LA primera mirada que echo afuera, mucho antes de que salga el sol, es una inmersión en un planeta desconocido. Todo tiene una tonalidad lívida, los árboles aparecen paralizados en su piel de ante, las paredes me presentan sus facetas de cristal. La carretera, todavía erizada ayer de aristas fangosas, es un largo trazo blanco y liso. Los tallos secos de las ortigas junto a la vieja escalera exterior se yerguen cual candelabros de plata. Abro la puerta, lo justo para que mis pulmones traten de retener, hasta el vértigo, la helada embriaguez de esa belleza. Ese aire —lo noto— puede drogarme de nuevo, hacerme olvidar que me marcho… Debo irme cuanto antes.
Con mi maleta en la mano, llego a la orilla del lago cuando el sol, todavía invisible, se adivina tras el bosque. La tierra azulada pertenece al ámbito de la noche. Pero las copas lechosas de los abetos más altos se cubren de una fina y transparente tonalidad dorada…
Aprieto el paso para romper el hechizo de esas luces nacientes que me retrasan. Pronto comenzarán a pasar los camiones en el cruce de caminos. Pero la magia del instante lo ocupa todo. Cada paso arranca una singular sonoridad a hielo quebrado. Detenerse, fundirse en ese tiempo sin horas. Me vuelvo: por encima de la chimenea de la casa que acabo de abandonar planea una leve nubecilla de humo. Desgarradora gratitud, temor a no poder hurtarse a esa belleza.
El camino va a despegarse ya de Mirnoie, a romper el hechizo de sus últimas etapas: la pequeña isba de los baños, la maleza de las saucedas…
De repente, en la perfecta inmovilidad blanca y azul, ese movimiento oscuro. Su aparición, en cualquier caso, no tiene nada de repentino. Un largo capote, el rostro de una mujer. La identifico, está ahí, su presencia en ese lugar es muy habitual, allí hubiera podido tropezarme con ella ayer, como anteayer. Encorvada, trata de empujar la barca atrapada en el hielo, en la arcilla helada de la orilla. Parece totalmente absorta en su esfuerzo.
Sigo caminando por pura inercia muscular, sumido en una sensibilidad hipnótica, previendo ya la escena que sin lugar a dudas va a producirse: oirá mis pasos, se incorporará, cada vez será más imposible sostener su mirada…
Oye mis pasos, se incorpora, me saluda con un breve movimiento de cabeza. Leo en sus ojos una expresión que conozco perfectamente. No acaban de distinguirme, necesitarán tiempo para dejarme acceder a lo que ve. Repite el saludo, ya como una simple réplica del primero, regresa a su tarea.
Soy libre de marcharme. Sin embargo, abandono la carretera y me dirijo hacia la orilla.
La barca apenas se mueve. En torno al casco, el hielo está triturado por las botas de la mujer. Busco un lugar para dejar la maleta en esa mezcla de hielo y de lodo, hasta que acabo dejándola en la banqueta de la barca. Luego agarro la borda del casco. La mujer empuja por el lado opuesto, respondo a su movimiento, la embarcación comienza a tambalearse, iniciando un imperceptible y entrecortado avance.
A continuación, ese blando deslizamiento, la sonoridad de la fina capa de hielo que quiebra el casco, impulsado hasta el agua. La mujer ha subido ya, se yergue en la popa, sosteniendo un largo remo. Me encaramo a la barca sin comprender si lo hago para recoger la maleta o para…
Estoy sentado en la proa, de espaldas a la meta de esa travesía. Como si no lo supiera, como si no debiera saber adonde vamos. La mujer, de pie, rema lentamente a uno y otro lado. De cara a mí, no me mira o, a ratos, cuando se cruzan nuestras miradas, parece observarme más allá de larguísimos años. El hielo se quiebra bajo el remo, el repiqueteo de las gotas suena con agudeza de metal.
«Buena trampa», pienso, y comprendo que era inevitable. Una solapada y justiciera lógica exigía que se produjera una explicación entre nosotros. Se producirá: lágrimas, reproches, torpes tentativas por mi parte de consolarla, de escurrir el bulto. Antes, la mujer hará lo que tiene que hacer en la isla; luego regresaremos a Mirnoie y cumpliré con mi deber de único amigo, del único hombre que ha conocido desde hace treinta años.
La idea es tan inverosímil y evidente como todo este planeta blanco que nos circunda. Un blanco nupcial, inmaculado, aterrador por su pureza. Incluso las barras de pino que forman esa cruz están esmaltadas de cristales de hielo.
Vera va a la isla por esa cruz colocada en las banquetas de la barca. Recuerdo sus palabras: «La próxima vez traeré la cruz…». Y la próxima vez es hoy. Una cruz para la tumba de Anna, cuyo cuerpo viajó en mis brazos. Los martillazos de anoche eran para clavar esos brazos de madera. Y el haz de la linterna señalaba el camino de la cruz hacia la barca. ¿Por qué la llevó al caer la noche? ¿Por qué no por la mañana? De pronto comprendo qué clase de mujer trabajó ayer de carpintera. Una mujer que para seguir viva tenía que construir ese símbolo de muerte. La hundirá en la tierra y comenzará a hablarme, a llorar, a tratar de retenerme en su vida, donde hay más muertos que vivos. La barra principal me parece desmesuradamente larga, hasta que adivino que es el pie que se clavará en la tierra.
La isla está blanca. La iglesia, cuajada de escarcha, parece translúcida, etérea. La tierra que circunda la cruz es la única mancha oscura en ese universo blanco.
Descendemos hacia la orilla, volvemos a ocupar, sin decir una palabra, nuestros lugares en la barca. Llegado un momento, se me ocurre decir algo, contrarrestar con unas frases neutras la grave explicación que va a tener lugar. Pero el silencio, demasiado amplio, como bajo una inmensa nave, retiene mi voz, la devuelve hacia el interior, hacia ese pensamiento febril que bulle en mi cabeza: cómo decirle a esa mujer que para compartir su destino, siquiera brevemente, sería preciso aprender a vivir en esa postvida que no es nuestra vida, sería preciso replantearlo todo, el tiempo, la muerte, la inmortalidad fugaz de un amor, sería preciso… El cielo brilla tanto por encima del lago que deslumbra, la pureza del aire hincha los pulmones hasta dejar sin respiración. Tengo muchas ganas de abandonar este desierto blanco, de regresar a la exigüidad llena de humo de nuestro taller del Wigwam, a la algarabía de las voces achispadas, al frote de cuerpos, a los pequeños pensamientos superficiales, a las relaciones rápidas sin promesas.
Rodeamos la isla. Pronto veremos la arcilla roja de la orilla, las saucedas… Ella descenderá, me mirará largo rato a los ojos, comenzará a hablar. ¿De qué le hablaré? ¿De la muerte, del tiempo, de la fatalidad? Es una mujer sola que sencillamente, humanamente, quiere dejar de serlo. Pero ese infinito blanco que porta en su interior no cabrá nunca en el caparazón caliente de un Wigwam.
El frío me hace sentir la inmovilidad de mi cuerpo. Estoy acurrucado en el banco, con la maleta entre los pies. De pronto se me ocurre huir apenas atraquemos. Saltar a tierra, tirar de la barca, coger la maleta, gritar una palabra de despedida, marcharme. Ella rema cada vez más despacio, como si, adivinando mi propósito, quisiese retrasar la llegada. Sé que de todas formas no podría huir. ¡Qué gran inconveniente esa falta de cinismo!
En este momento, la proa de la barca topa suavemente con un obstáculo. Me vuelvo. Abro bien los ojos. Ni sauces, ni arcilla roja pisada. Atracamos en el viejo desembarcadero, al otro lado del lago. Antes de que comprenda nada, Vera desciende sobre las tablas que se curvan ligeramente bajo los viejos pilotes. La sigo de forma maquinal con la maleta por el estrecho pontón.
Ella me mira a los ojos, me sonríe, luego me besa en la mejilla y regresa a la barca. Sólo cuando da el primer golpe de remo dice:
—Así estará muy cerca de la ciudad. Podrá coger el tren de las once… Que Dios le proteja.
Su rostro me parece envejecido, una trenza de pelo plateado le resbala sobre la frente. Y, sin embargo, toda ella trasluce una juventud nueva, vibrante, que está naciendo en el movimiento de sus labios, en el batir de las pestañas, en la ligereza de su cuerpo, que ya se lleva la barca…
Agito el brazo en un saludo inútil, ella está de espaldas y la distancia aumenta rápidamente. Me acerco hasta la punta del embarcadero y con dolorosa intensidad me digo que mi voz todavía podría llegarle y que tendría por fuerza que decirle que… Es tal el silencio que oigo el leve chapoteo que ha levantado la barca al partir y que muere mansamente bajo los pilotes.
Nunca he ido a la ciudad desde allí. Desde el desembarcadero el sendero asciende y cuando miro hacia atrás veo toda la superficie del lago. La isla con el toque claro de la iglesia y algunos árboles por encima del cementerio, la ondulación azul y gris del bosque, los tejados de Mirnoie, cuya blancura ha perdido brillo; la escarcha no tardará en derretirse y se asemejarán a los tejados de cualquier otro pueblo, a la espera del invierno.
A lo lejos, la barca parece ya inmóvil en la superficie helada, y sin embargo avanza. Tras ella, la estela de agua se alarga, se extiende hacia el infinito de las llanuras nevadas, hacia el brillo mate del sol. Y más allá, en las brumas escarchadas del horizonte se ilumina de repente ese vacío, más allá de los campos y de las copas de los árboles. El mar Blanco…
Todavía distingo por encima del trazo negro de la barca la figura cubierta con el largo capote de caballería. Pese a la distancia, me parece oír el tintineo del hielo al quebrarse. La misma sonoridad que colma la luminosa dilatación del cielo. El sonido se interrumpe en este mismo momento, en el instante en que el remo suspende su vaivén y reposa. Me parece columbrar el gesto de un brazo que ondula por encima de la barca, sí, lo veo. Me apresuro a contestar…
Y se reanuda la sonoridad, tenue, inalterable…
Fin.