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LO hice al día siguiente volviendo a invitar a Vera a mi casa para demostrarle, de un modo más juguetón, que podíamos desbaratar fácilmente las jugarretas de la fatalidad y que el tiempo no tenía nada de irrevocable. Me sentía con derecho a hacerlo, máxime porque había visto al médico local salir de la casa de Katerina. El médico había lanzado un suspiro desagradable mirando a Vera, que salía detrás de él: «Sabe usted, a esas edades…». El tono quería decir más bien: «Recoge usted a todos esos vejestorios con un pie en la tumba y me obliga a mí a partirme el culo teniendo que recorrer cuarenta kilómetros llenos de baches…». Recuerdo que el pope que pasó por casa de Anna cuando estaba muriéndose tenía exactamente la misma expresión ceñuda. Por un momento temí que Vera rechazase la invitación. Aceptó enseguida y apareció con una botella de vino y un plato de setas saladas; «¿Se acuerda?», las cogimos cuando fuimos a buscar a Katerina.

Curiosamente, su simplicidad me frenó. Todo comenzó a desarrollarse como la víspera, pero yo sabía ya que a aquella mujer de cuerpo grande y maduro de un momento a otro la tendría desnuda en mis brazos. No, el cuerpo era lo de menos. La mujer desnuda en mis brazos sería aquella mujer que desde hacía treinta años… Aquello parecía del todo inconcebible. Mis gestos resultaban forzados, me reía a carcajadas mientras sentía que mis rasgos estaban paralizados… Tan pronto me mostraba ridículamente guasón como envarado, casi mudo.

Al cabo de un rato, era ella quien llevaba la conversación, servía en la mesa, transformaba mis torpes ofensivas en pequeñas pifias anodinas. A los postres, tras una de esas coladuras que acababa de arreglar bromeando (mi mano posada en su antebrazo pareció de inmediato más fuera de lugar que un martillo en medio de nuestras tazas), se puso a hablar de Alexandra Kollontai.

—Cada generación tiene su manera de flirtear. En los años sesenta, cuando yo estaba en Leningrado, los hombres que abordaban a una mujer y que querían sobre todo quemar etapas sólo tenían en los labios «la teoría del vaso de agua» de Kollontai. En plena fiebre revolucionaria, la hermosa Alexandra, gran amiga de Lenin, había discurrido este precepto: satisfacer el deseo carnal es tan fácil como beberse un vaso de agua. Aquello resultaba tan vital que, durante los primeros años después de 1917, muy seriamente se proyectaba construir en las calles de Moscú unas cabinas donde los ciudadanos pudieran satisfacer su deseo físico. El mejor flirteo es la ausencia de flirteo. El paso al acto inmediato. Se cruzan dos personas en la calle, buscan la cabina más próxima, se beben su «vaso de agua», y se separan. Un pedrusco en el huerto de las conveniencias burguesas. Lenin se apresuró a condenar esa teoría como fruto de un izquierdismo desviado. Con un argumento, por lo demás lleno de sentido común, al que los jóvenes deberían prestar oído: «Aunque tengáis mucha sed», decía, «no podéis beber en una charca no fiable…». ¡Un poco de discernimiento, vaya! De modo que, cuando un joven de los años sesenta me ofrecía compartir el vaso de agua aureolado por la autoridad moral de Alexandra, yo ya tenía una respuesta preparada, muy leninista: «Mira, jovencito, ¿no te recuerda esta vieja que tienes delante a una charca de agua corrompida?». Resultaba de lo más eficaz…

Se levantó, preparó más té y dio la vuelta a la casete, que acababa de pararse. Yo, sentado muy tieso, totalmente vacío de palabras preparadas, pensaba en la generación de los años setenta, en nuestra táctica con el sexo opuesto. De hecho, era mucho menos vital que aquel vaso de agua revolucionario. Un lento entonado con voz trémula, unas velas, una botella de aguardiente de importación y, para colmo, un periodista americano como prueba tangible de nuestro compromiso contestatario. En lo demás, nada había cambiado. Cuerpos que intentaban copular, eso era todo. Vera había tratado de hacérmelo comprender hablando de Alexandra.

—¿Y qué fue de ella después?

Tenía auténtica curiosidad por saberlo, aunque, con la pregunta, diese la impresión de que pretendía salir del apuro.

Vera meditó un poco, como si tratara de recordar un episodio de su propia vida. Se sentó, y parecía menos a la defensiva que al principio, ligeramente adormecida, con la mirada obnubilada, como la víspera, por el reflejo de una vela.

—Después… Después se casó. Bueno, un matrimonio muy libre, con un hombre quince años más joven, un flamante comisario rojo, un cosaco que tenía el atrevimiento de anular las órdenes del propio Lenin. Vivió toda clase de aventuras, guerreras y amorosas. Al parecer también amó a mujeres. Después envejeció y su marido se enamoró de otra mujer, no como un vaso de agua sino que, en esa ocasión, de verdad. Ella sufrió unos celos atroces, después de haber combatido tanto ese prejuicio burgués. Luego, en una carta, reconoció que existían esas cosas tan sencillas y dolorosas, como la edad de una mujer, el apego exclusivo a una persona, el insostenible sufrimiento de perderla, la fidelidad, sí, la fidelidad y… Y todavía más tontamente, y sencillamente, el amor.

Adiviné que se hallaba justo en el mismo estado de indolencia que durante la velada anterior. En ese momento me hubiera sido fácil abrazarla, atraerla hacia mí, besarla. Se hubiera dejado, estaba seguro. Muy fácil y totalmente imposible. Se oía el crepitar del fuego en la gran estufa de piedra. El roce de una rama contra el cristal. En sus ojos, fijos en el temblor de una llama, se espesaban sombras.

Crujió un leño, y brotó un abanico de chispas que se dispersó en el suelo. Vera volvió la cabeza hacia mí y habló con voz de repente grave:

—El otro día encontré una carta de Otar. Probablemente la trajo usted… La primera carta de verdad en treinta años. Precisamente habla de estas cosas: el apego definitivo, la fidelidad, la espera. Dice que está dispuesto a esperar. A cambiar por completo de vida. A volver aquí, a esta región que se le asignó de manera oficial. Vivir en Mirnoie. Conmigo. Y marcharse si el otro (escribe: «el hombre que ha de volver») volviera…

Sus labios estaban entreabiertos y jadeaba un poco, como después de haber corrido. Pensé precisamente en una carrera, en una fuga hacia delante que terminaría con una caída, con un largo grito de dolor y sollozos.

Con patosa precipitación pregunté:

—¿Y piensa contestarle?

Me lanzó una mirada sorprendentemente lúcida, casi dura:

—Ya lo he hecho.

—¿Y…?

—Le he contestado que no. Porque el que ha de venir vendrá. Si no, el amor no es más que un vaso de agua apurado rápidamente, como decía nuestra hermosa Alexandra…

Sonrió, se levantó y fue a buscar el abrigo. Saliendo de mi embotamiento, le alargué aquel largo capote de jinete. De los faldones se desprendió como un soplo frío, invernal. Con amistosa desenvoltura me deseó buenas noches y me dio un rápido beso en la mejilla. Sólo los leves temblores en las comisuras de los labios delataban su grado de dominio.

Permanecí fuera hasta que llegó a la escalera de su isba. Caminaba despacio, y daba la impresión de que refrenaba el deseo de correr, de huir. La linterna con la que barría distraídamente el camino dirigía a veces su haz hacia lo alto y la luz tropezaba entonces con el tétrico infinito del cielo.