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AQUELLA noche acababa de anotar en mi libreta el episodio de la barca…

De pronto, en el decantado silencio de medianoche, se percibió a lo lejos un ruido sordo, un portazo. Salí y tuve tiempo de ver iluminarse la entrada de la pequeña isba de los baños, en la pendiente que conducía hacia el lago. La luna, emboscada tras un azul lechoso, inmovilizaba las casas y los árboles, sometiéndolas a una vigilancia recelosa, fosforescente. El tiempo era extrañamente suave y no corría el menor soplo de aire por la calle del pueblo. El polvo de la carretera era plateado y esponjoso bajo los pies.

Arranqué a caminar sin saber adónde iba. Al principio me impulsaba probablemente un simple deseo de fundirme en aquella turbia luminiscencia, que hacía posible cualquier tipo de sortilegios y maleficios. Pero muy pronto, con determinación de sonámbulo, me hallé cerca de la isba de los baños.

La minúscula ventana, de unas dos manos de anchura, se veía coloreada por un halo amarillento, sin duda una vela. Planeaba en el aire el olor a corteza quemada, que se mezclaba con el frescor amargo de los juncos y de la arcilla húmeda de la orilla. Una noche tibia, una tregua antes de que irrumpiera el invierno. Tenía el convencimiento de que mi presencia allí no tenía el menor sentido pero era necesaria para algo que ignoraba. Los pensamientos que acudían a mi mente eran rudimentarios, extemporáneos: acercarme al ventano, espiar a la mujer que estaba enjabonándose el cuerpo o, sencillamente, abrir la puerta, ir hacia aquella mujer, estrechar su cuerpo escurridizo, inaprensible, tumbarlo en las planchas mojadas, poseerlo…

El recuerdo de lo que era aquella mujer interrumpió mi delirio. Me acordé del día en que el viento había arrastrado la barca, los fragmentos de hielo a través de los cuales contemplábamos el cielo, el rostro de Vera irisado por partículas de escarcha, su sonrisa perdida, su mirada que me contestaba a través del helado aderezo que se derretía entre sus dedos. Aquella mujer se hallaba al margen de cualquier deseo. La mujer que esperaba al hombre al que amaba.

En ese instante se abrió la puerta. La mujer que salió estaba desnuda; abandonó el baño turco y, de pie en la pequeña escalera de madera, respiró el frescor del lago. La luminosidad mate de la luna la convertía en una estatua de cristal azulado, y revelaba hasta el relieve de las clavículas, la redondez de los pechos, el contorno de las caderas, en las que brillaban gotitas de agua. No me veía, un montón de leños me ocultaba en su sombra angulosa. Además, tenía los ojos entornados, como si todo lo que percibía procediera del olfato, del instinto animal. Aspiraba el aire con avidez, exponía su cuerpo a la luna, ofreciéndolo a la noche, a la oscura extensión del lago.

Todo cuanto había pensado de aquella mujer anteriormente, todo cuanto anotaba de su vida se me antojaba insignificante frente a aquella presencia desnuda, cegadora. Un cuerpo capaz de entregarse, de gozar, al instante, con naturalidad. Nada se oponía a ello, salvo aquella vieja promesa casi legendaria: la espera de un soldado desaparecido. Un fantasma del pasado frente a una mujer presta a amar y a ser amada. ¡No! Ni siquiera a amar, sólo a abandonarse carnalmente. En el silencio de la noche yo oía su respiración, adivinaba el temblor de sus aletas nasales: una loba o una cierva olfateando los efluvios que llegaban de la orilla… Se dio media vuelta y, antes de desaparecer tras la puerta, dejó que la luna recortase rápido el firme y musculoso movimiento de su grupa.

A la mañana siguiente, movido por un turbio deseo, me dirigí de nuevo hacia la isba de los baños. Me volvía con frecuencia por temor a desvelar mis intenciones, que, por otra parte, no alcanzaba a explicarme a mí mismo. El interior de la casita, oscurecido por el humo de largos años, tenía un aspecto frío, triste. En el estrecho antepecho de la ventana, la bola derretida de una vela. En la esquina, junto a la estufa, un gran balde de hierro colado presidiendo en el hueco de una pirámide de piedras cubiertas de hollín. Un olor penetrante a madera húmeda. Resultaba imposible imaginarse el calor del fuego, el ahogo del vapor, un cuerpo femenino ardiente moviéndose en aquel grato infierno… ¡De pronto, aquel fino anillo desgastado, olvidado en un banco, bajo la ventana!

Salí huyendo, imaginando que por una diabólica coincidencia, lo cual suele suceder en este tipo de situaciones, Vera regresaría a buscarlo y me encontraría allí. Aquel simple anillo confería una realidad indubitable a la visión nocturna. Sí, aquella mujer había estado allí, una mujer con un cuerpo hecho para gozar y amar, una mujer que tal vez sólo deseaba eso, una señal, un leve empujón de las circunstancias, que la liberara de su absurdo voto. Aquel anillo suelto resultaba más convincente que todas las suposiciones que había anotado en mi libreta.

Tuve la certeza de que no tomaría más notas sobre la vida de Vera.

Dos días después escribí: «Los habitantes que tiempo atrás abandonaban sus casas de Mirnoie se llevaban todo lo que podían. La sede de la administración (una isba apenas mayor que las demás) también fue vaciada. Intentaron sacar un gran espejo, vestigio de la época anterior a la revolución. Fuese por falta de suerte o de habilidad, se rompió apenas lo depositaron en la escalera exterior, una larga brecha que lo partió en dos. Al quedar inutilizado lo dejaron allí, apoyado sobre la pared de la casa. La parte superior refleja las copas de los árboles y el cielo. El rostro de quien lo mira se ve proyectado hacia las nubes. La parte inferior refleja las rodadas de la carretera, los pies de los transeúntes, y, si se mira oblicuamente, la línea tan pronto azul como oscura del lago… Esta noche sorprendo a Vera ante el espejo. Permanece inmóvil, levemente inclinada encima del vidrio empañado. Cuando oye mis pasos y se vuelve, veo con claridad en sus ojos un día muy diferente del que estamos viviendo, otro cielo y, en mi lugar, a otro. Se produce el reajuste de la mirada, me reconoce, me saluda, nos vamos en silencio… Todas mis elucubraciones describiendo a la mujer desnuda en la escalera exterior de los baños son ridículas. Su vida se compone auténtica y únicamente de esos instantes de dolorosa belleza».

Observé que algunas ancianas de Mirnoie, al pasar junto al gran espejo abandonado, se detenían en ocasiones, sacaban un pañuelo y limpiaban el cristal estriado por la lluvia.

Fue después de nuestro encuentro junto al espejo roto cuando experimenté la tentación de comprender cómo podía esperarse a alguien toda la vida.