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DURANTE aquella expedición de quince kilómetros, un helado y luminoso día de octubre, tuve realmente la certeza de compartir lo que era la vida de Vera. Rehicimos el trayecto que tomaba ella para ir a su escuela. Las saucedas de la orilla, el cruce del buzón, el viejo embarcadero… Allí, un sendero torcía hacia el Norte, en el espesor del bosque.

Unos días atrás, un alumno suyo había hablado de una aldea perdida en medio de la espesura, donde no quedaba más que un solo habitante, una anciana sorda y casi ciega, según él, y cuyo nombre ni siquiera sabía. Vera había ido a ver al presidente del koljós vecino, con la esperanza de conseguir un camión. Le contestaron que, para transitar por aquellas pistas cubiertas de maleza, hubiera necesitado más bien un carro de combate… Así pues, aquel sábado llamó a mi puerta y partimos arrastrando tras nosotros aquel extraño cochecito de niño al que le habían colocado pequeñas ruedas de bicicleta desparejadas. Era el cochecito de un soldado de Mirnoie que había perdido las dos piernas en el frente y que había muerto poco después de la guerra.

El frío nos facilitó la travesía del bosque, donde el barro de las pistas, helado, permitía caminar incluso por las turberas. Nos detuvimos varias veces para tomar aliento, y también para recoger un puñado de arándanos, que eran como minúsculas bolas de sorbete que iban fundiéndose lentamente en la lengua, ácidas y heladas.

Tal vez era la primera vez desde que nos conocíamos que nuestros gestos, nuestras palabras y nuestros silencios resultaban tan naturales. Me daba la impresión de no tener ya nada que adivinar, nada que entender. Su vida poseía para mí la limpidez de esas vidrieras de cielo insertas entre las copas negras de los abetos.

«Abnegación, altruismo…». Sin darme cuenta, el carácter de aquella mujer seguía suscitando en mi pensamiento fórmulas que trataban de descifrarlo. Pero todas ellas fracasaban ante la sencillez, muy poco meditada, con la que actuaba Vera. Terminé concluyendo que el bien (¡el Bien!) era algo complejo y propicio a la grandilocuencia tan pronto se lo transformaba en un problema moral, en un objeto de debate. Y pasaba a ser humilde y claro en cuanto se daba el primer paso real hacia él: aquella marcha a través del bosque, aquel esfuerzo prosaicamente muscular que disipaba las quimeras edificantes de la buena conciencia. Y lo que los demás consideraban un acto de bondad no era para Vera sino una antigua costumbre. «Estaría bien que, a la vuelta, pudiéramos coger unas setas», dijo durante un alto, «las prepararía mañana para la anciana…».

La aldea, circundada por un bosque cada vez más invasor, se nos apareció de pronto, y tenía el aspecto de estar deshabitada. Crecían árboles en medio de la calle, y algunos tejados desplomados dejaban al desnudo, bajo haces de bálago, la frágil armazón de las vigas. Doce casas que procedimos a visitar tratando de identificar las muestras más concluyentes de que existiera presencia humana. ¿Esa ropa andrajosa colgada en un patio? Entramos: la tarima, carcomida, cedió fácilmente bajo los pies… No, mejor aquella isba. Sobre la escalera exterior de madera, una bicicleta oxidada colocada al revés, sobre el sillín y el manillar, parecía esperar a quien la reparase, que iba a surgir en el umbral, herramientas en mano. La casa estaba vacía, en las ventanas con los cristales rotos unos tallos secos se estremecían azotados por las corrientes de aire…

Estuvimos a punto de no abrir la puerta de la siguiente. Las vigas del tejado apuntaban al cielo cual costillas de una osamenta. Había desaparecido el ribete de madera esculpido de las ventanas. La escalera exterior se había perdido bajo una espesa maleza, íbamos a seguir nuestro camino… De pronto, aquella voz. Venía de un banco muy bajo que corría a lo largo de la pared y que quedaba oculto por los arbustos. En él estaba sentada una anciana, con los párpados entornados, y en las rodillas tenía un gato acurrucado al que musitaba una adormecedora letanía de ternezas.

Nos vio, se levantó, habló en voz muy alta, con una fuerza asombrosa para su escuálido cuerpo, y nos invitó a entrar. Allí nos esperaba la principal sorpresa.

A través del tejado medio dislocado se veía el cielo, y aquel espacio abierto a todos los vientos había sido reacondicionado de un modo que nadie hubiera podido nunca imaginar: en medio de la habitación se había construido otra casa, más pequeña, una minúscula isba confeccionada con las tablas de un cobertizo o de una valla. Un auténtico tejado, una puerta estrecha y baja, extraída sin duda de una granja, y una ventana. La ruina que la rodeaba pertenecía ya al exterior, a sus intemperies, a sus noches bravías. Al reino de la naturaleza. Mientras que la nueva construcción reproducía el confort perdido pero condensado. Entramos, agachados, para descubrir la precariedad de una vida primitiva y una limpieza asombrosa. Una especie de mínimo vital, me dije, la última frontera que separaba la existencia humana del cosmos. Una camita, una mesa, un taburete, dos platos, una taza, y, en la pared, rodeado de unas cartas amarillentas, el rectángulo oscuro de un icono.

Lo astuto había sido arrimar aquel habitáculo a los ladrillos de la gran estufa que ocupaba la mitad de la vivienda en ruinas. Mientras nos enseñaba su casita de muñecas, la anciana nos explicó que, en invierno, salía a la habitación principal invadida por la nieve, encendía el fuego en la estufa y se refugiaba en su pequeña isba. Contrariamente a lo que el niño nos había dicho de ella, no estaba sorda, tan sólo era un poco dura de oído, pero su vista era cada vez menor, su visión se encogía del mismo modo que se estrechaba el universo de su casa nido.

En un momento de la visita, Vera me dirigió una discreta señal para indicarme que quería quedarse a solas con la anciana.

Me dirigí hacia el estanque, en medio del cual se adivinaba el contorno de una barca sumergida. En la casa de al lado me tropecé con un montón de libros de texto y un cuaderno lleno de ejercicios de gramática. Me llamó la atención una frase, copiada para ilustrar alguna regla de sintaxis que había que respetar: «Los defensores de Leningrado han obedecido a la orden dada por Stalin de resistir hasta la última gota de sangre». No, más que una regla de sintaxis era una regla de alternancia de vocales. Necesitaba echar mano de aquellos pequeños pensamientos irónicos para soportar el peso del tiempo que se estancaba en un espeso y absurdo charco en cada una de aquellas casas, y en la calle desierta.

«Muy pronto Mirnoie será exactamente igual que esta aldea», pensé mientras me dirigía a la isba de la anciana superviviente, «sí, el mismo desierto humano, más anquilosado que las reglas de la gramática».

Las dos mujeres habían salido ya y se afanaban en torno al cochecito con ruedas de bicicleta. Podía imaginarme fácilmente el desarrollo de sus negociaciones secretas. Primero el rechazo de la mujer a marcharse de allí, un rechazo por cubrir las apariencias, pero que necesitaba para justificar largos años de soledad, para no confesarse abandonada. A continuación, los argumentos de Vera, de los cuales había sopesado ésta cada palabra, pues no había que arrebatarle a la ermitaña el último orgullo que le quedaba, el de ser capaz de morir sola… Luego, de una palabra a otra, un acercamiento gradual, la confluencia de sus destinos de mujeres, la comprensión y por fin las confesiones, y sobre todo ésta: precisamente el miedo de morir sola.

Me acerqué y les ofrecí ayuda. Vi que ambas tenían los ojos ligeramente enrojecidos. Pensé en la ironía con la que leí hacía un momento una frase sobre Stalin ordenando la defensa de Leningrado. Era el tono sarcástico habitual en nuestro ambiente de intelectuales contestatarios. Un humor que procuraba un auténtico desahogo mental, pues nos permitía desmarcarnos. Ahora, observando a aquellas dos mujeres que acababan de derramar unas lágrimas llegado el momento de tomar su decisión, sentí que nuestra ironía tropezaba con algo que la rebasaba. «Sentimentalismo campesino», hubiéramos comentado sardónicamente en el Wigwam, «los Miserables a la soviética…». Tales mofas hubieran apuntado al vacío, ahora era consciente de ello. Lo esencial eran aquellos brazos femeninos que cargaban en el cochecito la totalidad de la existencia material de un ser humano.

¡La totalidad! El pensarlo me dejó anonadado. Todo cuanto necesitaba aquella anciana se encontraba allí, en las tres cortas tablas de nuestro carrito. La mujer entró en la isba y regresó con el icono envuelto en un paño.

—Katerina Ivánovna vendrá con nosotros —dijo Vera, como si se tratase de una breve estancia o de un paseo—. Sólo que no acepta nuestro taxi, prefiere caminar. Ya veremos…

Me condujo un poco hacia delante para dejar que la anciana se despidiera de la casa. Katerina se acercó a la escalera, se santiguó, hizo una profunda inclinación, volvió a santiguarse y se reunió con nosotros. El gato la seguía a distancia.

Al entrar en el bosque pensé en la primera noche que pasaría aquel pueblo sin un alma viviente. La isba nido de Katerina, el banco en el que, en verano, esperaba a una estrella querida, aquel cuaderno escolar con su gramática de la época estaliniana. «Llegado cierto grado de agotamiento», pensé, «la vida deja de ser cosas. Tal vez en ese momento, sólo en ese momento, la necesidad de narrarla en un libro es absoluta…».

Hacia las dos de la tarde los senderos empezaron a congelarse. En algunos lugares tuve que llevar en brazos a Katerina, salvando grietas de lodo. Su cuerpo poseía la levedad inmaterial que tiene la ropa vieja.

Al anochecer la recién llegada ya estaba instalada. Por encima de la isba que le había elegido Vera flotaba un velo de humo azulado, el olor de los leños de abedul que ardían en la estufa. El remate del tejado, las almenas negras del bosque se perfilaban en el cielo violeta con la agudeza de un punzón de plata, y, de pronto, agitados por una bocanada transparente de humo, comenzaban a ondular suavemente. Al igual que aquella estrella, al norte, que también parecía moverse y acercarse.

Vi a Vera atravesar despacio la calle, con los brazos cargados de cubos repletos. Se detuvo un instante, dejó su carga en el suelo y permaneció inmóvil, fijando la mirada en la extensión todavía clara del lago.

Bondad, altruismo, solidaridad… Todas esas palabras me resultaban entonces demasiado cerebrales, demasiado librescas. La única meta de nuestro día era la belleza de aquel humo que olía a corteza de abedul quemado, la ondulación viva de la estrella, el silencio de aquella mujer en medio del camino, su silueta recortada en el ópalo del lago.

«Llegado cierto grado de agotamiento», recordé, «la realidad deja de ser cosas y se transforma en palabra. Llegado cierto grado de sufrimiento, el dolor nos permite captar plenamente la belleza inmediata de cada instante…».

La ausencia de ruido era tal que, desde lejos, oí un ligero suspiro. Vera recogió los cubos y se dirigió hacia la isba de Katerina. Pensé que la anciana vivía lo que le estaba sucediendo —aquel olor a fuego de leña, aquel lago tras la ventana de su nueva casa— como el comienzo de la postvida, puesto que hacía tiempo que había aceptado morir sola, puesto que muerta ya lo estaba para los demás.

En Leningrado, en el Wigwam, habíamos separado demasiadas veces en este mundo el bien del mal. Yo era consciente de que el mal que había devastado aquellos pueblos del Norte era infinito. Y, sin embargo, nunca se me había aparecido tan hermoso el mundo como aquella noche, visto a través de los ojos de una anciana cansada. Hermoso y digno de ser protegido por la palabra contra la rápida desaparición de nuestros actos.

Pasé varios días con la convicción grave y serena de haber descifrado el misterio de la vida de Vera.

Y una semana después de nuestra expedición, un sábado por la noche, la vi marchar hacia el cruce de caminos donde, a última hora de la tarde, llegaba un camión que se dirigía hacia la ciudad. No llevaba el viejo capote, sino una gabardina verde, de corte elegante, que yo veía por primera vez. Llevaba el cabello recogido en la nuca en un amplio moño. Caminaba rápidamente y parecía, de modo muy vulgar e increíble para mí, una mujer que va a reunirse con un hombre.