EN uno de los pueblos abandonados, aquella media hoja de papel cuadriculado fijada en la puerta de la antigua tienda de comestibles: vuelvo dentro de una hora… Tinta borrosa, mensaje apenas visible. Una puerta cerrada en una casa abandonada hacía largos años. Y esa promesa de volver dentro de una hora.
«Todo cuanto queda tras la muerte de un imperio», pensaba a menudo, durante aquellas horas de marcha, al toparme con los vestigios de la época que amábamos tan poco. La época que quería transformar aquella comarca del Norte en un gran paraíso colectivista y que dejaba ahora aquella inmensa soledad amenizada por algunas inscripciones involuntariamente irónicas y muy pronto indescifrables.
El denso añil de los abetales, el rojo del sotobosque, la violencia del azul, en un resplandeciente jirón, en medio de la grisura del cielo. Y a ratos el reflejo pesado, oscuro, del agua de un estanque en el claro de una espesura. El negro, el ocre, el azul. Era lo que quedaba sobre todo después del final de una época. «Y tras nuestro paso por esta tierra…», pensaba mientras regresaba al anochecer. Mi maleta estaba ya casi lista, y había despejado la casa de las escasas huellas de mi estancia. La vida de Mirnoie proseguiría apaciblemente tras mi marcha. Era asombroso, irritante, evidente.
En aquellos momentos, los días que había vivido allí me parecían incompletos, malogrados por mis torpezas: muy incompleto aquel encuentro con Vera, con su pasado, con lo que, brevemente, se había creado entre nosotros. ¿Qué, en realidad? Las palabras para nombrarlo acudían pretenciosas, molestas: cariño, deseo, celos… Reanudaba el camino, contemplando el oro oscuro de las hojas caídas, la blancura de una nube devorada por el lago. La movediza perennidad de aquellas visiones expresaba mucho mejor lo que, indefiniblemente, nos había acercado.
Cada mañana proyectaba realizar mi expedición hasta el mar Blanco. Y cada vez me echaba atrás. El primer día por la buena razón, vagamente hipócrita, de no querer dejar a las ancianas sin ayuda. En realidad, tampoco me necesitaban. Como niñas buenas, hacían lo posible para no caer enfermas («¡Para no morirse!», bromeé cínicamente) mientras Vera no estaba allí. Fiel a sus consignas, cuidé de que no les faltara agua, partí leña y acudí a verlas a una tras otra. Incluso las más débiles mostraron una alegría de vivir a toda prueba. Me prometí ir al mar Blanco a la mañana siguiente.
Me lo impidió un recuerdo, benigno y amenazante a la vez.
A medio camino de la meta entré en un pueblo que no reconocí de inmediato. Isbas deshabitadas, tejados de bálago destrozados, un estanque invadido por los juncos. Poco a poco fui reconociéndolo, Gostevo, el pueblo de Katerina… Me asaltó la sensación de penetrar en un lugar perdido, sensación que aumentaba conforme me acercaba a su casa. El pequeño banco en el que me senté mientras ella y Vera conversaban. La escalera exterior, cuyas tablas crujieron bajo mis pies.
Tenía la desagradable impresión de estar violando un lugar, de profanar un pasado. A la luz mortecina de aquel día sin sol, el interior de la habitación se me apareció como incierto, cargado de recelo. La misma construcción en nido se alzaba en el centro de la habitación: la casita en la casa. Un par de viejas botas de fieltro, con los tacones agujereados, se alzaba junto a la estufa, cual piernas amputadas dispuestas a caminar. Superando un temor difuso, supersticioso, abrí la puerta de la casita. Una camita, un minúsculo taburete, una estrecha tabla a modo de mesita de noche. En el suelo, un sobre amarillo. «Una vieja carta que leía cada noche», pensé, en referencia a los tópicos de los libros y de las películas…
No, eran como unas últimas disposiciones escritas por aquella mujer que se esperaba morir sola. Con ancha y aplicada letra, señalaba su apellido, su nombre y su lugar y fecha de nacimiento. Al dorso había marcado, en una columna, el primero de cada mes, probablemente para que pudiera calcularse el momento aproximado de su fallecimiento… Y en la parte inferior de la hoja, con la misma escritura una pizca escolar, había añadido esta petición: «Ruego que, si es posible, se plante en mi tumba un escaramujo. Mi marido, Iván Nekiforóvich Glébov, muerto por la patria en agosto de 1942, amaba este arbusto».
Al abandonar la isba nido volví a tomar la carretera de Mirnoie, la misma que habíamos tomado al llevar a Katerina hacia su nueva casa.
Llegué cuando declinaba el día y decidí dejar la carta de Katerina en casa de Vera: ¿de qué servía devolver esas tristes notas a la anciana cuando su situación había variado por completo? A decir verdad, aproveché haber encontrado ese sobre para poder entrar un minuto en casa de Vera. En Mirnoie nunca se cerraba con llave.
En la habitación principal todo estaba igual que cuando nos conocimos. «Una casa de monja o de solterona», pensé perversamente, y adiviné que el juicio era innegable dada la austeridad de la vivienda, pero falso en lo fundamental. Porque, pese al orden aparente, se advertía una densa y turbadora presencia femenina. Tras la puerta entreabierta de la habitación vi una cama alta, al estilo del campo, con armazón de hierro. Había una camisa colgada de una percha junto a la estufa… No, en realidad, no eran aquellas intimidades espiadas las que traslucían el secreto de Vera, sino, en mucha mayor medida, el recuerdo de una mujer extrayendo unas redes en la orilla a la luz de un atardecer de agosto. Su cuerpo se adivinaba a través de los pliegues del vestido mojado. Otra mujer, cuyo cuerpo teñía la luna de azul, a la puerta de la isba de los baños, una noche de septiembre. Otra, sentada en un banco, con la mirada clavada en el cruce de caminos. También aquella que yo trataba de hipnotizar con mis vacilantes caricias.
Todas esas mujeres estaban allí. No en aquella habitación, sino dentro de mí, convertidas, sin saberlo yo, en una parte de mi vida. Todavía la víspera me parecía un breve episodio a punto de cerrarse.
Antes de salir me volví para conservar en mi interior la silenciosa intimidad de la habitación. Curiosamente, aquella última ojeada me recordó la habitación nido de Katerina. Me imaginé a Vera sola, allí, en pleno invierno, tratando de mirar a través de los cristales envueltos en hielo…
Sin pensármelo dos veces, así el borde del largo banco y lo corrí más hacia el interior de la habitación. Luego eché también para atrás la gran mesa. Eran muebles construidos con planchas gruesas, de ciclópea pesadez. Ahora, si se colocaba uno en el extremo del banco, ya no se veía el lejano cruce, sino la extensión del lago ya tintado por un cielo violeta.
No me marché al tercer día, engañado por el juego incesante de luces. El oeste se cubrió de nubes bajas, plomizas, que auguraban el asalto de la nieve. Luego se alzó una brisa soleada procedente del sur; los troncos, rojizos, se calentaron, exhalando un olor a resina fundida. A cubierto, se sentía uno en primavera, al comienzo de un día sin fin, al inicio de una vida nueva. Con la temeridad de esos viajeros que no piensan en el regreso me lancé a la pista que llevaba hacia el mar Blanco. Una hora después fue apagándose el cielo, el aire se impregnó de la crudeza del hielo y me di media vuelta. A la espera de una nueva ilusión de primavera.
Aquel luminoso espejismo iluminó el bosque en el momento en que intentaba cruzar un arroyo. Aquel río estrecho, de una transparencia de té cargado, me resultaba conocido. Se atravesaba cuando, al ir a Mirnoie, se quería atajar por el bosque. Pero el nivel había aumentado a todas luces, y el vado que había cruzado ya alguna vez quedaba ahora oculto bajo una larga ondulación de tallos de algas. Me arrodillé, bebí un sorbo helado, abrasador como aguardiente, y, con la mala conciencia de un gigante que destruye la frágil belleza de la corriente y de la arena delicadamente ondulada, comencé a avanzar, procurando no remover la arena donde dormían algunas hojas secas. Acababa de asomar el sol, volvió a ser primavera, un errar sin meta, el deslumbramiento de los dorados fulgores que vibraban en la densidad de la corriente.
Me hallaba a unos pasos de la orilla opuesta cuando llegó hasta mí el ruido de una carrera. El lugar donde posé los pies era el más profundo del río, y el agua se deslizó muy cerca de mis botas de goma. Me quedé clavado en una postura indecisa y cómica, sin poder avanzar ni atreverme a retroceder. Entonces resonó un ruido de ramas rotas, y me dejó todavía más paralizado. Me imaginé a una fiera que, perseguida, o persiguiendo, o persiguiéndome, aparecería en la orilla.
Tras dar un lento paso a tientas hacia atrás, me volví hacia el ruido de pisadas cada vez más cercano. En un rápido espasmo de miedo desfilaron por mi memoria todos los relatos de caza: una fiera herida que en su sufrimiento mortal aplasta a cuantos se interponen en su camino, un oso importunado al comienzo de su hibernación, que se convierte en devorador de hombres, una manada de lobos siguiendo las huellas de un ciervo… ¿Debía huir, con las botas llenas de barro, o aprovechar mi aterrorizada inmovilidad, que me brindaba alguna posibilidad de mantenerme invisible? Pese a lo febril de mi mirada, tuve tiempo para observar un hormiguero en la orilla de donde provenía el ruido.
Las ramas de los abetos jóvenes se movieron, surgió una forma viviente y se precipitó hacia el río. Era una mujer. Un segundo después reconocí a Vera. Se arrodilló a unos veinte metros río arriba de donde yo me hallaba enfangado, bebió de forma convulsa y se incorporó, jadeando como un animal acorralado. Su rostro, encendido por la carrera, parecía increíblemente rejuvenecido, a la par resucitado y cegado por una emoción desconocida. A punto de lanzar un gran grito salvaje, de prorrumpir en sollozos, no hubiera podido decirlo. Iba a llamarla, pero me sentí demasiado ridículo hundido en cuarenta centímetros de fango, y decidí salir primero de allí y alcanzarla en el sendero. Me faltó tiempo, pues, apenas recobró el aliento, salió de nuevo disparada y atravesó el río por el vado que yo no había encontrado. Vi que calzaba botines de tacón, muy poco adecuados para el bosque. El agua se calmó tras pasar ella y arrastró hacia mí un torbellino de arena. Corría ya a través del bosque, y a los pocos segundos el viento que silbaba en las copas de los abetos borró el ruido que hacía al huir.
Un hilillo de agua helada se deslizó de repente en mi bota izquierda, cortante como una cuchilla. Me despabilé, liberé mis pies enfangados y me dirigí hacia la orilla, sin preocuparme ya por el vado. Y cuando, calmado por la marcha, traté de comprender la aparición de Vera, me vino a la mente una idea que me mostró hasta qué grado de fatuidad es capaz de llegar un hombre que cree amar. Bastante seriamente pensé que había abandonado la ciudad por miedo a no volver a verme antes de que me marchase, que deseaba a toda costa verme una vez más…
El divisar Mirnoie, con sus isbas arracimadas bajo un cielo de nuevo tapado y gris, hizo que me sintiera menos seguro de mi importancia. «Probablemente se ha puesto enferma alguna de las viejas, Vera se ha enterado a su regreso y, abnegada como es, se ha precipitado atajando por el bosque. En cualquier caso, no ha sido por mis ojos bonitos…».
Una hora después de que yo hubiera regresado llamó alguien a la puerta. Abrí y vi a Vera en la escalera. Bajo el abrigo rosa pálido echado sobre los hombros llevaba una falda hasta las rodillas, y la bonita camisa que yo había visto colgada de una percha junto a la estufa de su casa. Llevaba el pelo anudado en una ancha coleta, entretejido con una cinta escarlata. Sus ojos perfilados con lápiz me examinaban esbozando una sonrisa agresiva y desamparada a la vez.
—Se ha acabado la fiesta oficial —me dijo con voz una pizca demasiado cantarina—, pero también nosotros podríamos celebrar el aniversario de la ciudad. Venga a verme. La cena está lista.
Me dio la espalda y se marchó, sin preocuparse, al parecer, de que yo fuese o no tras ella, ni, sobre todo, de lo que pudiera suceder entre nosotros. Corrí a cambiarme, cogí la ancha capa de tela de tienda de campaña y me abalancé afuera. La silueta del abrigo aparecía y desaparecía en la calle donde ya había caído la noche.