LLEGUÉ antes de que comenzase la representación para asistir, a escondidas, al ensayo. El antiguo ceremonial nupcial me resultaba ya más o menos familiar. Sobre todo tenía ganas de ver la vacilante emergencia de los personajes, la indefinición de los movimientos olvidados que, de repente, renacerían en la memoria de los cuerpos. Sentía curiosidad por oír aquellas viejas voces que iban a acoplarse poco a poco, remontando el silencio de varios años… Rodeando la isba de la antigua biblioteca del pueblo, donde se celebraría el espectáculo, me agazapé bajo una ventana. El cuarto del cristal roto había sido sustituido por contrachapado, y oía bien lo que se decía en el interior.
Allí estaban todas las «actrices» de Mirnoie, siete mujeres, envueltas en largos vestidos de otra época, y chales floridos. Blanco, rojo dorado, negro. Fastos campesinos cuya raída textura y apagados colores se distinguían incluso a través del cristal. Katerina, bajita y enjuta, vestida con una especie de sarafán naranja demasiado holgado para ella, se hallaba de espaldas a la ventana y dirigía el coro. Las demás, colocadas en semicírculo, los brazos cruzados sobre el pecho, seguían sus directrices con docilidad. El estatuto de jefe de orquesta se imponía de modo natural: Katerina era la única que recordaba la totalidad de los cantos y de los pasos que componían aquel ritual de otro tiempo.
Lo ensayaban a petición de ese gran sabio leningradense que yo, usurpador a pesar mío, era a sus ojos.
Por otra parte, el ensayo se interrumpía a menudo con discusiones breves pero vehementes acerca de mí. O más bien de mi relación con Vera. Había dos opiniones contrapuestas: para unas, la mayoría, era un intruso peligroso y amoral; para mis dos abogadas era «un buen tipo que parte leña mejor que nadie». Katerina, a quien su papel predestinaba a ser moderadora, evocaba mi conducta ejemplar cuando la llevé en brazos a través del bosque, pero convenía no obstante en que «los leningradenses de hoy en día tienen el corazón de granito, como su ciudad…».
En realidad, juzgar mi valía humana no era, para ellas, sino un modo de evocar la contradicción que ninguna sabía zanjar: su mundo construido sobre el culto a las víctimas de la guerra se hubiera venido abajo de haberse sabido que la fidelidad de Vera a su soldado acababa de romperse por un nuevo amor, y, sin embargo, como mujeres que habían padecido la soledad, no podían sino desearle que fuese amada, aun a riesgo de sucumbir a un amor intempestivo, tardío, irrespetuoso con las tradiciones, un amor que la salvaría y la perdería a la vez. Constaté que las dos veladas que había pasado con Vera habían bastado, a juicio de las mujeres de Mirnoie, para convertirme en un amante fogoso y perseverante. En ningún momento mencionaron la diferencia de edad que me separaba de ella. Al ser casi todas octogenarias, nos veían como una pareja en la que mi barba de tres meses respondía perfectamente al destello de juventud que desprendían los rasgos de Vera.
—El amor es como las crecidas en primavera —declaró Katerina—, no puede hacerse nada. Aunque ahora sea otoño…
Algunas voces mostraron su desacuerdo, pero ella puso fin a las protestas con una bonita ondulación de las manos, y el coro atacó, con una cohesión ya casi perfecta. Y cuando dio la réplica como solista, sus protestas de antes parecieron irrisorias, sólo un pequeño calentamiento para las cuerdas vocales.
—Vendrá de allende el mar, del mar Blanco, vasto y frío —cantaba Katerina.
Y el coro repetía:
—Del mar Blanco vendrá…
—Vendrá con la aurora, se la encontrará donde se pone el sol, y se la llevará para ti, de allende el mar.
Su voz se tornaba más cavilosa al marcar el camino recorrido por el viajero.
—Zoïe, siempre te retrasas un poco, intenta seguir a las demás. Si no, van a pensar que te estás durmiendo…
Katerina interrumpió el coro, las mujeres se movieron. «Van a pensar…». El «van» se refería a mí. Me deslicé bajo la ventana, para abordar la casa de frente, y, antes de llamar a la puerta, imité unos pasos pesados y ruidosos en los peldaños de la escalera. La directora del coro salió a abrirme. La emoción del ensayo había reavivado sus pálidas mejillas.
El estreno me emocionó, al principio, menos que el ensayo. La presencia de público, encarnado en mi persona, hizo que las viejas estuvieran más rígidas e inútilmente solemnes. O tal vez, por el contrario, habían alcanzado, al entregarse por fin de lleno a su interpretación, esa hierática gravidez que requería la ceremonia de antaño. Una gravedad de tierra labrada, un estatismo de ídolos de madera, tótems paganos, que sus antepasados clavaban en las puertas de las isbas. Imitando las escenas del matrimonio, avanzaban con la pesadez amenazante de las estatuas vivas.
Sus voces, por contraste, sonaban con una sinceridad y suavidad desconcertantes, con entonaciones que, como sucede siempre con los artistas aficionados, traslucían más las emociones personales que las de los personajes.
Llegado un momento, esa distancia entre la interpretación del ritual y la verdad de las voces llegó a resultar dolorosa. Los cuerpos interpretaban al novio y a su elegida subiendo a una barca y disponiéndose a recorrer el mar Blanco. No era difícil imaginar que en realidad esa travesía épica tenía lugar no en el mar, sino en el lago de Mirnoie, y que el lugar «donde nace la aurora» era la pequeña colina que se alzaba en la isla. Las ancianas actrices agitaban despacio los brazos para imitar el movimiento de los remos. Pensé que Vera tal vez estaba navegando precisamente en su barca, de regreso al pueblo. Ellas representaban esa travesía. Con conmovedora devoción. Pero las voces no engañaban.
—Vendrá a pesar de las nieblas y las nieves, para amarte… —cantaban. Pero sus labios revelaban lo que ellas habían vivido en la realidad: hombres que partían y desaparecían para siempre entre los densos humos de la guerra, hombres cubiertos de heridas que regresaban para morir a orillas de aquel lago.
—Y vuestra casa se llenará de gloria como una colmena llena de miel…
Y la sonoridad de las voces hablaba de la soledad de las isbas sepultadas bajo la nieve donde habían estado a punto de terminar sus días.
—Vendrá —entonó Katerina con voz más alta, que marcaba el inminente final de la ceremonia—, vendrá, con los brazos cansados del viaje pero con el corazón muy vivo para ti…
De repente, vimos a Vera.
Había llegado a todas luces bastante antes de la última parte de la representación y, sin que la viéramos, había permanecido pegada al marco de la puerta, para no interrumpir el coro.
Su propia huida la había traicionado. La puerta rechinó, todos nos volvimos y allí estaba, con la mano en el pomo. Una sonrisa yerta reflejaba la zozobra de sus rasgos, las lágrimas contenidas agrandaban sus ojos.
El coro enmudeció. Sólo Katerina, cuya vista era muy débil, continuó cantando:
—Vendrá a pesar de la tempestad de nieve… Vendrá para llevarte allí donde nace la aurora… Vendrá…
Salí corriendo, pero Vera estaba ya lejos. Huía sin ocultarse, dirigiéndose a ciegas hacia las saucedas del lago. Pasé un rato intentando encontrarla y regresé para esperarla junto a su isba. Para mi gran sorpresa, ya estaba en su casa, llenando una maleta.
—Me marcho mañana a Arjánguelsk y estaré allí tres días. Ya sabe, son las fiestas de la ciudad y han invitado a todas las celebridades locales. Incluida yo, claro. Aunque en realidad tampoco sé a santo de qué. Probablemente, como heroica maestra con fuertes efluvios de gleba. Tanto da, aprovecharé para comprar medicamentos para las viejas. Si todavía está usted aquí y ve que alguna no se encuentra bien, le dejo por si acaso la dirección del médico. Vive a veinte kilómetros de Mirnoie, pero atajando por el lago estará en su casa en una hora…
Recordé entonces esas festividades que iban a comenzar aquel mes y a durar, entre las distintas manifestaciones culturales, hasta el año siguiente, con la aparición de un álbum para el que esperaban mi contribución sobre las tradiciones indígenas. «Sobre el ritual nupcial», pensé, «cantado por unas ancianas que perdieron a su marido o a sus hijos hace más de treinta años…».
Por la mañana vi marcharse a Vera. Llevaba un abrigo rosa claro, y se había recogido el pelo en un moño. En el aire gélido y límpido flotó, por un instante, el amargor de su perfume Moscú la Roja. Su porte, toda su persona, traslucía la resolución agresiva de una mujer dispuesta a todo para buscar su última oportunidad.
«¡Tonterías!», pensé, atajando de inmediato aquella reflexión. «Sencillamente es una mujer que aprieta el paso para que no se le escape un camión, en el cruce del buzón vacío…».
Casi experimenté alivio después de su marcha, una especie de liberación. Serenamente, me puse a preparar mi propia marcha, es decir, a arrojar unos cuantos libros o cuadernos en el fondo de una maleta, y luego a deambular, lejos del pueblo, por la catedral oscura y luminosa del bosque.