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TENÍA que ir a la isla para depositar aquella corona de flores secas en la tumba de Anna. Un pálido redondel erizado de tallos y de espigas que una de las viejas de Mirnoie había tejido durante varias semanas.

Para mí, aquella travesía del lago bajo la lluvia reflejaba perfectamente la absurdidad de la existencia que llevaba Vera. Absurdo era también mi deseo, inesperado para mí mismo, de acompañarla: estaba preparando el equipaje, la vi pasar por la calle, la llamé desde la ventana y le pregunté, sin saber por qué, si podía acompañarla. Y, para colmo de estupidez, en virtud de una chulería de macho, exigí remar solo, de pie como un gondolero de opereta. Vera quiso objetar (el viento, la caprichosa pesadez de la barca…), pero al final me dejó.

El viento era inestable, la proa de la barca bailaba a derecha e izquierda, y se hundía, sin despegarse del espesor del agua donde el remo se sumergía como en algodón mojado. Para mantener las apariencias, yo simulaba agilidad, ocultaba el esfuerzo, los brazos muy pronto entumecidos, las sienes encogidas, los ojos empapados de sudor. La mujer que tenía sentada frente a mí, con la fea y seca coronita en las rodillas, resultaba insoportable a la vista. Formalmente sentada, insensible a la lluvia, al viento, a su vida malograda, a aquel día perdido en una expedición decidida por el fúnebre capricho de alguna vieja medio loca. Yo miraba aquel rostro inclinado, sumido en ensoñaciones que se adivinaban desvaídas a fuerza de volver a ellas a diario desde hacía treinta años, ensueños o tal vez el vacío, gris, uniforme como aquellas aguas, aquellas orillas difuminadas en el aire cargado de gotas. «Una mujer que han convertido en un monumento ambulante a los muertos. Una novia inmolada en la hoguera de la fidelidad. Una Andrómaca campesina…». Las fórmulas se envenenaban conforme mi esfuerzo resultaba más agotador. En un momento dado tuve la impresión de que la barca había dejado de avanzar, pegada en el viscoso espesor de las olas. Vera alzó levemente el rostro, me sonrió, pareció ir a hablar, y mudó de parecer. «¡La tonta del pueblo! Eso mismo. Un ídolo de madera que esos paletos han clavado en la entrada de su campamento para desviar los rayos de la fatalidad. Una víctima propiciatoria ofrecida a la Historia. Un icono a la sombra del cual esos pobres koljosianos han podido fornicar, delatar, robar, emborracharse…».

Agotado de luchar contra el viento, acabé agitando el remo más bien maquinalmente, sin convicción. El contorno panzudo de la iglesia parecía igual de lejano. «Bien habrán tenido que dejar marchar a la pobre Vera, hasta que se sacase el título de maestra en alguna ciudad cercana. Sin duda el único gran viaje de su vida. Su apertura al mundo. Y luego, hale, al redil, a su atalaya en el banco, delante de la puerta, con la oreja eternamente tendida: ¿y si era el ruido de las botas de un soldado? Una coronita seca en la tumba de Anna, sí, precioso, querida mía, pero ¿quién pondrá flores en tu tumba? Las viejas se morirán, y tú no tendrás otra Vera que cuide de ti…».

Observé que amoldando mi esfuerzo a la fuerza de las olas maniobraba con más facilidad. La barca seguía oponiendo la misma resistencia, pero, en vez de contrarrestar ese pesado balanceo, había que dar, en el momento preciso, un golpe de remo, un breve trallazo… Vera permanecía inmóvil y todavía más despegada de todo, como si, al comprobar que yo había aprendido la técnica, hubiese decidido regresar a sus sueños. Tenía extendidas las manos sobre la corona, para proteger las flores. «Pero si de todas formas van a mojarse con la lluvia…», me entraron ganas de decirle, pero hubiera interrumpido su sueño.

¿Y por qué no despertarla? Dejar de remar, acurrucarme ante ella, apretarle las manos, sacudírselas o, mejor, besar sus manos transidas. «Duerme en una especie de muerte anticipada, en medio del tiempo que suspendió a los dieciséis años, caminando como una sonámbula en medio de aquellas ancianas que le recuerdan la guerra y la marcha de su soldado… Vive una postvida, los muertos deben de ver lo que ella ve…».

Tocamos suavemente la orilla de la isla. Salté a tierra, tiré de la proa de la barca en la arena, ayudé a Vera a bajar. El pensar que aquella mujer vivía lo que no nos corresponde vivir hasta después de la muerte transmitió de pronto un sentido a su vida, que se me había antojado tan absurda. Un sentido que se traslucía en cada paso, en cada gesto.

—Siento haberle hecho trabajar como un galeote —dijo mientras subíamos hacia el cementerio—. Hubiera podido esconderla en casa o tirarla —sacudió suavemente la corona—, y Zina no se habría enterado. Pero, verá, todas esas viejas viven ya un poco más allá de la vida, y me da la impresión de que les tiendo la mano por encima de la frontera, y bueno, me pasan esta corona. Al fin y al cabo, quizá sea tan tonto como eso…

Me miró largo rato, sus ojos grises parecían todavía más grandes con el reflejo de la lluvia, y daba la impresión de que había leído lo que yo acababa de pensar de ella. Tuve la sensación muy corporal de estar presente en esa postvida a través de la que avanzaba…

Las flores de la corona, posada en lo alto de la tumba, se cubrieron rápidamente de gotas, y, mojadas, parecieron revivir, como una frágil y reluciente calcomanía.

—La próxima vez traeré la cruz —dijo en voz baja, como para sí misma.

—¿Podré acompañarla? —pregunté, y pensé en un día de lluvia, en el lento balanceo de la barca, en aquella mano que arreglaba la corona y que vería posada, como olvidada, en el borde de la barca.

Comenzamos a descender hacia la orilla. El largo capote militar de Vera estaba empapado, casi negro.

De lejos, en aquel montículo de hierbas oscuras y caídas, se la hubiera podido tomar por una enfermera, durante la guerra, dirigiéndose hacia un campo cubierto de heridos o de muertos. En la mirada de los demás… En aquel momento yo veía, sin más, a una mujer que caminaba a mi lado, con el rostro empapado de lluvia, intensamente viva en aquel mustio día de otoño, procurando no pisar los últimos ramos de flores, y que al llegar a la orilla se inclinó, recogió algo en la arena y me lo alargó. Era el lápiz con el que yo anotaba en mi libreta frases como «viuda carbonizada en la hoguera de la fidelidad», «la vida masacrada por un juramento infantil»…

En la barca cogió un remo y me dejó el segundo. La lluvia caía más firme, amortiguaba las ráfagas. No se veían las isbas de Mirnoie, ni siquiera los sauces de la orilla de enfrente. Nuestros movimientos se acompasaron de inmediato. Cada uno sentía el esfuerzo del otro como una respuesta al suyo, casi con la misma tensión muscular. Nuestros hombros se tocaban, pero la verdadera proximidad era aquel movimiento acompasado, el cuidado que poníamos en esperarnos el uno al otro, en volver a unir nuestras fuerzas después de un golpe de remo demasiado profundo o un resbalón de la pala en la cresta de una ola.

A media travesía, las orillas desaparecieron por completo tras la lluvia. Ninguna línea, ningún punto de referencia más allá de los contornos de la barca. En el aire gris se entrecruzaban gotas, las olas, calmadas, daban la impresión de no llegar de ninguna parte. Y nuestro avance no parecía tener meta alguna. Estábamos sencillamente allí, uno al lado del otro, en el crepúsculo fresco como las escamas de un pez, y cuando volvía un poco la cabeza, veía el rostro chorreante de una mujer que sonreía de forma vaga, feliz, se hubiera dicho, aquellas lágrimas incesantes que derramaba el cielo en sus mejillas…

De pronto comprendí que así era como ella vivía su postvida. Un lento viaje, sin meta aparente pero marcado por un sentido simple y profundo. La barca atracó a ciegas, en el lugar exacto de donde habíamos partido.