MIENTRAS me vestía apresuradamente, corría a la calle y, atajando a través de la maleza del sotobosque, me dirigía hacia el cruce de caminos, resonaba en mis oídos el eco de una mofa de Otar: «Tú eres un artista, necesitas cosa guapa y tierna…».
Nada lastima con tanta dureza como la banalidad amorosa en una mujer a la que se ha idealizado. La existencia que yo había imaginado para Vera era una bonita mentira. La verdad se ocultaba en el cuerpo de aquella mujer, una mujer que muy sensatamente, una vez por semana (¿o con más frecuencia?), se acostaba con un hombre, su amante (¿un hombre casado?, ¿un viudo?), regresaba a Mirnoie, reanudaba su misión con las ancianas…
Corrí, tropezando con las raíces cubiertas de hojas, y me detuve sin aliento, con la mano apoyada, en el tronco de un árbol. El vaho de mi respiración en el aire helado parecía insuflar una veracidad física a aquellos interludios imaginados. Una casa, una verja que se abre, un beso, el calor de una habitación, la abundancia campestre de una cena, el alcohol, la gran cama muy alta, bajo una péndola antigua, el cuerpo femenino con los muslos muy abiertos, gemidos de placer… La anonadante y muy natural evidencia de ese acoplamiento, su perfecta legitimidad humana. Y la imposibilidad radical de concebirlo ya que, en aquel cruce de caminos, la víspera todavía se podía soñar con la aparición de un soldado que regresaba a su hogar.
Llegué al cruce en el momento en que palidecían a la luz del crepúsculo los dos faros del camión que acababa de pasar. La que yo perseguía debía de haber subido en él. Se apearía, llamaría a un portal, besaría al hombre que le abriera, luego la cena, la cama alta, el cuerpo que se entregaría con sabiduría femenina, muda y generosa…
Así pues, aquel amor arraigado hacía tiempo con lo cotidiano se había conciliado perfectamente con el resto: el cuidado de las ancianas supervivientes, la belleza nocturna del lago…
¡E incluso con la espera del soldado! Porque ella sabía perfectamente que no regresaría nunca. La paz que ofrecía a unas ancianas solitarias, su propia soledad, la luminosidad de los instantes de otoño que habíamos vivido juntos en la isla y… el placer en el espesor de la gran cama: sólo en mis sueños era posible semejante amalgama. Pero la vida, esa vida candorosa y sin afán de elegancia, no es otra cosa que una perpetua mezcla de géneros.
Podía pasar otro camión lo mismo al cabo de cinco minutos como de cinco horas. Lo más probable era que me viese obligado a dar media vuelta y, de todas maneras, pensé en un breve momento de lucidez, ¿cómo iba a encontrarla en la ciudad? Una escena totalmente grotesca se desarrolló en mi cabeza: ante un ancho portal de madera, le cierro el paso a una mujer, a esa mujer que ha ido a hacer el amor con un hombre, la empujo, le recuerdo con indignación el posible regreso del soldado…
Un haz de luz me extrajo de aquellas divagaciones. Frenó una moto, y reconocí al director de la Casa de la Cultura. La moto era la parte importante del personaje que él interpretaba: un moreno taciturno, duro pero romántico, incomprendido por su época. Su potente artefacto hubiera necesitado buenas carreteras asfaltadas para que resultase creíble el personaje, pero empezamos a dar lastimosos tumbos saltando de una a otra rodada, levantando a ratos las piernas para protegerlas de las salpicaduras de barro. Tras una curva, brillaron una luces rojas, el director adjunto lanzó un juramento, nos veríamos obligados a arrastrarnos durante kilómetros aguantando el pestazo y el ruido del camión.
Le pedí que me dejase a la entrada de la ciudad, en el momento en que se detuvo el camión. Antes de arrancar, el motorista gritó a través del estruendo: «¡Esta noche ven a mi casa! Le hacemos una fiesta de despedida a Otar…». Y con un brusco movimiento iracundo adelantó al camión. Vera se alejaba ya por una calle iluminada por un tubo macilento fijado en la fachada de una tienda.
Me resultaba fácil seguirla en la oscuridad. Dobló a una calle más ancha («la avenida Marx», anoté maquinalmente), atajó por una plaza, pareció entretenerse ante un escaparate (el único «gran almacén» de la ciudad), y apretó el paso. Un minuto después nos hallábamos, separados por una multitud impaciente y visiblemente excitada, en el andén de la estación. Esperaban la llegada del tren de Moscú, el acontecimiento cotidiano más importante de la ciudad.
Vera permaneció apartada, junto a unas viejas traviesas hacinadas en el extremo del andén. De cuando en cuando, ahuyentada por las personas que se colocaban a su lado para esperar, se marchaba furtivamente, viéndose obligada entonces a deslizarse entre la multitud, a escurrirse sin ser reconocida hacia un nuevo escondite. En medio de aquel tropel de gente endomingada, éramos a la vez cazador y presa, pues, cuando la veía acercarse, yo retrocedía, listo para huir, me alejaba rápidamente, como un ladrón asustado. Y aun cuando, durante unos segundos, la perdiera de vista, creía detectar su presencia como la cálida pulsación de una vena tras todos aquellos abrigos cubiertos de helada llovizna.
Cuando el foco de la locomotora atravesó la bruma a lo lejos, la multitud comenzó a moverse, se acercó a las vías, y vi, aterrado, que Vera se hallaba a dos pasos de mí, acompañando con la mirada el desfilar de los vagones. Me aparté, salté por encima de las primeras maletas que se posaban en el suelo, ensordecido por los ruidosos abrazos, por las familias que se arracimaban. Cuando volví la cabeza, ya no la vi. El andén se vaciaba lentamente. Sólo quedaban ya aquéllos a quienes habían dado plantón y los fumadores más temerarios, que saltarían al estribo después de oír el silbato. Ella había desaparecido. «Un hombre que se ha hecho un ligero corte en la barbilla al afeitarse con el vaivén del tren, una colonia fuerte, una cena donde él relatará las últimas noticias de la capital. Una cama alta, el sueño juntos…».
Abandoné la estación pensando que aquel sueño en los brazos de un hombre era tal vez la solución más natural y aún más honorable para Vera, una vida de la que la privaba la mirada de los otros, una vida trivial, desde luego, pero que había merecido realmente. Estaba a punto de autoconvencerme de ello. De pronto comprendí que odiaba en grado sumo aquella vida y a aquella mujer.
La fiesta en casa del director adjunto se hallaba en su apogeo. Unas velas iluminaban de forma muy desigual la amplia habitación azulada por el humo. Voces que subían de tono, risas de hombres, chillidos de mujeres a tenor de los cuales resultaba fácil determinar su grado de ebriedad. Me senté junto a una de las invitadas y, bajo su maquillaje de choque, descubrí las facciones de la profesora de historia. Me sirvieron vino («Vino georgiano», observé, «Otar habrá vaciado todas sus reservas»), alguien gritó un brindis de bienvenida, me apresuré a beber, deseoso de alcanzarlos en su ruidosa felicidad. Todos declamaban ya un brindis a coro, para celebrar la libertad recobrada de Otar.
No supe en qué momento tocamos el tema de Mirnoie en nuestra escandalosa y desordenada conversación. ¿La provoqué yo mismo? Es poco probable. Más o menos ausente, me di cuenta de que hablaban de Vera sólo en el momento en que la profesora de historia gritó: «Sí, una ermitaña, una monja. ¡Por aquí! Pero si folla lo que le da la gana. ¿Cómo que “con quién”? Pues con el jefe de estación, está claro. Además, os diré una cosa…». Otras voces y otros testimonios cubrieron su voz.
El dolor que me causaba lo que acababa de oír me hizo recobrar la lucidez por un instante. Me vi sentado en el suelo, sentado en una piel de carnero, mi brazo estrechaba a la mujer que continuaba chillando, mi mano derecha le estrujaba el pecho, su jersey ceñido estaba húmedo bajo la axila.
De hecho, la vida no era más que ese motor carnal, el deseo de los hombres y de las mujeres que se palpan, que se entregan y luego se separan. «Que se abrazan, que se cansan…». Todo lo demás eran mentiras de poetas. Mientras se quitaba la falda, la profesora de historia se inclinó y, redondeando los labios como simulando un beso, sopló una vela. En la penumbra, otros cuerpos se estrechaban, brazos, cuellos, piernas. Oí la risa triste de Otar. La profesora de dibujo explicaba airada que para enseñar bien la pintura hubiera habido que comenzar por el Cuadrado negro de Malevich. Aquella noche no había encontrado hombre con quien hacer el amor. Alguien bromeó sobre la electrificación de toda Rusia, y comprendí que las velas no estaban allí para crear ambiente sino que venían impuestas por un corte de corriente eléctrica. Su luz me bastó para distinguir el dibujo estampado de la ropa interior que mi pareja se estaba quitando: algo verde, con flores. Y como sucede siempre en esas uniones carnales rápidas, medio deseadas por los ejecutantes, asomó un destello de piedad aguda hacia ese cuerpo extraño, conmovedor en su celo por imitar el amor. Y enseguida vino la indiferencia, y el deseo puramente tonto de estrujar sus pechos desnudos y calientes…
El alarido que se oyó era excesivo en relación con la magnitud de la catástrofe, nos dimos cuenta rápidamente. Se había caído una vela del antepecho de la ventana, había rodado bajo una cortina, y las llamaradas eran espectaculares. El grito histérico de «¡Fuego!» había respondido a esa primera impresión de incendio. El pánico contribuyó a ello. Órdenes y contraórdenes, el maremágnum de los cuerpos medio vestidos, el humo. Pero ya la cortina culpable yacía en el suelo, rabiosamente pisoteada por varios pies. Por fin, suspiros de alivio, un minuto de inmovilidad tras una excitación extrema, y el estupor: ¡había vuelto la luz!
Permanecimos de pie, parpadeando, observándonos unos a otros en aquel campo de batalla amoroso sobre el que sobrevolaban pavesas. Maquillajes marchitos, pechos masculinos pálidos, ¡pero, sobre todo, aquello!
La risa estalló de sopetón, se amplificó y, en su cima, alcanzó ese grado que la asemeja a las lágrimas: la profesora de historia, la bibliotecaria y la enfermera llevaban ropa interior rigurosamente idéntica, la única que se encontraba en los únicos grandes almacenes de la ciudad, en el único maniquí femenino del escaparate. La profesora de dibujo se reía más que los demás; seguía vestida y, como se había quedado sin pareja, se vengaba de aquella noche ingrata. Y el magnetofón, resucitado, entonaba con voz ronca y suave: «… when the birdlings wake and cry, I love you…».
La risa se prolongó largo rato en pequeñas explosiones cada vez más artificiales. Intentábamos retrasar el final de aquella alegría, sabedores de que se acercaba la tristeza. El despertar en una casa fría, en una habitación que olía a conservas de pescado, los cuerpos entumecidos y la desazón de un incendio abortado. Iba a hacerse de día, habría que marcharse. Alguien observó la ausencia de Otar, eso salvó la situación. Comenzaron a estallar bromas sobre el apetito sexual de los georgianos. ¡Auténticos machos, ya puede arder la casa, que ellos venga a copular! Abrimos una botella, apagamos la luz, andábamos indecisos, como esperando que la noche y los deseos interrumpidos pudieran renacer.
Vi a Otar al salir. Contrariamente a nuestras maledicencias, estaba sentado en la barandilla de la escalera exterior y fumaba. Las anchas alas de su sombrero flexible chorreaban agua. «¿Vamos?», me dijo, como si hubiésemos quedado para marcharnos juntos. «Lo que pasa es que ya no tengo camión. Lo he devuelto». Esbozó una sonrisa cáustica y añadió: «A cambio de recobrar la libertad».
En ese momento se abrió la puerta; el amo de la casa me tendió una capa de tela de tienda de campaña y dos botellas de aguardiente. Todavía me beneficiaba de algunos privilegios debidos a mi condición de intelectual leningradense.
Al cabo de dos horas, Otar tenía que tomar el tren para Moscú, el que yo había esperado la víspera. Me acompañó a la periferia de la ciudad, hasta la carretera donde, al punto de la mañana, uno podía subir a alguno de los grandes tractores que transportaban troncos de abeto. Cuando oímos el zumbido del vehículo, sacó rápidamente de su bolsa un sobre de papel kraft, me lo puso en las manos y masculló, confuso y autoritario a la vez:
—Déjalo en el buzón, ya sabes cuál, en el cruce. Es para ella…
A continuación me dio una fuerte palmada en el hombro, me despellejó la mejilla con su barba y se colocó en medio de la carretera para parar el tractor.
En la cabina llena de humo, mientras conversaba con el conductor, palpaba de cuando en cuando, bajo la tela de mi capa, el espesor rugoso del sobre.
El rectángulo de papel se deslizó en el buzón produciendo un ruido sonoro a hueco. ¡Tantas esperanzas puestas en aquel trozo de hojalata vacío! Además, esas esperanzas… Me vino todo a la memoria: la colonia de un hombre que se apeaba ayer del tren de Moscú, una cena, una cama alta, una mujer gimiendo de placer. Otar era tan crédulo como yo. «Un artista que necesita cosa guapa y tierna…».
Amainó la lluvia. Me bajé la capucha y respiré como cuando se sale al aire libre. La mañana era igual que un tétrico y helado crepúsculo; el camino arcilloso, labrado por las orugas, recordaba una carretera en tiempos de guerra. Rodeé el ángulo del bosque y fui a parar al camino que llevaba a Mirnoie. El pueblo asomó enseguida tras la húmeda grisura, y me pareció más desierto que las despobladas aldeas que llevaba dos meses visitando en mis vagabundeos.
Y la casa más deshabitada era aquella isba con bonitas cortinas de encaje en las ventanas. La mujer que allí vivía estaría durmiendo, en aquel mismo momento, en los brazos de un hombre, en algún lugar de la ciudad. Una gran cama calentada por sus cuerpos grávidos de amor, la colonia masculina mezclada con aquel punto amargo y dulce de Moscú la Roja…
Se abrió la puerta cuando me hallaba a unos veinte pasos de la escalera exterior. Vi la silueta de Vera, que retrocedió bruscamente y desapareció. Un cubo vacío cayó en los peldaños, y rodó por el suelo con un ruido a chatarra. Me acerqué; la puerta estaba cerrada y la casa parecía de nuevo abandonada. Dudé en llamar, recogí el cubo, volví a dejarlo sobre la escalera. Tras deambular unos segundos bajo las ventanas reemprendí el camino sin haber comprendido realmente lo que acababa de suceder.
En mi mente difusa por el alcohol y las inútiles palabras pronunciadas durante nuestra noche en blanco, se fraguó un cálculo: si Vera había regresado tan temprano a su casa no había podido pasar la noche con un amante, a no ser que hubiera vuelto en la oscuridad, por carreteras difícilmente transitables aun en pleno día. O bien había sido una breve cópula, esa simulación del amor que yo había estado a punto de ejecutar con la profesora de historia. «La vida no es más que la humedad tibia de una axila femenina…», recordé con una náusea. De pronto, aquella alegría irreflexiva, violenta, demasiado violenta para la constatación tan simple que la provocó: la mujer que acababa de dejar caer aquel cubo de agua no se había visto con nadie y, como siempre, había regresado sola.
Miré a mi alrededor. El estaño frío del lago, los maderos oscuros de la fachada de la antigua sede administrativa… Y aquel espejo roto por la mitad, olvidado junto a una escalera carcomida. Me detuve, lancé una mirada a su superficie apagada, estriada de gotas. Y, como Vera, me eché rápidamente para atrás.
Un soldado, cubierto con una larga capa, negra de lluvia, y calzado con unas botas pesadas por el barro de los caminos, posaba en mí una mirada tranquila y grave.