AQUEL día me crucé con ella en el mismo lugar que la primera vez, en la sauceda que bordeaba el lago. Ya se habían caído las hojas, y la arcilla de la orilla estaba estriada por aquel oro apagado. Vestida con su viejo capote de caballería y calzada con gruesas botas, la mujer empujaba una barca por entre los juncos. Una barca demasiado ancha, demasiado pesada para llevarla con remo, probablemente destinada a la navegación a vela. Pero tal vez fuese la única que quedaba por allí capaz de mantenerse a flote.
—¿Puedo ayudarla?
La mujer se incorporó, me sonrió distraídamente, como a través de un vidrio esmerilado de recuerdos, y asintió.
Tras acompasar nuestros esfuerzos, la barca se deslizó en el agua, volviéndose al instante ligera y danzarina. Aguanté la borda para que Vera pudiese subir, trepé a mi vez, y fui a coger un remo.
—Ya lo hago yo —me dijo con dulzura—. Hace demasiado viento. Mejor, cójala.
¿La? Colocado en la banqueta trasera vi un largo paquete envuelto en sayal. Su forma no revelaba ningún contenido particular, y sin embargo inspiraba una oscura inquietud. Lo levanté, sorprendido de lo que pesaba, y miré a Vera, que ya llevaba la barca lejos de la orilla, contra el viento.
—Es Anna —me explicó—. Murió hace tres días. Usted se había ido a la ciudad…
Anna, la anciana a la que a principios de septiembre había visto salir de la isba de los baños acompañada de Vera.
Me acomodé, equilibré el cuerpo de la difunta sobre mis rodillas, la apreté torpemente como hacen los hombres que no tienen hijos cuando les piden que lleven un bebé.
Las nubes se movían tan rápido aquel día que se producía una alternancia sincopada de crepúsculos y sol, de estallidos primaverales y recaídas otoñales. Cuando el cielo se tornaba plomizo, yo cobraba conciencia de estar abrazando un cadáver; luego, cuando me deslumbraban los rayos de sol, irrazonablemente se reavivaba la esperanza en mi cerebro: «No, lo que tengo en mis brazos todavía pertenece a este mundo, es inseparable de este sol, del frescor áspero de las olas…».
Hacia la mitad del lago el oleaje se hizo insistente, la barca cabeceó, la espuma comenzó a blanquear la parte de la borda expuesta. Por entonces yo apretaba la carga como hubiera hecho con cualquier otro fardo. Vera remaba con energía, barriendo el agua gris que se hendía con la pesadez de una gelatina. Yo contemplaba aquel cuerpo femenino que se inclinaba hacia delante, se echaba hacia atrás, las piernas tensas, el pecho y el vientre ofrecidos en un poderoso impulso físico. Bajo la tosca tela del capote columbré el fino cuello de encaje de una blusa clara… Una ola golpeó la borda con más violencia, tuve que levantar a la que sostenía en brazos, alzarla hacia mi rostro como si, movido por la desesperación, no quisiera separarme de un ser amado.
Durante aquella travesía, que finalmente apenas duró media hora, me asaltó la primera duda sobre la auténtica razón de mi apego a aquel pueblo del Norte.
Al cabo de unas semanas comprendí que hubiera podido llevar a cabo perfectamente el rastreo de las costumbres y leyendas en las bibliotecas de Arjánguelsk. Hacía tiempo que todo ese folclore de los rituales nupciales o funerarios aparecía catalogado en los libros. Mientras que en el propio terreno, en los pueblos casi vacíos, la memoria de las tradiciones se perdía, en defecto de poder transmitirse.
Tal olvido del pasado era todavía más patente en Mirnoie, donde vivían expatriadas, por decirlo así, aquellas mujeres desterradas de sus casas por la soledad, la indiferencia de los allegados. Al responder a mis preguntas me contaron unos conmovedores relatos de sus propias desdichas. Y de la guerra. En realidad, ésta era la que había borrado del recuerdo popular todas las demás leyendas. Para las ancianas habitantes de Mirnoie había pasado a ser el único mito, un mito vivo y personal en el que las divinidades, buenas o malas, eran sus maridos e hijos, los alemanes y los soldados rusos, Stalin y Hitler. Y de modo especial el soldado al que esperaba Vera.
Como en todos los mitos recién nacidos, el papel de los dioses y de los demonios no estaba fijado de modo definitivo. Los alemanes, odiados con visceralidad, con pasión, aparecían de pronto bajo la melancólica fisonomía de un cocinero llamado Kurt. Zoïe, una anciana alta con facciones de icono oscurecido por la edad, lo había conocido en un pueblo ocupado, cerca de Leningrado, donde ella vivía durante la guerra. Aquel alemán llevaba, a escondidas, restos de comida a los niños del pueblo… En la mitología local su lugar corría parejas con el de un Hitler o un Jukov.
Acabé desesperando de poder compilar coros nupciales, o cantos en loor del nacimiento o la muerte. La única cantinela que oía en aquellos viejos labios hablaba de la marcha de los soldados de allí que, al parecer, habían impedido que se encontraran las tropas nazis con el ejército finlandés del mariscal Mannerheim. De ese modo el bloqueo de Leningrado no había sido total. Los víveres llegaban a la ciudad asediada por el corredor que los hombres de aquella tierra habían cubierto con sus cadáveres. ¿Eran todos oriundos de la zona? ¿Y de Mirnoie? Albergaba mis dudas. Pero al ver a las ancianas del pueblo comprendía que sólo les quedaba esa mísera felicidad: creer que Leningrado no había caído gracias a sus maridos, hermanos o hijos.
Antes de llegar a Mirnoie, yo llamaba a eso «propaganda oficial». De pronto comprobaba que la definición se quedaba un poco corta.
Mi proyecto de escribir una sátira resultó también difícil de realizar. Me hubiera gustado hablar del sistema grotescamente cruel de los koljoses, de la borrachería generalizada al son de los altavoces que transmitían eslóganes edificantes. Pero los pueblos estaban sencillamente abandonados o moribundos, reducidos a un modo de supervivencia apenas diferente de la edad de piedra. Logré dar con un alcohólico muy característico cuya figura se hubiera prestado a la perfección para el humor de la prosa disidente. Una casa vacía por sus gastos de borracho, su mujer, todavía joven, que aparentaba veinte años más y cuyo rostro ostentaba un eterno rictus de acritud, sus cuatro hijos, silenciosos, resignados a vivir con aquel hombre que se arrastraba, vomitaba, sollozaba y a quien tenían que llamar «papá»…
Estaba terminando la primera hoja de aquel relato cuando me enteré de que el borracho se había ahorcado. Otar y yo acabábamos de llegar al pueblo donde vivía la familia del suicida. Ya estaban allí la milicia y el juez de instrucción. El hombre había puesto fin a su vida en un cobertizo, colgando la cuerda del pomo de la puerta. Se encontraba casi sentado, con la cabeza alzada como si estuviera soltando una risotada. Sus hijos, a quienes nadie había pensado en llevarse de allí, lo miraban fijamente, sin llorar. El rostro de su mujer parecía incluso distendido. De las paredes del cobertizo colgaban útiles de otro tiempo. Tenían un aspecto sólido e inspiraban confianza pese a la herrumbre. Gruesas tenazas, pesados berbiquíes, piezas de hierro cuyo nombre y utilidad habían quedado sepultados en el olvido… Uno de los hijos retrocedió de repente y echó a correr a través de un ancho erial erizado de hierbas amarillentas.
No, realmente no era tema para un relato satírico.
Yo esperaba descubrir, en aquel rincón perdido del Norte ruso, un compendio de la época soviética, la caricatura de aquel tiempo a la par mesiánico y estancado. Pero el tiempo se hallaba sencillamente ausente de aquellos pueblos, que parecían vivir después de la desaparición del régimen, después de la caída del imperio. En realidad me paseaba a través de una especie de premonición futurista. Se habían borrado las huellas de la Historia. Quedaban las láminas doradas de las hojas de sauce en la superficie oscura del lago, las primeras nevadas, que caían habitualmente por la noche, el silencio del mar Blanco, que se adivinaba tras los bosques. Quedaba aquella mujer, con su largo capote militar, que caminaba por la orilla, se detenía junto al buzón, en el cruce de caminos. Quedaba lo esencial.
Durante las primeras semanas que viví en Mirnoie no me atrevía a reconocerlo.
Hasta que una tarde de septiembre atravesada por brechas de luz y breves crepúsculos me encontré en una pesada embarcación, ennegrecida por los años, estrechando en mis brazos a una anciana muerta a la que calentaba con mi cuerpo.
Al acercarnos a la isla amainó el viento y nos bajamos en una orilla soleada, estival, de no ser por la hierba quemada por el frío.
—Antes se llegaba andando, no era una isla, sólo una colina —me explicó Vera, ayudándome a transportar el cuerpo de Anna—. Pero cuando ya no quedó nadie para reparar los diques, el lago creció el doble. Dicen que algún día el mar llegará hasta aquí…
Me sorprendió su voz. Una voz infinitamente sola en medio de la extensión de las aguas.
El sol ya bajo, rasante, tornaba nuestra presencia irreal, como revestida de una finalidad secreta. Nuestras sombras se proyectaron lejos a través del cementerio salpicado de bultos, rayaron el revoque desconchado de la pequeña iglesia. Vera abrió la puerta, desapareció y regresó sosteniendo un ataúd… Las paredes de la tumba dejaban ver una multitud de raíces cortadas. «Como otras tantas vidas interrumpidas».
Eso me decía yo a falta de poder captar el sentido de lo que sucedía ante mí. Un simple entierro, por supuesto. Pero también nuestro silencio, el fuerte viento que azotaba la cruz de la iglesia, los triviales martillazos. Tuve miedo de que Vera me pidiese que clavara el ataúd, el irrisorio miedo de golpear mal, de torcer un clavo… Y cuando lo descendimos con ayuda de las cuerdas me asaltó un pensamiento: esa muerta a la que he templado apretándola en mis brazos está llevándose una parte de mí mismo, pero ¿hacia dónde?
El regreso, con el viento en la espalda, resultaba fácil. Unos movimientos que Vera repetía con los remos lentamente, como sumida en el olvido. Su cuerpo reposaba, y ese reposo me recordó, en un momento dado, el relajamiento de un cuerpo cuando acaba de entregarse y de amar.
Transcurridas unas semanas lograría convencerme a mí mismo de que permanecía en aquella región del Norte únicamente para rastrear algunos hallazgos folclóricos. «Además, en Mirnoie se está tranquilo», pensaba, «no hay que pagar alquiler, la mitad de las casas está vacía, entra uno y no tiene más que instalarse, ¡esto sí que es comunismo!».
El tiempo en Mirnoie, aquel tiempo gravitante, suspendido, me aspiró poco a poco. Me fundí en el insensible fluir de las luces de otoño, un tiempo que no tenía más meta que el oro marchito de las hojas, que el frágil encaje de escarcha, al punto de la mañana, en el brocal de un pozo, que la caída de aquella manzana desde una rama desnuda, en un silencio tan puro que se oía el crujir de la hierba bajo el fruto caído.
Todo era a la par grave y ligero en aquella vida olvidada por el tiempo. El entierro de Anna, aquel día fúnebre y no obstante impregnado de una luminosidad etérea, de una serenidad nueva. Junto a su tumba, aquella otra cruz, el nombre de un tal Vasili Drozd, y aquella inscripción irregular, tallada con un cuchillo: «Un hombre bueno». En torno a aquel «hombre bueno», un punteado de manzanillas protegidas del viento por la tierra de la tumba. Y la voz tan sencilla de Vera: «La próxima vez traeré su cruz».
Muchas veces, al verla abandonar Mirnoie o regresar, yo repetía: «Una mujer que espera desde hace treinta años…». Pero el tono de tragedia y de desesperación que le imprimía a aquellas palabras no acertaba a hacerlas definitivas. Casi cada mañana, Vera acudía a la escuela donde daba clase, en la otra orilla del lago. Por lo común caminaba por la orilla, pero cuando las crecidas inundaban los caminos, a veces la veía subirse a la vieja barca. La seguía con la mirada, diciéndome: «Una mujer que ha convertido su vida en una espera definitiva…». Se abría en mí un breve abismo, que sin embargo presentía sin miedo.
Además, nada especial reflejaba en ella tan terrible espera. «Total, hay tantas mujeres solas, aquí o en otras partes», era el único argumento que se me ocurrió para justificar la banalidad con la que podía interpretarse aquella vida sacrificada. «Muchas mujeres solas que, por valor o por pudor, no dejan traslucir su pena. Mujeres que, como Vera, llevan esperando más o menos años…».
Incluso el buzón que se alzaba en el cruce de caminos perdió poco a poco, a mis ojos, su significado de aniquilador de esperanza. Zoïe, la vieja más animosa, era la que solía recoger el correo. Las demás consideraban aquello igual que un lejano viaje y esperaban a Zoïe como si cada una de ellas tuviese la seguridad de recibir una carta. Habitualmente no llegaba nada. A veces una tarjeta dirigida a la que ya no estaba… Cuando me cruzaba con Zoïe en su periplo de cartera, le pedía que me trajera una hermosa carta de amor. Sonreía con malicia y replicaba: «No tardará, están cortando el bosque y pronto habrá papel para su carta. ¡Espere un poquito!». Proseguía su camino y, una hora después, regresaba con el periódico local bajo el brazo. Alguna que otra vez lo leí: incluso aquella actualidad, geográficamente tan próxima a Mirnoie, parecía provenir de otro mundo, de una época en la que el tiempo existía.