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LA ciudad más próxima en la que todavía transcurría el tiempo era la cabeza de distrito. Allí trabé conocimiento con un círculo de la intelligentsia local: el director adjunto de la Casa de la Cultura, la joven directora de la biblioteca municipal, una enfermera, dos docentes (dibujo e historia), el reportero del periódico La Vía de Lenin, y algunos otros.

Me sorprendió, aunque no demasiado, descubrir que tenían su propio «Wigwam», su círculo de disidencia, que se reunía en la gran isba del director adjunto. El mismo rechazo al régimen animaba sus discusiones. Sólo que si en Leningrado fustigábamos sobre todo al Zoo Kremlin y a sus dinosaurios, allí los monstruos que había que abatir eran el secretario del comité local del Partido y el redactor jefe de La Vía de Lenin. En sus discusiones tardías y bien regadas, se comparaba a este último con Goebbels…

El puesto que se me atribuyó era más que envidiable: yo venía de la capital intelectual del país, de la única ciudad realmente europea del imperio, por lo que casi era un occidental. Mi papel en sus veladas se asemejaba al que desempeñaba el periodista americano en nuestro Wigwam leningradense. Allí todos los montajes contestatarios y amorosos buscaban mi aprobación. En una ocasión (el reportero estaba comparando al redactor jefe con Goebbels) pensé de forma malévola que, por desgracia, yo no podía ofrecerles preservativos con sabor a frutas exóticas.

Era un occidental de pacotilla.

A fines de septiembre, cada noche me preparaba para abandonar Mirnoie a la mañana siguiente. Y me quedaba. Me convencía de que tenía que asistir necesariamente a aquel ritual de desposorio que las ancianas me prometían representar para mí. «Lástima que Anna ya no esté viva», decían. «Ella era nuestra solista. Nosotras sólo conocemos los estribillos». El ritual, estrictamente del lugar, según ella, era sencillo. El novio conducía a su elegida a la colina donde se hallaba la iglesia —en un carro si el paso hacia la isla resultaba agradable, en una barca si las crecidas inundaban los prados—. Como único amo de las riendas o de los remos a la ida, invitaba a su joven esposa a conducir con él a la vuelta. «Mientras no haya escuchado el canto de acompañamiento no puedo irme…». Con frecuencia intenté justificarme de ese modo.

Tal vez hasta aquel día. Un día de espesa niebla, la figura mate de una mujer de pie en una barca. Vera, que regresaba al pueblo. Yo así el extremo del largo remo que me tendía, la ayudé a arrastrar la barca por la arcilla de la orilla. Y sentí que, en la helada niebla que nos envolvía, la madera del remo conservaba el calor de sus manos. Nunca me había sentido tan próximo a aquella mujer.

Al día siguiente persistía la misma densa e impenetrable niebla, y Otar, que me había cogido en autoestop al salir de la ciudad, se extravió. Quiso enseñarme un pueblo abandonado donde había una iglesia de madera y, al salir de la carretera, nos internamos en una blancura densa, mechosa, de la que a ratos surgía una rama y azotaba el parabrisas. Las ruedas del camión patinaban y se embalaban abriendo surcos cada vez más profundos de los que salpicaba barro. Dábamos vueltas, retrocedíamos, avanzábamos dificultosamente, pero el terreno parecía compuesto por la misma turba empapada de agua. Los árboles surgían ante nosotros con onírica obcecación de fantasmas.

Otar acabó apagando el motor, descendió, desapareció y regresó al cabo de un minuto: «No, mejor no moverse en semejante papilla». Yo estaba allí, a dos metros, ya no veía el camión. «Vale más echar un buen trago. Y esperar. Al anochecer se levantará viento…».

Bebimos, primero media botella de vodka que tenía debajo del asiento, luego una botella de vino georgiano, «sólo porque eres un hombre que sabe escuchar», precisó. El atardecer coloreó la niebla de azul y ese oscurecimiento casaba agradablemente con nuestra embriaguez. Según su costumbre, Otar habló de mujeres, pero le interrumpió la prudente y resoplante aparición de cuatro jabalíes: una madre y sus tres jabatos. Perdidos también, sin duda, en aquella blancura escarchada. Olfatearon las ruedas del camión y huyeron, acompañados de nuestras risas.

—Por cierto, sé una historia de cerdos. Un chiste realmente cerdo. Un ruso, un georgiano y un azerbaiyano vuelven a su pueblo después de pillar una cogorza de campeonato. De repente, una cerda muy gorda les corta el paso y sale huyendo. Quiere colarse por el agujero de una valla, pero se le queda atrapado el culo. El ruso se queda mirando el enorme trasero y dice: «¡Mira que si fuese Sofía Loren!». El georgiano suspira: «¡Mira que si fuese la mujer de mi vecino!». Y el azerbaiyano traga saliva y gime: «¡Pues mira que si fuese de noche!». ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!…

Nos reímos y armamos un escándalo como para asustar a todos los jabalíes del bosque. Luego, una vez vuelta la calma, Otar guardó silencio con esa intuición del borracho que detecta de pronto en su alegría una parte de falsedad y se apesadumbra, se encierra en los dolores de la vida que han quedado en carne viva.

Se disipó la niebla. A un centenar de metros del sotobosque donde nos había tendido la trampa se perfiló el cruce de carreteras, el poste con el buzón y, encima, el pequeño letrero que indicaba Mirnoie. A la luz del crepúsculo todavía velada por jirones de bruma, la inscripción parecía surgir de la nada, como un mojón en el caos de un planeta desierto.

Me disponía a apearme del camión cuando Otar comenzó a hablar con una voz sorda y triste que yo no le conocía:

—Quiero darte un consejo, eres joven y puede servirte. En el amor, haz como el cerdo del azerbaiyano. Sí, para no sufrir, hay que ser un cerdo. Ves a una hembra, pues te la tiras y pasas a la siguiente. ¡Sobre todo no intentes quererla! A mí, por intentarlo, me cayeron seis años de campo de trabajo. Fue ella, mi maldita amada, así le den por el culo cien veces al día, fue ella la que denunció mi negocio de pieles. Seis años de campo y cuatro años de libertad condicional en aquel estercolero del Norte. Diez años de mi vida borrados. ¡Pero ahora se acabó! Con las mujeres soy un puerco, porque ellas son todas unas cerdas. Te la cepillas, le das una patada en el culo y a por otra. —Se calló, y luego sonrió con acritud—: Tú eres un artista, necesitas cosa guapa y tierna. Pero nunca olvides esto: todas las mujeres son cerdas atrapadas en el agujero de una valla. Y las que no lo son sufren. Como ella… Como Vera.

Salió como una tromba, el agua se agitó en las rodadas, luego se inmovilizó, y reflejó las brasas del sol poniente.

A lo lejos, bajo el alto balancín de un pozo, vi a Vera. Largas hilachas de niebla, la brecha escarlata del sol bajo, un silencio profundo y aquella mujer tan ajena a las palabras que acababan de pronunciarse.

Tal vez lo que me retenía en Mirnoie era aquella sensación de que todo era ajeno, una sensación que nunca había experimentado con tanta intensidad. En esa ausencia de tiempo en la que vivía el pueblo, las cosas y los seres parecían liberarse de su utilidad y comenzaban a ser amados por su sola presencia bajo aquel cielo del Norte.

¿Qué utilidad tenía ir a coger setas, como hicimos un día Vera y yo? Sin ponernos de acuerdo, ni tener nada previsto, igual que todo lo que se hacía allí. Sabíamos que la cosecha se reduciría a unos cuantos boletos dañados por el frío, a una docena de rúculas, frágiles como el cristal. En aquel bosque, con las hojas medio caídas, caminábamos uno al lado del otro, hablando apenas, olvidando con frecuencia los gestos habituales en la recolección. Y cuando recordábamos que había que apartar los helechos y levantar las hojas secas, poníamos en ello un celo excesivo, como haraganes pillados en flagrante delito. Durante esos arranques nos perdíamos de vista. Yo sentía la lejanía de aquella mujer muy intensamente, y luego, tras oír el crujido de una rama, nuestra cercanía. A veces aparecía Vera sin hacer ruido, pillándome desprevenido, abismado como estaba en la lenta transfusión de crujidos y silencios. De vez en cuando era yo quien la sorprendía, sola en medio de los árboles. Entonces me daba la impresión de ser una fiera acechando fríamente a una presa inerme. Ella se volvía y, en el primer instante, parecía no verme o ver a otra persona que no era yo. Reanudábamos nuestro vagabundeo con la sensación de no habernos atrevido a confesarnos algo.

En realidad, el objetivo de ese vagabundeo era ver el largo capote de caballería que llevaba Vera, la gruesa tela salpicada de minúsculas hojas amarillas y rojas. Ver sus ojos, que, tras un olvido, respondían de nuevo a mi mirada. Oír su voz: «Por este sendero se llega hasta el mar. Unas cinco o seis horas de marcha. Si saliéramos ahora, llegaríamos a la costa a eso de medianoche…».

El objetivo de aquella vida al margen del tiempo era imaginar que llegábamos, en plena noche, a las orillas del mar Blanco.

O también, la tarde de mi regreso con Otar, la vez en que habló de los «puercos» y de las «cerdas». Se había formado una capa muy fina de hielo en el fondo del pozo (yo acababa de reunirme con Vera, que estaba sacando agua). El hielo se quebró con sonoridad de clavecín. Nos miramos. Los dos nos dispusimos a ponderar la belleza de aquel tintineo, pero nos echamos atrás. El eco del clavecín se había fundido en la luminosidad del aire, se mezcló con el lamento repetido de una oropéndola, con el olor de la hoguera que llegaba de una isba vecina. La belleza de aquel instante iba a convertirse sencillamente en nuestra vida.

También aquel aliso, el último que conservó intacta su inmensa cofia cobriza. Se erguía encima de la orilla donde Vera solía fondear. Desde la barca veíamos aquella moviente pirámide de lingotes, y no la perdíamos de vista, pues era el último islote de estío que se resistía a la desnudez del otoño.

Hasta que, una mañana, se esfumó en el aire el vaho de nuestros dos «¡Ah!» cuando vimos que todo el follaje, hasta el último redondel de bronce, había caído durante la noche. Las ramas negras desnudas hendían, cual resquebrajaduras, el rabioso azul del cielo. Nos acercamos, supimos reprimir las típicas frases de circunstancias («Demasiado hermoso para que durase…»). Pero al descender a la orilla vimos que todo aquel resplandor cobrizo de las hojas había reproducido en el agua la marquetería que se había deshecho en el cielo. El agua negra, lisa, y aquella incrustación rojo y oro. Un mosaico más amplio incluso, que se ensanchaba lentamente bajo la brisa, transformándose en un dosel invertido, presto a cubrir toda la superficie del lago. La mirada se veía envuelta por aquella extensión infinita, y se formaba otra belleza, nueva e insólita, más rica que antes, más viva tras su muerte otoñal.

Y así anotaba con mi lenguaje de entonces aquellos instantes de luz liberados del tiempo. Adivinaba que no eran simples parcelas de armonía, sino una vida total. En ella pensaba ante el tragaluz roto del Wigwam. Allí, en Mirnoie, aquella vida podía vivirse, día tras día, con la certeza de que era exactamente lo que debería haberse vivido desde siempre.

Intentaba retenerla en aquellas notas desperdigadas entre los esbozos de prosa satírica y los pormenores de los rituales y las leyendas.

En la misma libreta, aquel fragmento escrito un atardecer: «Durante la noche, un furioso viento ha arrastrado la barca hasta el centro del lago. Las carreteras son impracticables para trasladarse a la escuela. Vera se ve obligada a esperar hasta que el viento que llega del mar devuelva la barca a la orilla. Se alza la brisa, vemos que nuestro esquife se acerca lentamente hacia nosotros. En otro lugar, semejante espera me habría resultado insoportable, aquí ese pedazo de madera flotante da la medida de un tiempo compuesto de sol, de frío intenso, de la voz femenina que, en breves palabras, se teje en el aire cual vagos acordes de una melodía. Y esos fragmentos de hielo que quebramos en la franja helada de la orilla. Complejos rosetones de escarcha a través de los cuales nos entretenemos mirando el cielo, el lago, transformados nosotros mismos por esos abanicos de cristal. El hielo se derrite, se rompe en nuestros dedos, pero la visión del mundo transfigurado permanece unos segundos más en nuestros ojos. Llegado un momento, nos sorprende un crujido en las saucedas: se acaba de acostar la barca impelida por el viento del mar Blanco. No hemos visto pasar el tiempo».

A veces, muy sinceramente, me decía a mí mismo: «Es una mujer que vive a través de esos raros instantes de belleza. ¿Qué más podría ofrecerle a aquel a quien ama?». En una oscura intuición, comprendía entonces que vivirlos era para Vera un modo de comulgar con el hombre al que esperaba.