[134]
Mi propósito es hablar de los cuentos de hadas, aunque bien sé que ésta es una empresa arriesgada. Fantasía es una tierra peligrosa, con trampas para los incautos y mazmorras para los temerarios. Y de temerario se me puede tildar, porque, aunque he sido un aficionado a tales cuentos desde que aprendí a leer y en ocasiones les he dedicado mis lucubraciones, no los he estudiado, en cambio, como profesional. Apenas si he sido en esa tierra algo más que un explorador sin rumbo (o un intruso), lleno de asombro, pero no de preparación.
Ancho, alto y profundo es el reino de los cuentos de hadas, y lleno todo él de cosas diversas: hay allí toda suerte de bestias y pájaros; mares sin riberas e incontables estrellas; belleza que embelesa y un peligro siempre presente; la alegría, lo mismo que la tristeza, son afiladas como espadas. Tal vez un hombre pueda sentirse dichoso de haber vagado por ese reino, pero su misma plenitud y condición arcana atan la lengua del viajero que desee describirlo. Y mientras está en él le resulta peligroso hacer demasiadas preguntas, no vaya a ser que las puertas se cierren y desaparezcan las llaves.
Hay, con todo, algunos interrogantes que quien ha de hablar de cuentos de hadas espera por fuerza resolver, o intenta hacerlo cuando menos, piensen lo que piensen de su impertinencia los habitantes de Fantasía. Por ejemplo: ¿qué son los cuentos de hadas?, ¿cuál es su origen?, ¿para qué sirven? Trataré de dar contestación a estas preguntas, u ofrecer al menos las pistas que yo he espigado… fundamentalmente en los propios cuentos, los pocos que yo conozco de entre tantos como hay.
CUENTOS DE HADAS
¿Qué es un cuento de hadas? En vano acudiréis en este caso al Oxford English Dictionary. No contiene alusión ninguna a la [136] combinación cuento-hada, y de nada sirve en el tema de las hadas en general. En el Suplemento, cuento de hadas presenta una primera cita del año 1750, y se constata que su acepción básica es a) un cuento sobre hadas o, de forma más general, una leyenda fantástica; b) un relato irreal e increíble, y c) una falsedad.
Las dos últimas acepciones, como es lógico, harían mi tema desesperadamente extenso. Pero la primera se queda demasiado corta. No demasiado corta para un ensayo, pues su amplitud ocuparía varios libros, sino para cubrir el uso real de la palabra. Y lo es en particular si aceptamos la definición de las hadas que da el lexicógrafo: «Seres sobrenaturales de tamaño diminuto que la creencia popular supone poseedores de poderes mágicos y con gran influencia para el bien o para el mal sobre los asuntos humanos».
Sobrenatural es una palabra peligrosa y ardua en cualquiera de sus sentidos, ya sea estricto o impreciso, y es difícil aplicarla a las hadas, a menos que sobre se tome meramente como prefijo superlativo. Porque es el hombre quien, en contraste con las hadas, es sobrenatural (y a menudo de talla reducida), mientras que ellas son naturales, muchísimo más naturales que él. Tal es su sino. El camino que lleva a la tierra de las hadas no es el del Cielo; ni siquiera, imagino, el del Infierno, a pesar de que algunos han sostenido que puede llevar indirectamente a él, como diezmo que se paga al Diablo.
¿No ves esa angosta vereda |
cubierta de espinos y zarzas? |
Ésa es la vereda del Bien, |
aunque pocos vengan por ella. |
¿Y no ves ese ancho camino |
que cruza los campos de lirios? |
Por él se camina hacia el Vicio, |
aunque algunos digan que al Paraíso. |
¿Y aquel tan hermoso sendero, |
el que serpentea entre helechos? |
Va al hermoso país de los Elfos, |
donde tú y yo esta noche iremos. [137] |
Por lo que al tamaño diminuto se refiere, no niego que ésta sea la idea hoy más extendida. A menudo he pensado que sería interesante tratar de indagar cómo se ha llegado a ella; pero mis conocimientos no alcanzan a dar una respuesta concreta. Cierto es que ya de antiguo había algunos habitantes de Fantasía que eran pequeños (rara vez, en cambio, diminutos), pero no era una característica generalizada de ese pueblo. Yo imagino que en Inglaterra el personaje diminuto, sea elfo o hada, es en gran medida un producto refinado de la ficción literaria.[102] Tal vez no sea impropio que en Inglaterra, el país donde con frecuencia ha aparecido en el arte el amor por lo delicado y elegante, la ficción se haya dirigido en este punto hacia lo exquisito y diminuto, de la misma forma que en Francia se volvió haría la corte y se cubrió de polvos y diamantes. Sospecho, sin embargo, que esta delicadeza de porcelana fue también un producto de la «racionalización», que convirtió la fascinación del país de los elfos en mera delicadeza, y su invisibilidad en una fragilidad que podía ocultarse en una prímula o encogerse tras una brizna de hierba. Tal noción comenzó a ponerse de moda poco después de que los grandes viajes empezaran a reducir demasiado el mundo como para albergar juntos a los hombres y los elfos: esa época en que la mágica región occidental de Hy Breasail se transformó en el simple Brasil, la tierra del palo brasil.[103] De cualquier forma, fue en gran medida un asunto literario en el que William Shakespeare y Michael Drayton tuvieron su parte.[104] La Nymphidia de Drayton es un antecedente de esa larga genealogía de hadas de las flores y revoloteadores duendes con antenas que a mí tanto me disgustaban de niño, y que mis hijos detestaron a su vez. Andrew Lang compartía estos sentimientos. En el prefacio a Lilac Fairy Book alude a los cuentos de tediosos [138] autores contemporáneos: «Siempre empiezan con un niño o una niña que sale y se encuentra con las hadas de las prímulas y de las gardenias y de las flores del manzano… Estas hadas intentan hacer reír y no lo logran; o intentan sermonear y lo consiguen».
Pero la cosa empezó, como ya he dicho, mucho antes del siglo XIX y hace ya largos años que alcanzó el hastío, el seguro hastío del que intenta hacer reír y no lo consigue. Considerado como cuento de hadas (sobre hadas), la Nymphidia de Drayton es uno de los peores que jamás se hayan escrito. El palacio de Oberon tiene paredes de patas de araña,
y ventanas de ojos de gato, |
y el tejado, en vez de pizarra, |
cubierto de alas de murciélago. |
El caballero Pigwiggen cabalga sobre una vivaracha tijereta y envía a su amor, la reina Mab, un brazalete de ojos de hormiga, quedando citados en una prímula. Pero el cuento que así se relata con toda esta galanura resulta una insulsa historia de intriga y furtivos mensajeros; en el fango caen el valiente caballero y el marido enojado, y la ira de ambos queda aplacada con un trago de las aguas del Leteo. Mejor habría sido que el Leteo se hubiese tragado todo el asunto. Puede que Oberon, Mab y Pigwiggen sean hadas o elfos diminutos, de la misma forma que Arturo, Ginebra y Lanzarote no lo son; pero el relato de buenos y malos de la corte de Arturo es más «cuento de hadas» que esta historia de Oberon.
Hada, como nombre que más o menos equivale a elfo, es una palabra relativamente moderna que apenas si se usó hasta el período Tudor. La primera cita del Oxford Dictionary (la única previa a 1450) es significativa. Está tomada del poeta Gower: como si fuera un hada, Pero Gower no dijo tal cosa. Gower escribió: como si fuera de las hadas, «como si hubiera venido de las hadas». Gower estaba describiendo a un joven galán que en la iglesia busca hechizar los corazones de las doncellas.
Sobre los rizados bucles |
un broche y una diadema, [139] |
o tal vez una hoja verde |
traída de la arboleda |
para hablar de lozanía. |
Y así él la carne contempla |
como halcón que atisba el ave |
a la que ha de hacer su presa; |
como si de Fantasía fuera, |
a ella se muestra.[105] |
Éste es un joven de carne y hueso; pero la imagen que da de los habitantes de la Tierra de los Elfos es muy superior a la definición de «hada» que a él, de manera doblemente equivocada, se le asigna. Porque el problema con el auténtico pueblo de Fantasía es que no siempre parecen lo que son; y se revisten del orgullo y de la belleza que nosotros mismos de buena gana adoptaríamos. Parte al menos de la magia con que ellos manejan el bien y el mal del hombre es su poder para jugar con los deseos de nuestro cuerpo y nuestro corazón. La Reina de los Elfos, que más rápida que el viento llevó a Tomás el Trovador sobre su niveo corcel, se acercó cabalgando al Árbol Eildon en forma de mujer, aunque de una belleza encantadora. De modo que Spenser siguió la auténtica tradición cuando dio el nombre de Elfos a los caballeros de su País de Fantasía. Más cuadraba a caballeros tales como sir Guyon que al Pigwiggen armado con el aguijón de una avispa.
Debo ahora volver al punto de partida, aunque sólo me haya detenido un momento (y de la forma más inadecuada) en los elfos y las hadas; porque me he apartado de mi tema central: los cuentos de hadas. Dije que la acepción «relatos sobre hadas» era demasiado parca.[106] Y lo es, aun en el caso de que neguemos su tamaño diminuto, porque los cuentos de hadas no son en el [140] uso diario de la lengua relatos sobre hadas o elfos, sino relatos sobre el País de las Hadas, es decir, sobre Fantasía, la región o el reino en el que las hadas tienen su existencia. Fantasía cuenta con muchas más cosas que elfos y hadas, con más incluso que enanos, brujas, gnomos, gigantes o dragones: cuenta con mares, con el sol, la luna y el cielo; con la tierra y todo cuanto ella contiene: árboles y pájaros, agua y piedra, vino y pan, y nosotros mismos, los hombres mortales, cuando quedamos hechizados.
En efecto, los relatos que tratan primordialmente de «hadas», es decir, de las criaturas que en el inglés actual podrían recibir también el nombre de «elves» [elfos], son relativamente escasos y, en general, no muy interesantes. La mayor parte de los buenos «cuentos de hadas» tratan de las aventuras de los hombres en el País Peligroso o en sus oscuras fronteras. Y es natural que así sea; pues si los elfos son reales y de verdad existen con independencia de nuestros cuentos sobre ellos, entonces también resulta cierto que los elfos no se preocupan básicamente de nosotros, ni nosotros de ellos. Nuestros destinos discurren por sendas distintas y rara vez se cruzan. Incluso en las fronteras mismas de Fantasía sólo los encontraremos en alguna casual encrucijada de caminos.[107]
La definición de un cuento de hadas —qué es o qué debiera ser— no depende, pues, de ninguna definición ni de ningún relato histórico de elfos o de hadas, sino de la naturaleza de Fantasía: el Reino Peligroso mismo y el aire que sopla en ese país. No intentaré definir tal cosa, ni describirla por vía directa. No hay forma de hacerlo. Fantasía no puede quedar atrapada en una red de palabras; porque una de sus cualidades es la de ser indescriptible, aunque no imperceptible. Consta de muchos elementos diferentes, pero el análisis no lleva necesariamente a descubrir el secreto del conjunto. Confío, sin embargo, que lo que después he de decir sobre los otros interrogantes suministrará algunos atisbos de la visión imperfecta que yo tengo de Fantasía. Por ahora, sólo diré que un «cuento de hadas» es aquél que alude o hace uso de Fantasía, cualquiera que sea su finalidad [141] primera: la sátira, la aventura, la enseñanza moral, la ilusión. La misma Fantasía puede tal vez traducirse, con mucho tino, por Magia,[108] pero es una magia de talante y poder peculiares, en el polo opuesto a los vulgares recursos del mago laborioso y técnico. Hay una salvedad: lo único de lo que no hay que burlarse, si alguna burla hay en el cuento, es de la misma magia. Se la ha de tomar en serio en el relato, y no se la ha de poner en solfa ni se la ha de justificar. El poema medieval Sir Gawain and the Green Knight es un ejemplo admirable de ello.
Mas aunque sólo apliquemos estos límites vagos y mal definidos, resulta claro que muchos, incluso los entendidos en tales temas, han usado con gran descuido el término «cuento de hadas». Basta un vistazo a esos libros aún recientes que dicen ser colecciones de «cuentos de hadas» para comprobar que los cuentos sobre ellas, sobre la familia de las hadas en cualquiera de sus linajes, o incluso sobre enanos y duendes, representan tan sólo una reducida parte de su contenido. Cosa esperada, como ya hemos visto. Pero estos libros contienen además muchos cuentos que no hacen uso, que ni siquiera aluden lo más mínimo a Fantasía; que no tienen de hecho razón ninguna para estar allí incluidos.
Voy a dar uno o dos ejemplos de las expurgaciones que yo llevaría a cabo. Reforzarán el lado negativo de la definición. Y comprobaremos también que nos abocan a la segunda pregunta: ¿cuáles son los orígenes de los cuentos de hadas?
Hoy en día son muchísimas las recopilaciones de cuentos de hadas. Es probable que en la lengua inglesa ninguna supere en popularidad, ni en amplitud ni en méritos generales a los doce libros de doce colores que debemos a Andrew Lang y su esposa. El primero apareció hace ya más de cincuenta años (1889) y continúa imprimiéndose. La mayor parte de sus relatos pasan con más o menos holgura la prueba. No voy a analizarlos aquí, aunque un análisis pudiera resultar interesante; pero apunto de pasada que ninguna de las historias de este Blue Fairy Book habla principalmente de «hadas» y que pocas son las que aluden a ellas. La mayoría proceden de fuentes francesas: una preferencia en cierta manera razonable en aquella época, [142] como acaso aún lo siga siendo (aunque no responde a mis gustos, ni ahora ni de niño). De todas formas, la influencia de Charles Perrault ha sido tan considerable desde que sus Contes de ma Mère l’Oye fueron por primera vez traducidos al inglés en el siglo XVIII (como considerable ha sido la influencia de otras selecciones semejantes, hoy bien conocidas, derivadas de la vasta fuente del Cabinet des Fées), que supongo que si en nuestros días se le pregunta de improviso a cualquiera el nombre de un típico «cuento de hadas», lo más probable es que mencione uno de esos títulos de origen francés: sea El gato con botas, Cenicienta o Caperucita Roja. Pudiera ser que a algunos les vengan primero a la memoria los Cuentos de Grimm.
Pero ¿cómo ha de tomarse la inclusión en el Blue Fairy Book de A Voyage to Lilliput? Mi opinión es que no se trata de un cuento de hadas ni en la forma en que su autor lo escribió ni como aparece resumido por la señorita May Rendali. No tiene nada que hacer en tal libro. Me temo que se lo incluyó por la mera razón de que los liliputienses son pequeños, incluso diminutos: lo único en lo que verdaderamente sobresalen. Pero en Fantasía, al igual que en nuestro mundo, la baja estatura es sólo un accidente. Los pigmeos no están más cerca de las hadas que los patagones. No elimino este relato en razón de su intención satírica: la sátira, persistente o intermitente, forma parte de los genuinos cuentos de hadas, y es posible que los cuentos tradicionales a menudo hayan perseguido una sátira que ahora nosotros no apreciamos. Lo elimino porque el vehículo de la sátira, aunque sea un recurso brillante, pertenece al género de los relatos de viajes. Tales relatos aluden a muchas maravillas, pero se trata de maravillas que pueden contemplarse en este mundo nuestro, en alguna región de nuestro propio tiempo y espacio; sólo la distancia las mantiene ocultas. Con el mismo derecho que los relatos de Gulliver podrían quedar incluidas las historias del Barón Munchausen; o bien Los primeros hombres en la Luna, o La máquina del tiempo. Más razones asistirían a los elois y morlocks que a los liliputienses. Los liliputienses no son sino hombres a los que se mira desde lo alto, con sarcasmo, desde una altura algo mayor que la de las casas. Los elois y morlocks quedan más distantes, en un abismo de tiempo tan profundo que en ellos se opera ya el hechizo; y si derivan de nosotros mismos, [143] puede también traerse a la memoria que en cierta ocasión un antiguo pensador inglés hizo descender de Adán, a través de Caín, a los mismos elfos, los ylfe.[109] Este embrujo de la distancia, en especial la distancia temporal, sólo se ve quebrantado por la increíble y descabellada máquina del tiempo. Pero este caso pone ante nuestros ojos uno de los motivos primeros por los que los límites del cuento de hadas resultan inevitablemente imprecisos. La magia de Fantasía no es en sí misma un fin, su poder reside en sus manifestaciones; y entre ellas se cuenta el cumplimiento de algunos deseos humanos primordiales, uno de los cuales es el de recorrer las honduras del tiempo y del espacio; otro es (como se verá) el de mantener la comunión con otros seres vivientes. Puede así darse un cuento que aborde la satisfacción de esos deseos, con o sin la intervención de la máquina o la magia, y en la proporción en que lo logre alcanzará la calidad y el regusto del cuento de hadas.
Después, tras los cuentos de viajes, yo también excluiría o dejaría al margen cualquier relato que para explicar los evidentes lances maravillosos apele a los mecanismos del Sueño, el sueño del más genuino dormir humano. Cuando menos, yo lo acusaría de gravemente defectuoso, a despecho incluso de que el sueño que se relate constituya en sí mismo un cuento de hadas: como un marco que desmerece un buen lienzo. Cierto es que Sueño y Fantasía no andan desconectados. Los sueños pueden desatar extraños poderes de la mente. En algunos de ellos podemos empuñar por algún tiempo el poder de Fantasía, ese poder que al mismo tiempo que engendra el relato hace que cobre forma viva y color ante nuestros ojos. Hasta es posible que un sueño real sea en ocasiones un cuento de hadas, casi con el ingenio y la desenvoltura de los elfos… Pero sólo mientras se está soñando. Si un escritor, en cambio, una vez despierto, os dice que su relato no es sino algo que imaginó en sueños, está deliberadamente engañando el primer deseo del corazón de Fantasía: la materialización del prodigio imaginado, con independencia de la mente que lo concibe. A menudo (no sé si con verdad o mentira) se afirma que las hadas fraguan espejismos, que con su «fantasía» engañan a los hombres; pero ése es [144] un tema bien distinto que sólo a ellas atañe. En todo caso, engaños semejantes se dan en cuentos en los que las hadas no son una ilusión; tras la fantasía existen voluntades y poderes reales que no dependen de las mentes e intenciones de los hombres.
De todas formas, es esencial que, si se pretende diferenciar un genuino cuento de hadas de otros usos de este género que ofrecen miras más estrechas y plebeyas, se lo presente como «verdadero». En seguida paso a considerar el significado de «verdadero» en este contexto. Dado, sin embargo, que el cuento de hadas trata de «prodigios», no puede tolerar marco ni mecanismo alguno que sugiera que la historia en que los prodigios se desenvuelven es ilusoria o ficticia. Claro que tal vez el cuento mismo sea tan bueno que uno llegue a prescindir del marco. O acaso como tal cuento onírico dé en la diana y entretenga. Así sucede con los sueños que enmarcan y eslabonan los diversos relatos de Aliña, de Lewis Carroll, motivo por el cual (amén de otras razones) no podemos considerarlos cuentos de hadas.[110]
Hay otra clase de relato maravilloso que yo excluiría del epígrafe «cuento de hadas», y de nuevo no porque a mí no me guste, ciertamente; me refiero a la pura «fábula de animales». Elegiré un ejemplo de los libros de hadas de Lang: The Monkey’s Heart, un relato swahili que se incluye en el Lilac Fairy Book. En esta historia, un malvado tiburón convence a un simio para que se suba a su lomo y, cuando ya se han adentrado un buen trecho en su elemento, le revela que el sultán del país está enfermo y necesita el corazón de un mono para sanar de su dolencia. Pero el simio, más listo que el escualo, lo convence para que regresen, tras persuadirlo de que había dejado el corazón en casa, dentro de una bolsa y colgado de un árbol.
La fábula de animales guarda, naturalmente, cierta relación con las historias de hadas. En las verdaderas historias de hadas, las bestias y los pájaros y otras criaturas hablan a menudo con los hombres. En parte (pequeña, con frecuencia) este prodigio deriva de uno de los «deseos» innatos más caros al corazón de Fantasía: el deseo de los hombres de entrar en comunión con otros seres vivientes. Pero en las fábulas el habla de los animales [145] se ha convertido en género aparte, con escasa referencia a aquel deseo, y olvidándolo a menudo por completo. Está mucho más cerca de las verdaderas miras de Fantasía que los hombres comprendan por vía mágica los lenguajes particulares de las aves y bestias y los árboles. Pero en los cuentos en los que no interviene ningún ser humano; o en los que los animales son los héroes y heroínas y (caso de aparecer) hombres y mujeres son meros comparsas; y, sobre todo, en aquéllos en los que la forma animal es sólo una careta que se superpone a un rostro humano, un recurso del fustigador o del predicador, en tales ocasiones lo que tenemos son fábulas, no cuentos de hadas, tanto en el caso de Renard, el raposo como en el del Cuento del capellán de monjas, El conejo Brer o simplemente en Los tres cerditos. Los cuentos de Beatrix Potter están en los límites del mundo de las hadas, sin que en mi opinión pertenezcan en su mayor parte a él.[111] Su proximidad se debe en gran medida a su fuerte componente moral. Con ello aludo a su inherente moralidad, no a una cierta significatio alegórica. Pero El conejo Pedro sigue siendo una fábula de animales, aun cuando contenga una prohibición y aun cuando haya prohibiciones en el país de las hadas (como probablemente las haya en todo el universo, no importa a qué nivel o dimensión).
Ahora bien, The Monkey’s Heart no es también sino una fábula evidente. Sospecho que la razón primera de que se la incluyese en un libro de hadas no fue por resultar divertida, sino precisamente por el corazón del mono, que se suponía había quedado atrás en una bolsa. Eso tenía importancia para Lang, estudioso del folklore, a pesar de que esta curiosa idea sólo se utiliza aquí como humorada; porque en este cuento el corazón del mono era, en efecto, absolutamente normal y estaba en su lugar. No obstante, es obvio que este detalle sólo implica el uso secundario de una antigua y muy difundida noción popular, que también se presenta en los cuentos de hadas:[112] la idea de que la vida [146] o la fuerza de un hombre o de una criatura puede residir en algún otro lugar o cosa; o que alguna parte del cuerpo (en particular el corazón) puede quedar separado y escondido en una bolsa o bajo una piedra o en un huevo. En un extremo de la historia conocida del folklore, George MacDonald se sirvió de esta idea en su cuento de hadas The Giant’s Heart, que toma ese tema central (al igual que otros muchos detalles) de conocidos relatos tradicionales. En el otro extremo, en lo que, por cierto, probablemente sea una de las más antiguas narraciones en forma escrita, el tema aparece en El cuento de los dos hermanos, en el papiro egipcio D’Orsigny. El hermano menor dice allí al mayor:
Hechizaré mi corazón y lo colocaré en lo alto de la flor del cedro. Talarán entonces el cedro y caerá mi corazón a tierra, y tú has de acudir a buscarlo, aunque en ello emplees siete años; mas cuando lo hayas encontrado, ponlo en una vasija de agua fría y en verdad que yo viviré.[113]
Pero puntos tales de interés y comparaciones semejantes a éstas nos sitúan ya al pie de la segunda pregunta: ¿cuáles son los orígenes de los «cuentos de hadas»? Que, como es lógico, equivale a decir cuál es el origen u orígenes del elemento «hada». Preguntar cuál es el origen de las narraciones (cualquiera que sea su calificativo) es preguntar cuál es el origen del lenguaje y del pensamiento.
LOS ORÍGENES
En realidad, la pregunta «¿cuál es el origen del elemento hada?» nos deja en definitiva abocados al mismo interrogante fundamental. En los cuentos de hadas hay muchos elementos (como este corazón de quita y pon, o atavíos de cisne, anillos mágicos, prohibiciones arbitrarias, malvadas madrastras y hasta las mismas hadas) que pueden estudiarse sin necesidad de abordar esta pregunta básica. Sin embargo, tales estudios son de carácter científico (o al menos ésa es su intención); constituyen el empeño de folkloristas y antropólogos, o sea, gente que [147] no hace de esos relatos el uso que se pretendió que tuvieran, sino que los utiliza como filón del que obtener testimonios o información sobre los temas que a ellos les interesan. Un proceder en sí mismo perfectamente legítimo… aunque la ignorancia o el olvido de la naturaleza de una narración (hecha para ser contada como un todo) con frecuencia han llevado a tales indagadores a opiniones peregrinas. A esta suerte de investigadores les parecen particularmente importantes las similitudes que se repiten (como este tema del corazón). Hasta el punto de que los estudiosos del folklore son propensos a salirse de su propia senda y hacer uso de una engañosa «simplificación»: particularmente engañosa si desde sus monografías salta a los libros de literatura. Se sienten inclinados a decir que dos historias cualesquiera que estén construidas sobre el mismo motivo folklórico o creadas con una combinación aparentemente similar de tales motivos son «una misma historia». Así leemos que Beowulf «no es sino una versión de Dat Erdmänneken»; que «El toro negro de Norroway es La Bella y la Bestia», o que «es la misma historia de Eros y Psyque»; que el nórdico Mastermaid (o La batalla de los pájaros[114] gaélica y sus muchos congéneres y variantes) es «la misma historia del cuento griego de Jasón y Medea».
Frases de esta naturaleza pueden contener (con una simplificación excesiva) ciertos elementos de verdad; pero no son ciertas en lo que a cuentos de hadas se refiere, ni lo son en el arte y la literatura. Lo que realmente cuenta es el colorido, la atmósfera, los detalles individuales e inclasificables de un relato; y, por encima de todo, el designio global que llena de vida la estructura ósea de un determinado argumento. El rey Lear de Shakespeare no es lo mismo que la historia que aparece en el Brut de Layamon. O vayamos al caso extremo de Caperucita Roja: resulta de un interés meramente secundario que las versiones derivadas de este cuento, en las que los leñadores salvan a la niña, procedan de forma directa del cuento de Perrault Lo verdaderamente importante es que las versiones tardías cuentan con un final feliz (más o menos, si es que no lloramos a la abuela en exceso) que no tenía el original de Perrault. Ésa es una diferencia muy profunda sobre la que he de volver. [148]
Naturalmente, no niego que se dé, porque yo lo siento con fuerza, el fascinante deseo de desenmarañar la historia intrincadamente enredada y ramificada del Árbol de los Cuentos. Está muy cerca del estudio filológico de la embrollada maraña del Lenguaje, algunos de cuyos fragmentos conozco. Pero incluso por lo que respecta al Lenguaje, a mí me parece que más importante que comprender el desarrollo diacrónico de un determinado idioma es captar su cualidad esencial y características en un momento concreto, mucho más difíciles de poner de manifiesto. Con relación a los cuentos de hadas, pues, tengo la seguridad de que es más interesante, y a su modo también más difícil, considerar lo que son, lo que han llegado a ser para nosotros y los valores que el largo proceso de la alquimia del tiempo ha creado en ellos. Yo diría, en palabras de Dasent: «Hemos de contentamos con la sopa que se nos pone delante, sin desear ver los huesos del buey con que se ha hecho».[115] Aunque, cosa extraña, Dasent entendía por «sopa» una mezcolanza de espúrea prehistoria basada en las primeras conjeturas de la Filología Comparada; y por «deseo de ver los huesos» entendía la exigencia de ver las pruebas y los hechos que llevaban a tales teorías. Yo entiendo por «sopa» el cuento tal cual viene servido por su autor o narrador; y por «los huesos», las fuentes o el material, aun cuando (por extraña fortuna) se llegue a descubrirlos con certidumbre. Con todo, naturalmente, no me opongo a la crítica de la sopa como sopa.
Trataré, pues, por encima el tema de los orígenes. Ignoro demasiadas cosas como para abordarlo de cualquier otra manera; pero para mis propósitos es la menos importante de las tres preguntas, y bastará con unos breves comentarios. Es harto evidente que los cuentos de hadas (en su sentido más lato o en el más reducido) son en verdad muy antiguos. Versiones muy primitivas ya presentan puntos comunes; y allí donde se da el lenguaje, allí sin excepción se los encuentra. Nos hallamos, pues, como es obvio, ante una variante del problema que afrontan el arqueólogo o el filólogo comparatista: el debate entre evolución independiente (o mejor dicho, invención) de temas parecidos; derivación de un antepasado común, y difusión en distintas épocas [149] desde uno o más centros. La mayor parte de las controversias no existirían si una o ambas partes no tratasen de simplificar en demasía; e imagino que esta controversia no es la excepción. Probablemente, la historia de los cuentos de hadas sea más compleja que la evolución de la raza humana, y tanto como la historia del lenguaje. Es evidente que los tres elementos, invención independiente, derivación y difusión, han jugado su papel en la elaboración de la intrincada madeja del Cuento. Y si exceptuamos a los elfos, no hay hoy ingenio alguno que pueda desenmarañarla.[116] La más importante y fundamental de las tres es la invención, por lo que no ha de sorprender que sea también la más misteriosa. Las otras dos, en definitiva, se retrotraen por necesidad hasta un inventor, es decir, hasta un narrador. La difusión (o transmisión en el espacio), ya sea de un artefacto o de un cuento, no hace sino remitir el problema del origen a otro punto cualquiera. En el centro de la supuesta difusión hay un lugar en el que una vez vivió un autor. Otro tanto ocurre con la derivación (o transmisión en el tiempo): con ella no llegamos sino a un único autor primero. Mientras que si creemos que de forma independiente nacieron a veces ideas, temas o ingenios similares, nos limitamos a multiplicar el inventor primero, sin que por ello penetremos con más nitidez en su talento.
La filología ha quedado destronada del alto sitial que en otro tiempo ocupó en este tribunal de investigación. La opinión de Max Müller de que la mitología era una «enfermedad del lenguaje» puede ya abandonarse sin remordimientos. La mitología no es ninguna enfermedad, aunque, como todas las cosas humanas, pueda enfermar. De igual modo podría decirse que el pensamiento es una enfermedad de la mente. Estaría más cerca de la verdad decir que las lenguas, en particular los modernos idiomas europeos, son una enfermedad de la mitología. De todas formas, no podemos descartar el Lenguaje. [150] En nuestro mundo el pensamiento, el lenguaje y el cuento son coetáneos. La mente humana, dotada de los poderes de generalización y abstracción, no sólo ve hierba verde, diferenciándola de otras cosas (y hallándola agradable a la vista), sino que ve que es verde, además de verla como hierba. Qué poderosa, qué estimulante para la misma facultad que lo produjo fue la invención del adjetivo: no hay en Fantasía hechizo ni encantamiento más poderoso. Y no ha de sorprendemos: podría ciertamente decirse que tales hechizos sólo son una perspectiva diferente del adjetivo, una parte de la oración en una gramática mítica. La mente que pensó en ligero, pesado, gris, amarillo, inmóvil y veloz también concibió la noción de la magia que haría ligeras y aptas para el vuelo las cosas pesadas, que convertiría el plomo gris en oro amarillo y la roca inmóvil en veloz arroyo. Si pudo hacer una cosa, también la otra; e hizo las dos, inevitablemente. Si de la hierba podemos abstraer lo verde, del cielo, lo azul y de la sangre, lo rojo, es que disponemos ya del poder del encantador. A cierto nivel. Y nace el deseo de esgrimir ese poder en el mundo exterior a nuestras mentes. De aquí no se deduce que vayamos a hacer buen uso de ese poder en cualquier nivel; podemos poner un verde horrendo en el rostro de un hombre y obtener un monstruo; podemos hacer que brille una extraña y temible luna azul; o podemos hacer que los bosques se pueblen de hojas de plata y que los cameros se cubran de vellocinos de oro; y podemos poner ardiente fuego en el vientre del helado saurio. Y con tal «fantasía», que así se la denomina, se crean nuevas formas. Es el inicio de Fantasía. El Hombre se convierte en sub-creador.
Así, el poder esencial de Fantasía es hacer inmediatamente efectivas a voluntad las visiones «fantásticas». No todas son hermosas, ni siquiera ejemplares; no al menos las fantasías del Hombre caído. Y con su propia mancha ha mancillado a los elfos, que sí tienen ese poder (real o imaginario). En mi opinión, se tiene muy poco en cuenta este aspecto de la «mitología»: sub-creación, más que representación o que interpretación simbólica de las bellezas y los terrores del mundo. ¿Ocurre así porque lo vemos más en relación con Fantasía que con el Olimpo? ¿Porque se considera que pertenece a la «mitología menor», más que a la «alta mitología»? Ha habido abundantes controversias [151] sobre las relaciones entre ambos, cuento popular y mito; pero aunque no las hubiera habido, el tema requeriría cierta atención, si bien breve, en cualquier reflexión acerca de los orígenes.
En cierto momento dominó el criterio de que todos estos temas derivaban de los «mitos de la naturaleza». Los moradores del Olimpo eran personificaciones del sol, de la aurora, de la noche, etcétera, y todo lo que de ellos se contaba eran originalmente los mitos (alegorías habría sido un término más adecuado) de los grandes cambios y procesos elementales de la naturaleza. La épica, las leyendas heroicas, las sagas localizaban luego estos relatos en lugares reales y los humanizaban al atribuírselos a héroes ancestrales, más poderosos que los hombres, aunque siguieran siendo hombres. Y por último, degenerando poco a poco, estas leyendas se transformaban en cuentos populares, Märchen, cuentos de hadas, cuentos para niños.
Ése podría muy bien ser el reverso de la verdad. Cuanto más se acerca a su supuesto arquetipo el denominado «mito de la naturaleza», o alegoría de los grandes cambios de la naturaleza, tanto menos interesante resulta y más incapaz es como mito de arrojar luz de ninguna clase sobre el mundo. Supongamos por el momento, como lo hace esta teoría, que nada existe realmente que guarde relación con los «dioses» de la mitología: ningún personaje, sólo fenómenos astronómicos y meteorológicos. En ese caso únicamente una mano, la mano de una persona, la mano de un hombre, puede investir a esos elementos naturales de un significado y una gloria personales. Sólo de una persona se deriva personalidad. Acaso los dioses deriven su color y su hermosura de los excelsos esplendores de la naturaleza, pero fue el Hombre quien se los procuró, él los extrajo del sol y la luna y la nube; de él derivan ellos directamente su personalidad; a través de él reciben ellos desde el mundo invisible, desde lo Sobrenatural, el hálito o la sombra de divinidad que los envuelve. No hay una distinción fundamental entre altas y bajas mitologías. Sus individuos viven, si es que viven, según la misma vida, de igual manera que monarcas y campesinos lo hacen en el mundo de los mortales.
Tomemos lo que tiene todo el aspecto de ser un caso claro de mito olímpico de la naturaleza: el dios escandinavo Tor. Su nombre significa Trueno, Thórr en la forma nórdica; y no resulta [152] difícil interpretar su martillo, Miöllnir, como el relámpago. Sin embargo, hasta donde llegan nuestras tardías crónicas, Tor tiene una personalidad y un carácter muy definidos que no se justifican por el trueno o el relámpago, aunque algunos detalles puedan, por así decir, relacionarse con estos fenómenos naturales: la barba roja, por ejemplo, la voz potente y el temperamento violento, la fuerza bruta y aniquiladora. No obstante, sería hacer una pregunta sin demasiado sentido si quisiéramos saber qué fue primero, las alegorías de la naturaleza sobre la personificación del trueno de las montañas hendiendo rocas y árboles o los relatos sobre un granjero de roja barba, irascible y no muy inteligente, de fuerza superior a la común, una persona en todo (excepto en la talla) muy semejante a los granjeros nórdicos, los bændr, que profesaban por Tor un afecto tan especial. Podrá sostenerse que Tor quedó «reducido» al retrato de un hombre así, o bien que a partir de una figura parecida a ésta se magnificó la imagen del dios. Pero dudo de que uno y otro punto de vista sean certeros: no en sí mismos, no si insistís en que una de estas dos alternativas ha de preceder a la otra. Es más razonable suponer que el granjero apareció de pronto en el mismo momento en que se dotó de voz y de rostro al Trueno, y que en las colinas se oía el distante retumbo del trueno cada vez que un narrador de cuentos advertía la ira de un granjero.
Es preciso, naturalmente, situar a Tor entre los miembros de la más alta aristocracia mitológica: uno de los soberanos del mundo. Con todo, el relato que de él se cuenta en Thrymskvitha (en la Antigua Edda) no es en verdad sino un cuento de hadas. Es un relato antiguo en relación con los demás poemas escandinavos, aunque no demasiado (digamos del año 900 de nuestra era, o algo antes en este caso). En cambio, no hay razones fundadas para suponer que no sea «primitivo», al menos en su cualidad, ya que pertenece al género de los cuentos populares y no resulta muy majestuoso. Si pudiéramos retroceder en el tiempo, tal vez encontrásemos que los detalles han variado en el cuento o que han dado paso a otras narraciones. Pero mientras hubiera un Tor, habría siempre un «cuento de hadas». Y cuando cesase el cuento, no quedaría ya sino el trueno, que ningún oído humano habría escuchado aún.
En la mitología se atisba a veces algo «más elevado»: la Divinidad, [153] el derecho al poder (como forma distinta de su posesión), el derecho a la adoración; en definitiva, la «religión». Andrew Lang dijo, y hay quienes lo siguen elogiando por ello,[117] que mitología y religión (en el sentido más estricto de la palabra) son dos cosas diferentes que han llegado a estar inextricablemente enredadas, a pesar de que la mitología se halla en sí miaña casi desprovista de trascendencia religiosa.[118]
No obstante, es cierto que esas cosas han quedado enredadas; o tal vez quedaron hace mucho tiempo separadas y poco a poco han ido acercándose a tientas hacia una nueva fusión a través de un laberinto de errores, a través de la confusión. Incluso los cuentos de hadas presentan en su conjunto tres caras: la Mística, que mira hacia lo Sobrenatural; la Mágica, hacia la Naturaleza, y el Espejo de desdén y piedad, que mira hacia el Hombre. La cara esencial de Fantasía es la segunda, la Mágica. Pero varía el grado en que las otras dos aparecen (si llegan a hacerlo), que puede ser determinado por el narrador individual. Puede utilizarse la cara Mágica, el cuento de hadas, como Mirour de l’Omme; y puede convertirse (aunque no tan fácilmente) en vehículo de Misterio. Esto es al menos lo que intentaba George MacDonald, que cuando acertaba escribía recios y hermosos relatos, como The Golden Key (que él denominó cuento de hadas), e incluso cuando fracasaba en parte, como en Lilith (al que llamó novela sentimental).
Volvamos por un momento a la «Sopa» que antes he mencionado. Al hablar de la historia de las narraciones y en particular de los cuentos de hadas, podríamos decir que la Marmita de Sopa, el Caldero de los Relatos, siempre ha estado hirviendo y que siempre se han ido agregando nuevos trozos, exquisitos o desabridos. Por ello, y refiriéndonos a un ejemplo cualquiera, el hecho de que en el siglo XIII se contase de Berta, la madre de Carlomagno, una historia que guarda semejanzas con la hoy conocida [154] como La niña de los gansos (Die Gänsemagd de Grimm), nada demuestra en realidad en ninguno de los dos sentidos: ni que el relato, a punto de convertirse en un Hausmärchen, derivase (en el siglo XIII) del Olimpo o del Asgard a través de un antiguo rey ya legendario; ni que el relato estuviese evolucionando en dirección opuesta a ésta. Es una historia que se halla ampliamente difundida, sin relación alguna con la madre de Carlomagno o con cualquier otro personaje histórico. Del hecho mismo no puede, ciertamente, deducirse que no aluda a la madre de Carlomagno, si bien ésa es la clase de deducción que con más frecuencia se deriva de este tipo de pruebas. La opinión de que este relato no hace referencia a Berta ha de basarse en otras cosas: bien en características internas de la narración que la filosofía del crítico no acepte como posibles en la «vida real», con lo que el crítico desconfiaría del cuento aunque éste no se diera en ningún otro lugar; o bien por la existencia de sólidas pruebas históricas de que la auténtica vida de Berta fue por completo diferente, con lo que el crítico desconfiaría también del cuento aun en el caso de que su filosofía aceptase que resultaba perfectamente posible en la «vida real». Nadie, imagino, pondría en duda la historia de que el Arzobispo de Canterbury resbaló sobre una piel de plátano simplemente porque se sabe que similares accidentes cómicos se han contado de otra mucha gente y en especial de dignatarios ya ancianos. Podría dudarse del relato si se descubriera que un ángel (o incluso un hada) había avisado al Arzobispo de que resbalaría si usaba polainas los viernes. Tampoco podría darse crédito a la historia si se dijera que ésta había ocurrido, digamos, en el período comprendido entre 1940 y 1945. Y ya basta. Es un aspecto obvio que se ha tratado antes. Corro, con todo, el riesgo de sacarlo de nuevo a colación (aun apartándome un tanto de mi tema actual), porque constantemente aparece relegado por quienes se ocupan del origen de los cuentos.
Pero ¿qué hay de la piel de plátano? Nuestro interés por ella no comienza sino cuando queda descartada por los historiadores. Cuando se la tira es cuando resulta más útil. El historiador, con toda probabilidad, dirá que la piel de plátano «se le atribuyó al Arzobispo», como ciertamente dice en buena lógica que «el Märchen de la Niña de los Gansos fue atribuido a Berta». Esta forma de decir las cosas es harto inocua en lo que habitualmente [155] se conoce por «historia». Pero ¿es ésta, de verdad, una buena descripción de lo que sucede y ha sucedido en la historia de los cuentos? No lo creo. Yo creo que estaría más cerca de la verdad decir que el Arzobispo quedó asociado a la piel de platano, o que Berta acabó convertida en la Niña de los Gansos. Mejor aún: diría que la madre de Carlomagno y el Arzobispo fueron añadidos a la Marmita, entraron de hecho en la Sopa No fueron sino nuevos ingredientes que se sumaron a los ya existentes. Honor considerable, porque en aquella Sopa había muchas cosas más antiguas, más activas, más bellas, cómicas o terribles de lo que ellos eran en sí mismos (considerados sin más como figuras históricas).
Parece bastante claro que también Arturo, que es un personaje histórico (aunque acaso no de mucha importancia como tal), fue asimismo añadido a la Olla. Allí hirvió durante largos años junto a otros muchos personajes y aliños de la mitología y la Fantasía, e incluso con algunos huesos sueltos de historia (como la defensa de Alfredo contra los daneses), hasta que emergió como un rey de Fantasía. La situación es similar a la de la gran corte «artúrica» de los reyes de Dinamarca, los Scyldingas de la antigua tradición inglesa. El rey Hrothgar y su familia presentan muchas huellas evidentes de verdadera historia, muchas más que Arturo; y, sin embargo, hasta en los relatos más antiguos (ingleses) aparecen ya asociados a muchos personajes y sucesos de los cuentos de hadas: porque han estado en la Olla. Pero para no discutir la transformación del muchacho-oso en el caballero Beowulf ni explicar la invasión del palacio real de Hrothgar por el monstruo Grendel, quiero ahora limitarme a los restos más antiguos de cuentos de hadas (o limítrofes con ellos) que se conservan en inglés, a pesar de ser poco conocidos en Inglaterra. Quisiera señalar algo que estas tradiciones contienen: un ejemplo singularmente evocador del nexo que existe entre el «cuento de hadas» y los dioses, reyes y hombres innominados, y que ilustra (así lo estimo) la creencia de que este elemento no aumenta ni decrece, sino que está ahí, en la Marmita de los Cuentos, a la espera de las grandes figuras del Mito y de la Historia y de los aún anónimos Él o Ella, a la espera del momento en que se los eche al guiso que allí hierve, todos a la vez o por separado, sin tener en cuenta los rangos ni las prioridades. [156]
Froda, rey de los heathobardos, era el gran enemigo del rey Hrothgar. Con todo, nos llegan ecos de un extraño relato referente a Freawaru, la hija de Hrothgar, un relato poco corriente en las leyendas heroicas nórdicas: Ingeld, hijo de Froda, hijo, pues, del enemigo de la familia de Freawaru, se enamora e infaustamente se casa con ella. Algo que resulta en extremo interesante y significativo. En el trasfondo de esa vieja enemistad se vislumbra la figura de aquel dios al que los antiguos escandinavos denominaban Frey (el Señor) o Yngvifrey, y al que los anglos llamaban Ing: dios de la fertilidad y de las mieses en la antigua mitología (y religión) nórdica. La enemistad de las dos casas reales estaba relacionada con un lugar sagrado de culto de esa religión. Ingeld y su padre llevan nombres que pertenecen a ella. El nombre de la misma Freawaru significa «Protección del Señor (de Frey»). No obstante, uno de los principales hechos que más tarde (en antiguo islandés) se narraron de Frey es la historia en la que desde lejos se enamora de la hija de los enemigos de los dioses, Gerdr, hija del gigante Gymir, y se casa con ella. ¿Prueba esto que Ingeld y Freawaru, o su amor, son «meramente míticos»? Creo que no. La Historia a menudo se asemeja al Mito, porque en última instancia ambos comparten la misma sustancia. Si fuera cierto que Ingeld y Freawaru nunca vivieron, o al menos que nunca se amaron, resultaría entonces que su historia dimana en definitiva del hombre y la mujer anónimos; o mejor aún, que han entrado en la historia de un hombre y una mujer anónimos. Se les ha metido en la Marmita en que tantas cosas poderosas llevan siglos y siglos hirviendo al fuego, y una de ellas es el Amor-a-primera-vista. Otro tanto ocurre con el dios. Si. ningún joven se hubiera nunca enamorado de una muchacha en su primer encuentro casual, ni hubiera topado con viejas enemistades que se interponían entre él y su amada, el dios Frey jamás habría visto a Gerdr, la hija del gigante, desde el alto trono de Odín. Mas aunque hablemos de la Marmita, no hemos de dejar en completo olvido a los Cocineros. La Marmita contiene muchas cosas, pero no por ello los Cocineros meten allí a ciegas la cuchara. La selección también cuenta. Después de todo, los dioses son dioses, y asunto de cierta importancia son los relatos que de ellos se cuentan. Hemos así de admitir abiertamente que un cuento de amor se le atribuya a un príncipe de la historia real; [157] y, en efecto, es más probable que tal cosa suceda en una familia de la historia real, cuyas tradiciones son las del Dorado Frey y el Van ir, y no las de Odín el Godo, el Nigromante, devorador de grajos y Señor de los Muertos. Poco hay que sorprenderse de que en inglés spell signifique tanto algo que se relata como una fórmula de poder sobre los hombres vivos.
Mas cuando hemos hecho todo lo que la investigación puede hacer —recoger y comparar los cuentos de muchos países—, cuando hemos justificado muchos de los elementos que a menudo se hallan engastados en los cuentos de hadas (como las madrastras, osos y toros encantados, brujas caníbales, los tabúes de los nombres y otros tales) como reliquias de antiguas costumbres que en cierta época fueron práctica diaria, o de credos que en cierta época se tuvieron por credos y no por «fantasías»…, aún nos queda un punto que se olvida con demasiada frecuencia, y es el efecto que ahora producen esos antiguos elementos en las actuales versiones de los cuentos.
En primer lugar, son ahora cosas antiguas y la antigüedad ofrece en sí misma cierta atracción: conmigo continúa desde la niñez la belleza y el horror de El arbusto de enebro (Von dem Machandelbloom), con su comienzo exquisito y trágico, el abominable guisote caníbal, los horribles huesos, el brillante y vengativo espíritu del pájaro que sale de una niebla que se ha alzado desde el arbusto; y con todo, el aroma de ese cuento que más particularmente se ha demorado en mis recuerdos no es la belleza ni el horror, sino la distancia y un abismo enorme de tiempo que ni siquiera pueden medir los twe tusend Johr. Sin el guisote y los huesos (que demasiado a menudo se les ahorran ahora a los niños en las versiones dulcificadas de Grimm),[119] esa visión habría quedado en gran parte perdida. No creo que yo sufriera ningún daño por el horror que había en el ambiente de aquel cuento de hadas, cualesquiera que fuesen las oscuras creencias y prácticas del pasado de las que pudiera proceder. Tales historias producen ahora un efecto mítico o total (imposible de analizar), un efecto independiente por completo de los hallazgos del folklore comparado, y que éste no puede ni explicar ni desvirtuar. [158] Tales historias abren una puerta a Otro Tiempo, y si la cruzamos, aunque sólo sea por un instante, nos quedamos fuera de nuestra propia época, acaso fuera del Tiempo mismo.
Si nos detenemos no sólo a señalar que tales elementos antiguos han sido conservados, sino a considerar cómo han sido conservados, habremos de concluir, creo, que a menudo, si no siempre, ha ocurrido precisamente en razón de este efecto literario. No podemos ser nosotros quienes primero lo hayamos sentido; ni siquiera los hermanos Grimm. De ninguna manera pueden ser los cuentos de hadas lechos rocosos de los que nadie sino el geólogo experto sabe sacar los fósiles. Estos elementos antiguos pueden eliminarse con la mayor facilidad, u olvidarse, o dejarse fuera, o reemplazarse por otros ingredientes: así lo demuestra cualquier comparación de un cuento con sus variantes más inmediatas.
Las cosas que allí aparecen deben con frecuencia haberse mantenido (o haber sido insertadas) porque los narradores orales sentían instintiva o conscientemente su «importancia» literaria.[120] Incluso cuando se adivina que la prohibición en un cuento de hadas deriva de algún tabú que estaba vigente hace ya mucho tiempo, probablemente se lo ha conservado por el gran significado mítico de la prohibición. Es muy posible que cierto sentido de esta importancia se oculte también detrás de algunos de los propios tabúes. No lo harás…, o si lo haces, un infinito pesar inundará tu miseria. Hasta los más amables «cuentos de niños» conocen este factor. Hasta al Conejo Pedro se le vedó un jardín, perdió su chaqueta azul y enfermó. La Puerta Cerrada se alza como una Tentación eterna.
LOS NIÑOS
Voy a ocuparme ahora de los niños, viniendo con ello a la última y más importante de las tres preguntas: ¿cuáles, si alguno hay, son hoy los valores y las funciones de los cuentos de hadas? Normalmente se acepta que los niños son los destinatarios naturales de tales cuentos, o los más apropiados. Al hablar de un cuento de [159] hadas que consideran que tal vez los adultos podrían leer con deleite, quienes hacen su reseña se permiten con frecuencia donaires de este tenor. «Este libro es para niños de entre seis y sesenta años». Pero estoy aún por ver la propaganda de un nuevo coche en miniatura que comience así: «Éste es un juguete para criaturas de entre diecisiete y setenta años»; aunque se me ocurre que esto sería mucho más apropiado. ¿Hay algún nexo estadal entre los niños y los cuentos de hadas? ¿Hay algún comentario que hacer, caso de que un adulto llegue a leerlos? Caso de que los lea como tales cuentos, no si los estudia como curiosidades. A los adultos se les permite coleccionar y estudiar cualquier cosa, hasta programas viejos de teatro o bolsas de papel.
Entre los que aún conservan suficiente sabiduría como para no estimar perniciosos los cuentos de hadas, la opinión habitual parece ser que hay una relación natural entre las mentes infantiles y este tipo de relatos, de suerte similar al nexo que hay entre los cuerpos de los niños y la leche. Creo que es un error; en el mejor de los casos un error de falso sentimiento y un error en el que, por lo tanto, muy a menudo incurren quienes, por la razón personal que sea (la puerilidad, por ejemplo) tienden a considerar a los niños como un tipo especial de criatura, casi como una raza aparte, más que como miembros normales, si bien inmaduros, de una determinada familia y de la familia humana en general.
De hecho, la asociación de niños y cuentos de hadas es un accidente de nuestra historia doméstica. En nuestro mundo moderno e ilustrado, los cuentos de hadas han sido relegados al «cuarto de los niños», de la misma forma que un mueble destartalado y pasado de moda queda relegado al cuarto de juegos, debido sobre todo a que los adultos ya no lo quieren ni les importa que lo maltraten.[121] No es la preferencia de los niños lo que decide una cosa así. Como grupo o clase —y lo único que así los [160] conjunta es la falta común de experiencia—, a los niños no les agradan los cuentos de hadas más que a los adultos, ni los entienden mejor que ellos; no más ni mejor de lo que les gustan otras muchas cosas. Son jóvenes y están creciendo, y por regla general tienen buen apetito, así que también por regla general los cuentos de hadas bajan bastante bien a sus estómagos. Pero lo cierto es que sólo algunos niños y algunos adultos sienten por ellos una afición especial; y cuando la sienten, no es una afición exclusiva, ni siquiera necesariamente dominante.[122] Es también una afición, así lo estimo, que no suele aparecer muy temprano en la niñez, a menos que medie un estímulo artificial; y si es innata, ciertamente no decrece con la edad, sino que aumenta.
Es cierto que en tiempos recientes los cuentos de hadas han sido casi siempre escritos o «adaptados» para niños. Pero otro tanto puede ocurrir con la música, los versos, las novelas, la historia o los manuales científicos. Es un procedimiento peligroso, aun cuando resulte necesario. Y sólo se salva del desastre por el hecho de que las artes y las ciencias no están en su conjunto relegadas a la enseñanza primaria; en la enseñanza primaria y secundaria sólo se imparten las aficiones y los reflejos del mundo adulto que a los adultos (a menudo muy equivocados) les parecen adecuados para los niños. Si cualquiera de estas cosas quedara por completo relegada a la primera enseñanza, terminaría gravemente dañada. Como terminaría estropeada y rota una hermosa mesa, un buen cuadro o una máquina útil (un microscopio, por ejemplo) si permaneciesen mucho tiempo desatendidos en un aula. Desterrados así los cuentos de hadas, desgajados del conjunto del arte adulto, acabarían por ser destruidos; y de hecho han sido destruidos en la medida en que así se los ha desterrado.
En mi opinión, pues, el valor de estos cuentos no ha de medirse con los niños como única referencia. Las colecciones de cuentos no son por naturaleza sino desvanes y trasteros. Sólo una costumbre local o accidental las convierte en cuartos de niños. Están llenas de cosas en desorden y muchas veces maltrechas, un revoltijo de fechas, intenciones y gustos; pero entre ellas puede hallarse de vez en cuando algo de valor permanente: [161] una antigua obra de arte no demasiado estropeada, que sólo por estupidez habría quedado allí almacenada.
Los libros de hadas de Andrew Lang no son, probablemente, trasteros. Más bien tenderetes de un mercado. Alguien con un plumero y buen ojo para las cosas que aún conservan cierto valor ha estado revolviendo áticos y desvanes. Sus antologías son en gran medida un derivado de sus estudios adultos de mitología y folklore; pero se las convirtió en libros para niños y así se las presentó.[123] Merece la pena considerar algunas de las razones que Lang ofrece.
La introducción a la primera de la serie habla de «los niños a quienes y para quienes estas historias se relatan». «Representan —dice— la edad juvenil del hombre fiel a sus primeros amores, y muestran el filo aún no embotado de su fe y una nueva avidez de prodigios.» «La gran pregunta —dice— que los niños hacen es: “¿Es eso verdad?”»
Tengo la sospecha de que fe y avidez de prodigios se consideran aquí idénticos y estrechamente relacionados. Son radicalmente diferentes, si bien una mente humana en desarrollo no diferencia ni en seguida ni al principio su avidez de prodigios de su avidez general. Parece bastante claro que Lang usaba el término fe en su sentido ordinario: creencia de que una cosa existe o puede existir en el mundo real (primario). Si así fuera, temo que de las palabras de Lang, desprovistas de sentimiento, sólo pueda deducirse que el narrador de cuentos maravillosos para niños explota su credulidad, o puede hacerlo, o en cualquier caso lo hace, explota la falta de experiencia de los niños que les hace menos sencillo distinguir en casos concretos la realidad de la ficción, a pesar de que esa diferenciación sea básica para una mente humana sana y para los mismos cuentos de hadas.
Naturalmente que los niños son capaces de una fe literaria cuando el arte del escritor de cuentos es lo bastante bueno como para producirla. A ese estado de la mente se lo ha denominado «voluntaria suspensión de la incredulidad». Mas no parece que ésa sea una buena definición de lo que ocurre. Lo que [162] en verdad sucede es que el inventor de cuentos demuestra ser un atinado «sub-creador». Construye un Mundo Secundario en el que tu mente puede entrar. Dentro de él, lo que se relata es «verdad»: está en consonancia con las leyes de ese mundo. Crees en él, pues, mientras estás, por así decirlo, dentro de él. Cuando surge la incredulidad, el hechizo se rompe; ha fallado la magia, o más bien el arte. Y vuelves a situarte en el Mundo Primario, contemplando desde fuera el pequeño Mundo Secundario que no cuajó. Si por benevolencia o por las circunstancias te ves obligado a seguir en él, entonces habrás de dejar suspensa la incredulidad (o sofocarla); porque si no, ni tus ojos ni tus oídos lo soportarían. Pero esta interrupción de la incredulidad sólo es un sucedáneo de la actitud auténtica, un subterfugio del que echamos mano cuando condescendemos con juegos e imaginaciones, o cuando (con mayor o menor buena gana) tratamos de hallar posibles valores en la manifestación de un arte a nuestro juicio fallido.
El verdadero entusiasta del criquet vive bajo este hechizo: el de la Fe Secundaría. Cuando yo contemplo un encuentro de criquet me encuentro a un nivel inferior. Y puedo alcanzar una (mayor o menor) suspensión voluntaria de la incredulidad cuando allí me retiene y sostiene algún otro motivo que aparta de mí el aburrimiento; por ejemplo: una preferencia indómita y heráldica por el azul oscuro en vez de por el azul claro. Es posible que esta suspensión de la incredulidad sea así un estado mental algo laso, pobre o sentimental, y es posible que esté algo escorada hacia lo «adulto». Me da la impresión de que ésta precisamente es con frecuencia la posición de los adultos ante un cuento de hadas. Los retiene y sostiene el sentimiento (recuerdos de la niñez o nociones de a lo que la niñez debiera asemejarse); creen que el cuento debería gustarles. Pero si verdaderamente les gustase por sí mismo, no tendrían que dejar la incredulidad en suspenso: creerían sin más… en este sentido.
Ahora bien, si Lang hubiera querido decir algo parecido a esto, podría haber habido algo de verdad en sus palabras. Acaso se arguya que es más fácil provocar el hechizo en los niños. Es posible que sí, aunque yo no estoy seguro de ello. Si así lo parece, yo creo que a menudo sólo se debe a una ilusión de los adultos producida por la humildad de los niños, por su falta de [163] experiencia crítica y de vocabulario y por su voracidad (propia de su rápido crecimiento). Les gusta o intentan que les guste lo que se les da: y si no les gusta, no logran expresar bien su desagrado ni logran razonarlo (y llegan así a ocultarlo); y les gustan de forma indiscriminada una gran cantidad de cosas diferentes, sin molestarse por analizar los distintos niveles de su creencia. Dudo en cualquier caso que esta poción —el hechizo de un buen cuento de hadas— sea realmente una de ésas que pierden «fuerza» con la costumbre, menos fuertes a medida que se prodigan los tragos.
Lang dijo que la gran pregunta que hacen los niños es: «¿Es eso verdad?» Desde luego que hacen esa pregunta, bien lo sé; y no es pregunta que se conteste ni en un segundo ni de cualquier manera.[124] Pero el interrogante mismo apenas constituye prueba ninguna de una «fe embotada», ni prueba siquiera de que los niños deseen tal cosa. Nace con harta frecuencia del deseo que el niño siente de saber qué tipo de literatura tiene delante. El conocimiento que los niños tienen del mundo es muchas veces tan escaso que no pueden discernir de improviso y sin ayuda entre lo fantástico, lo extraño (hechos raros o remotos), lo disparatado y lo meramente «adulto» (es decir, las cosas ordinarias del mundo de sus padres, que en gran medida aún les queda por explorar). Pero reconocen los diferentes tipos y en ocasiones es posible que gusten de todos ellos. Claro que a veces los límites entre unos y otros fluctúan y se confunden; mas eso no es sólo cierto en los niños. Todos conocemos las diferencias entre los géneros, aunque no siempre sabemos catalogar con seguridad todo lo que oímos. Es muy posible que un niño crea la conseja de que en la vecina provincia hay ogros; a muchos adultos les resulta fácil creerlo de otros países; y en lo que se refiere a otros planetas, poquísimos adultos parecen capaces de imaginarlos poblados, si lo imaginan, por algo que no sean monstruos de iniquidad.
Pues bien, yo era uno de los niños a quienes Andrew Lang se dirigía (vine al mundo casi al mismo tiempo que el Green Fairy Book), [164] niños para quienes él parecía pensar que los cuentos de hadas eran el equivalente de las novelas de los adultos, y niños de quienes dijo: «Sus gustos siguen siendo los de sus desnudos antepasados de hace miles de años; y parece que los cuentos de hadas les agradan más que la historia, la poesía, la geografía o la aritmética».[125] Pero ¿sabemos mucho realmente de esos «desnudos antepasados», a excepción de que no estaban en absoluto desnudos? Por muy antiguos que sus elementos puedan ser, nuestros cuentos no son con seguridad los mismos que los de ellos. Y, sin embargo, si damos por sentado que nosotros tenemos cuentos de hadas porque ellos los tuvieron, ocurre entonces que probablemente contamos también con la historia, la geografía, la poesía y la aritmética porque a ellos les agradaban estas cosas, en la medida en que les era dado comprenderlas y en la medida asimismo en que ellos habrían ya diferenciado las distintas ramas de su interés general por todas las cosas.
Y en cuanto a los niños de nuestros días, la descripción de Lang no cuadra con mis propios recuerdos ni con mi experiencia con niños. Acaso Lang se equivocaba con los que él conoció; si así no fuera, se debería entonces a que de todas formas los niños difieren considerablemente entre sí, incluso dentro de los estrechos límites de Gran Bretaña; y engañosas serían las generalizaciones que los tratan como grupo (sin consideración a sus talentos individuales ni a las influencias del paisaje en que viven ni a su educación). Yo no tenía un «deseo especial de creer». Yo quería saber. La Fe dependía del modo en que, bien los mayores o los autores, me ofrecían los cuentos, o dependía del tono y de las cualidades inherentes al relato. Pero no consigo recordar que jamás el disfrute de una narración dependiera de la fe en que cosas tales pudiesen suceder o hubiesen sucedido en la «vida real». Los cuentos de hadas, como es obvio, no se ocupaban mayormente de lo posible, sino de lo deseable. Y sólo daban en el blanco si despertaban los deseos y, al tiempo que los estimulaban hasta límites insufribles, también los satisfacían. No es preciso ser en esto más explícito, porque espero decir después algo más en torno a este deseo, en el que entran muchos ingredientes, algunos universales, otros propios sólo del [165] hombre moderno (niños incluidos), o propios incluso sólo de cierta clase de hombres. Yo no sentí ganas de tener sueños ni aventuras como los de Alicia, y sus pormenores no pasaban de distraerme. Sentí muy pocas ganas de buscar tesoros escondidos o de luchar contra los piratas, y La isla del tesoro me dejaba frío. Prefería los Pieles Rojas: en esas historias había arcos y flechas (tuve y tengo aún un deseo del todo insatisfecho de manejar bien el arco), y extraños idiomas, y atisbos de un modo arcaico de vida, y sobre todo bosques. Pero aún me gustaba más el país de Merlín y Arturo. Y lo que por encima de todo prefería era el innominado Norte de Sigurd el völsungo y el príncipe de todos los dragones. Hacia tales regiones miraban con preferencia mis deseos. Jamás me pasó por la imaginación que el dragón fuese de la misma familia que el caballo. Y no era sólo porque viera caballos a diario y jamás ni tan sólo la huella de un saurio.[126] Era que el dragón llevaba patente sobre su lomo la impronta De Fantasía, Cualquiera que fuese el mundo en que él viviese, se trataba de Otro Mundo. La fantasía, la creación o el vislumbre de Otros Mundos, ése era el núcleo mismo de esta acucia por el País de las Hadas. Yo penaba por los dragones con un profundo deseo. Claro que yo, con mi tímido cuerpo, no deseaba tenerlos en la vecindad, ni que invadieran mi mundo relativamente seguro, en el que, por ejemplo, era posible leer cuentos con paz de espíritu, libre de temores.[127] Pero el mundo que incluía en sí hasta la fantasía de Fáfnir era más rico y bello, cualquiera que fuese el precio del peligro. El que habita tranquilas y fértiles llanuras puede llegar a oír hablar de montañas escabrosas y mares vírgenes y a suspirar por ellos en su corazón. Porque el corazón es fuerte, aunque el cuerpo sea débil.
De todas formas, aun cuando ahora considero que la lectura de los cuentos de hadas en los primeros años fue importante, y hablo de mi experiencia infantil, he de reconocer que el gusto por tales narraciones no fue la principal característica de mis tempranas aficiones. El auténtico interés por ellas se despertó [166] tras los tiempos de la primera infancia, y tras los años que median entre el aprendizaje de la lectura y la escuela, que aunque pocos, ahora parecen dilatados. En esta época (iba a escribir «feliz», o «dorada»; en realidad fue triste e inquieta) había otras cosas que me gustaban tanto o más: como la historia, la astronomía, la botánica, la gramática o la etimología. En principio, yo no respondía lo más mínimo a la generalización de «niño» propuesta por Lang, o sólo por casualidad en algunos aspectos. Yo era, por ejemplo, insensible a la poesía, y cuando en los cuentos había versos, me los saltaba. Descubrí la poesía mucho después, en el latín y el griego, sobre todo cuando me vi obligado a intentar traducir versos ingleses a las lenguas clásicas. El auténtico interés por la literatura fantástica me lo despertó la filología, ya en el umbral de los años mozos, y la guerra lo aceleró y desarrolló del todo.
Puede que lo dicho sobre este punto sea ya más que suficiente. Por lo menos queda claro que, en mi opinión, los cuentos de hadas no han de estar particularmente asociados con los niños. Existe una relación de tipo natural, porque los niños son seres humanos y los cuentos son algo connatural a la sensibilidad humana (aunque no tenga por qué ser universal); hay otra relación de tipo circunstancial, porque cuentos de hadas son la mayor parte de los desechos literarios con que la Europa de los últimos tiempos ha estado atiborrando sus desvanes; y una tercera de tipo anormal, a causa de una sensiblería equivocada hacia los niños, una sensiblería que parece ir en aumento a medida que el número de niños desciende.
Cierto es que esa época de afecto por la infancia ha producido algunos libros deliciosos de esa índole, o próximos a ella (que, sin embargo, ofrecen un encanto especial para los adultos); pero también ha propiciado una horrenda espesura de obras escritas o adaptadas a lo que se suponía (o se supone) que es la medida de las mentes infantiles. Se acaramelan o se censuran los antiguos relatos, cuando habría que preservarlos como son; las imitaciones resultan con frecuencia puras ñoñeces, sandeces sin el menor interés, o bien paternalistas, cuando no, y esto es lo peor, solapadamente cínicas, siempre con un ojo puesto en los demás adultos presentes. No voy a acusar de ello a Andrew Lang, pero está claro que se sonreía para sus adentros y [167] que con demasiada frecuencia tenía en cuenta Los rostros de otros adultos inteligentes que sobresalían sobre las cabezas de su audiencia infantil. Con grave detrimento para sus Chronicles of Pantouflia.
Dasent replicó con ardor e imparcialidad a los pudibundos críticos de su traducción de los cuentos populares escandinavos. Pero cometió la sorprendente tontería de prohibir específicamente a los niños la lectura de los dos últimos de la colección. Casi parece increíble que una persona pueda dedicarse al estudio de los cuentos de hadas y no saque mejores enseñanzas. Pero ni las críticas habrían sido precisas, ni las réplicas ni las prohibiciones, si no se hubiera considerado innecesariamente a los niños como los lectores exclusivos del libro.
No niego que sean ciertas —aunque suenen sensibleras— las siguientes palabras de Andrew Lang: «Quien desee entrar en el Reino de Fantasía habrá de tener corazón de niño». Porque tenerlo resulta necesario en toda gran aventura, y tanto en territorios más pequeños como mucho más grandes que el de Fantasía. Pero la humildad y la inocencia —que es lo que en un contexto como éste debe entenderse por «corazón de niño»— no implican necesariamente un asombro indiscriminado ni, desde luego, una indiscriminada ternura. Chesterton comentó en cierta ocasión que los niños con los que había visto El pájaro azul de Maeterlinck se mostraron insatisfechos «porque no terminaba con el Día del Juicio Final y porque el héroe y la heroína no se enteraban de la fidelidad del Perro y de la infidelidad del Gato». «Porque los niños —dice—, son inocentes y aman la justicia, mientras que la mayoría de nosotros no lo somos y preferimos la misericordia.»
Andrew Lang anduvo errado en este punto. Tuvo dificultades para justificar la muerte del Enano Amarillo a manos del príncipe Ricardo en uno de sus propios cuentos. «Odio la crueldad —dijo—,… pero fue en lucha leal, con la espada en la mano, y el enano murió con las botas puestas. ¡Descansen en paz sus cenizas!» No parece claro, sin embargo, que una «lucha leal» sea menos cruel que un «juicio leal»; o que atravesar a un enano con una espada sea más justo que la ejecución de reyes malvados y malignas madrastras, cosas de las que Lang abjura: él, y se jacta de ello, envía a los criminales al retiro con una [168] sustanciosa pensión. Esto es misericordia sin la temperancia de la justicia. Bien es cierto que esta declaración no iba dirigida a los niños, sino a los padres y tutores a los que Lang recomendaba su Prince Prigio y su Prince Ricardo como obras adecuadas para sus hijos y pupilos.[128]7 Son los padres y tutores quienes han clasificado los cuentos de Lang como Juvenilia. Y éste es un pequeño ejemplo de la adulteración de valores que se produce.
Si usamos la palabra niño en su buen sentido (tiene también, con todo derecho, otro malo), no debemos consentir que ello nos empuje al sentimentalismo de utilizar adulto o mayor en su mal sentido (también tiene, con todo derecho, otro bueno). El proceso de crecimiento no va necesariamente unido a una creciente perversidad, aunque sí es verdad que con frecuencia ambos suelen darse a un mismo tiempo. Los niños están hechos para crecer, no para quedarse en Peter Pan. No perder la inocencia y la ilusión, sino progresar en la ruta marcada, en la que ciertamente es mejor llegar que viajar esperanzados, aunque hayamos de viajar esperanzados si queremos llegar. Pero una de las enseñanzas de los cuentos de hadas (si puede hablarse de enseñanza en las cosas que no la imparten) es que a la juventud inexperta, abúlica y engreída, el peligro, el dolor y el aleteo de la muerte suelen proporcionarle dignidad y hasta en ciertos casos sentido común.
No caigamos en el error de dividir a la humanidad entre elois y morlocks: hermosos niños («elfos», como a menudo los calificaba estúpidamente el siglo XVIII), con sus cuentos de hadas cuidadosamente podados por un lado, y morlocks tenebrosos por otro, al cuidado siempre de sus máquinas. Si algún interés tiene la lectura de los cuentos de hadas como género específico es que merece la pena escribirlos por y para los adultos. Pondrán en ellos, sin duda, y de ellos extraerán más de lo que los niños puedan poner y obtener. Y entonces, como una rama más de un arte auténtico, los niños pueden tener la esperanza de que se les escriban cuentos, cuentos a su medida; como acaso esperan disponer de adecuadas introducciones a la poesía, la historia o las ciencias. De todas formas, siempre es preferible que algunas de las cosas que lean, en particular los cuentos de hadas, [169] sobrepasen su capacidad y no se les queden cortas. Los libros, como la ropa, no deben estorbar el crecimiento; los libros deben, cuando menos, alentarlo.
Ahora bien, si los adultos se decidiesen a acercarse a la lectura de esos cuentos como a una rama más de la literatura —sin jugar a ser niños ni simular que realizan una selección para niños, ni siendo niños que se niegan a crecer—, ¿cuáles serían los valores y cuáles las funciones de este género? Ésta es, en mi opinión, la última y definitiva pregunta. Ya he dejado entrever algunas de mis respuestas. Ante todo, si están escritos con arte, ése será simplemente el valor primordial de tales cuentos, que, en cuanto literatura, comparten con el resto de las formas literarias. Pero los cuentos de hadas ofrecen también en forma y grado excepcional otros valores: Fantasía, Renovación, Evasión y Consuelo, de todos los cuales, por regla general, necesitan los niños menos que los adultos. La mayoría de estas cosas se tienen hoy por perjudiciales para todo el mundo. Me detendré brevemente en cada una de ellas, comenzando por la Fantasía.
FANTASÍA
La mente del hombre tiene capacidad para formar imágenes de cosas que no están de hecho presentes. La facultad de concebir imágenes recibe (o recibió) el nombre lógico de Imaginación. Pero en los últimos tiempos y en el lenguaje especializado, no en el de todos los días, se ha venido considerando a la Imaginación como algo superior a la mera formación de imágenes, adscrito al campo de operaciones de lo Fantasioso, forma reducida y peyorativa del viejo término Fantasía; se está haciendo, pues, un intento para reducir, yo diría que de forma inadecuada, la Imaginación al «poder de otorgar a las criaturas de ficción la consistencia interna de la realidad».
Aun cuando pueda parecer ridículo que una persona tan poco docta pueda mantener una opinión sobre este punto tan básico, me arriesgo a pensar que la diferenciación es filológicamente inadecuada y el análisis, inexacto. Una cosa, o un aspecto, es el poder mental para formar imágenes, y su denominación adecuada debe ser Imaginación. La percepción de la imagen, [170] la aprehensión de sus implicaciones y su control, necesarios para una eficaz expresión, pueden variar en viveza y vigor; pero ello supone una diferencia de grado con respecto a la Imaginación, no de esencia. El logro de la expresión que proporciona (o al menos así lo parece) «la consistencia interna de la realidad»[129] es ciertamente otra cosa, otro aspecto, que necesita un nombre distinto: el de Arte, el eslabón operante entre la Imaginación y el resultado final, la Sub-creación. Para el fin que ahora me propongo preciso de un término que sea capaz de abarcar a la vez el mismísimo Arte Sub-creativo y la cualidad de sorpresa y asombro expositivos que se derivan de la imagen: una cualidad esencial en los cuentos de hadas.
Me propongo, pues, arrogarme los poderes de Humpty-Dumpty y usar de la Fantasía con ese propósito; es decir, con la intención de combinar su uso más tradicional y elevado (equivalente a Imaginación) con las nociones derivadas de «irrealidad» (o sea, disimilitud con el Mundo Primario) y liberación de la servidumbre del «hecho» observado; la noción, en pocas palabras, de lo fantástico. Soy consciente, y con gozo, de los nexos etimológicos y semánticos entre la fantasía y lo fantástico: entre la fantasía y las imágenes de cosas que no sólo «no están realmente presentes», sino que con toda certeza no vamos a poder encontrar en nuestro mundo primario, o que en términos generales creemos imposibles de encontrar. Pero, aun admitiendo esto, no puedo aceptar un tono peyorativo. Que sean imágenes de cosas que no pertenecen al mundo primario (si tal es posible) resulta una virtud, no un defecto. En este sentido, la fantasía no es, creo yo, una manifestación menor sino más elevada del Arte, casi su forma más pura, y por ello —cuando se alcanza— la más poderosa.
La fantasía, claro, arranca con una ventaja: la de domeñar lo inusitado. Pero esta ventaja se ha vuelto en su contra y ha contribuido a su descrédito. A mucha gente le desagrada que la «dominen». Les desagrada cualquier manipulación del Mundo Primario o de los escasos reflejos del mismo que les resultan familiares. Confunden, por tanto, estúpida y a veces malintencionadamente, la Fantasía con los Sueños, en los que el Arte no existe;[130] [171] y con los desórdenes mentales, donde ni siquiera se da un control; y con las visiones y alucinaciones.
Pero el error o la malicia, que vienen engendrados por el desasosiego y el consiguiente disgusto, no son la causa única de esta confusión. La Fantasía presenta también una desventaja esencial: es difícil de alcanzar. En mi opinión, la Fantasía no tiene por qué ser menos, sino más sub-creativa; pero de todas maneras la práctica enseña que «la consistencia interna de la realidad» es más difícil de conseguir cuanto más ajenas a las del Mundo Primario sean las imágenes y la nueva estructuración de la materia original. Con materiales más «sobrios» es más fácil lograr esa especie de «realidad». Así que la Fantasía queda con demasiada frecuencia casi en barbecho: se la usa y ha usado con ligereza, con poca seriedad, o simplemente como decorado; se queda, sin más, en lo «fantasioso». Cualquiera que haya recibido el maravilloso instrumento del lenguaje puede decir el verde sol Y muchos pueden imaginarlo o figurárselo. Pero no es suficiente, aunque pueda considerárselo ya un logro mayor que muchos de los apuntes y cuadros «de la vida real» que reciben el aplauso literario.
Crear un Mundo Secundario en el que un sol verde resulte admisible, imponiendo una Creencia Secundaria, ha de requerir con toda certeza esfuerzo e intelecto, y ha de exigir una habilidad especial, algo así como la destreza élfica. Pocos se atreven con tareas tan arriesgadas. Pero cuando se intentan y se alcanzan, nos encontramos ante un raro logro del Arte: auténtico arte narrativo, fabulación en su estadio primario y más puro.
En el arte del hombre es mejor reservar la Fantasía para el campo de la palabra, para la verdadera literatura. En pintura, por ejemplo, la representación visual de imágenes fantásticas es técnicamente muy sencilla; la mano tiende a sobrepasar a la mente, e incluso a desbordarla.[131] Con un frecuente resultado de ñoñería y morbidez. Es una desgracia que al Teatro, arte fundamentalmente distinto de la Literatura, se le tenga en general como un todo con ella, o como parte de ella. Hemos de reconocer [172] que otra de tales desgracias es la depreciación de la Fantasía. Ya que al menos en parte tal depreciación se debe al natural deseo de los críticos de pregonar las formas de literatura o de «imaginación» que de forma innata o por deformación profesional prefieren. Y en un país que ha producido un Teatro tan importante y que cuenta con las obras de William Shakespeare, la crítica tiende a ser teatral en demasía. Pero el Teatro es por naturaleza hostil a la Fantasía. En el Teatro, casi siempre fracasa la Fantasía, incluso en sus formas más sencillas, cuando se la presenta del modo que le es propio, ante y para el público. Las formas de la Fantasía no se pueden enmascarar. Puede que si los hombres se disfrazan de animales parlantes sean válidos como bufones o mimos, pero no se acercan a la Fantasía. Creo que esto queda bien demostrado por el fracaso de esa forma bastarda que es la pantomima. Cuanto más se acerca al «cuento de hadas dramatizado», peor resultado da. Sólo se la tolera cuando el argumento y su fantasía quedan reducidos a meros vestigios de un entramado de farsa, y de nadie se requiere o se espera ningún tipo de «credulidad» en ningún momento de la representación. Esto, claro está, se debe al hecho de que los directores de escena tienen que echar mano de la tramoya, o así lo intentan, para simular tanto lo fantástico como lo mágico. En cierta ocasión presencié una de las llamadas «pantomimas infantiles», el mismísimo cuento de El gato con botas, incluida la transformación del ogro en ratón. De haber resultado la tramoya un éxito, hubiese aterrorizado a los espectadores o hubiera significado un auténtico acto de magia. Tal como se desarrolló, en cambio, aunque resuelta con cierta ingeniosidad luminotécnica, no necesitamos tanto sofocar nuestra incredulidad como ahorcarla, arrastrarla y hacerla cuartos.
Cuando leo Macbeth, encuentro a las brujas aceptables: poseen una función narrativa y una anticipación de tenebroso significado, a pesar de que resultan vulgares, las pobrecillas. En una representación son casi insoportables. Y me lo parecerían del todo de no ser por la impresión favorable que de ellas obtuve en mis lecturas de la obra. Dicen que mis sentimientos serían otros si tuviese la mentalidad de aquella época, con su caza de brujas y los juicios subsiguientes. Lo que equivale a decir: si considerase posibles a las brujas, más aún, probables, en el Mundo Primario. [173] En otras palabras, si dejasen de ser «fantasía». Este argumento dilucida la cuestión. Hay un destino casi seguro para la Fantasía cuando cae en manos de un dramaturgo: termina evaporada o envilecida, hasta con un dramaturgo como Shakespeare. En realidad, Macbeth es la obra de teatro de un autor que, al menos en esta ocasión, debería haber escrito una narración, si hubiese tenido la habilidad y la paciencia para hacerlo.
Otra razón de más peso que la inadecuación de los efectos escénicos es, según creo, ésta: el Teatro ha intentado ya, por su misma naturaleza, una especie de falsa magia ¿o tendría que llamarlo sucedáneo?: la materialización en el escenario de los personajes imaginarios de una historia. Esto ya es en sí mismo un intento de usurpar la varita de los magos. Aunque la tramoya resultase un éxito, añadir más magia o fantasía a este mundo secundario y casi mágico sería postular, por así decir, un mundo aún más profundo o terciario. Y eso ya es demasiado mundo. Acaso no sea imposible lograrlo. Pero yo nunca he visto hacerlo con éxito. Y por lo menos no se puede afirmar que sea el estilo más idóneo para el teatro, en el que se ha comprobado que el medio natural del Arte y la ilusión es la gente normal y corriente.[132]
Por esta razón concreta, porque en el teatro no hay que imaginarse los personajes, ni siquiera los escenarios, sino verlos realmente, el Teatro es un arte fundamentalmente distinto del narrativo, a pesar de que haga uso de materiales similares: la palabra, el verso, el argumento. Por tanto, si uno prefiere el Teatro a la Literatura (caso clarísimo de muchos críticos literarios) y basa sus juicios sobre todo en la crítica dramática o en el mismo Teatro, queda predispuesto a entender mal la pura narrativa de ficción y a constreñirla a las limitaciones de las representaciones escénicas. Es más probable, por ejemplo, que prefiera personajes, hasta los más groseros y elementales, a objetos. En una obra de teatro se encontrará muy poco sobre los árboles como tales.
Ahora bien, esas obras con las que, según numerosas crónicas, los elfos han obsequiado a los hombres, ese «Teatro de Hadas» puede reflejar la Fantasía con un realismo e inmediatez que escapan al alcance de cualquier tramoya humana. No es, [174] pues, de extrañar que su efecto normal en el hombre sea el de sobrepasar la Creencia Secundaria. Si asistimos a una obra de teatro élfica, nos encontramos, o así lo creemos, metidos de lleno en el Mundo Secundario. La experiencia puede ser semejante a la del Sueño y, al parecer, con él la ha confundido a veces el hombre. No obstante, el teatro de hadas nos hunde en un sueño tejido por otra mente, y puede que la noción de este hecho inquietante se nos escape. La experiencia directa de un Mundo Secundario es brebaje harto fuerte, y le concedemos Credibilidad Primaria, a pesar de que los hechos sean maravillosos. Quedamos así burlados. Que tal sea la intención de los elfos en todas o en algunas ocasiones, ésa ya es otra cuestión. En cualquier caso, ellos no quedan burlados. Consideran esto un aspecto del Arte, diferente de la Magia o de la Brujería propiamente dichas. No viven en ese mundo, aunque puedan quizá dedicarle más tiempo que nuestros artistas. El Mundo Primario, la Realidad, es el mismo para los elfos que para los hombres, aunque percibido y valorado en forma distinta.
Creo que se hacen precisas unas palabras sobre esta habilidad élfica, si bien todas las que se le han dedicado han quedado borrosas y confundidas con otras cuestiones. Tenemos la Magia a mano. Yo mismo la he mencionado antes (p. 141), aunque no debería haberlo hecho. La palabra Magia habría que reservarla para dar nombre al tejemaneje del Mago. Y el Arte es la actividad humana que da origen en su desenvolvimiento a la Creencia Secundaría, a pesar de que éste no es su único y primordial objetivo. Esa misma clase de Arte, pero más exquisito y menos laborioso, pueden utilizarlo los elfos, o al menos así parecen indicarlo las crónicas. Sin embargo, a la más poderosa y típica habilidad élfica la denominaré Encantamiento, por carecer de un término menos controvertible. El Encantamiento genera un Mundo Secundario accesible tanto al creador como al espectador, para mayor gozo de sus sentidos mientras se hallan inmersos en él; y en estado puro es artístico tanto en deseos como en designios. La Magia produce, en cambio, o pretende producir, una alteración en el Mundo Primario. No importa a quién se atribuya su práctica, hadas o mortales, aparece distinta de las otras dos manifestaciones; no es un arte, sino una técnica; desea el poder en este mundo, el dominio de las cosas y las voluntades. [175]
La Fantasía aspira a igualar el buen hacer de los elfos, el Encantamiento, y cuando lo logra, es la manifestación del arte humano que más se le aproxima. En el fondo de muchas de las historias élficas escritas por el hombre yace, patente o encubierto, puro o amalgamado, el deseo de un arte sub-creativo vivo, cumplido, que en el fondo es distinto por completo del afán egotista de poder característico del simple mago, por mucho que aparentemente pueda ser semejante. Este deseo constituye la parte mejor de los elfos, aunque siga siendo peligrosa. Y de ellos es de quienes podemos aprender cuál es el anhelo y la aspiración íntima de la Fantasía humana, incluso aunque los elfos sólo sean (y más aún si lo son) un producto de esa misma Fantasía. Lo único que logran las falsificaciones es engañar este deseo, tanto si se trata de los inocentes aunque torpes trucos de los dramaturgos humanos como de los malintencionados fraudes de los magos. En este mundo el hombre no puede satisfacerlo, y el deseo se convierte así en imperecedero. Si no se lo corrompe, no busca engañar ni hechizar ni dominar; busca compartir el enriquecimiento, busca compañeros en la labor y en el gozo, no esclavos.
A muchos la Fantasía, este arte sub-creativo que le hace al mundo y a todo lo que en él hay sorprendentes trucos y combina nombres y redistribuye adjetivos, les ha parecido sospechosa, cuando no ilegítima. A algunos les ha resultado, como poco, una tontería infantil, algo que queda para la infancia de los pueblos o de las personas. Por lo que se refiere a su legitimidad, me limitaré a citar un corto párrafo de una carta que una vez escribí a alguien que tildaba a los mitos y cuentos de hadas de «mentiras». Para hacerle justicia añadiré que estuvo lo suficientemente amable y lo bastante equivocado como para calificar la labor de escribir cuentos como «dorar mentiras».
Muy señor mío —dije—. Aunque ahora exiliado,
el hombre no se ha perdido ni cambiado del todo;
quizá conozca la desgracia, pero no ha sido destronado,
y aún lleva los harapos de su señorío.
El Hombre, Sub-creador, es la Luz refractada
como una astilla sacada del Blanco único
de mil colores que se combinan sin cesar [176]
en formas vivas que saltan de mente en mente.
Aunque poblamos el universo y todos sus rincones
con elfos y trasgos y nos atrevimos a hacer dioses
y sus moradas con la sombra y la luz,
y aventamos semillas de dragones… era nuestro derecho
(bien o mal usado). Ese derecho sigue en pie:
aún seguimos la ley por la que fuimos hechos.
La Fantasía es una actividad connatural al hombre. Claro está que ni destruye ni ofende a la Razón. Y tampoco inhibe nuestra búsqueda ni empaña nuestra percepción de las verdades científicas. Al contrarío. Cuanto más aguda y más clara sea la razón, más cerca se encontrará de la Fantasía. Si el hombre llegara a hallarse alguna vez en un estado tal que le impidiese o le privase de la voluntad de conocer o percibir la verdad (hechos o evidencias), la Fantasía languidecería hasta que la humanidad sanase. Si tal situación llegara a darse (cosa que en absoluto se puede considerar imposible), perecería la Fantasía y se trocaría en Enfermizo Engaño.
Porque la Fantasía creativa se basa en el amargo reconocimiento de que las cosas del mundo son tal cual se muestran bajo el sol; en el reconocimiento de una realidad, pero no en la esclavitud a ella. Sobre la lógica se fundamentó, por ejemplo, el absurdo que impregna las narraciones y los versos de Lewis Carroll. Si no fuésemos capaces de distinguir las ranas de los hombres, no habrían llegado a escribirse cuentos de hadas sobre reyes-rana.
Se pueden, claro, cometer excesos con la Fantasía. Se la puede utilizar mal. Se la puede aplicar a fines perversos. Puede, incluso, confundir las mentes de las que procede. Pero ¿de qué empresa humana en este mundo caído no se diría otro tanto? Los hombres no sólo han concebido a los elfos, sino que se han inventado dioses y los han adorado; han adorado incluso a los que la maldad de sus autores creó más deformes. Pero esos falsos dioses los han fabricado con otros materiales. Sus conocimientos, sus banderas, sus dineros, hasta sus ciencias y las teorías sociales y económicas han exigido sacrificios humanos. Abusus non tollit usum. La Fantasía sigue siendo un derecho humano: creamos a nuestra medida y en forma delegada, porque [177] hemos sido creados; pero no sólo creamos, sino que lo hacemos a imagen y semejanza de un Creador.
RENOVACIÓN, EVASIÓN Y CONSUELO
Por lo que respecta al envejecimiento, el de las personas o el del tiempo en que vivimos, acaso sea cierto que supone una merma de facultades, como a menudo se presume. Pero ésta es una idea sacada básicamente del simple estudio de los cuentos de hadas. De su análisis resulta una preparación tan perjudicial para escribirlos o para disfrutar con su lectura como lo sería el estudio de la evolución del teatro en todos los países y las épocas para escribirlo o disfrutarlo. El estudio puede ser desalentador. Es fácil que el estudioso piense que a pesar de todos sus esfuerzos no llega sino a reunir unas pocas hojas, muchas de ellas rasgadas o secas, del abundante follaje del Arbol de los Cuentos que alfombra la Arboleda de los Días. Parece un sinsentido aumentar los desechos. ¿Quién podría dibujar una nueva hoja? Hace ya tiempo que el hombre descubrió todo el proceso, desde el brote hasta la floración, y los colores todos que se suceden de la Primavera al Otoño. Aunque esto no es cierto. La semilla del árbol se puede replantar en casi todas las tierras, incluso en una tan contaminada por los humos (según Lang) como la de Inglaterra. La primavera, ciertamente, no pierde su hermosura porque hayamos visto u oído hablar de parecidos fenómenos: parecidos, pero nunca los mismos desde que el mundo es mundo. Cada hoja, sea de roble, fresno o espino, es una plasmación exclusiva del modelo y, para algunas, este año puede ser el de su plasmación, la primera vez que se las ve y se las reconoce, aunque los robles hayan estado dando hojas durante generaciones y generaciones.
No debemos, no tenemos que dejar de dibujar sólo porque todas las líneas tengan forzosamente que ser rectas o curvas ni de pintar porque sólo haya tres colores «primarios». Puede que seamos, sí, más viejos ahora en cuanto que hemos heredado el gozo y las enseñanzas de muchas generaciones que nos precedieron en las artes. Tal vez exista el peligro del aburrimiento en este legado de riqueza; o bien el anhelo de ser originales puede [178] conducirnos a un rechazo de los trazos armoniosos, de los modelos delicados y de los colores «hermosos», o a la mera manipulación y a la elaboración excesiva, calculada y fría de los viejos temas. Pero la auténtica vía de evasión de esta apatía no habrá que buscarla en lo voluntariamente extraño, rígido o deforme, ni en presentar todas las cosas negras o irremisiblemente violentas; ni en la continua mezcolanza de colores para pasar de la sutileza a la monotonía, o en la fantástica complicación de las formas hasta rozar la estupidez y de ésta llegar al delirio. Antes de llegar a tales extremos necesitamos renovamos. Deberíamos volver nuestra mirada al verde y ser capaces de quedamos de nuevo extasiados —pero no ciegos— ante el azul, el rojo y el amarillo. Deberíamos salir al encuentro de centauros y dragones, y quizás así, de pronto, fijaríamos nuestra atención, como los pastores de antaño, en las ovejas, los perros, los caballos… y los lobos. Los cuentos de hadas nos ayudan a completar esta renovación. En este sentido, sólo si los sabemos apreciar pueden ellos volvemos o mantenemos como niños.
La Renovación (que incluye una mejoría y el retorno de la salud) es un volver a ganar: volver a ganar la visión prístina. No digo «ver las cosas tal cual son» para no enzarzarme con los filósofos, si bien podría aventurarme a decir «ver las cosas como se supone o se suponía que debíamos hacerlo», como objetos ajenos a nosotros. En cualquier caso, necesitamos limpiar los cristales de nuestras ventanas para que las cosas que alcanzamos a ver queden libres de la monotonía del empañado cotidiano o familiar, y de nuestro afán de posesión. De todos los rostros que nos rodean, los de nuestros familiares son a la vez los que más dificultad presentan cuando con ellos se quieren hacer juegos de fantasía y los más arduos de contemplar con nuevo interés, percibiendo sus semejanzas y diferencias: percibiendo que todo son rostros y, sin embargo, rostros únicos. Esta cotidianeidad es el castigo por la «apropiación»: los objetos cotidianos o familiares (en el peor de los sentidos) son aquéllos de los que nos hemos apropiado, legal o mentalmente. Decimos que los conocemos. Son como aquellas cosas que una vez llamaron nuestra atención por su brillo, su color o sus formas y que, ya en nuestras manos, encerramos con llave en el arca, las hacemos nuestras y, una vez poseídas, dejamos de prestarles atención. [179]
Los cuentos de hadas, naturalmente, no son el único medio de renovación o de profilaxis contra el extravío. Basta con la humildad. Y para ellos en especial, para los humildes, está Mooreeffoc, es decir, la Fantasía de Chesterton. Mooreeffoc es una palabra imaginada, aunque se la pueda ver escrita en todas las ciudades de este país. Se trata del rótulo «Coffee-room», pero visto en una puerta de cristal y desde el interior, como Dickens lo viera un oscuro día londinense. Chesterton lo usó para destacar la originalidad de las cosas cotidianas cuando se nos ocurre contemplarlas desde un punto de vista diferente del habitual. La mayoría estaría de acuerdo en que este tipo de fantasía es ya suficiente; y en que siempre abundarán materiales que la nutran. Pero sólo tiene, creo yo, un poder limitado, por cuanto su única virtud es la de renovar la frescura de nuestra visión. La palabra Mooreeffoc puede hacemos comprender de repente que Inglaterra es un país harto extraño, perdido en cualquier remota edad apenas contemplada por la historia o bien en un futuro oscuro que sólo con la máquina del tiempo podemos alcanzar, puede hacemos ver la sorprendente rareza e interés de sus gentes, y sus costumbres y hábitos alimentarios. Pero no puede lograr más que eso: actuar como un telescopio del tiempo enfocado sobre un solo punto. La fantasía creativa, por cuanto trata de forma fundamental de hacer algo más —de recrear algo nuevo—, es capaz de abrir nuestras arcas y dejar volar como a pájaros enjaulados los objetos allí encerrados. Las gemas todas se tomarán flores o llamas, y será un aviso de que todo lo que poseíais (o conocíais) era peligroso y fuerte, y que no estaba en realidad verdaderamente encadenado, sino libre e indómito; sólo vuestro en cuanto que era vosotros mismos.
Los elementos «fantásticos» de otro tipo, sea en verso o en prosa, ayudan a esta liberación, aunque sólo resulten decorativos o circunstanciales. No de forma tan completa, sin embargo, como los cuentos de hadas, que son algo que se construye sobre o en torno a la Fantasía, y en los que ésta es el núcleo. La Fantasía se saca del Mundo Primario, pero un buen artesano ama sus materiales y posee el conocimiento y la intuición de la arcilla, la piedra o la madera que sólo el arte de trabajarlos puede proporcionar. Al forjar a Gram se descubrió el temple del hierro; con la creación de Pegaso se ennoblecieron los caballos; [180] en los Arboles del Sol y la Luna se manifiestan gloriosos el tronco y las raíces, la flor y el fruto.
Y es una realidad que los cuentos de hadas (los mejores) tratan amplia o primordialmente de las cosas sencillas o fundamentales que no ha tocado la Fantasía; pero estas cosas sencillas reciben del entorno una luz particular. Porque el narrador que se permite ser «libre» con la Naturaleza puede ser su amante, no su esclavo. Fue en los cuentos de hadas donde yo capté por vez primera la fuerza de las palabras y el hechizo de cosas tales como la piedra, la madera y el hierro, el árbol y la hierba, la casa y el fuego, el pan y el vino.
Terminaré ya hablando de la Evasión y el Consuelo, que están, claro es, íntimamente relacionados. Aunque desde luego los cuentos de hadas no son en forma alguna la única fuente de Evasión, hoy resultan una de las más obvias y (para algunos) más bochornosas manifestaciones de la literatura de «evasión». Así que es razonable añadir a las consideraciones que sobre ello hagamos algunas otras sobre el término «evasión» tal como lo entiende la crítica en general.
He alegado que la Evasión es una de las principales funciones de los cuentos de hadas y, puesto que no los desapruebo, está claro que no acepto el tono peyorativo o condescendiente con el que tan a menudo se emplea hoy en día el término Evasión. Tono que no está en absoluto justificado por los usos de esta palabra fuera del ámbito de la crítica literaria. La Evasión es evidentemente muy práctica por regla general y puede incluso resultar heroica en la Vida Real, como gustan llamarla los que usan mal el término. En la vida real es difícil reprocharle nada, a menos que se malogre. En el campo de la crítica, cuanto más éxito tenga, peor. Es evidente que nos enfrentamos a un uso erróneo de las palabras y al mismo tiempo a una confusión de ideas. ¿Por qué ha de despreciarse a la persona que, estando en prisión, intenta fugarse y regresar a casa? Y en caso de no lograrlo, ¿por qué ha de despreciársela si piensa y habla de otros temas que no sean carceleros y rejas? El mundo exterior no ha dejado de ser real porque el prisionero no pueda verlo. Los críticos han elegido una palabra inapropiada cuando utilizan el término Evasión en la forma en que lo hacen; y lo que es peor, están confundiendo, y no siempre con buena voluntad, [181] la Evasión del prisionero con la huida del desertor. De la misma manera, un portavoz del Partido habría calificado de traidor al que tan sólo criticara o al que escapara de las penalidades del Reich del Führer o de cualquier otro Reich. De igual forma, para hacer la confusión aún mayor y dejar en ridículo a sus oponentes, estos críticos aplican la etiqueta de su desprecio no sólo a la auténtica Evasión, sino a la Deserción y a sus frecuentes camaradas: el Hastío, la Angustia, la Reprobación y la Rebelión. No sólo confunden la fuga del prisionero con la huida del desertor; da la impresión de que prefieren la aquiescencia del colaboracionista a la resistencia del patriota. Si así se piensa, basta decir «la tierra que amamos está condenada» para excusar cualquier traición; más aún, para glorificarla.
Voy a poner un sencillo ejemplo: Evasión es, según ellos, no mencionar en un cuento, o mejor, no detenerse morosamente en las farolas callejeras, todas fabricadas en serie. Pero eso puede deberse —y casi seguro que es así— a la aversión que produce un objeto tan típico de la Era del Robot, que aúna la complicación y la ingeniosidad de medios con la fealdad; y (a menudo) con muy pobres resultados. Puede desterrarse estas farolas de los cuentos simplemente porque son malas farolas; y quizás una de las lecciones que de ellos se hayan de extraer sea la toma de conciencia de este hecho. Pero entonces llega el varapalo: «Las farolas son algo definitivo», dicen. Hace ya tiempo, Chesterton comentó, y con toda la razón, que en cuanto oía decir de una cosa que era «definitiva» tenía la seguridad de que al poco tiempo sería sustituida y considerada conmiserativamente como obsoleta y periclitada. He aquí un anuncio: «El avance de la Ciencia, su ritmo, acelerado por los imperativos de la guerra, es inexorable… convierte en caducas algunas cosas y presagia nuevos avances en el uso de la electricidad». Dice lo mismo, sólo que de forma más amenazadora. Se puede, naturalmente, no tener en cuenta una farola por ser insignificante y perecedera. Los cuentos de hadas, en cualquier caso, tienen cosas mucho más permanentes e importantes de las que ocuparse. El relámpago, por ejemplo. El evasor no está tan sujeto a los caprichos de una moda pasajera como sus oponentes. No convierte las cosas (que con cierta lógica pueden ser tenidas por malas) en amos o dioses a los que adorar por inevitables, o incluso por «inexorables». [182] Y sus oponentes, tan dados al menosprecio, no están seguros de que vaya a detenerse ahí: podría enardecer a la gente para que derribase las farolas. La Evasión tiene otra cara, más maligna aún: la Reacción.
Aunque parezca increíble, no hace mucho tiempo que le oí comentar a un médico interno de Oxford que a él le «satisfacía» la proximidad de las fábricas de producción en serie y el estruendo del tráfico rodado en continuo embotellamiento porque ponía a la Universidad «en contacto con la vida real». Quizá quería indicar que el modo en que el hombre del siglo XX vive y trabaja aumenta en brutalidad a pasos alarmantes, y que la ruidosa prueba de ello en las calles de Oxford ha de servir de aviso de la imposibilidad de conservar durante mucho tiempo con unas simples vallas y sin una auténtica reacción ofensiva (práctica e intelectual) un oasis de cordura en un desierto de irracionalidad. Pero mucho me temo que no se refería a esto. En cualquier caso, la expresión «vida real» parece quedar en este contexto bastante lejos de sus usos académicos. Es sorprendente la idea de que los coches están más «vivos» que, digamos, los centauros o los dragones; que sean más «reales» que, pongamos por caso, los caballos es algo patéticamente absurdo. ¡Qué real, qué sorprendentemente viva es la chimenea de una fabrica comparada con un olmo, ese pobre objeto caduco, sueño banal de un visionario!
A mí en particular me resulta inconcebible que el techo de la estación de Bletchley sea más «real» que las nubes. Y como artefacto, lo encuentro menos inspirador que la legendaria cúpula del firmamento. La pasarela que lleva al andén 4 despierta en mí menos interés que Bifröst [arco iris], guardado por Heimdall con su Gjallarhorn. No puedo apartar de lo que aún queda de indómito en mi corazón el interrogante de si los ingenieros del ferrocarril, de haber sido educados con un poco más de fantasía, no habrían sido capaces de mejores logros con los abundantes medios que por lo general poseen. Imagino que los cuentos de hadas serían mejores humanistas que el universitario al que antes he aludido.
Supongo que gran parte de lo que él y ciertamente otros muchos llamarían literatura «seria» no es más que un pasatiempo al borde de una piscina cubierta. Los cuentos de hadas [183] pueden crear monstruos que vuelan por los aires o moran en los abismos, pero al menos ellos no intentan escapar de los cielos o del mar.
Y si por un momento dejamos de lado la «fantasía», no veo por qué el lector o el autor de cuentos de hadas tengan siquiera que sentirse avergonzados de lo arcaico como elemento de «evasión»: avergonzados de preferir no ya dragones, sino caballos, castillos, veleros, arcos y flechas; no ya elfos, sino caballeros, reyes y clérigos. Porque, después de todo, el ser racional puede llegar mediante la reflexión (que poco tiene que ver con los relatos de hadas o de aventuras) a la condena, implícita al menos en el silencio de la literatura de «evasión», de cosas tan progresistas como las fábricas o las ametralladoras y bombas, que parecen ser sus más naturales, inevitables y hasta me atrevería a decir que «inexorables» logros.
«La crudeza y el horror de la vida en la Europa moderna —esa vida real cuyo hálito habríamos de recibir con regocijo— es prueba de inferioridad biológica, de insuficiente o falsa reacción al medio ambiente.»[133] El castillo más disparatado que haya podido salir nunca del talego de un gigante en una disparatada narración celta es mucho menos horroroso que una fábrica automatizada; y no sólo eso: es también, «en su sentido más real» (por usar una expresión muy actual), muchísimo más real. ¿Por qué no habríamos de condenar o escapar de la adusta e hierática extravagancia de los sombreros de copa o del morlockiano horror de las fábricas? Los condenan incluso los autores del género que mayor evasión supone en la literatura: la ciencia ficción. Estos profetas a menudo vaticinan (y otros muchos parecen anhelarlo) un mundo semejante a una estación de ferrocarril, toda techada de cristal. Pero, por lo general, es bastante difícil colegir de sus palabras qué harán las personas en ese [184] mundo-ciudad. Puede que cambien la «entera guardarropía victoriana» por prendas flojas y con cremallera, pero utilizarán esa libertad, así parece, para jugar con trastos mecánicos al monótono juego de ir y venir a gran velocidad. A juzgar por algunas de tales obras, seguirán siendo tan ambiciosos, codiciosos y vengativos como siempre; y los ideales de sus idealistas rara vez llegan más allá de la gloriosa intención de levantar más ciudades de idénticas características en otros planetas. Es ésta, en verdad, una época en que «se mejoran los medios para malograr los fines». Una causa de la más grave enfermedad de estos días —que engendra el deseo de escapar no de la vida, pero sí de los tiempos actuales y de la miseria que ellos engendran— es que tenemos conciencia cierta tanto de la fealdad de nuestras obras como de su maldad. De forma que maldad y fealdad se nos muestran ligadas de manera indisoluble. Se nos hace difícil concebir la unión de maldad y belleza. El miedo a una maga hermosa, tan extendido en épocas pretéritas, casi escapa a nuestra comprensión. Peor aún: se despoja a la bondad de su propia belleza. En Fantasía se puede concebir, sí, que un ogro posea un castillo tan estremecedor como una pesadilla (puesto que la maldad del ogro así lo requiere), pero no se puede aceptar que un edificio construido con un buen fin —una posada, una venta, el salón de un rey noble y virtuoso— sea también repelente hasta la náusea. En nuestros días sería temerario esperar encontrar uno que no lo fuese, a no ser que haya sido edificado en épocas pasadas.
Éste es, sin embargo, en los cuentos de hadas el aspecto moderno y particular (o accidental) de la evasión, que comparten con las novelas y con otros relatos de o sobre el pasado. Muchos de ellos sólo participan de la «evasión» por el simple hecho de ser reliquias de un tiempo en que la gente estaba por lo general satisfecha con su trabajo artesanal, cuando hoy la mayoría lo menosprecia.
Pero hay otros y más profundos motivos de «evasión» que siempre han estado presentes en los cuentos de hadas y en las leyendas. Hay cosas más tenebrosas y terribles de las que escapar que el ruido, la pestilencia, la insensibilidad y la extravagancia de los motores de combustión interna. Está el hambre, la sed, la pobreza, el sufrimiento, la tristeza, la injusticia y la muerte. [185] E incluso cuando el hombre no tiene que enfrentar la dureza de estas penalidades, quedan todavía antiguas limitaciones para las que los cuentos de hadas ofrecen una cierta salida, y viejas ambiciones y anhelos (en contacto con las raíces mismas de la fantasía) a los que ofrecen cierta satisfacción y consuelo. Algunas son debilidades fáciles de disculpar, como el deseo de visitar con la libertad del pez los abismos del mar; o el anhelo de volar silenciosa, grácil y reposadamente como los pájaros, anhelo que los aviones defraudan salvo en los contados momentos en que los contemplamos en lo alto, silenciosos en el viento y la distancia, virando bajo el sol, es decir, precisamente cuando los imaginamos, no cuando los utilizamos. Existen otros deseos más íntimos, como el de comunicarse con otros seres. En este deseo, tan antiguo como el pecado original, se basa en gran medida el hecho de que las bestias y las criaturas hablen en los cuentos de hadas y, sobre todo, el hecho de que comprendamos mágicamente su propio lenguaje. Ésta es la razón última, no la «confusión» mental que se atribuye a las gentes de un pasado ya perdido, esa pretendida «carencia del sentido de diferenciación entre nosotros y los animales».[134] Desde muy antiguo se tiene una viva conciencia de esta diferencia; pero también se tiene la convicción de que fue traumática: sobre nosotros recae la culpa y un extraño destino. Las criaturas son como reinos con los que el hombre ha roto sus relaciones y sólo los contempla ahora desde el exterior, a distancia, y se encuentra en guerra con ellos o mantiene un difícil e inestable armisticio. Hay algunos que tienen la fortuna de realizar un corto viaje al extranjero; otros han de conformarse con los relatos de los que viajaron. Aunque hablen de ranas. Al referirse a ese cuento tan extraño como difundido de El rey de las ranas, Max Müller preguntaba con toda seriedad: «¿Cómo pudo nunca forjarse semejante historia? Los seres humanos siempre tuvieron, creemos, luces suficientes como para comprender que el matrimonio entre un sapo y una princesa es un absurdo». ¡Claro que lo creemos! Si no fuera así, este cuento no tendría ninguna razón de ser, estando basado, como en esencia lo está, en el sentido de lo absurdo. De nada sirve aquí hablar de los orígenes [186] de la sabiduría popular, o de lo que de ellos intuimos. Ni nos sería de mucha ayuda tomar en consideración el totemismo. Porque cualesquiera que sean las costumbres y creencias que sobre ranas y pozos se ocultan en esta historia, la figura de la rana se conservó y se conserva en los cuentos de hadas[135] precisamente por resultar tan extraña y su matrimonio, tan absurdo, más aún, abominable. Aunque claro está que en las versiones que nos conciernen, gaélicas, alemanas o inglesas,[136] no se produce en realidad el matrimonio entre una princesa y una rana: porque ésta era un príncipe encantado. Y el quid del cuento no está en considerar a las ranas como posibles cónyuges, sino en la necesidad de cumplir las promesas (hasta las que acarreen consecuencias penosas), cosa que, junto con otros mandamientos vigentes, es algo común a toda la Tierra de Fantasía. Ésta es una de las notas de la música élfica, y no precisamente sombría.
Nos queda, por fin, el último y más íntimo deseo: la Gran Evasión, escapar de la muerte. Los cuentos de hadas ofrecen numerosos ejemplos y variantes del que podría considerarse evasor nato, que yo llamaría espíritu fugitivo. Como los ofrecen otros estudios y otras narraciones, en especial las de inspiración científica. Los cuentos de hadas no los escriben las hadas, sino los hombres. Las historias humanas sobre los elfos están impregnadas del afán de escapar de la Inmortalidad. Pero no podemos esperar que nuestras historias sobrepasen el denominador común. Aunque con frecuencia lo logren. Pocas lecciones quedan en ellas más claras que la carga que supone ese tipo de inmortalidad, o mejor sería decir ese transcurso inacabable de la vida hacia el que el «fugitivo» se precipita. El cuento de hadas ha sido y sigue siendo especialmente apto para este tipo de enseñanzas. Para George MacDonald, la muerte fue el mayor tema de inspiración.
Pero el valor «consolador» de los cuentos de hadas ofrece otra faceta, además de la satisfacción imaginativa de viejos anhelos. Mucho más importante es el Consuelo del Final Feliz. Casi me atrevería a asegurar que así debe terminar todo cuento [187] de hadas que se precie. Sí aseguraría cuando menos que la Tragedia es la auténtica forma del Teatro, su misión más elevada; pero lo opuesto es también cierto del cuento de hadas. Ya que no tenemos un término que denote esta oposición, la denominaré Eucatástrofe. La eucatástrofe es la verdadera manifestación del cuento de hadas y su más elevada misión.
Ahora bien, el consuelo de estos cuentos, la alegría de un final feliz o, más acertadamente, de la buena catástrofe, el repentino y gozoso «giro» (pues ninguno de ellos tiene un auténtico final),[137] toda esta dicha, que es una de las cosas que los cuentos pueden conseguir extraordinariamente bien, no se fundamenta ni en la evasión ni en la huida. En el mundo de los cuentos de hadas (o de la fantasía) hay una gracia súbita y milagrosa con la que ya nunca se puede volver a contar. No niegan la existencia de la discatástrofe, de la tristeza y el fracaso, pues la posibilidad de ambos se hace necesaria para el gozo de la liberación; rechazan (tras numerosas pruebas, si así lo deseáis) la completa derrota final, y son por tanto evangelium, ya que proporcionan una fugaz visión del Gozo, Gozo que los límites de este mundo no encierran y que es penetrante como el sufrimiento mismo.
Lo que caracteriza a un buen cuento de hadas, a los mejores y más completos, es que por muy insensato que sea el argumento, por muy fantásticas y terribles que sean sus aventuras, en el momento del clímax puede hacerle contener la respiración al lector, niño o adulto, puede acelerarle y encogerle el corazón y colocarlo casi, o sin casi, al borde de las lágrimas, como lo haría cualquier otra forma de arte literario, pero manteniendo siempre sus cualidades específicas. Hasta los cuentos modernos consiguen a veces estos efectos. No es fácil; de toda la narración depende cuál será la atmósfera del desenlace, que por otra parte da glorioso sentido a todo el relato. Al cuento que en alguna medida logre esto nunca podremos considerarlo un fracaso total, cualesquiera que sean sus defectos y la mezcolanza o confusión de sus propósitos. Así ocurre con el cuento de hadas de Andrew Lang, Prince Frigio, tan insatisfactorio en otros muchos aspectos. Cuando leemos que «todos los caballeros tomaron a la vida y gritaron alzando sus espadas: “¡Larga vida al príncipe Prigio!”», [188] el gozo cobra algo de esa extraña y mítica característica del cuento de hadas, más sublime que el suceso narrado. Y ocurre así en el cuento de Lang porque ese fragmento citado es una «fantasía» más profunda que el resto de la narración, que en general adolece de frivolidad y de la cínica sonrisa del cortesano y sofisticado Conte.[138] Este efecto resulta mucho más poderoso y estremecedor cuando se da en un buen cuento de hadas.[139] Cuando en un relato así llega el repentino desenlace, nos atraviesa un atisbo de gozo, un anhelo del corazón, que por un momento escapa del marco, atraviesa realmente la misma tela de araña de la narración y permite la entrada de un rayo de luz.
Siete largos años he servido por ti, |
y la helada colina he subido por ti, |
y la maldita ropa he lavado por ti, |
¿y tú no despertarás y vendrás a mí? |
Él la oyó y fue hacia ella.[140]
EPÍLOGO
Este «gozo» que yo he elegido como carácter o sello del auténtico cuento de hadas (y del de aventuras) merece mayor atención.
Probablemente, todo escritor, todo sub-creador que elabora un mundo secundario, una fantasía, desea en cierta medida ser un verdadero creador, o bien tiene la esperanza de estar haciendo uso de la realidad; esperanza de que (si no todos los detalles)[141] la índole típica de ese mundo secundario proceda de la Realidad o fluya hada ella. Si de verdad consigue una cualidad [189] a la que justamente se le pueda aplicar la definición del diccionario, «consistencia interna de la realidad», es difícil entonces concebir que la haya logrado sin que la obra forme parte de esa realidad. La cualidad específica del «gozo» en una buena fantasía puede así explicarse como un súbito destello de la verdad o realidad subyacente. No se trata sólo de un «consuelo» para las tristezas de este mundo, sino de una satisfacción y una respuesta al interrogante: «¿Es eso verdad?» La contestación que di al principio (por demás adecuada) fue: «Si habéis creado bien vuestro propio mundo, sí; en ese mundo es verdad». Eso le basta al artista (o a lo que de artista tiene el artista). Pero una rápida ojeada nos muestra que en la «eucatástrofe» la respuesta puede ser más importante; puede ser un lejano destello, un eco del evangelium en el mundo real. El uso de este término dará una pista de por dónde va mi epílogo. Es un tema profundo y peligroso. Por mi parte resulta una presunción tocarlo; pero si, por un milagro, lo que yo diga alcanza a tener cierta validez, ello se deberá tan sólo al hecho de ser una faceta de una verdad incalculablemente rica, como es evidente; de una verdad que tan sólo es finita porque la capacidad del Hombre, para quien se hizo, es asimismo finita.
Me atrevería a decir que al aproximarme desde este ángulo a la Historia del Cristianismo he tenido siempre la impresión —una impresión jubilosa— de que Dios redimió a los hombres, criaturas caídas y a su vez creadoras, en una forma que respondía a éste tanto como a los otros aspectos de su extraña naturaleza. El Nuevo Testamento ofrece un relato maravilloso, o un relato de género más amplio, que abarca toda la esencia de las historias de fantasía. Contiene muchas maravillas, particularmente artísticas,[142] hermosas y emotivas, «míticas» en su significado intrínseco y absoluto; y entre esas maravillas está la mayor y más completa eucatástrofe que pueda concebirse. Pero esta historia ha entrado ya en la Historia y en el mundo primario; el deseo y las aspiraciones de la sub-creación se han sublimado hasta la plenitud de la Creación. El nacimiento de Cristo es la eucatástrofe de la historia del Hombre. La Resurrección es la [190] eucatástrofe de la historia de la Encarnación. Una historia que comienza y finaliza en gozo. Posee de manera preeminente la «consistencia interna de la realidad». Nunca los hombres han deseado más comprobar que el contenido de una historia resulta cierto, ni hay relato alguno que por sus propios merecimientos tantos escépticos hayan dado por verdadero. Porque su Arte ofrece la índole suprema y convincente del Arte Primario, es decir, de la Creación. Rechazarlo sólo conduce a la tristeza o a la ira.
No es difícil imaginar la singular emoción y el júbilo que llegaríamos a experimentar si descubriésemos que algunos de los más bellos cuentos de hadas son «primariamente» verdaderos, que su contenido es histórico, sin que tengan por ello que perder la significación mítica y alegórica que poseen. Y no resulta difícil porque a nadie se le pide que intente concebir algo cuyas cualidades se desconocen. El gozo tendría exactamente la misma naturaleza, si no el mismo grado, que el que proporciona el desenlace en un cuento de hadas; con el mismo sabor de la verdad primaria. (Si no, su nombre no sería «gozo».) Se va el alma detrás de la Gran Eucatástrofe (o delante de ella, que en este caso la dirección es lo de menos). La alegría cristiana, la doria, es del mismo tipo; pero elevada y gozosa de modo preeminente, que sería infinito si nuestra capacidad no fuera limitada. Claro que ésta es una historia excelsa. Y cierta El arte se ha autentificado. Dios es el Señor, de los ángeles y de los hombres… y de los elfos. La Leyenda y la Historia se han encontrado y fusionado.
Pero en el reino de Dios la presencia de los fuertes no subyuga a los débiles. El Hombre redimido sigue siendo hombre. La narración, la fantasía, todavía continúan y deben continuar. El Evangelio no ha desterrado las leyendas; las ha santificado, en particular el «final feliz». El cristiano ha de seguir trabajando, en cuerpo y alma, ha de seguir sufriendo, esperando y muriendo. Pero ahora puede comprender que todas sus inclinaciones y facultades tienen una finalidad, que pueden ser redimidas. Se lo ha tratado con tanta munificencia que quizás ahora se atreva a pensar con cierta razón que en Fantasía podrá asistir realmente a la floración y multiplicación de la Creación. Quizá todos los cuentos se tornen reales; mas con todo, una vez redimidos, [191] se parecerán tanto y al mismo tiempo tan poco a las formas con que salen de nuestras manos como el Hombre, una vez salvado, a la criatura caída que ahora conocemos.