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DESDE la calle vi una mano de niño que se pegó al cristal empañado, lo frotó de arriba abajo y, a través de la abertura despejada, apareció una cabecita de pelo corto, una carita levemente mofletuda y melancólica que me resultó familiar. Me acerqué a la casa y leí, encima de la escalera exterior, un letrero que anunciaba: escuela primaria. La escuela donde enseñaba Vera…

Había llegado allí por azar, tras dar largos rodeos en busca de la iglesia de madera que Otar y yo no habíamos podido encontrar. La iglesia se hallaba a la entrada del pueblo de Nakhod, a unos diez kilómetros de Mirnoie, al otro lado del lago. Todavía rebullía la vida: una treintena de casas, una central lechera, un garaje de tractores de chapa ondulada oxidada y aquella escuela con una sola aula.

Como un ladrón, eché una ojeada por la ventana que acababa de restregar con la mano el niño. Viejos pupitres de gruesas tablas, con vetustos orificios para tinteros, retratos de escritores (la cabellera de Pushkin, la barba de Tolstói…), la penetrante mirada de Lenin encima de la pizarra. Grupos de chicos y chicas abrían y cerraban las tapas de los pupitres y se deslizaban en los bancos. No cabía duda de que acababa de terminar el recreo. Vera se levantó con un cuaderno en la mano.

Llamé discretamente, pedí permiso para entrar, como un alumno rezagado. Su sorpresa fue similar a la inquietud que no acertaba a disimular cuando me instalaba en su isba, en el extremo del banco, frente a la ventana, en su puesto de centinela… Pero en esta ocasión, la inquietud se tiñó de una alegría manifiesta, y también de ironía cuando murmuró, señalándome un sitio: «Bienvenido, camarada inspector…». Me senté al fondo, «la hilera de los malos alumnos», pensé, adivinando por la mirada de Vera que pensaba lo mismo.

Los abrigos de los niños colgaban en la pared, junto a una ancha estufa de ladrillo con el revoque agrietado. El tubo negro de la chimenea separaba el rostro románticamente miope de Chéjov del semblante prometeico del joven Gorki. En lo alto de un estante de libros presidía un globo terráqueo cubierto de polvo y rodeado de un círculo de alambre: la órbita de la Luna, una bola plateada, arrancada desde hacía tiempo de su trayectoria y que reposaba sobre un montón de cartas viejas. Por encima de la ropa empapada ascendía un leve vapor que empañaba los cristales. Me imaginé los caminos encharcados que los niños habían recorrido hasta allí desde sus pueblos desperdigados en medio de los bosques. Aquellos cristales empañados traían a la memoria el invierno, con los ramajes de escarcha que no tardarían en cubrirlos. «Yo estaré ya lejos», pensé, y la idea de no hallarme en aquellas extensiones del Norte, de no volver a ver a aquella mujer que se paseaba de uno a otro pupitre me resultó de repente muy extraña…

Había en total y a todos los efectos ocho alumnos. A tenor de sus ocupaciones, evalué rápido las diferencias de edad: tres chicos y una chica calculaban la velocidad de dos barcos que se esforzaban en perseguirse por el canal Volga-Don. Tres alumnos, más jóvenes, leían sucesivamente sus redacciones, cuyo tema era un paseo por el bosque. El último, sentado frente a la mesa de Vera, aprendía a escribir.

Primero presté atención al enunciado del problema de los barcos, me declaré incapaz de resolverlo, pues había olvidado por completo aquellas argucias aritméticas. Señal irrisoria y tangible del paso del tiempo… Acto seguido me puse a escuchar los tres relatos de excursiones por el bosque. En el primero se aludía al clásico temor al lobo. El segundo explicaba, con poética pero peligrosa imprecisión, cómo distinguir las setas comestibles de sus sosias venenosos… Con palabras corteses, Vera elogiaba, sin adular, aquellos tanteos descriptivos.

El tercer relato del paseo era el más breve. No había en su trama ni «hermosas alfombras de hojas doradas», ni «huellas de grandes patas de lobo», ni «boletos de satén» (por «boletos de satán»)… Lo leía el niño al que había visto, hacía un instante, a través del cristal. Su rostro conservaba la misma expresión pensativa, uno de los codos de su viejo jersey estaba completamente deshilachado, el otro, por insólito contraste, totalmente remendado. En vez de describir su voz constataba, con una carita obstinada que parecía declarar: «Sólo puedo contaros lo que he visto y vivido».

Decía que la víspera, al ir a la escuela, quiso rodear un camino que las lluvias habían transformado en arroyo, entró en el bosque y pasó por un calvero que no conocía. Y allí, mientras caminaba sobre las hojas secas, importunó a una mariposa dormida, que echó a volar en el aire frío. ¿Dónde encontraría ésta cobijo durante las tempestades de nieve?

Formuló la pregunta con un tono a la par desamparado y duro, como si nos dirigiera el reproche a todos nosotros. El niño se sentó, con los ojos vueltos hacia la ventana que había limpiado con la mano y que ahora tornaba a ser mate. Los demás alumnos, incluso los que llevaban las barcas, alzaron la cabeza. Durante un instante reinó el silencio. Vi que Vera buscaba las palabras antes de concluir: «En primavera, Liocha, regresarás a ese calvero y volverás a ver la mariposa. Además, iremos todos juntos… ¡Bravo por tu relato!». El alumno se encogió de hombros, como diciendo: «Pero si no es un relato, es lo que vi».

Y entonces lo reconocí. Era uno de los hijos del hombre que se había ahorcado a comienzos de septiembre atando la cuerda a la puerta de un cobertizo, el borracho sobre el que yo proyectaba escribir un relato satírico. Recordé a los niños congregados allí, sus miradas fijas, sin lágrimas, y la huida desesperada del niño a través de un descampado… Ahora hablaba de aquella mariposa importunada bajo una hoja seca, privada de su refugio de invierno.

Vera consultó el reloj, anunció el recreo. Los alumnos se precipitaron afuera. El más joven, el que aprendía a escribir, sacó de la cartera una rebanada de pan con mantequilla. Liocha se quitó el jersey y se lo llevó a Vera, sin decir nada. La prenda que llevaba debajo era una ancha camisa de hombre, ceñida en los costados y con las mangas acortadas. Permaneció en el aula, arrimándose a la piedra caliente de la estufa. Vera acercó la silla a la ventana, sacó un trozo de tela, un carrete de hilo y una aguja. A continuación se puso a remendar en silencio. Yo miraba los libros del estante: sobre todo manuales, fragmentos escogidos de autores clásicos y, como presencia totalmente disparatada, una Tipología de las lenguas escandinavas. «Otro residuo que ha recogido de alguna biblioteca en ruinas», pensé, y salí afuera. Bajo un tejadillo se alzaba una pila de leña, la reserva para el invierno. Cogí un hacha y me puse a cortar gruesos maderos y a amontonar los leños, que exhalaban un olor amargo a niebla. Y de nuevo, pensar que aquella leña ardería en la gran estufa de la clase cuando yo me hubiera ido haría tiempo, la idea misma de aquel fuego que yo no vería me resultó extraña.

Regresamos juntos, a pie, rodeando lentamente el lago. El camino, al principio desconocido, confluyó muy pronto con el que yo había tomado siempre: desde el viejo desembarcadero, pasando por el cruce de caminos y el poste con el buzón, hacia las saucedas donde sorprendí a la mujer que estaba extrayendo la red… En medio del lago, en el aire cargado de llovizna, se dibujaron las claras curvas de la iglesia sobre el repecho ocre de la isla.

—No hay que hacerse ilusiones —dijo Vera cuando le hablé de sus alumnos—. Aquí, el único futuro posible es marcharse. No vivimos siquiera en el pasado, sino en el pluscuamperfecto. Los niños se marcharán a otra parte, a las ciudades, donde el sueño será una obra con barro hasta las orejas, un centro de obreros jóvenes, el alcohol, la violencia. Pero ¿ve usted?, a veces pienso que aun así les quedará algo de estos bosques. Y de nuestras clases. Una mariposa despertada justo antes del invierno. El que Liocha haya pensado en eso quiere decir que le dejará huella. A pesar de la muerte de su padre borracho, a pesar de la mugre de las ciudades adonde no tardará en ir a parar. A pesar de todo. Es poco, desde luego. Pero estoy segura de que puede salvar a una persona. A veces basta tan poco para no hundirse…

Cuando pasamos por el lugar donde Vera pescaba, en la orilla cubierta de salcedas desnudas, sentí que el recuerdo de nuestro primer encuentro perduraba en ella, pues se apresuró a romper el silencio y habló de manera un tanto confusa, apartando la mirada, e indicándome la isla:

—Uno de los caminos de los vikingos hacia el sur pasaba por ahí, veían exactamente la misma isla. Excepto la iglesia y el cementerio. En su lengua, decían «holm», isla. Mientras que en ruso «holm» significa «colina». Una pregunta para el especialista: ¿a qué obedece ese cambio de sentido?

Pillado desprevenido, balbucí:

—Bueno, sin duda a alguna perversidad etimológica. O, como los rusos beben más que los escandinavos…, aunque los finlandeses, al parecer, en ese terreno nos dan quince y raya. Espere… O sea, que una isla de los vikingos se transforma entre nosotros en colina… Está bien, me rindo. ¿Qué pasa con ese «holm» de los varegos?

—En primer lugar, no eran finlandeses, sino suecos y noruegos. Y, como venían aquí a hacer sus pillajes, necesitaban que el agua estuviera a un buen nivel para sus pesados drakkars. Por eso preferían venir en primavera, durante las grandes crecidas, que ponían a su alcance incluso los pueblos habitualmente alejados de las orillas. Veían una isla, gritaban «Holm!»; los autóctonos retuvieron el vocablo y lo aplicaron a aquello en lo que se convertía aquella «isla» cuando el agua se retiraba: una simple colina en medio de los prados emergidos… Disculpe mi tono pedante. Cuando era joven e ingenua, se me ocurrió escribir una tesis sobre todas esas sutilezas etimológicas. Por fortuna no la terminé…

—¿Una tesis? ¿Quiere usted decir un doctorado?

Mi sorpresa fue tal que aminoré el paso y casi me detuve. Aquella oscura maestra, aquella Vera olvidada por todos en aquel rincón perdido… ¡Un doctorado en lingüística! Parecía una broma.

—¿Y dónde la preparó usted?

Mi voz apenas ocultaba el recelo y también cierta irritación: con mi título universitario creía ser la encarnación de la ciencia en aquel desierto del Norte. Y percibí en mí, con desagrado, el amor propio picado por la infracción cometida contra las jerarquías intelectuales.

—En Leningrado, en la universidad, mi director de tesis era Ivanitsky. Probablemente no lo conoció usted, porque murió a finales de los años sesenta. Me echó mucho en cara que renunciase justo antes de leerla…

La escuchaba sin lograr zafarme de una interferencia visual: una reclusa, una novia-viuda inconsolable, una ermitaña dedicada al culto a los muertos y aquella doctoranda en el Leningrado de los años sesenta con su efervescencia postestaliniana. Rápidamente sumé cinco años de estudios universitarios y tres años de tesis, es decir, al menos ocho largos años pasados lejos de los bosques de Mirnoie. ¡Toda una vida! Por lo tanto, me había equivocado de medio a medio sobre el sentido de lo que aquella mujer estaba viviendo…

La seguí de forma maquinal, sin reparar en que llegábamos al pueblo, rebasé la isba donde me alojaba y entré en su casa como si lo hubiera hecho siempre, como si fuésemos una pareja.

Al penetrar en la amplia habitación recobré la lucidez, observé aquel hogar, que revelaba de pronto otro modo de existencia: libros de lingüística, una lectura por tanto completamente normal para ella, reproducciones colgadas en las paredes cuyos temas, en algunos casos, podían interpretarse de otra manera, como un paisaje titulado: «En la banquisa. Familia de osos polares». La limpieza se debía más a una disciplina intelectual que a pequeñas manías de solterona. Y aquel lugar, en el extremo del banco, su puesto de observación, que fue capaz de abandonar para ir a Leningrado o a donde fuera. Otra mujer…

Hablé permaneciendo de pie, pues me hallaba desorientado en aquel lugar que ya no era el mismo:

—Pero ¿por qué regresó usted?

La tensión con que la interrogué traslucía la verdadera pregunta: «¿Por qué después de pasar tantos años en Leningrado vino a enterrarse aquí, en medio de osos y borrachos?».

Debió de adivinar el sobrentendido, pero contestó sin el menor tono de gravedad, mientras continuaba preparando el té:

—Durante todos aquellos años en Leningrado tuve una extraña impresión. Estaba allí, más bien satisfecha de lo que hacía, bastante inmersa en la vida de ellos, ya ve, «la vida de ellos» —sonrió—, y sin embargo muy desdoblada, como si con aquel paréntesis universitario tuviese que demostrar a los demás que mi puesto no estaba allí. Además, había en mi opinión algo muy artificial en aquellos años de deshielo, algo hipócrita. Stalin estaba en la picota, pero, por contraste, se santificaba más que nunca a Lenin. Era un juego de manos bastante comprensible, tras la caída de un culto la gente se aferraba a los últimos ídolos que quedaban. Recuerdo a poetas, muy de moda, que actuaban en los estadios, ante decenas de miles de personas. Uno de ellos declamaba: «Quitad el retrato de Lenin de nuestros billetes de banco. ¡Pues infinito es su valor!». Era arrebatador, nuevo, embriagador. Y falso. Porque la mayoría de la gente que aplaudía aquellas estrofas sabía que los primeros campos de concentración se habían construido por orden de Lenin. Desde luego, alambradas no nos habían faltado por estos parajes, alrededor de Mirnoie. Pero los poetas preferían mentir. Por eso siguen colmados de honores y de dachas en Crimea…

Sirvió el té, me ofreció una silla, se sentó en el extremo del banco… Yo la escuchaba con la extraña sensación de estar oyendo no el relato de las esperanzas democráticas de los años sesenta, sino el del decenio siguiente, de aquellos años setenta de nuestra juventud contestataria; de los poemas, las reuniones, el alcohol y la libertad.

Sin duda sus palabras sobre los privilegios de los poetas le parecieron demasiado cáusticas, pues sonrió y añadió:

—De hecho, no lograr estar a mis anchas en aquella época fue sobre todo culpa mía. Discutía, leía a disidentes copiados con papel carbón, seguía investigando sobre la tipología del sueco antiguo y del ruso. Pero no vivía…

Guardó silencio, con la mirada perdida en la grisura del crepúsculo detrás de la ventana. Creí escrutar en aquellos ojos el reflejo de los campos de hierbas agostadas, el cruce de caminos, el oscuro escalonamiento del bosque.

—Además, todo fue más simple. Vine a Mirnoie para… enterrar a mi madre. Pensaba quedarme nueve días, como lo exige la tradición, y fueron cuarenta. Luego, de una cosa a otra… Sobre todo que ya había aquí algunas ancianas tan mal de salud como mi madre, que acababa de morir. No, no hubo ni pena ni dilema de ningún tipo. Comprendí que mi lugar estaba aquí, sencillamente. O, mejor dicho, ni siquiera lo pensaba. Volví a empezar a vivir.

Se levantó para poner el hervidor en el fuego. Yo volví la cabeza, lancé una rápida mirada tras el cristal: con la nitidez de un sueño, una nitidez que iba en aumento, se recortó la sombra de un caminante en el bosque.

Vera regresó, depositó pan tostado, llenó de nuevo las tazas. Lo que decía ahora se asemejaba más a un murmullo interior, a argumentos antiguos, perfectamente convincentes para ella, y que decía sólo porque yo estaba allí:

—Comprendí que todos nuestros debates de Leningrado, antisoviéticos o prosoviéticos, ya no significaban nada aquí, en Mirnoie. Cuando vine, me encontré con media docena de mujeres viejísimas que habían perdido a sus allegados en la guerra y que iban a morirse. Así de sencillo. Seres humanos que se disponían a morir en la soledad, sin quejarse, sin buscar culpables. Antes de conocerlas, nunca pensé de verdad, profundamente, en Dios…

Se calló, observando mi mirada, que se deslizaba por la estantería de libros (en realidad, de repente me resultó difícil mantener la suya). Ella sonrió, señalando con un pequeño gesto de la barbilla la hilera de volúmenes:

—De todas maneras, era ya demasiado vieja para la universidad. Parecía una robusta koljosiana entre todas aquellas jóvenes estudiantes con minifalda…

Caía el día. Vera encontró el interruptor, pero cambió de opinión y encendió una cerilla. La llama de una vela colocada en el antepecho de la ventana brilló, sumiendo en la oscuridad los campos y los caminos al otro lado de la ventana. Vera se sentó en su lugar habitual, escuchamos el silencio acompasado por el viento y, de pronto, un ligero chirrido, el suspiro de una vieja viga, el cansancio del marco de una ventana.

Su mirada permaneció tranquila, sólo sus pestañas se agitaron rápidamente. Murmuró, como si yo no estuviera allí:

—Además, ¿cómo voy a marcharme si sigo esperándole?