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SÓLO conocía dos instantes de esa vida y sin embargo la contenían por entero.

El primero: un día de abril apagado y frío, una muchacha de dieciséis años que camina por la nieve húmeda. Sigue con la mirada el convoy formado por cuatro anchos trineos que se deslizan sobre los grises fangales del deshielo como barcos de fondo plano. Entre las jóvenes cabezas risueñas de los reclutas, aquellos ojos tristes que ella procura no perder de vista. Fuerza el paso, patina, los ojos desaparecen tras un hombro, luego reaparecen, la encuentran en medio del gran vacío de los campos nevados.

Comienzos de abril de 1945, el último contingente de reclutas ha sido enviado al frente y, en el último trineo, aquel joven soldado, el hombre al que ella ama, el hombre a quien, durante su despedida, ha jurado algo así como un amor eterno, algo infantil, pienso, sí, una fidelidad sin fisuras o una espera hasta la muerte, no sé lo que una mujer que ama por primera vez puede prometer a un hombre, nunca he sido el destinatario de semejante promesa, jamás he creído que una mujer sea capaz de mantenerla… El convoy dobla tras el bosque, la muchacha sigue caminando. Flota en el aire el agreste olor de la primavera, de los caballos, de la libertad. Ella se detiene, mira. Todo es familiar. Aquel cruce de caminos, el lago, el bosque oscuro y las cortezas hinchadas de los árboles. Todo es irreconocible. Y está repleto de vida. De otra vida. De pronto, desde muy lejos, asciende una voz, se mantiene un instante en el crepúsculo de la llanura, se difumina. La muchacha escucha un «… volveré» gritado desde el fondo de los pulmones, que se transforma en eco, luego en silencio, por último en la sonoridad interior que ya no la abandonará.

Aquel instante, el primero, que imaginé a través de los relatos de las viejas de Mirnoie, y el segundo, del que fui testigo: una mujer de cuarenta y siete años recorre la orilla del lago, un claro y frío atardecer de septiembre, el mismo trayecto desde hace treinta años, la misma serenidad de la mirada alzada hacia un transeúnte y, en sus ensoñaciones, la fuerza inmutable de la voz que sigue vibrando: «… ¡volveré!».

Entre esos dos momentos de su vida, entre su promesa juvenil y el futuro que esa promesa había aniquilado, yo intentaba descubrir el día en que todo se había tambaleado, en que aquellas palabras apresuradas, susurradas en las lágrimas de la marcha, se habían transformado en destino.

La tragedia de su vida, pensaba, había nacido casi por azar. El caótico encadenamiento de los minúsculos hechos de lo cotidiano, de las coincidencias aparentemente benignas, de los encabalgamientos de fechas que, al principio, no anunciaban nada irremediable. La discreta mecánica que pone en movimiento todos los auténticos dramas de nuestras vidas.

En abril de 1945, cuando el hombre al que amaba marchó al frente, ella tenía dieciséis años. El primer amor, pues, ninguna aptitud para relativizar, para convertir aquel amor en uno de los amores de su vida. Si el hombre hubiera muerto al comienzo de la guerra, si ella hubiera sido mayor, todo habría transcurrido de otro modo. Pero el día de la marcha, Berlín estaba a punto de caer y la muerte de aquel joven de dieciocho años parecía violentamente gratuita y muy fácil de evitar. Por unos días de diferencia, un combate menos y habría regresado, la vida se habría reiniciado en el mes de mayo: boda, hijos, el olor de la resina en las planchas de pino nuevas, el restallido de la ropa tendida flotando al viento procedente del mar Blanco. Si…

Yo sabía que los escritores habían agotado hacía tiempo todos aquellos «si» en los libros, en los guiones de las películas. En Rusia, en Alemania. Ambos países, el uno victorioso, el otro derrotado, se habían dedicado, durante los años de posguerra, a reescribir la misma escena: un soldado regresa a su ciudad natal y se encuentra con que su esposa o su amada está gozando en los brazos de otro. El eterno coronel Chabert… A veces el soldado regresaba desfigurado y era rechazado. A veces, se enteraba de la traición y perdonaba. A veces no perdonaba. A veces ella esperaba, hasta que dejaba de esperar, y él llegaba en el momento en que ella iba a contraer matrimonio de nuevo. Todos esos casos de conciencia iban acompañados de dolorosos «si» y, en definitiva, no dejaban de tener su lógica, a tal punto la guerra había creado, en los dos países, parejas destrozadas y amores yermos.

Yo había intentado comprender la vida de Vera a través de aquella literatura, a sopesar los «si» que hubieran podido cambiarlo todo. Pero la increíble espera de treinta años (yo tenía veintiséis) se revelaba demasiado masiva, demasiado indiscutible para hacer de ella una controversia moral. Y sobre todo perfectamente inverosímil para ser el tema de un libro. Sí, era una espera demasiado larga para una novela, demasiado dolorosamente auténtica.

Veía también esa zafia verdad en la indecente simplicidad con la que aquella vida había quedado devastada, la inconfesable banalidad que había conformado aquel monolito de treinta años. Porque al principio, cuando llegó la paz, nada distinguía a Vera de los millones de mujeres que habían perdido a su compañero.

Esperaban, como ella, jóvenes viudas, solitarias enamoradas. Nada especialmente meritorio. Su espera era entonces muy común, y su dolor igual de corriente.

De hecho, para escrutar el fondo de la desdicha de Vera, tenía que atreverse a efectuar una constatación todavía más brutal, casi obscena: durante aquellos primeros años sin guerra, las mujeres se mantenían fieles a sus hombres muertos porque no había suficientes hombres vivos. ¡Era así de tonto y de prosaico! Con diez millones de varones masacrados y otros tantos mutilados, el novio pasaba a ser un producto escaso.

Un razonamiento repugnante pero terriblemente exacto. El único que me permitía imaginar el pueblo de Mirnoie tal como era treinta años atrás. Una extraña población compuesta de mujeres, niños y ancianos. Algunos hombres lucían en la guerrera de soldado medallas militares, mancos amargados, lisiados sin piernas borrachos, heroicos despojos de la victoria. Y aquella muchacha, Vera, cuya fidelidad pasaba al principio inadvertida, más tarde suscitaba una respetuosa y compasiva aprobación; con el paso del tiempo una mezcla de hastío y de irritación, los encogimientos de hombros reservados a los tontos del pueblo, y, más tarde, la indiferencia a la que a veces sucedía el orgullo que los autóctonos manifiestan ante una curiosidad local, una reliquia santa, una roca pintoresca.

Y un día ya no quedó nada de todo eso. Sólo aquel hermoso vacío del límpido cielo de septiembre, aquella misma mujer, treinta años mayor, que guiaba una barca sobre el refulgente espejo del lago. Tal como yo la vi y la conocí. La inutilidad de cualquier tipo de juicio, ya fuera admirativo o escéptico. Sólo este pensamiento, que se confundía con la luminosidad del aire: «Es así».

Más por afán de verdad que por cinismo juvenil, me había propuesto despojar su vida de toda voluntad de sacrificio, de todo énfasis. Vera nunca había tenido de verdad la posibilidad de decidir. Las circunstancias, esa fatalidad de los pobres, habían decidido por ella. En primer lugar, la ausencia de hombres con los que casarse; en segundo lugar, cuando en el pueblo renaciente empezaron a celebrarse matrimonios, se la consideraba ya una especie de joven solterona. Había surgido una nueva generación, auténticos jóvenes, ajenos a las sombras de la guerra, ansiosos de vivir su parcela de felicidad, a quienes inspiraba recelo aquella mujer solitaria, medio viuda, medio novia, vestida con un largo capote de caballería. En su sed de vivir, la habían arrojado hacia la vejez, al igual que un tren desplaza en su impulso a un rezagado.

Además, a ella le resultaba imposible abandonar aquel rincón perdido de Mirnoie. Por aquel entonces, los koljosianos no disponían de carnet de identidad y debían pedir autorización para desplazarse. Lo que la retenía no era el eco de una voz tras el bosque, sino aquella esclavitud burocrática. Y cuando, a comienzos de los años sesenta, los siervos estalinianos, liberados por fin, comenzaron a abandonar sus madrigueras, Vera tenía ya a su alrededor a un grupo de viejas con un pie en la tumba a las que no podía abandonar.

No, no había elegido esperar, había sido engullida cruelmente por una época, por aquel pasado de guerra que se había cerrado sobre ella como una ratonera.

Pero entonces, ¡eso significaba que era totalmente libre! Y que su juramento había caducado.

Libre de abandonar el pueblo como hizo aquel día de fuerte viento a comienzos de octubre. La vi no con su bolsa de cuero cargada de manuales y de deberes de alumnos sino con un ancho clasificador de grueso cartón que las ráfagas de viento trataban de arrancarle. Había en su porte una ligereza errabunda, un arranque de artista itinerante o de aventurera. Al pasar junto al buzón, en el cruce de caminos, no se detuvo. Por un instante, aquélla me pareció una marcha definitiva, un arrebato insolente. Iba a coger el tren de Leningrado, o al menos el de Arjánguelsk…

Era libre. Y su pose de mater dolorosa se la habían inventado los demás. Éramos nosotros quienes le imponíamos aquella espera absurda, muy noble, desde luego, incluso heroica, pero de la que se hubiera zafado hacía tiempo de no haberse posado en ella nuestra mirada compasiva y admirativa. Aquella mirada la había transformado en una columna de sal, en una bella estela funeraria al pie de la cual la gente podía recogerse suspirando: «¡Oh, siguen existiendo mujeres fieles!». Habían convertido el balbuceo amoroso de una chica de dieciséis años en un juramento irrevocable. Y a una mujer desbordante de vida, en una viuda carbonizada en la hoguera de la soledad.

Tales juicios eran excesivos y demasiado razonados, pero yo adivinaba confusamente que había que comunicárselos a toda costa a Vera. Debía saber que se podía pensar así, que todavía estaba a tiempo de pensárselo.

Regresó al anochecer, con el mismo clasificador bajo el brazo. «Leningrado, Arjánguelsk…», repetí con amargura. Así y todo, pese a no haberse marchado de verdad, la sensación de libertad que desprendía su aparición en medio del fuerte viento seguía siendo patente. Incluso era más intensa. Y más viva era mi indignación ante aquel culto al amor eterno de la que se le había asignado el papel de ídolo. Una mujer con el rostro enrojecido por el viento caminaba a la luz del atardecer. Era preciso borrar todo lo demás, las promesas juveniles, los iconostasios ajados del heroísmo de antaño, las miradas compasivas de las almas caritativas. Atenerse tan sólo a esa presencia carnal libre. La veía alejarse, y me venía a la memoria el cuerpo de una mujer que sacaba las redes bajo la arcilla tibia de la orilla, y también el cuerpo desnudo, aquella noche, ante la puerta de la pequeña isba de los baños… Adivinaba que la reconquista de su libertad debía comenzar por la rebelión de aquel cuerpo enfundado en un largo capote militar.

Fui a verla aquella misma noche sin que me hubiera invitado, y llamé simplemente a la puerta so pretexto de que me había quedado sin pan. Ya había estado en su isba en varias ocasiones, pero siempre tras encontrarnos en la calle e intercambiar algunas palabras. Por lo demás, aquella brusquedad no la sorprendió; estaba acostumbrada a las apariciones siempre inopinadas de sus ancianas protegidas.

Entramos en la habitación principal y, mientras ella sacaba una hogaza y cortaba un amplio cuarto para mí, me acomodé rápidamente en el lugar que era el objetivo secreto de mi llegada. A lo largo de aquella vieja mesa de gruesas tablas agrietadas, aquel banco cuyo extremo próximo a la puerta solía ocupar Vera cuando recibía una visita. Hablaba, servía a sus invitados, iba al fogón, pero siempre regresaba a aquel lugar junto a la puerta. Al menor crujido de los peldaños de la escalera exterior se ponía tensa instintivamente, presta a incorporarse y a dirigirse hacia el visitante que sólo podía llegar en aquel instante preciso. Y detrás de la ventana observaba el cruce de caminos, el ángulo de bosque que rodeábamos al ir a Mirnoie…

Así pues, me senté en aquel tramo de banco y me acodé pesadamente sobre la mesa. Vera había envuelto mi trozo de hogaza en un pedazo de lino; luego me ofreció té y confitura de serbal. Iba y venía, y yo advertía claramente que se le escapaba el familiar espacio de la habitación. Había en su mirada leves temblores de inquietud, y en los movimientos de su cuerpo una ligera indecisión, el desasosiego de una sonámbula a la que desvían de su trayecto. Sirvió el té y, tras una vacilación, se sentó en una silla frente a mí, se levantó casi de inmediato y se acercó a la ventana. Yo percibía que un juego, inconfesado y gratamente cruel, se iniciaba entre nosotros. De manera más o menos sincera, yo creía todavía que era para bien suyo.

Regresé a su casa tres veladas seguidas, siempre sin avisar, y cada vez me acomodaba por las buenas en el extremo del banco, junto a la puerta. Su cuerpo de sonámbula desconcertada parecía aceptar cada vez mejor mi intrusión. Había en nuestra confrontación, muy distante, la tensión de un acto carnal.

O más bien de una agresión carnal, pues mi presencia deformaba el interior de aquella habitación preparada para el regreso de otro. La limpieza del suelo, media docena de reproducciones en las paredes y (lo cual me parecía de una pretensión muy provinciana y conmovedora) unos cuantos libros que sin la menor duda no había leído. Gruesos volúmenes alineados en un estante, elegidos para «dar un toque intelectual»: una Teoría general de la lingüística, un Diccionario etimológico en cuatro tomos, las Obras completas de Humboldt… Eran claramente restos de una biblioteca abandonada, que había recogido sin necesitarlos para su modesto trabajo de maestra… Yo me acomodaba y observaba con curiosidad aquel nido preparado para otro: el orden, el confort, los libros de adorno.

La última de aquellas noches de juego interrumpí un instante mi experimentación psicológica y eché una ojeada por la ventana. Y, a través de la palidez brumosa me pareció distinguir una alta figura de hombre que desembocaba en el cruce de caminos. Un viajero que aminoraba el paso… No, nada, un árbol, una raya en el cristal. Pero, vista desde aquel extremo del banco, la aparición no parecía imposible, alimentada hasta la alucinación por años de espera, por una infinitud (sentí vértigo al pensarlo) de miradas que, día tras día, bosquejaban una forma humana surgida en el ángulo del bosque…

Al regresar decidí abandonar Mirnoie a la mañana siguiente.

En vez de marcharme, aquella mañana fui con Vera a la isla.