebedores.

Si por medio de esa actitud furtiva o al menos de disculpa niegan la posesión de algo más que la pizca peligrosa, sin aspirar a incorporarse a las listas en litigio de los acreditados especialistas en lo céltico, quizá sean sabios. El galés es al menos un idioma que todavía se habla, y bien puede ser cierto que [198] quienes se allegan a él como extraños, aunque simpatizantes, no puedan alcanzar su corazón. Pero un hombre debería mirar por encima de los vallados de la granja o jardín vecinos —un pedazo del país que él mismo habita y cultiva— aun cuando no aspire a ofrecer un consejo. Hay mucho que aprender de los secretos escondidos.

En cualquier caso, concedo que yo mismo soy un «sajón», y que por lo tanto mi lengua no es lo bastante hábil como para abarcar la lengua del Cielo. Parece que ante mí se extiende un vasto silencio, a menos que alcance un destino más acorde con el mérito que con la Misericordia O a menos que el relato que encontré en las páginas de Andrew Boord, médico de Enrique VIII, que cuenta cómo fue cambiado el idioma del Cielo, sea digno de crédito. Habiéndosele encomendado que encontrase un remedio al alboroto y parloteo que perturbaban las estancias celestiales, san Pedro salió por las Puertas y gritó caws bobi [queso fundido], y cerró las Puertas en las narices de los galeses que habían salido antes de que éstos descubriesen que habían caído en una trampa sin queso.

Pero el galés sobrevive aún sobre la tierra, y por lo tanto posiblemente también en otros lugares; y un inglés prudente empleará tantas oportunidades para conversar como se le presenten. Porque esta historia goza de poco crédito. Está relacionada más bien con el esfuerzo contemporáneo del Gobierno inglés por destruir el galés tanto en la tierra como en el Cielo.

Como dijo William Salesbury en 1547, en un discurso preliminar a Henry the eyght: your excellent wysdome (…) hath causede to be enactede and stablyshede by your moste cheffe & heghest counsayl of the parlyament that there shal herafter be no difference in lawes and language bytwyxte youre subiectes of youre principalyte of Wales and your other subiectes of your Royalme of Englande.

Esto se convirtió en ocasión —o pretexto— para la publicación de A Dictionary in Englyshe and Welshe. El primero y, por tanto, como dice Salesbury, rude (as all thinges be at their furst byginnynge) [tosco (como lo son todas las cosas en su comienzo)]. Su objeto reconocido era enseñar inglés a los galeses letrados, de manera que pudieran aprenderlo aun sin la ayuda de un maestro angloparlante, y contenía un consejo que seguramente habría ayudado a la Voluntad Real: que el inglés, en última instancia, [199] debía expulsar al galés de Gales. Pero aunque Salesbury parece haber sentido una sincera admiración por el inglés, iaith gyflawn o ddawn a buddygoliaeth [un idioma lleno de gracia y excelencia], lo que de veras le interesaba era que los galeses letrados se libraran de las desventajas que tendría un súbdito galés monolingüe bajo la tiranía de la ley. Porque la Act for certain Ordinances in the King’s Majesty’s Dominion and Principality of Wales de Enrique VIII derogaba todas las antiguas leyes y costumbres galesas que difirieran de la ley inglesa, que serían consideradas nulas en los tribunales de justicia y establecía que todos los procedimientos legales debían ser tramitados en inglés. Esta última y más opresiva regla se mantuvo hasta época reciente (1830).

Salesbury fue en cualquier caso un estudioso del galés, si bien algo pedante, y autor de una traducción al galés del Nuevo Testamento (1567) y co-autor de una traducción del Prayer Book [Devocionario] (1567, 1586). El Nuevo Testamento en galés desempeñó un papel importante en la conservación hasta tiempos recientes, como norma literaria por encima de los dialectos coloquiales y divergentes, del idioma de una edad primitiva. Pero, afortunadamente, en la Biblia de 1588, obra del doctor William Morgan, la mayoría de las pedanterías de Salesbury fueron suprimidas. Entre ellas se contaba su costumbre de mantener la ortografía de las palabras de origen latino (real o supuesto) como si no hubieran cambiado: como, por ejemplo, eccles por eglwys a partir de ecclesia.

Pero la influencia de Salesbury fue muy importante en un aspecto de la ortografía. Abandonó el empleo de la letra k (en el Nuevo Testamento), que en el galés medieval había sido empleada con más frecuencia que la c. De ese modo quedó establecida una de las características visibles del galés moderno en contraste con el inglés: la ausencia de la A, incluso antes de e, i e y. Los estudiantes de inglés, familiarizados con la costumbre ortográfica semejante de los escribas anglosajones, derivada de Irlanda, dan por sentado con frecuencia que existe una conexión entre la ortografía galesa y la del inglés antiguo en este punto. Pero de hecho no hay conexión directa; y Salesbury, en respuesta a sus detractores (ya que la pérdida de la k no agradó), replicaba: C por K porque los impresores no tienen tantas como precisa el gales. [200] Por tanto, los impresores ingleses fueron los verdaderos responsables de escribir Kymry con C.

Es curioso que esta opresión legal del galés haya tenido lugar bajo los Tudor, orgullosos de su pasado galés, y en tiempos en que la autoridad y el favor de los políticamente poderosos se concedía a lo que podríamos llamar «Bruto y todo eso», y en que la «historia» artúrica era oficial. Era imprudente cuestionar su veracidad en público.

El hijo mayor de Enrique VII fue llamado Arturo. De haber sobrevivido, tanto si hubiese cumplido cualquiera de las profecías artúricas como si no, cabe conjeturar que podría haber cambiado mucho el curso de la historia. Su hermano Enrique habría sido recordado sobre todo en campos como la música y la poesía, y como mecenas de galeses tan ingeniosos como aquel numerólogo y músico, John Lloyd de Caerleon, a quien ha estudiado y continúa estudiando el señor Thurston Dart.[143] En efecto la música bien podría ser considerada por los oradores de las conferencias O’Donnell como uno de los puntos de más estrecho contacto entre Gales e Inglaterra; pero soy bastante incompetente para vérmelas con el tema.

Sin embargo, tal y como resultaron las cosas, música y poesía fueron tan sólo los juguetes de un poderoso monarca. Ningún romance artúrico habría protegido la ley y las costumbres galesas si había que escoger entre ellas y el poder efectivo. No pesarían en la balanza más que la cabeza de Tomás Moro contra un castillo en Francia.

Los gobiernos —o los funcionarios perspicaces desde Thomas Cromwell en adelante— entienden el asunto del idioma bastante bien para sus propósitos. La uniformidad es naturalmente de mejor gusto; también es mucho más manejable. Un inglés cien por cien es más fácil de manejar para un gobierno inglés. No importa lo que fue, o lo que fueron sus padres. Un «inglés» así es cualquier hombre que hable el inglés como lengua materna y que haya perdido de hecho cualquier tradición de un pasado diferente y más independiente. Porque aunque las tradiciones culturales y otras pueden acompañar una diferencia de idioma, éstas son mantenidas y conservadas sobre todo por el idioma. El idioma es el principal diferenciador de los pueblos —no de las «razas», [201] sea lo que sea lo que signifique esta palabra tan mal empleada en la larga y mezclada historia de la Europa occidental—.

Málin eru höfuðeinkenni þjóðanna: «Las lenguas son los principales rasgos distintivos de los pueblos. Ningún pueblo llega a serlo de hecho hasta que habla un idioma propio; dejemos perecer a los idiomas y también morirán los pueblos, o se convertirán en pueblos distintos. Pero eso nunca ocurre excepto como resultado de la opresión y el infortunio».

Son éstas las palabras de un islandés poco conocido de principios del siglo XIX, Sjéra Tomas Saemundsson. Desde luego él tenía en mente sobre todo la parte desempeñada por el idioma islandés culto —a despecho de la pobreza, la falta de poder y la escasa población— en hacer que los islandeses siguiesen existiendo en tiempos desesperados. Pero esas palabras pueden aplicarse igualmente a los galeses de Gales, que también han amado y cultivado su idioma por sí mismo (no como un aspirante al dudoso honor de convertirse en lingua franca del mundo), y que por él y con él mantienen su identidad.

Como mero introductor o telonero, no como experto, me extenderé algo más sobre estos dos idiomas, el inglés y el galés, en su contacto y contraste, como cohabitantes de Britania. Mi mirada se dirigirá al pasado. Hoy en día el inglés y el galés están todavía en estrecho contacto (en Gales), para poco provecho del galés, como podría decir alguien que ama el idioma y la hermosa forma de las palabras del incontaminado Cymraeg. Pero aunque estos desarrollos patológicos sean de gran interés para los filólogos, como lo son las enfermedades para los médicos, requieren para su tratamiento un hablante nativo de la lengua moderna. Hablo sólo como aficionado, y me dirijo a los Saeson y no a los Cymry; mi punto de vista es el de un Sayce y no el de un Waugh.

Empleo estos apellidos —bien conocidos ambos (el primero especialmente en los anales de la filología)— ya que Sayce es probablemente un nombre de origen galés (Sais), aunque significa «un inglés», mientras que Waugh es ciertamente de origen inglés (Walh), pero quiere decir «un galés»; es de hecho el singular de Wales. Estos dos apellidos pueden servir para recordar a los estudiantes el gran interés general por los apellidos en Inglaterra, [202] para los que el galés es con frecuencia la clave, y para simbolizar la prolongada influencia mutua entre gentes que hablaban inglés y galés.

De gentes, no de razas. Estamos abordando hechos que son principalmente una lucha entre idiomas. Haré aquí un aparte, no sin relación con mi tema central. Si uno se fija en el idioma como tal, entonces se deben contemplar ciertos tipos de investigación con cautela, o cuando menos no aplicar indebidamente sus resultados.

Entre las cuestiones abordadas por el señor O’Donnell, una de las líneas de investigación que parece haberle atraído especialmente fue la nomenclatura, en particular los nombres personales y los gentilicios. Ahora bien, los apellidos ingleses han recibido cierta atención, aunque buena parte de ella no estaba bien documentada ni ha seguido un método científico. Pero incluso un ensayo como el de Max Förster en 1921 (Keltisches Wortgut im Englischen) demuestra que numerosos apellidos «ingleses», desde los más extraños a los más familiares, derivan lingüísticamente del galés (o británico), de toponímicos, patronímicos, nombres de persona o apelativos familiares; o derivan en parte de aquél, hasta cuando ese origen no es demasiado obvio. Nombres tales como Gough, Dewey, Yarnal, Merrick, Onions o Vowles, por mencionar sólo unos cuantos.

Esta clase de investigación resulta, por supuesto, importante para el propósito de descubrir el origen etimológico de elementos habituales en el idioma inglés, y característica del estado actual de lo inglés, del que los nombres y apellidos son un rasgo muy importante, aun cuando no aparezcan en los diccionarios corrientes. Pero para otros propósitos su importancia es más incierta.

Naturalmente se deben descartar en primer lugar los nombres derivados de lugares anglicanizados en el lenguaje desde hace tiempo. Por ejemplo, aunque se pudiera demostrar fuera de toda duda que el origen de Harley, en Shropshire, es el mismo que el de Harlech (Harddlech) en Gales, nada instructivo sacamos referente a las relaciones de los pueblos inglés y galés a partir de la existencia de Harley (derivado del lugar en Shropshire) como gentilicio en Inglaterra. La etimología de Harley sigue siendo un tema en la investigación sobre toponímicos, [203] y los indicios que proporciona acerca de las relaciones entre el galés (o británico) y el inglés se remiten al pasado lejano, por lo que el apellido más reciente carece de importancia. Algo parecido ocurre con el apellido Eccles, si bien de ese toponímico o elemento de toponímico no se sospecha que tenga nada que ver con ecclesia.

El caso puede ser distinto cuando un nombre deriva de un lugar que está de hecho en Gales; pero incluso esos nombres pudieron emigrar lejos y tempranamente. Un ejemplo probable es Gower: mejor conocido para los estudiantes ingleses como el nombre de un poeta del siglo XIV cuyo lenguaje estaba fuertemente teñido por el dialecto de Kent, se refiere a toda la extensión de Ynys Prydain, de la región de Gûyr. Pero con respecto a tales nombres, y por supuesto a otros que no derivan de toponímicos, cuyo origen galés es más seguro o más obvio —como Griffiths, Lloyd, Meredith o Cadwallader—, debería tenerse en cuenta que la transmisión de los nombres por línea paterna los toma equívocos.

Los nombres ingleses o anglonormandos fueron adoptados sin duda en Gales de modo mucho más espontáneo y extendido de lo que lo fueron los nombres galeses en cualquier período en el otro bando; pero supongo que es arriesgado suponer que todo el que llevaba un nombre galés en el pasado, a partir del cual con el tiempo derivaría un apellido —Howell, Maddock, Meredith u otros semejantes—, era necesariamente de origen galés o alguien que hablaba galés. Es en el período moderno inicial cuando los nombres de este tipo se hacen frecuentes por vez primera en los registros escritos ingleses, pero la cautela es sin duda necesaria, incluso al tratar sobre las épocas remotas y el comienzo del contacto entre los dos idiomas.

La enorme popularidad, de la que dan testimonio los toponímicos y otros vestigios, del grupo de nombres o de elementos de nombres tipo Cad | Chad en la Inglaterra primitiva debe tomarse como indicador de la adopción de un nombre como tal. La anglicanización de su forma (de la que proviene la variedad Chad) apoya todavía más esta opinión. La genealogía real sajona occidental comienza con el nombre «céltico» Cerdic, y contiene tanto Cadda | Ceadda como Ceadwalla. Dejando a un lado los problemas que plantea esta genealogía para los historiadores, [204] un dato a señalar en el presente contexto es no tanto la aparición de nombres tardíos británicos en una casa real supuestamente «teutona», como su aparición con una forma marcadamente anglicanizada que puede atribuirse a su condición de nombres tomados en préstamo y a su adaptación, como cualquier otro préstamo, a los hábitos idiomáticos del inglés. Se puede hacer al menos una deducción segura: los usuarios de estos nombres habían cambiado su idioma y hablaban inglés, no cualquier variante del británico.[144] En sí mismos estos nombres sólo demuestran que los nombres extranjeros, como los vocablos extranjeros, fueron adoptados fácilmente y muy pronto por el inglés. Desde luego, no cabe duda alguna de que definir el proceso que estableció el inglés en Britania diciendo que los «teutones» expulsaron y desposeyeron a los «celtas» es a todas luces demasiado simplista. Hubo fusión y confusión. Pero sólo a partir de los nombres, sin ninguna otra evidencia, las deducciones sobre «raza» o idioma son inciertas.

Así ocurrió otra vez cuando nuevos invasores llegaron a Britania. En tiempos posteriores no se puede dar por supuesto que un hombre que llevara un nombre danés fuera (en todo o en parte) de sangre o idioma escandinavos, o ni siquiera de simpatías danesas. Ulfcytel es un nombre tan noruego como Ceadwalla lo es británico, y no obstante fue llevado por un valerosísimo oponente de los daneses, el concejal de East Anglia, de quien está registrado que los propios daneses dijeron que ningún hombre on Angelcynne les había causado tanto daño en la lucha.[145] No todo Brián y Niál en Islandia tenía sangre irlandesa en las venas.

La mezcla de pueblos es, desde luego, una de las vías por las que tiene lugar el préstamo de nombres. Sin duda las madres han jugado siempre un papel importante en este proceso. No obstante habría que considerar con calma que, incluso cuando la adopción de un nombre se debía en primera instancia a, por ejemplo, el matrimonio entre miembros de dos pueblos distintos, esto habría sido un acontecimiento de importancia general escasa. Y una vez un nombre ha sido adoptado, se puede extender de manera bastante autónoma. Cuando nos encontramos con los apellidos por línea paterna, es obvio que éstos se pueden multiplicar sin ningún añadido a la «sangre» a la que su etimología parecería hacer referencia explícita, más todavía con [205] su extinción como ingrediente efectivo de la formación, física o mental, de los portadores del nombre.

No soy alemán, aunque mi apellido sí lo es (anglicanizado, como Cerdic) —mis otros nombres son hebreos, noruegos, griegos y franceses—. No he heredado con mi apellido nada que originalmente perteneciera a él por idioma o cultura, y después de doscientos años la «sangre» de Sajonia y Polonia es probablemente un ingrediente físico insignificante.

No sé lo que habría replicado a esto el señor O’Donnell. Sospecho que para él cualquiera que hablase un idioma céltico era celta, aun cuando su nombre no lo fuera; pero cualquiera que tuviera un nombre céltico era un celta hablara lo que hablase; y así, de uno u otro modo, los celtas siempre ganaban.

Pero si dejamos a un lado términos tales como céltico y teutón (o germánico), reservándolos para su único propósito útil —la clasificación lingüística—, queda como una conclusión evidente a partir de la historia que, aparte del idioma, los habitantes de Britania están fabricados a partir de los mismos ingredientes «raciales», si bien la mezcla de éstos no ha sido uniforme. Aún sigue siendo desigual. Las diferencias observables son, sin embargo, difíciles o imposibles de relacionar con el idioma.

La región oriental, en especial en el sudeste (donde la brecha con el continente es más estrecha), es el área donde las capas más recientes son más gruesas y las más viejas, más delgadas y enterradas a gran profundidad. Así debe de haber ocurrido durante muchas edades, desde que esta isla alcanzó más o menos su peculiar perfil actual. Por tanto, si estas zonas se consideran ahora las más inglesas, o las más danesas, deben haber sido una vez las más celtas, o británicas, o belgas. Allí perdura aún el antiguo nombre de Kent, precristiano y hasta prerromano.

Porque ni las lenguas célticas ni las germánicas pertenecen en origen a estas islas. Ambas son invasoras, y por caminos semejantes. Evidentemente, los portadores de estos idiomas nunca exterminaron a los pueblos de lenguas diferentes con los que se encontraron. Es éste, sin embargo, creo, un punto interesante a destacar cuando consideramos la situación actual (es decir, todo lo que ha venido después, desde el siglo V): no hay evidencia alguna de la supervivencia en las áreas que ahora llamamos [206] Inglaterra y Gales de ningún idioma precéltico.[146] En los toponímicos tal vez podamos encontrar fragmentos de lenguas olvidadas hace mucho, neolíticas o de la Edad del Bronce, adaptadas a las formas célticas, romanizadas, anglicanizadas, desgastadas por el paso del tiempo. Es bastante probable. Pero si los nombres preingleses, en especial de montañas o ríos, sobrevivieron a la llegada de los piratas del mar del Norte, pueden también haber sobrevivido a la llegada de los guerreros celtas de la Edad del Hierro. Sin embargo, cuando el experto en toponímicos aventura un origen precéltico, de hecho eso sólo significa que a partir de nuestro material incompleto no es capaz de discurrir ninguna etimología que encaje en las huellas.

Es interesante esta erradicación del idioma preindoeuropeo, aun cuando su causa o causas siga sin determinarse. Se podría pensar que ello refleja una natural superioridad de los idiomas indoeuropeos; de manera que los primeros portadores de esas lenguas obtuvieron con el tiempo un completo éxito lingüístico, mientras que los sucesores, que traían idiomas del mismo orden, compitiendo con sus pares lingüísticos, no lo tuvieron en igual medida. Pero incluso si se admite que los idiomas (como otras formas de arte o estilos) tienen una virtud intrínseca, independiente de sus inmediatos herederos, cosa que creo, hay que admitir que, además de la excelencia lingüística, otros factores contribuyen a su expansión. Las armas, por ejemplo. Mientras que la conclusión de un proceso se puede deber simplemente al hecho de que se ha prolongado durante mucho tiempo.

Pero sea cual fuere el éxito de los idiomas importados, a lo largo de la historia documentada, los habitantes de Britania no deben de haber sido en su mayoría ni celtas ni germánicos: es decir, no derivaban físicamente de los hablantes originales de aquellas variantes idiomáticas, ni siquiera de los invasores de razas ya más mezcladas que los trajeron a Britania.

En ese caso no son ni fueron ni «celtas» ni «teutones» según el mito moderno que todavía resulta tan atractivo para muchos. En esta leyenda, celtas y teutones son criaturas prístinas e inmutables, como un tricerátops y un estegosaurío (más grandes que un rinoceronte y más belicosos, como los pintan los paleontólogos populares), fijos no sólo en la forma sino también en la [207] mutua e innata hostilidad, y dotados incluso entre las brumas de la antigüedad, como después, de las peculiaridades de alma y temperamento que todavía se pueden observar en los irlandeses o los galeses por un lado, y los ingleses por otro: el celta salvaje, imprevisible y poético, lleno de imaginaciones vagas y nebulosas; y el sajón, sólido y práctico cuando no está bajo la influencia de la cerveza. A diferencia de la mayoría de los mitos, éste parece no tener ningún valor.

De acuerdo con esta perspectiva, Beowulf, aunque escrito en inglés, debe de ser mucho más céltico, diría —lleno de oscuridad y crepúsculo, y cargado de pena y añoranza—, que muchas otras cosas que he encontrado escritas en un idioma céltico.

Si deseáramos describir la cabalgata de caza del Señor del Mundo de Ultratumba a la manera «céltica» (según esta manera de interpretar el término), habríamos de recurrir a un poeta anglosajón. Resulta fácil imaginar de qué modo la habría presentado: ominosa, gris, el viento soplando y un wóma en la distancia, mientras los perros de caza medio atisbados se acercaban ladrando en la penumbra, enormes sombras que persiguen a otras sombras hasta la orilla de un estanque insondable.

No tenemos, ¡ay!, nada en galés de una edad semejante para compararlo con esto; pero podemos entreverlo no obstante en el Libro Blanco de Rhydderch (que contiene el llamado Mabinogion). Aunque está datado a principios del siglo XIV, este manuscrito sin duda contiene material compuesto mucho antes, gran parte del cual había llegado al autor desde épocas todavía más remotas. Leemos en él al comienzo del mabinogi de Pwyll, príncipe de Dyfed, cómo Pwyll salió a cazar en Glyn Cuch:

E hizo sonar su cuerno y comenzó a reunir a los monteros, y salió en pos de los perros y perdió a sus compañeros; y mientras escuchaba el ladrido de la jauría, escuchó los de otra, pero no tenían el mismo grito y venían al encuentro de sus perros.

Y alcanzó a ver un vasto claro en el bosque; y en el momento en que su jauría llegó al borde de ese espacio abierto, vio a un ciervo que huía. Se hallaba justo en el centro de esa especie de llanura cuando los perros que lo perseguían lo alcanzaron y dieron con él en tierra. Pwyll se puso a considerar [208] el color de la jauría, sin pensar siquiera en el ciervo; nunca había visto nada parecido entre los animales de caza. Eran de un blanco restallante y lustroso, y tenían las orejas rojas, de un rojo tan reluciente como su blancura. Avanzó hacia los perros que habían cobrado el ciervo y los ahuyentó, y llamó a su propia jauría sobre la pieza.

Pero estos perros que el príncipe había ahuyentado eran los perros de caza de Arawn, rey de Annwn, Señor del Mundo de Ultratumba.

Un hombre muy práctico, con una marcada sensibilidad para los colores vivos, era este Pwyll, o el escritor que le describió. ¿Pudo haber sido un «celta»? De lo que podemos estar seguros es de que nunca había oído tal palabra; pero hablaba y escribía con destreza lo que ahora clasificamos como un lenguaje céltico: el Cymraeg, que nosotros llamamos galés.

Eso es todo lo que tengo que decir por esta vez sobre la confusión entre idioma (y nomenclatura) y raza, y sobre la errónea aplicación romántica de los términos céltico y teutón (o germánico). Aun así me he extendido demasiado en estos puntos para los estrechos límites de mi tema y tiempo; y mi disculpa será que, aunque los perros que he estado azuzando puedan parecer muertos para la mayoría de los que me escuchan, todavía viven y ladran a su antojo en esta tierra.

Volveré ahora al idioma céltico en Britania. Pero, aun cuando estuviese perfectamente cualificado, no estaría haciendo ahora un esbozo de la filología céltica. Tan sólo estoy intentando indicar algunos de los puntos en los que este estudio puede ser especialmente atractivo para los angloparlantes, puntos que me han atraído especialmente. Por tanto pasaré por alto las generalidades; me refiero a los problemas difíciles y absorbentes que plantean los vestigios lingüísticos y arqueológicos a propósito de las migraciones procedentes del continente europeo, relacionadas o supuestamente relacionadas con la entrada de distintas lenguas celtas en Britania e Irlanda. Me interesan en particular las lenguas celtas «p», y entre ellas las que figuran como antepasados idiomáticos del galés.

El primer punto que pienso deberíamos considerar es éste: [209] la antigüedad en Britania del idioma céltico. Llamamos ahora Inglaterra a parte de Britania, la tierra de los anglos; y no obstante todos los días de los ingleses en ella, desde Hengest hasta Isabel II, son pocos en la escala arqueológica, cortos incluso en la escala céltica. Cuando nuestros antepasados idiomáticos comenzaron sus conquistas lingüísticas efectivas en el siglo V —sin duda mucho después de su primera tentativa de asentamiento en regiones como la costa de Sussex— en el siglo V, la ocupación céltica tenía probablemente varios miles de años a sus espaldas: una extensión de tiempo tan larga como la que nos separa del rey Alfredo.

La aventura inglesa fue interrumpida y modificada, después de poco más de trescientos años, por la intromisión de un nuevo elemento, una variedad del germánico distinta aunque emparentada, que provenía de Escandinavia. Ésta es una complicación que tuvo lugar en tiempos históricamente documentados que conocemos en buena parte. Pero cosas semejantes, histórica y lingüísticamente indocumentadas, aunque conjeturadas por la arqueología, tienen que haber ocurrido en el curso del proceso de implantación del elemento celta en Britania. El resultado puede ser susceptible de una generalización justa y sencilla: que, hacia el siglo I, la totalidad de la Britania al sur de la línea Forth-Clyde compartía una civilización británica o «britónica» «que, en lo que se refiere al idioma, formaba una única provincia lingüística, desde Dumbarton y Edimburgo hasta Cornualles y Kent».[147] Pero los procesos por los que fue conformado este estado lingüístico fueron sin duda tan complicados, difiriendo en cuanto al ritmo, el modo y el efecto, en las distintas áreas, como lo fueron los del proceso consiguiente, que a la larga ha alcanzado un resultado que de aquí a dos mil años podría generalizarse en casi los mismos términos, aunque refiriéndose a la expansión no de lo «britónico», sino de lo inglés. (Aunque habría que seguir exceptuando algunas zonas de Gales.)

Por ejemplo, no sé qué clase de complicaciones lingüísticas fueron introducidas, o podía pensarse que fueron introducidas, por medio de la invasión «belga», interrumpida por la mal calculada y merecidamente malhadada incursión de Julio César; pero supongo que pudieron haber incluido diferencias dialectales dentro del céltico tan considerables como las que [210] dividieron el noruego del siglo IX del sustrato germánico más antiguo que ahora llamamos anglosajón.[148] Pero de aquí a dos mil años esas diferencias que ahora parecen tan marcadas e importantes para los filólogos ingleses pueden resultar insignificantes o irreconocibles.

No obstante, aun cuando las aventuras célticas pueden parecer remotas y oscuras, las trazas lingüísticas de ellas que perduran deberían revestir para nosotros, que vivimos, en esta codiciada y muy disputada isla, un profundo interés, del mismo modo que la antigüedad continúa atrayendo la imaginación del hombre. A través de ellas podemos atrapar un destello o eco del pasado que la arqueología por sí sola no puede proporcionar, el pasado de la tierra que ahora llamamos nuestro hogar.

Puedo quizás aportar luz sobre este punto, aunque sea un ejemplo bien conocido. Todavía se alza en lo que es ahora Inglaterra el fragmento en ruinas de un antiguo monumento que hemos llamado durante mucho tiempo, muy a la manera inglesa, Stonehenge, «las piedras suspensas», sin recordar nada de su historia. Los arqueólogos, con la ayuda de los geólogos, pueden confirmar el asombroso hecho de que algunas de sus piedras fueron traídas desde Pembrokeshire, y podemos considerar lo que esta gran hazaña de transporte debe conllevan bien sobre la veneración del lugar, o sobre el número de habitantes, o acerca de la organización de los llamados pueblos primitivos de antaño. Pero cuando encontramos la leyenda céltica que registra con su estilo habitual el traslado de las piedras desde Pembroke a Stonehenge, presumiblemente sin la ayuda de un preciso conocimiento geológico, entonces debemos considerar también lo que eso conlleva: en la absorción de las tradiciones de sus predecesores por parte de los hablantes de la lengua celta, así como en los ecos de cosas antiguas que aún se pueden escuchar en las igualmente salvajes y tergiversadas historias que sobreviven atesoradas en las lenguas celtas.

El desarrollo de la variante de idioma céltico que ahora nos ocupa avanzó aproximadamente al mismo ritmo que el del latín hablado, con el que en última instancia estaba emparentado. La distancia que mediaba entre los dos era más grande, desde luego, que la que separaba las formas más divergentes de las [211] lenguas germánicas; pero los sonidos y vocablos de la lengua de la Britania meridional parecen haber sido susceptibles de representación more Romano en letras latinas de un modo menos satisfactorio que los de otros idiomas con los que los romanos entraron en contacto.

Había penetrado en Britania —y esto me parece un punto importante— en un estadio arcaico. Esto requiere una definición más diáfana. Por supuesto los idiomas del tronco indoeuropeo en Europa no evolucionaron todos al mismo ritmo, ni en su organización general, ni en ningún aspecto determinado (como la estructura fonética). Pero hay no obstante un movimiento general y semejante de cambio, que alcanza sucesivamente estadios o modelos similares.

De los modelos primitivos de las ramas principales —el hipotético indoeuropeo común se nos escapa del todo— no tenemos ahora constancia. Pero podemos emplear «arcaico» para referimos a los estadios de aquellas lenguas de los que se conservan los registros escritos más antiguos. Si decimos que el latín clásico, esencialmente la forma de esa lengua justo antes del principio de nuestra era, es todavía un ejemplo del modelo arcaico europeo, podemos llamarla una lengua «antigua». El gótico, aunque los testimonios escritos son posteriores, todavía es acreedor de tal título. Sigue siendo un ejemplo de «antiguo germánico».

El hecho de que se hayan conservado testimonios escritos de cualquier lengua germánica en ese estadio, por limitados que sean e incluso si son de una lengua comparativamente más evolucionada,[149] reviste gran importancia para la filología germánica.[150] Cualquier cosa comparable que representara, pongamos por caso, aunque sólo fuera uno de los dialectos de la Galia, tendría profundos efectos en la filología céltica.

Desgraciadamente, por una conveniencia clasificatoria al distribuir los períodos de los idiomas singulares de épocas posteriores, oscurecemos este punto al emplear «antiguo» para referimos al período más temprano de sus registros escritos. Utilizamos «galés antiguo» para referimos a los exiguos vestigios escritos de una época que se corresponde más o menos con la de los documentos del anglosajón, al que llamamos inglés antiguo. [212]

Pero el inglés antiguo y el galés antiguo no eran en absoluto antiguos desde una perspectiva europea. Ciertamente el inglés, a pesar de que encontramos los primeros rastros de él en el siglo VIII, es un idioma «medio», bien adentrado en el segundo estadio evolutivo, si bien su temporal elevación a la categoría de idioma ilustrado y culto retrasó durante un tiempo su avance hacia el tercero.[151] Lo mismo podría decirse del galés antiguo, sin duda, si tuviéramos lo bastante de él. Aunque la progresión del galés no fue naturalmente igual a la del inglés. Se asemejó mucho más a la evolución de las lenguas romances; por ejemplo, en la pérdida del género neutro, en la temprana desaparición de las declinaciones en contraste con la conservación en los verbos de las inflexiones de persona y un sistema bastante elaborado de tiempos y modos.

Mediaron más de doscientos años de oscuridad entre el comienzo de la invasión lingüística de Britania por el inglés y nuestros primeros registros escritos de su forma. Los testimonios escritos del siglo V y principios del vi seguramente proporcionarían algunos detalles sorprendentes para los filólogos (como sin duda los proporcionarían los del galés para el mismo período); con todo, la evidencia me parece clara: ya en los días de Hengest y Horsa, en el momento de su llegada, el inglés estaba en su estadio «medio».

Por otra parte, las formas del idioma británico habían penetrado en Britania en un estadio arcaico; es más, si datamos su llegada algunos siglos antes del comienzo de nuestra era, lo habían hecho en una forma mucho más arcaica que la del latín más primitivo. Por tanto, todo el proceso de su transformación a partir de un idioma de formas muy antiguas, un dialecto reconocible del indoeuropeo occidental con elaboradas declinaciones y conjugaciones, hacia un idioma medio y moderno, ha tenido lugar en esta isla. Por decirlo así, hace largo tiempo se aclimató a Britania y se naturalizó; así llegó a formar parte de la tierra de un modo con el que el inglés no podía competir, y aún forma parte de ella con una antigüedad que jamás alcanzaremos. En ese sentido podemos llamarlo una lengua «antigua»: antigua en esta isla. Se había convertido casi en «indígena» cuando el inglés vino a perturbar sus dominios.

Los cambios en un idioma están enormemente condicionados [213] por sus propios modelos fonéticos y funcionales. Incluso después de abandonar o perder los antiguos contactos, puede continuar cambiando de acuerdo con tendencias que ya eran evidentes antes de la migración. Así, los celtas en sus nuevos asentamientos en Britania sin duda continuaron durante algún tiempo cambiando su idioma según las mismas líneas de evolución que sus parientes en el Continente. Pero la separación, aun cuando no fue completa, tendería a detener ciertos cambios ya iniciados, y a acelerar otros; mientras que la adopción del céltico por la población foránea pudo poner en marcha movimientos nuevos y sin precedentes. Los dialectos célticos en esta isla, comparados con sus parientes más cercanos del otro lado del mar, se transformaron gradualmente en británicos y peculiares. Hasta qué punto y por qué vías se había verificado eso en los días de la llegada del inglés es algo que tan sólo podemos conjeturar, en ausencia de testimonios escritos en la isla y de textos relacionados cuyo significado se conozca en cualquier dialecto céltico del Continente. Los idiomas de la Galia anteriores a la dominación romana se corrompieron desastrosamente para todo propósito práctico. Sin embargo, podemos comparar el tratamiento que hace el galés de las numerosas palabras latinas que incorporó con el tratamiento galorromano de las mismas palabras en su evolución hacia el francés. O puede compararse el tratamiento galorromano y francés de vocablos y nombres célticos con su tratamiento en Britania. Tales comparaciones indican ciertamente que Britania era divergente y, en algunos aspectos, conservadora.

El latín reflejado por los préstamos tomados por el galés está mucho más cerca del latín clásico que del latín hablado en el Continente, especialmente el de la Galia. Por ejemplo, conserva la c y la g oclusivas antes de vocal, la v (û) como forma distinta de la b intermedia (b); o las distinciones cuantitativas en las vocales, de modo que la ä, ï latinas reciben en galés un tratamiento muy distinto que la a, e[152] Este conservadurismo del elemento latino puede deberse por supuesto, al menos en parte, al hecho de que estamos examinando palabras que fueron apartadas pronto de un contexto latino y pasaron a uno británico, de modo que ciertos rasgos más tarde alterados en el latín hablado quedaron fosilizados en los dialectos británicos occidentales. [214] Puesto que el latín hablado de la Britania meridional se extinguió y no tuvo tiempo de evolucionar como lengua romance, desconocemos de qué modo habría continuado evolucionando. Sin embargo, lo más probable es que hubiera sido muy distinto del de la Galia.

De modo semejante los préstamos primitivos del francés tomados por el inglés conservan, por ejemplo en la ch y ge (como en change), valores consonánticos del francés antiguo alterados luego en Francia. Con el tiempo el francés hablado también desapareció en Inglaterra, y no sabemos qué evolución habría seguido hasta nuestros días si hubiera sobrevivido como dialecto independiente; es muy probable que hubiese mostrado muchos de los rasgos manifiestos en los préstamos tomados por el inglés.

En el tratamiento del material céltico había, en cualquier caso, una enorme divergencia entre la Galia y Britania. Por ejemplo, la palabra galorromana Rotomagus, en su evolución hacia Rouen, se representa en el inglés antiguo tardío como Roðem; pero en galés antiguo se habría escrito *Rotmag, y más tarde *Rodva y *Rhodfa.

El inglés tenía ya unas directrices de cambio propias bien definidas y, en muchos aspectos, comparadas con las directrices generales germánicas, divergentes, en la época de su llegada, y ha cambiado mucho desde entonces. Con todo, en ciertos aspectos ha seguido siendo conservador. Ha conservado, por ejemplo, las consonantes germánicas þ (ahora con grafía th) y w. Ningún otro dialecto germánico conserva las dos, y de hecho la þ se conserva tan sólo en el islandés. Se puede señalar al menos que el galés hace también abundante uso de estos dos sonidos.[153] Es natural preguntarse: ¿cómo estos dos idiomas, el largamente asentado británico y el recién llegado inglés, se afectaron mutuamente, si es que lo hicieron?; y ¿cuáles fueron en cualquier caso sus relaciones?

Es necesario distinguir, en la medida de lo posible, entre los idiomas como tales y sus hablantes. Los idiomas no se muestran hostiles entre sí. Son, contrastando con cualquier pareja, sólo semejantes o desemejantes, extraños o emparentados. En esto puede intervenir la relación histórica, y por lo general lo hace. Pero no es inevitable que así sea. El latín y el británico parecen [215] haber sido semejantes, en su estructura fonética y morfológica, hasta un grado poco usual entre idiomas lo suficientemente separados en la historia como para pertenecer a dos ramas diferentes del idioma indoeuropeo occidental. Con todo, el celta gaélico debe de haberles parecido a los británicos al menos tan extraño como la lengua de los romanos.

El inglés y el británico estuvieron separados en historia y en estructura, si bien menos en el apartado de la fonética que en la morfología. El proceso de préstamo entre ambos habría presentado en muchos casos pocas dificultades; pero aprender el otro idioma como lengua significaría aventurarse en un país extraño con pocas sendas familiares. Como aún ocurre.[154]

Entre los hablantes del británico y del inglés hubo, naturalmente, hostilidad (en especial por el bando inglés); y cuando los hombres se muestran hostiles, el idioma de sus enemigos puede compartir su odio. En el bando defensor se añadió sin duda al odio hacia los invasores, crueles y ladrones, el desprecio por los bárbaros de más allá del límite de Roma, y el aborrecimiento por los paganos no bautizados. Los sajones eran el azote de Dios, demonios a quienes se permitía atormentar a los bátanos a causa de sus pecados. Unos sentimientos apenas menos hostiles abrigaban los ingleses, bautizados posteriormente, hacia los paganos daneses. La invectiva de Wulfstan de York contra el nuevo azote es muy semejante a la de Gildas contra los sajones: naturalmente, ya que Wulfstan había leído a Gildas, y le cita.

Pero tales sentimientos, especialmente los expresados por los predicadores, preocupados sobre todo por la corrección de su propio rebaño, no gobiernan todas las acciones de los hombres en estas situaciones. La invasión tiene como primeros objetivos la riqueza y la tierra; y los que resultan guías afortunados en tales empresas se muestran más ávidos de territorio y súbditos que de propagar su lengua nativa, se llamen Julius, Hengest o William. En el lado de los invadidos, los líderes intentarán conservar lo que puedan y tratarán con los invasores en su propio provecho. Así ocurrió en los días de las invasiones romanas; y poca misericordia mostraron los romanos hacia aquéllos que se llamaban a sí mismos sus amigos.

Por supuesto, durante los primeros tumultos los defensores [216] no intentarán aprender el idioma de los bárbaros invasores; y si éstos son en parte mercenarios sublevados (como ocurre en el caso de los aventureros angloparlantes), no habrá necesidad de hacerlo. Ni se preocupan demasiado los afortunados usurpadores de las tierras, en la primera oleada de pillaje y matanza, por «la jerga de los nativos». Pero esa situación no durará mucho. Habrá una pausa, o pausas —en la historia de la expansión del inglés hubo muchas—, en la que los caudillos dirigirán la mirada desde sus pequeñas conquistas hacia tierras aún fuera de su alcance, y de soslayo, a sus rivales. Precisarán información; en casos raros puede que incluso hagan alarde de una inteligente curiosidad.[155] Incluso mientras Gildas acusaba a los príncipes británicos supervivientes de guerrear unos contra otros en vez de contra el enemigo, todos los reyes de los pequeños dominios ingleses comenzaron a hacer lo mismo. En circunstancias así, los sentimientos de una lengua contra otra, romano contra bárbaro, cristiandad contra paganismo, no prevalecerán sobre la necesidad de comunicación.

¿De qué modo se mantuvo tal comunicación? Más aún: a ese respecto, ¿de qué modo fueron adoptados los numerosos toponímicos británicos que sobreviven una vez nos desplazamos hacia el interior y dejamos los puertos y las regiones costeras que los piratas del Canal debían conocer desde mucho antes? No se nos dice. Se nos deja ante una estimación de posibilidades, y ante el difícil análisis del testimonio de palabras y toponímicos.

Resulta desde luego imposible describir en detalle los problemas que éstas presentan. Muchos de ellos resultan familiares en todo caso a los filólogos ingleses, para quienes los préstamos del latín en el inglés antiguo, por ejemplo, han sido de interés durante mucho tiempo. Aunque probablemente sea justo decir que en esta materia la importancia del testimonio galés no está aún del todo reconocida.

De acuerdo con la probabilidad, dejando aparte la evidencia directa o las deducciones lingüísticas, es probable que cierto tipo de latín haya sido un medio de comunicación en una etapa temprana. Aunque medio da una impresión falsa, pues sugiere un idioma que no pertenece a ningún bando. El latín debe haber sido la lengua hablada de muchos, si no de la mayoría de los defensores en el sudeste; mientras que es probable que muchos [217] «sajones» adquirieran un relativo dominio del latín. Habían estado moviéndose por el Canal y sus inmediaciones durante mucho tiempo, y habían establecido posiciones precarias en tierras en las que el latín era la lengua oficial.[156]

Posteriormente el británico y el inglés deben haberse encontrado cara a cara. Mas con toda seguridad nunca existió una frontera a modo de telón de acero, con todo lo inglés en un lado, y lo británico en el otro. Ciertamente la comunicación se mantuvo. Pero las comunicaciones implican personas, en un lado o en ambos, que tengan al menos cierto dominio de los dos idiomas.

A este respecto resulta interesante la palabra wealhstod; y quizá sea bueno que me detenga a considerarla, ya que no ha recibido (al menos por lo que yo sé) la atención que merece. Es el vocablo anglosajón para «intérprete». Es exclusivo del inglés antiguo; y por esa razón, aparte del hecho de que contiene el elemento wealh, walh (sobre el que diré más dentro de un momento), es razonable concluir que surgió en Britania. La etimología de su segundo elemento, stod, es incierta, pero la palabra como un todo debe haber significado para el inglés un hombre que era capaz de comprender el idioma de un Walh, la palabra aplicada con más frecuencia a los británicos. Pero no parece que el término haya implicado necesariamente que el wealhstod fuera él mismo un «nativo». Se trataba de un intermediario entre aquéllos que hablaban inglés y los que hablaban una lengua wælisc, sin importar cómo hubiera adquirido el conocimiento de ambas lenguas. Así, Ælfrico dice del rey Oswald que actuó como wealhstod de san Aidan, puesto que el rey sabía bien scyttisc (es decir, gaélico), pero Aidan ne mihte gebigan his spraece lo Norðhymbriscum swa hraþe þa git [todavía no era capaz de verter su idioma al dialecto de Northumbria].[157]

No sería extraño que los Walas o britanos llegaran a conocer esta palabra. Parece corroborado por el hecho de que entre la gran compañía de Arturo en la cacería del Twrch Trwyth (Kulhwch y Olwen) se hace mención de un hombre que conocía todos los idiomas; su nombre aparece como Gwrhyr Gwalstawt Ieithoed, que significa Gwrhyr el Intérprete de Lenguas.

Dicho sea de paso, resulta curioso encontrar un obispo llamado Uualchstod mencionado en la Historia de Beda, que pertenece [218] a los primeros años del siglo VIII (hacia 730), ya que era «obispo de aquéllos allende Severn», es decir, Hereford. Tal nombre no podía haberse utilizado como nombre de pila hasta que hubiera sido empleado primero como apodo o como nombre profesional, y no parece probable que ocurriese eso, salvo en una época y región de comunicaciones entre pueblos de distinto idioma.

Ciertamente parece que con el tiempo de todos modos el inglés hizo algunos esfuerzos por entender el galés, aun cuando se circunscribiesen a la labor profesional de lingüistas dotados. Poco sabemos de lo que los ingleses en general pensaban sobre el británico o galés, y lo que sabemos data de tiempos posteriores, dos o tres siglos después de las primeras invasiones. En la Vida de san Guthlac, obra de Félix de Crowland (que hace referencia al comienzo del siglo VIII), el británico es convertido en el idioma de los demonios.[158] La atribución de la lengua británica a los demonios y su descripción como cacofónica son detalles nimios. La cacofonía es una acusación hecha de modo habitual —especialmente por aquéllos que poseen poca experiencia lingüística— contra cualquier lengua extraña. Más interesante resulta que sea reconocida la habilidad de ciertos ingleses para entender el «británico». El británico fue sin duda elegido como el idioma de los demonios principalmente por ser la lengua vernácula extranjera de la época que con más probabilidad podía conocer un inglés, o cuando menos, reconocer.

En esta historia encontramos el empleo del término «británico». En la versión anglosajona de la Vida, aparece la expresión Bryttisc sprecende. No cabe duda de que esto se debe en parte al latín. Pero Brettas y el adjetivo brittisc, bryttisc continuaron siendo empleados a lo largo de todo el período del inglés antiguo como equivalentes de Wealas (Walas) y wielisc (waelisc), es decir, del moderno galés, aunque esto incluía también al dialecto de Cornualles. A veces se combinaba ambos términos en Bretwalas y bretwielisc.

En la Inglaterra moderna el uso ha devenido algo desastrosamente confuso por la maléfica interferencia del Gobierno con el acostumbrado objetivo de los gobiernos: la uniformidad. El mal uso del término «británico» comienza tras la unión de las coronas de Inglaterra y Escocia, cuando en un bastante superfluo [219] deseo de un nombre común, los ingleses fueron oficialmente privados de su carácter inglés y los galeses, de su reivindicación de ser los principales herederos del título de británicos.

«Fy fa fum, I smell the blood of an Englishman», escribió Nashe en 1595 (Have with you to Saffron Walden).

El paladín Roldan llegó a la torre oscura,
sus palabras eran siempre: Fie, foh y fum,
¡huelo la sangre de un británico!,

dice Edgar, o se le hace decir, en El rey Lear (acto III, escena IV).

El inglés de hoy en día encuentra esto demasiado confuso. Hace mucho que viene leyendo sobre el valor británico en la batalla, y en especial sobre la tenacidad británica ante la derrota en multitud de guerras imperiales; de manera que cuando oye hablar de la tenacidad de los bótanos (como es de esperar) oponiéndose al desembarco de Julio César o de Aulo Plautio, es propenso a suponer que los ingleses (que humildemente se registran como británicos en la recepción de los hoteles) ya estaban allí, enfrentándose a la primera de su larga serie de gloriosas derrotas. Una suposición lejos de lo insólito aun entre los que aspiran al doctorado en la Facultad de Inglés.

Pero en épocas pretéritas no existía tal confusión. Brettas y Walas eran lo mismo. El empleo del segundo término, que era aplicado por los ingleses, resulta de este modo de capital importancia a la hora de estimar la situación lingüística del período primitivo.

Parece claro que la palabra walh, wealh, que los ingleses trajeron consigo, era un nombre germánico habitual para designar a un hombre que hablaba lo que podríamos llamar una lengua céltica.[159] Pero en todos los idiomas germánicos que conservan testimonios escritos en los que aparece, también se la aplicaba a los hablantes de latín. Puede que eso se deba, como generalmente se interpreta, al hecho de que el latín con el tiempo llegó a ocupar la mayor parte de las áreas de lengua céltica de las que tenían conocimiento los pueblos germánicos. Pero creo que se trata en parte también de un juicio lingüístico, que refleja la semejanza de estilo del latín y el galobritano que ya he mencionado. A nadie se le ocurrió llamar walh [220] a un godo, aunque llevase mucho tiempo asentado en Italia o la Galia. Aunque «extranjero» se ofrezca con frecuencia como primera traducción de wealh en los diccionarios anglosajones, esto conduce a error. La palabra no fue aplicada a extranjeros de lengua germánica, ni a aquellos de lenguas extrañas (lapones, fineses, estonios, lituanos, eslavos o hunos) con los que los pueblos de lenguas germánicas establecieron contacto en épocas primitivas. (Pero tomada como préstamo por el antiguo eslavo, en la forma vlachü, se aplicó a los rumanos.) Era, por lo tanto, una palabra básicamente de importación lingüística; y en sí misma daba a entender más curiosidad y discriminación lingüística en sus usuarios que la simple estupidez del griego barbaros.

La especial asociación de la palabra a los britanos hecha por los ingleses fue producto de su invasión de Britania. Contenía un juicio lingüístico, pero no discriminaba entre los hablantes de latín y los de británico. Pero con la paulatina desaparición del latín hablado de la isla, y la concentración de los intereses ingleses en Britania, walh y sus derivados se convirtieron en sinónimos de Brett y brittisc y llegaron a sustituirlos.[160]

Del mismo modo el empleo de wealh con el sentido de «esclavo» se debe también únicamente a la situación de Britania. Pero una vez más, la acepción «esclavo» resulta probablemente engañosa. Aunque la palabra esclavo muestra que un nombre nacional puede llegar a generalizarse con este sentido, dudo que tal cosa se verificase en el caso de wealh. El vocablo en inglés antiguo para «esclavo» siguió siendo en general þeow, que se utilizaba para los esclavos en otros países o de otro origen. El empleo de wealh, aparte de referirse al estatus legal al que sin duda fueron reducidos con frecuencia los elementos supervivientes de la población conquistada, debe haber implicado siempre el reconocimiento de un origen británico. Tales elementos, aunque incorporados en el territorio de un señor inglés o sajón, deben de haber permanecido durante mucho tiempo como «no ingleses», y con esta diferencia la conservación hasta cierto punto de su habla británica pudo haberse prolongado más tiempo de lo que se supone.

Es éste un punto de controversia, y no abordo la cuestión de los toponímicos, como Walton, Walcot y Walworth, que puede [221] suponerse que contienen este antiguo término walh.[161] Pero no se niega la incorporación en los territorios conquistados por los invasores angloparlantes de un número relativamente grande de los habitantes anteriores; y su absorción lingüística debe de haber avanzado de manera regular, excepto en circunstancias especiales.

¿Qué efecto tendría, o tuvo esto en el inglés? Nada que fuera visible durante mucho tiempo. No lo que podríamos esperar. Los documentos en inglés antiguo son principalmente eruditos o aristocráticos; no poseemos transcripciones del habla vulgar. Para captar siquiera un destello de lo que estaba ocurriendo bajo la superficie culta hay que esperar al final del período literario del inglés antiguo.

Un idioma desatendido, sin orgullo o sentido del linaje, puede cambiar rápidamente en nuevas circunstancias. Pero los ingleses no sabían que eran «bárbaros» y que la lengua que llevaban consigo poseía una cultura muy antigua, al menos en su tradición poética en verso. Por tanto, es en la aparición de distinciones lingüísticas de clase que debemos buscar evidencias de los efectos de la conquista y la absorción lingüística de gentes de otro idioma, fundamentalmente en los estratos sociales más bajos.

Sólo conozco un pasaje que parece aludir vagamente a algo de este estilo. Se refiere a una fecha sorprendentemente temprana, el 679. En ese año se libró la batalla de Trent, entre los habitantes de Mercia y los de Northumbria. Beda relata cómo un noble de Northumbria llamado Imma fue capturado por los mercios y simuló ser un hombre de clase pobre o servil. Pero al cabo fue reconocido como noble por sus captores, como relata Beda, no sólo a causa de su porte, sino por su habla.

La cuestión de la pervivencia en «Inglaterra» de población británica y aun más, de dialectos británicos es, desde luego, materia de discusión, difiriendo la evidencia y los términos del debate de una región a otra. Por ejemplo, según los datos recogidos por el Place-names Survey, parece ser que Devonshire, a pesar de su nombre británico, es uno de los condados más ingleses (onomásticamente hablando). Pero William de Malmesbury en su Gesta Regum dice que Exeter fue dividido entre los ingleses y galeses en época tan tardía como el reinado de Athelstan. [222]

Bien conocidos, y muy empleados en el debate y en la datación de los cambios fonéticos, son los toponímicos galeses dados en la obra de Asser Life of Alfred, como Guilou y Uisc para los ríos Wiley y Exe, o Cairuuis para Exeter. Puesto que Asser era originario del sur de Gales (como ahora deberíamos llamarlo), es probable que el galés fuese su lengua nativa, aunque puede que con el tiempo hubiese llegado a aprender tanto inglés como, pongamos por caso, latín aprendió su amigo el rey. Estos nombres aparecidos en la obra de Asser han sido utilizados (por ejemplo, por Stevenson) como prueba de la pervivencia del galés tan al este como Wiltshire, y en época tan tardía como a finales del siglo IX.

Con la mención de Asser volveré, antes de concluir, al punto que mencioné al comenzar: los intereses y usos del galés y su filología para los estudiantes de inglés. No entro en la controversia referente a la autenticidad de la Life of Alfred de Asser, tanto si es un documento que pertenece aproximadamente al año 900, como pretende, como si de hecho es una composición de fecha mucho más tardía. Pero está claro que en este debate tenemos un ejemplo primitivo del contacto entre las dos escuelas de aprendizaje: la erudición histórica y filológica galesa, y la inglesa. Los argumentos a favor y en contra de la autenticidad de este documento se basan en las formas de los nombres galeses que aparecen en él, y una estimación de su legitimidad requiere al menos cierto conocimiento de los problemas que acompañan a la historia del galés. Con todo, el documento versa sobre la vida de uno de los ingleses más señalados e interesantes, y ningún especialista inglés puede permanecer indiferente ante el debate.

Para muchos, quizá para la mayoría de los que no forman parte de la compañía de los grandes especialistas, pasados y presentes, todo lo «céltico» es, sin embargo, un saco mágico en el que se puede meter cualquier cosa y del que se puede sacar cualquier cosa. Así, leí hace poco la reseña de un libro de sir Gavin de Beer y, en lo que parecía ser una cita del original,[162] me fijé en la siguiente opinión sobre el nombre del río Arar (Livy) y Araros (Polybius): «Ahora bien, el Arar deriva de la raíz céltica que significa “corriente de agua”, que aparece también en [223] muchos nombres de ríos ingleses, como el Avon». Extraño mundo ése en el que Avon y Araros pueden tener la misma «raíz» (una analogía vegetal todavía muy querida por lo no filológico cuando se emplea con sabiduría acerca de las palabras). Contagiándose de la infección lunática, el pensamiento de uno vuela al río Arrow, e incluso al arrirruz, a Ararat, y hasta al descenso al Averno. Cualquier cosa es posible en el fabuloso crepúsculo celta, que no es tanto un crepúsculo de los dioses como de la razón.

Éste ha sido quizás, en el presente momento y lugar, un aparte superfluo. Me estoy dirigiendo a aquéllos de mente racional y sabiduría filológica; pero en especial a aquéllos que a pesar de estas cualificaciones aún no han descubierto por sí mismos los intereses y usos del galés y su filología.

Ya he aludido al interés de este estudio para la filología románica, o para la historia tardía del latín hablado, y a la importancia especial que tiene para el anglosajón. Pero el estudiante del inglés como lengua germánica hallará muchas cosas que arrojan nueva luz sobre material que le es familiar, y ciertas semejanzas curiosas interesantes de reseñar, aun si son descartadas como paralelismos producidos por el azar.

No sería para mí lugar para tratarlos por extenso, aun cuando dispusiera del tiempo. Sólo me referiré a dos puntos a modo de ilustración. Un viajero debe ofrecer al menos algunas muestras.

Como ejemplo de un curioso paralelismo, mencionaré un rasgo peculiar del verbo esencial en inglés antiguo, el moderno «be». Tenía dos formas distintas de presente: A, utilizada sólo para el verdadero presente, y B, empleada sólo como futuro o consuetudinario. Las funciones de B se expresaban por medio de formas que comenzaban por b-, que no aparecían en el verdadero presente: así, bio, bist, bið, pl. bi. El significado de bið era «es (por naturaleza, siempre, habitualmente)», o «será».

Ahora bien, este sistema es característico del inglés antiguo. No se encuentra en ninguna otra lengua germánica, ni siquiera en aquéllas que están más estrechamente emparentadas con el inglés. La asociación en las formas b de dos funciones distintas que no necesariamente tienen conexión lógica también es notable. [224] Pero hago referencia aquí a este rasgo de la morfología del inglés antiguo sólo porque la misma distinción de funciones se asocia en el galés con formas fonéticas semejantes.

En galés se encuentra un auténtico presente sin formas -b, y un tiempo verbal con un radical -b, utilizados ambos como futuro y consuetudinario.[163] La 3.ª del sing. de este último es bydd, a partir de la más temprana *byð.[164] El parecido entre ésta y la forma en inglés antiguo se hace más patente quizá si observamos que la vocal breve del inglés antiguo es difícil de explicar, y no puede tratarse de una evolución regular a partir de un término germánico anterior, mientras que en galés se deriva de manera regular.

Esta semejanza puede ser despreciada como accidental. Podría afirmarse que la peculiaridad del inglés antiguo se debe a que el dialecto inglés conserva un rasgo perdido más tarde en otros; la anómala vocal corta en bist y bið puede explicarse por analogía.[165] El verbo en inglés antiguo es en cualquier caso peculiar de otros modos que no admiten paralelismo con el galés (la 2.ª del sing. del verdadero presente, earð, más tarde, eart, no se encuentra fuera del inglés). Aun así sigue siendo destacable que tal conservación tuviera lugar en Britania y en un punto en el que coincide con el idioma nativo. Será un paralelo morfológico a la coincidencia fonética, señalada más arriba, observable en la conservación de la þ y la w.

Pero no acaba aquí la historia. El dialecto del inglés antiguo hablado en Northumbria utiliza como plural del tiempo B la forma biðun, bioðun. Ahora bien, ésta tiene que ser una innovación desarrollada en suelo británico. Su invención fue estrictamente innecesaria (puesto que el plural antiguo estaba suficientemente diferenciado del singular), y su método de formación fue, desde el punto de vista de la morfología inglesa, completamente anómalo.[166] Su semejanza (especialmente en la evidente relación con la 3.ª del sing.) con el galés byddant, resulta obvia. (La todavía más cercana 1.ª persona del pl. del galés byddwm no habría tenido, probablemente, esta inflexión en el galés antiguo.)

En mi segundo ejemplo vuelvo a un asunto de fonología, pero de la mayor importancia. Uno de los principales cambios fonéticos del inglés antiguo, que con el tiempo cambió todo su [225] sistema vocálico y tuvo un profundo efecto sobre su morfología, fue ese grupo de cambios al que solemos llamar generalmente metafonía o «mutación». Estos cambios presentan, sin embargo, profundos paralelismos con los cambios que en la gramática galesa se llaman por regla general «afección»; los nombres encubren así su fundamental semejanza, si bien en el detalle y en la cronología puede haber diferencias considerables entre los procesos en ambos idiomas.

La rama más importante de estos cambios es la mutación de la i o afección de la i. Los problemas referentes a su explicación en inglés y galés son semejantes (por ejemplo, la cuestión de las partes variables solucionada por medio de la anticipación o «armonía vocal» y por la epéntesis), y el estudio de los dos arroja luz sobre ambos. A la vez, puesto que la fonología de los toponímicos tomados como préstamos por el inglés en Britania es de gran importancia para la datación de la mutación de la i en su idioma, no sólo es deseable sino necesario para el filólogo del inglés estar familiarizado con la evidencia y las teorías de ambos bandos. El proceso inglés es importante también para el filólogo del galés por razones semejantes.

El noroeste de Europa, a pesar de sus diferencias fundamentales en la herencia lingüística —gaélico, britano, galo, sus variedades de germánico, y la poderosa intrusión del latín hablado—, aparece como una sola provincia filológica, una región tan interconectada en cuanto a raza, cultura, historia y fusiones lingüísticas, que las filologías de sus distintos departamentos no pueden florecer por separado. He citado los procesos de mutación y afección de la i como un ejemplo llamativo de este hecho. Y nosotros que vivimos en esta isla podemos pensar que fue en este mismo suelo donde ambos se produjeron.[167] Hay, desde luego, muchos otros rasgos del galés que tendrían un interés especial para los estudiantes del inglés. Haré una breve mención de uno de ellos antes de concluir. El galés está lleno de préstamos del inglés o llegados a través de él. Esta larga serie, que comenzó en tiempos anglosajones y que se extiende hasta el día de hoy, ofrece a cualquier filólogo ilustraciones interesantes sobre los procesos de préstamo por palabra oída y hablada,[168] además de proporcionar algunos rasgos curiosos propios. El historiador del inglés, con tanta frecuencia empeñado [226] en investigar los préstamos en su propia lengua, demasiado hospitalaria, encontraría su estudio de especial interés; aunque de hecho haya sido dejado principalmente en manos de los eruditos galeses.

Los préstamos más tempranos son quizá de un interés especial, puesto que en ocasiones conservan palabras, formas o significados que dejaron de existir hace mucho en el inglés. Por ejemplo, hongian, «colgar, suspender», cusan, «beso», bettws, «capilla (iglesia subalterna)», y también «lugar retirado», derivadas del inglés antiguo hongian, cyssan, (ge) bedhus. El estudioso del inglés notará que las terminaciones de infinitivo -an e -ian del inglés antiguo, perdidas hace mucho tiempo, influyeron en un pasado lejano en los galeses; pero se sorprenderá quizás al descubrir que -ian se convirtió a su vez en elemento de préstamo y fue añadido a algunos otros verbos, e incluso desarrolló una forma especial, -ial.[169] Por lo tanto no puede, ¡ay!, dar por supuesto en seguida que palabras como tincian, «tinkle» [tintinear], o mwmlian, «mumble» [mascullar] prueban la existencia en el inglés antiguo (*tincian, *mumelian) de palabras de hecho recogidas por vez primera en el inglés medio.

Incluso los préstamos más ínfimos y recientes tienen, sin embargo, su interés. En su exagerado reflejo de las corruptelas y reducciones de un habla descuidada, recuerdan una de las divergencias entre el latín y el latín «vulgar» o «hablado» que deducimos del galés o el francés. Potatoes ha dado lugar a tatws, y en préstamos recientes, submit > smit-io, y cement > sment. Pero es éste un tema muy amplio, con numerosos problemas, y no estoy capacitado más que para señalar a los ingleses que se trata de algo digno de su atención. Para mí, como habitante de las Westmidlands, el constante reflejo, en los préstamos galeses de fecha más antigua, de las formas del inglés de las Westmidlands supone un atractivo añadido.

Pero ningún idioma se estudia simplemente como una mera ayuda para otros propósitos. De hecho servirá mejor a otros propósitos, filológicos o históricos, cuando sea estudiado por amor, por sí mismo.

Se narra en el cuento de Lludd a Llefelys que el rey Lludd había hecho medir la longitud y anchura de la isla, y que en Oxford (muy ajustadamente) encontró el punto central. [27] Mas el centro del estudio del galés por sí mismo está ahora en Gales; aunque debería florecer aquí, donde tenemos no sólo una cátedra de céltico honrada por su ocupante, sino además, en el Jesus College, una sociedad de conexiones galesas por fundación y tradición, poseedora entre otras cosas de uno de los tesoros del galés medieval: el Libro Rojo de Hergest.[170] —Diría que para mí, más que el interés y la utilidad del estudio del galés como adminículo de la filología inglesa, más que el deseo práctico del lingüista de adquirir un conocimiento del gales para ampliar su experiencia, más incluso que el interés y el valor de la literatura, antigua y moderna, que se conserva en él, estas dos cosas me parecen importantes: que el galés es de este suelo, de esta isla, la lengua más antigua de los hombres de Britania; y que el galés es hermoso.

No trataré de explicar ahora lo que quiero decir al calificar a un idioma de «hermoso», ni por qué vías el galés me parece hermoso, puesto que la mera relación de una percepción personal y, si quieren, subjetiva de un intenso placer estético en contacto con el galés, escuchado o leído,[171] es suficiente para mi conclusión.

El deleite básico en los elementos fonéticos de un idioma y en el estilo de sus estructuras, y después, en una dimensión superior, el placer en la asociación de estas formas de las palabras con significados, es de importancia capital. Este placer es bastante distinto del conocimiento práctico de una lengua, y no es lo mismo que una comprensión analítica de su estructura. Es algo más simple, de raíces más profundas y, sin embargo, más inmediato que el disfrute de la literatura. Aunque pueda aparecer aliado con algunos de los elementos de la apreciación del verso, no tiene necesidad de poetas fuera de los artistas anónimos que compusieron el idioma. Se deja sentir con fuerza en la simple contemplación de un vocabulario, o incluso en una lista de nombres.

Si dijera «El idioma está relacionado con nuestra entera constitución psicofísica», parecería estar enunciando una verdad evidente en una pedante jerga moderna. De todos modos, afirmaré que el idioma, más como expresión que como comunicación, es un producto natural de nuestra humanidad. Pero, por la misma razón, lo es también de nuestra individualidad. Cada uno de nosotros posee su propio potencial lingüístico: [228] cada uno de nosotros posee una lengua nativa. Pero ése no es el idioma que hablamos, nuestra lengua materna, la que primero aprendimos. Desde el punto de vista lingüístico todos nosotros llevamos ropas de confección, y nuestra lengua nativa raramente sale a la luz, salvo quizá cuando tira de la ropa confeccionada, hasta que nos sienta un poco más cómoda. Pero aunque pueda ser enterrada, nunca se extingue del todo, y el contacto con otros idiomas puede sacudirla profundamente.

Mi intención principal en este extremo es enfatizar la diferencia entre el idioma que aprendemos, el idioma de la costumbre, y el idioma nativo de un individuo, sus predilecciones lingüísticas inherentes, pero no negar que compartirá muchas de éstas con otros de su comunidad. Las compartirá, sin duda, a medida que comparta otros elementos de su formación.[172]

La mayoría de angloparlantes, por ejemplo, admitirá que cellar door [puerta del sótano] es «hermosa», en especial si se disocia de su significado (y de su ortografía). Más hermosa que, por decir algo, sky [cielo], y mucho más hermosa que beautiful [hermoso]. Pues bien, para mí en el galés las cellar doors son extraordinariamente frecuentes y, en un plano superior, las palabras en las que la contemplación de la asociación entre la forma y el significado es un placer son abundantes.

La naturaleza de este placer es difícil, quizás imposible, de analizar. Desde luego no se puede descubrir por medio del análisis estructural. Ningún análisis hará que a uno le guste o disguste un idioma, aun cuando haga más precisos algunos de los rasgos del estilo que son agradables o detestables. Posiblemente el placer se siente de modo más intenso en el estudio de un idioma extranjero o una segunda lengua; pero de ser así, eso se puede atribuir a dos cosas: el estudiante encuentra en el otro idioma rasgos deseables que su propio idioma o su primera lengua le han negado; y en cualquier caso escapa de la monotonía del uso, especialmente del uso descuidado.

Pero estas predilecciones no son el producto de segundas lenguas, aunque pueden ser modificadas por ellas: la experiencia debe afectar la práctica o la apreciación de cualquier arte. Mi lengua materna fue el inglés (con un toque de afrikaans). Francés y latín fueron mi primera experiencia de segunda lengua. El latín —por expresar ahora sensaciones que aún permanecen [229] vividas en la memoria, aunque eran inexpresables cuando las recibí— parecía tan normal, que el placer o el disgusto eran categorías igualmente inaplicables. El francés[173] me ha proporcionado menos de ese placer que cualquier otro idioma con el que tenga yo suficiente familiaridad como para hacer este juicio. La fluidez del griego, acentuada por la dureza y por su superficie brillante, me cautivó, aun cuando al principio sólo lo conocí en nombres griegos de la historia o de la mitología, e intenté inventar un idioma que encarnara lo griego del griego (hasta donde fue posible de aquella manera confusa); pero parte de la atracción radicaba en su antigüedad y en su remota extrañeza (para mí): no pertenecía al hogar. El español se cruzó en mi camino por casualidad y me atrajo mucho. Me proporcionó un enorme placer, y todavía lo hace —mucho más que cualquier otra lengua romance—. Pero la incipiente «filología» era, creo, espuria: la conservación a pesar del cambio de una medida tan grande de la sensación y del estilo lingüísticos del latín era ciertamente un ingrediente de mi solaz, un elemento histórico y no puramente estético.

El gótico fue el primero que me arrebató de manera repentina, el primero que conmovió mi corazón. Era el primero de los idiomas germánicos antiguos que encontraba. Desde ese momento he llorado la pérdida de la literatura gótica. No lo hice entonces. La contemplación del vocabulario en A Primer of the Gothic Language fue suficiente: una sensación al menos tan llena de placer como la primera vez que abrí el Homero de Chapman. Aunque no escribí un soneto sobre él. Intenté inventar palabras góticas.

En este sentido particular, he estudiado («degustado» sería más correcto) otros idiomas desde entonces. De todos, salvo uno entre ellos, el placer más abrumador me lo dio el finés, y nunca me he recobrado lo bastante de la experiencia.

Pero durante todo ese tiempo había habido otra llamada, destinada a vencer al final, si bien frustrada largo tiempo por una absoluta falta de oportunidad. Me llegó desde occidente. Me alcanzó en los nombres escritos en los vagones de carbón; y al acercarme más, aleteaba en las señales de las estaciones, un destello de extraña ortografía y la insinuación de un idioma antiguo y, sin embargo, vivo; incluso en un adeiladwyd 1887, mal tallado [230] en una lápida, traspasó mi corazón lingüístico. El «galés moderno tardío» (mal galés para algunos). Nada más que un «fue construido», aunque marcó el final de una larga historia desde el revestimiento de un muro en algún poblado arcaico hasta una sombría capilla bajo las oscuras colinas. Pero entonces yo ni siquiera sabía eso. Era más sencillo encontrar libros para instruirse en cualquier lengua extraña y lejana de África o la India que en el idioma que todavía se aferraba a las montañas occidentales y a las costas que miran hacia Iwerddon. Más fácil en cualquier caso para un chaval inglés que estaba siendo instruido en el estudio de idiomas que (independientemente de lo que Joseph Wright pensara del céltico) ofrecían más expectativas de provecho.

Pero era distinto en Oxford. Allí se podían encontrar libros, y no sólo los que el tutor de uno recomienda. Mi college, lo sé, y la sombra de Walter Skeat, lo supongo, se escandalizaron cuando gasté el único premio que gané (sólo había otro competidor), el Skeat Prize for English del Exeter College, en el galés.

Presionado para que ampliara mi conocimiento incipiente del latín y el griego, estudié los antiguos idiomas germánicos; cuando generosamente se me permitió utilizar para este bárbaro propósito emolumentos destinados a los clásicos, me volví por fin al galés medieval. No sería de mucha utilidad que intentara ilustrar por medio de ejemplos el placer que encontré allí. Porque, por supuesto, el placer no tiene que ver solamente con cualquier palabra, cualquier «cadena de sonido+significado» por sí misma, sino también con su adecuación a un estilo. Incluso las notas sueltas de una larga pieza musical pueden agradar en su lugar, pero no se puede ilustrar este placer (ni siquiera ante los que han escuchado la pieza alguna vez) repitiéndolas por separado. Es cierto que la lengua se diferencia de cualquier gran obra musical en que nunca se la oye completa, o en cualquier caso nunca se la oye en un único período de concentración, sino que es aprehendida a partir de extractos y ejemplos. Pero para aquéllos que conocen bien el galés, una selección de palabras parecería arbitraria y absurda; para aquéllos que no lo conocen, resultaría inadecuada por culpa de las limitaciones del conferenciante, y si está impresa, superflua.

Quizá debería decir sólo esto, ya que no es un análisis del galés, [231] o de mí mismo, lo que estoy tratando de hacer, sino la afirmación de una sensación de placer y de satisfacción (como el de un deseo satisfecho): son las palabras ordinarias para las cosas ordinarias lo que en el galés me parece tan delicioso. Puede que nef no sea mejor que heauen, pero wybren es mucho más agradable que sky. ¿Qué podemos hacer más allá de esto? Porque un pasaje en galés, aun leído por un galés, resulta inútil para este fin. Aquéllos que lo entienden ya deben haber experimentado este placer, o haberlo perdido para siempre. Los que no, ya no pueden recibirlo. Una traducción no es válida. Porque este placer se siente de manera más inmediata y aguda en el momento de la asociación: es decir, en la recepción (o imaginación) de la forma de una palabra que se siente que tiene un cierto estilo, y la atribución a ella de un significado que no se recibe a través de ella. Sólo podría decir, o mejor escribir, decir y traducir, una larga lista: ador, alarch, eryr, tân, dwfr, awel, gwynt, niwl, glaw; haul, lloer, sêr; arglwydd, gwas, morwyn, dyn; cadarn, gwan, caled, meddal, garw, llyfn, llym, swrth; glas, melyn, brith,[174] etcétera, y no obstante, no acertaría a comunicar ese placer. Pero hasta las palabras más largas y pedantes poseen por lo general ese mismo estilo, si bien un tanto diluido. En galés no existe como regla general esa discrepancia, tan frecuente en el inglés, entre palabras de ese tipo y aquéllas que poseen una vida estética completa, la carne y los huesos del idioma. Las palabras galesas annealladwy, dideimladrwydd, amhechadurus, atgyfodiad y otras semejantes son mucho más galesas, no sólo como sujetos de análisis, sino en cuanto a estilo, que inglesas son incomprehensible, insensibility, impeccable o resurrectión.

Si se me presionase para dar algún ejemplo de una característica de este estilo, no sólo como rasgo observable sino como una fuente de placer para mí, haría mención de la afición a las consonantes nasales, en especial la preferida n, y la frecuencia con que los modelos de palabras se construyen con la más suave y menos sonora w y las fricativas sonoras f y dd, contrastadas con las nasales: nant, meddiant, afon, llawenydd, cenfigen, gwanwyn, gwenyn o crafanc [arroyuelo, posesión, río, alegría, envidia, primavera, abejas, garra], por poner unas cuantas como botón de muestra. Una palabra muy característica es gogoniant, «gloria» [semejante a la oración Gloria que se reza comúnmente]: [232]

Gogoniant i’r Tad ac i’r Mab ac i’r Ysbryd Glân,
megis yr oedd yn y dechrau, y mae’r awr hon, ac y
bydd yn wastad, yn oes oesoedd. Amen.

Como he dicho, estos gustos y predilecciones que se nos revelan en el contacto con idiomas no aprendidos en la infancia —O felix peccatum Babel!— son ciertamente significativos: una manifestación en términos lingüísticos de nuestras naturalezas individuales. Y puesto que éstas son fundamentalmente productos históricos, las predilecciones deben serlo también. Aunque mi complacencia en el estilo lingüístico galés pueda tener un cierto colorido personal, no debería esperarse, por esa misma razón, que fuera exclusiva a mí solo entre todos los ingleses. No lo es. Está presente en muchos de ellos. Yace aletargada, creo, en muchos de quienes viven hoy día en Lloegr y hablan Saesneg. Se puede detectar sólo en chistes incómodos acerca de la ortografía galesa y sus toponímicos; puede agitarse en sueños por medio de contactos no más cercanos que los nombres que recogen débilmente en la novela artúrica el eco de los modelos célticos de su origen; o, si se le da la oportunidad, puede despertar vívidamente a la conciencia.[175]

El galés moderno no es, desde luego, idéntico a las predilecciones de tales personas. No es idéntico a las mías. Pero sigue estando mucho más próximo a ellas que cualquier otra lengua viva. Para muchos de nosotros hace sonar una campana, o más bien, rasga profundamente las cuerdas de un arpa en nuestra naturaleza lingüística. En otras palabras: por satisfacción y por tanto por placer, y no por una política imperial, somos todavía «británicos» de corazón. Es el idioma nativo hacia el que, respondiendo un deseo inexplorado, seguiríamos hacia el hogar.

Así pues, confiando en que con tales palabras pueda aquietar la sombra de Charles James O’Donnell, concluiré repitiendo como réplica la estrofa que sirve de conclusión al Prefacio de Salesbury:[176]

Dysgwn y llon Frythoneg!
Doeth yw ei dysg, da iaith deg.

[Aprendamos el hermoso idioma británico; sabio es su

aprendizaje, una lengua buena y excelente.]