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FUERA, el viento tritura febrilmente en el cielo el amarillo de la luna y los jirones verdosos de las nubes. El aire desembriaga, y con burlona lucidez comparo este paisaje cambiante con una película de amor sobre fondo de claro de luna romántico que un proyeccionista loco lanzase a una velocidad de dibujos animados. Al llegar a mi casa lleno la estufa con gruesos leños; el fuego prende enseguida, alegremente. Y la felicidad, distorsionada hace un momento por la inverosimilitud de lo que acabo de vivir, estalla por fin sin contención. ¡Acabo de hacer el amor con una mujer semejante! Un eco, ya desenfadado y obsceno, le responde: «¡Me he acostado con una mujer que llevaba treinta años esperando a otro hombre!». A duras penas logro avergonzarme.

Tengo veintiséis años, circunstancia atenuante. La edad en que uno todavía se enorgullece del número de mujeres que ha poseído. Durante ese retorno del cinismo que sucede al amor, vengo a hacer dicha reflexión de contable. Evito, eso sí, equiparar a esa mujer con las otras. ¡Semejante mujer! Pienso de nuevo en la ausencia de todo hombre en su vida. Con orgullo, contemplo mi estatus de elegido.

Me duermo con un deleite físico y mental perfecto, el ideal de lo que una mujer puede darle a un hombre dispuesto a no pedirle más que eso.

Tan serena es mi satisfacción que, al despertarme, me vienen a la memoria las palabras de Otar, y acepto con buen humor su definición de hombre-puerco. Esa alegría fácil apenas dura una hora. Vuelve el recuerdo de un día: una barca entre el cielo y las olas del lago, una mujer que rema con firmeza, cadenciosamente, el cuerpo de una muerta en mis brazos… Proyectado a otro orden de grandeza, me siento de repente muy pequeño, mezquino, acurrucado en un placer que ya empieza a menguar. Tan sólo soy un pequeño accidente comparado con aquella larga travesía del lago. La idea me lastima y me asusta: no debería haberme aventurado en una dimensión que tanto me rebasa. Me salva el recuerdo carnal. La tibieza elástica, densa, de un pecho, el acogedor ensanchamiento de una ingle lisa… Logro no abandonar ese refugio corporal durante toda la mañana.

La lluvia cae como una pared gris. Ni una pausa, ni un segundo de tregua. Imagino a Vera camino de la escuela. «Una mujer que se ha entregado a mí». Una cálida bocanada de orgullo viril, en los pulmones, en el vientre. Ganas de fumar contemplando la calle, ganas de sentirme hastiado y melancólico, pese a la gozosa efervescencia que agita en mí el pensar en esa conquista. A eso de las tres de la tarde, tras cientos de otras escenas imaginadas, esta otra: ella regresando por las carreteras inundadas, ella, en su isba, disponiéndose a preparar una cena para los dos… El inicio de la grata rutina de una relación.

A eso de las cuatro, el pensamiento de su soledad tras mi marcha. Deja de llover, el cielo es de un acero pulido, despiadado. Ella caminará por esta calle muy pronto cubierta de nieve. Las huellas de sus pasos, solas por la mañana, solas a su regreso de la escuela. Se acordará de mí. Pensará con frecuencia en mí. Tal vez sin cesar.

La constatación es confusamente amenazante, pero por el momento prevalece el amor propio: yo, amante lejano, que parte sin dejar señas.

A las seis llaman a la puerta. Zoïe, la mujer alta. Entra con ceremoniosa lentitud, penetra en la habitación, sólo después de invitarla tres veces, según la costumbre. Se acomoda, acepta tomar una taza de té. Y después de tomársela, saca del bolsillo un periódico, no la gaceta local, sino un diario de Arjánguelsk, que despliega y extiende cuidadosamente sobre la mesa. Reseñas de las festividades celebradas con ocasión del aniversario de la ciudad, fotos de las personalidades conocidas, nacidas en la región, y que han hecho carrera en Moscú, en Leningrado e incluso, como ese ingeniero calvo, en el cosmódromo de Baikonur.

Hojeo las páginas, muestro mi admiración por el ingeniero: originario de un pueblecillo a orillas del mar Blanco, ¡y diseñador de un medio de comunicación espacial! La insistencia de la mirada de Zoïe me incomoda. Me examina con hostilidad condescendiente, como diciendo: «Bueno, cuando acabes de parlotear, iremos a lo fundamental». Me callo, ella vuelve la página, señala con el dedo una de las fotos.

Un hombre mayor, fotografiado con sus dos nietas, según explica el pie. Rostro redondo, regordete, mirada paternal. Luce anchas y pesadas condecoraciones en la chaqueta. «Un típico apparatchik soviético», y leo que es un tal Boris Koptev, secretario del comité del Partido en una importante fábrica moscovita…

—Es él…

La voz de Zoïe suena de pronto débil y jadeante. Recobra el aplomo de inmediato y repite con tono firme, como un veredicto:

—Sí, es él sin la menor duda. El hombre que Vera lleva esperando toda la vida…

Su relato es breve, me da la impresión de escucharlo con todo el cuerpo. Repercute, como un golpe, como una caída, como una onda violenta, sin dejar en mí nada vacío, nada intacto.

Los últimos combates de la guerra en las estribaciones de Berlín y, aquel día, decenas de hombres que caen de un pontón despanzurrado por una explosión.

Soldados del cuerpo de ingenieros militares que estaban preparando el paso del Spree. Entre esos cuerpos despedazados, ahogados, el de Boris Koptev. Su muerte les es anunciada a los familiares en una breve esquela, un formulario en serie del que se tiran millones de ejemplares: «Caído en el campo de batalla…, muerto como un valiente». El único pariente que le queda es su madre, que muere durante la hambruna de 1946. Y aquella extraña novia, que conservará como una reliquia la primera esquela (errónea le dirá la administración): al soldado se le designaba como «desaparecido». La espera puede comenzar.

Comienza también la nueva vida de Koptev recién salido del hospital: el regreso, Moscú la festiva, la exaltación de sentirse el héroe victorioso aclamado a cada paso, la cantidad de rostros femeninos que le sonríen, el sinnúmero de mujeres dispuestas a ofrecerse a hombres sanos y libres como él, a supervivientes varones ya tan escasos… De oscuro joven koljosiano pasa a ser un glorioso defensor de la patria, de destripaterrones abocado a permanecer, como un siervo, en su aldea del Norte, pasa a vivir en la capital, donde sus medallas le abren las puertas de la universidad, le permiten cursar una carrera, borran su pasado de aldeano. Lo que más le asusta es precisamente ese pasado. En el camino de regreso, de Berlín a Moscú, ha visto aquellos pueblos bielorrusos y rusos devastados, poblados por sombras famélicas, de lisiados y de chiquillos raquíticos. ¡Cualquier cosa menos eso! Quiere permanecer entre los vencedores.

Zoïe se ha marchado hace ya un rato. Su relato sigue hilvanándose en mi pensamiento, sucesión de hechos fácilmente imaginables, conocidos según tantos otros testimonios, encarnados por tantos hombres y mujeres a quienes he conocido desde la infancia. El regreso de un soldado. La época que me vio nacer estaba totalmente consagrada a ese sueño, a su alegría, a su desolación.

¿Pensaba alguna vez aquel hombre en Mirnoie, en el amor que había dejado en medio de las suaves y fatigadas nieves de abril? Muy poco, probablemente. Tan grande era el impacto de descubrir Europa para él, que nunca había visto una ciudad y casas con pisos. Y Moscú, que era una poderosa droga repleta de novedades, un fabuloso excitante de tentaciones. No es que olvidara, sencillamente ya no tuvo tiempo para recordar.

En el momento de marcharse, Zoïe se detuvo en el umbral y declaró, mirándome a los ojos: «Pues así es nuestra historia», y agregó, con tono casi severo: «La nuestra…». Su voz me excluyó de forma tranquila pero definitiva de aquella historia. Todavía la víspera, ese rechazo me hubiera dolido, me sentía realmente arraigado en Mirnoie. Ahora me siento aliviado. Paseante indiferente, me he extraviado en la retaguardia de una guerra de otro tiempo.

Tras marcharse Zoïe comienzo una y otra vez a reconstruir la vida de Koptev, a imaginar aquellos treinta años que lo han convertido en apacible abuelo y en digno funcionario del Partido. Hasta que, transcurrido un momento, comprendo que pienso en él para no pensar en Vera. Y me doy cuenta de que no poseo ni el valor ni la lógica necesarios para imaginar ahora los sentimientos de esa mujer, que ha esperado a un hombre durante toda su vida. Un vacío, un estupor incómodo, una irritación aprensiva, nada más.

Hace mucho frío. Salgo a buscar unos leños hacinados junto a un cobertizo. El cielo es de un violeta glacial, el barro resuena bajo mis pies, anunciando la helada. El bosque suena también como un teclado. Me dispongo a entrar, pero, de repente, en el otro extremo de la calle, veo el haz de una linterna que barre, en lento zigzag, las rodadas del camino… Vera… Retrocedo, me arrimo a los leños de la isba, en la oscuridad.

Por lo visto, necesito este miedo humillante para comprender cómo es ahora esa mujer. Una voz, la misma vocecilla sórdida que se congratulaba por haberme «acostado» con semejante mujer, exclama para mis adentros: «¡Ahora se va a aferrar a ti!». Muy noblemente, situamos esa voz en la periferia de nuestra conciencia, en el fango de los instintos. No es tan seguro. Porque con frecuencia es la primera que se deja oír y se nos parece.

El haz de la linterna ondula suavemente, se acerca inexorable a mi escondite. A todas luces viene a verme, quiere hablar conmigo, confiarse, confesar su dolor, llorar, hallar consuelo junto al hombre que… De súbito, comprendo quién soy ahora para esa mujer, en quién me he convertido desde anoche. Soy quizás el único hombre a quien ha conocido desde que partiera el soldado. No le queda ya nadie en la vida. Las huellas de sus pasos, en invierno, en esa calle. En su isba, la ventana desde donde puede ver el cruce de caminos, el buzón. No tiene ya nada ni a nadie a quien esperar. ¡Quedo yo!

El rayo de luz salpica la escalera de mi casa, pasa a un metro de mis pies. Va a llamar a la puerta, a sentarse, a instalarse para entablar una conversación interminable salpicada de sollozos, de abrazos que no me atreveré a romper, de extorsiones de promesas. Todo será falso como para ponerse a gritar y totalmente verdadero, lleno de las verdades desgastadas y puras de su vida arruinada. Necesita mil veces más ayuda que las ancianas a las que cuida.

El haz de luz sigue avanzando, rebasa mi casa, se aleja. La mujer debe de ir a preparar leña y agua para el baño de alguna de las viejas mañana. Esa reflexión doméstica me permite respirar, pero sólo en la superficie de mi miedo. En el fondo, la vocecilla obscena se mantiene vigilante: «Pasará a verte a la vuelta, se instalará en tu casa, probablemente no pronunciará una palabra, actuará como una mujer a quien no se le ocurre dudar de tu nobleza. Estás atrapado. Irá a verte a Leningrado. Ya nunca se despegará de ti. El amor de las mujeres que comienzan a envejecer. ¡Sobre todo de semejante mujer! A sus ojos, tú sustituirás al otro. Ya eres ese otro a quien ella creía esperar…».

Subo, enciendo el fuego, prefiero permanecer a oscuras. La puertecilla de la estufa apenas deja filtrarse un hilillo de luminiscencia rosada. Si alguien (¡alguien!) se presenta, fingiré estar ya acostado.

En realidad, todo sucedió de manera diferente. La reconstrucción minuto tras minuto, la trama cronometrada de aquella noche de cobardía, tuvo lugar bastante más tarde, en esos momentos de dolorosa sinceridad en que nos encontramos con nuestra propia mirada, más despiadada que el desprecio humano y el juicio del cielo. Esa mirada es certera y mortal, pues ve aquella mano (la mía) que baja precavidamente el gancho que cierra la puerta, los dedos acarician el metal para evitar cualquier tintineo, la puerta está cerrada, en ese pueblo cuyas puertas jamás se cierran con llave, el haz de luz barre de nuevo la oscuridad calle arriba, yo retrocedo, aguzo el oído. Nada. Aquélla cuyo destino temo compartir desaparece en la oscuridad.

Realmente sólo hubo eso: el miedo, aquellos leños helados contra mi pecho, la interminable espera a unos pasos del rayo de luz que recortaba el camino enfangado, y aquella vigilante espera en la isba, los gestos amortiguados por la angustia, aquel gancho que yo bajaba despacio, como en la lentitud hipnótica de una pesadilla. No, de forma objetiva, no hubo nada más. El temor de ver acercarse hacia mí a una mujer con el rostro desgarrado por los sollozos y de verme contaminado por sus lágrimas, por su destino, por la gravedad inhumana, y ya irremediablemente absurda, de su vida. Una vida tan vana como esos martillazos que han resonado antes, a lo lejos. ¿Qué había tan urgente y tan útil para construirlo en plena noche?

Un detalle más, que surge a eso de medianoche, cuando comienza a disminuir la probabilidad de que ella se presente («Aunque, en el estado en que se halla, incluso a medianoche…»). Cubro con una toalla la pantalla de la lámpara de mi mesa, la enciendo y veo el libro que me prestó un mes atrás. Una obra de Saussure, que ni siquiera he abierto. Un libro-pretexto: todavía era la época en que yo procuraba por todos los medios ganarme la amistad, más bien la intimidad, de esa mujer. Estaba prendado de ella, enamorado, la deseaba. Todas esas palabras parecen ahora insensatas, impronunciables. El miedo se calma. Acierto a meditar, a anotar las rarezas de la existencia. Ese libro de Saussure demuestra que aun en una situación tan insólita como la nuestra la lógica de una relación sentimental sigue siendo siempre la misma: al principio, un objeto talismán, una botella en el mar, la esperanza febril de que eso prospere; al final, ese libro inútil del que no sabe uno cómo deshacerse…

Examino de nuevo el periódico de Arjánguelsk que Zoïe ha dejado en la mesa. La foto de Koptev, el arte de ser a la vez abuelo y un excelente funcionario del Partido. Adivino de pronto que, según la lógica de la existencia, habría que asociar a esa fisonomía chata y redonda el rostro de Vera. Porque hubieran podido (¿hubieran debido?) formar una pareja… Resulta imposible asociarlos. «Ella es mucho más joven», pienso confusamente. «Qué va, apenas se llevan tres años de diferencia». Me pierdo intentando descifrar lo que hace que esos dos seres sean totalmente incompatibles. El único modo de imaginarlos juntos es transformar a Vera en una imponente moscovita, de rasgos abotargados y mirada satisfecha, catedrática universitaria, miembro del Partido… Lo contrario de lo que es. «No es de este mundo», acabo concluyendo tontamente, y me siento mucho más próximo al mundo de los Koptev. Esa pertenencia me tranquiliza, me libera, me aleja de Mirnoie.

A eso de las dos de la mañana experimento un gran alivio, sé que tendré que madrugar mucho, abandonar el pueblo a escondidas, llegar rápido al cruce de caminos, meterme en un camión y, en la ciudad, tomar el primer tren hacia Leningrado, hacia la civilización, hacia el olvido. Es lo que haré. Me siento decidido, firme. Enciendo la luz en la habitación, sin ocultarme más y, en cinco minutos, cierro la maleta, que no lograba hacer desde hacía semanas. Se acabaron los quebraderos de cabeza: estos parajes me han hecho enfermar, su pasado, la mujer que conservaba su espíritu, mi curación es inminente. Tan pronto reciba la primera ráfaga de aire helado de la Nevski… Por un instante me pregunto si no sería más elegante dejar una nota. Menos inelegante por lo menos. Al final decido desaparecer a la francesa.

Durante las escasas horas de sueño que me quedan me despierto con frecuencia. La noche, tras los cristales, tiene un brillo de tinta, el de las grandes heladas. En uno de esos despertares me da la impresión de haberme quedado sordo. Ni el menor rumor de viento, el fuego callado en la estufa, el silencio de los espacios interestelares, helado, total. No me veo con ánimos de salir otra vez a por leña. Descuelgo la vieja capa militar, en la entrada, y la extiendo sobre mi manta. La tela está raída, señalada, aquí y allá, por las llamas, pero curiosamente me da más calor que un edredón acolchado. Me asalta un sueño, el relato que me hizo una de las ancianas de Mirnoie: su marido, muerto en medio de las nieves de Carelia, a menos de cuarenta grados y, desde entonces, el deseo obsesionante de ella de prepararle un baño. En mi sueño, veo a un soldado tumbado desnudo en una llanura blanca. Abre los ojos, yo me despierto y siento en mis mejillas heladas el ardor de las lágrimas.