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HABÍA huido de aquellos que opinaban que nuestra época es demasiado lenta. De todas maneras, más bien trataba de escapar de mí mismo, pues en poco me diferenciaba de ellos. Lo comprendí aquella noche de marzo, en el taller al que llamábamos Wigwam. En un lienzo apenas cubierto de colores, un rostro esbozado se asemejaba curiosamente al mío.

En un momento dado, la cadencia de la declamación coincidió con el resuello rítmico de los dos amantes. Todo el mundo procuró mantenerse serio. Sobre todo el propio poeta. Lo exigía el contenido de las estrofas. Se comparaba a nuestro país con un planeta aterrador cuya desmesurada masa impedía a todo el mundo sustraerse a su gravitación. La palabra «planeta» rimaba con «niet», repetida reiteradamente como una sincopada fórmula de encantamiento. En medio de la recitación, aquella rima recibió a modo de eco los jadeos viriles y, un tono por encima, los gemidos de una mujer, aquella pareja apenas separada de nosotros por unos lienzos colocados sobre caballetes. Entre ellos se hallaba el retrato apenas coloreado de un hombre que se me parecía.

La situación era chusca. Y sin embargo la noche, festiva como tantas otras noches transcurridas en aquel taller, era triste.

No, había como siempre mucho alcohol, mucha música (aquel cantante de jazz a punto de musitarnos al oído un secreto y que no cesaba de retrasar sus confesiones), muchos cuerpos, jóvenes en su mayoría, dispuestos a amarse sin tabúes, o más bien a amarse para burlar los tabúes.

Con un retraso de seis o siete años, Mayo del 68 llegaba hasta Rusia, hasta aquel largo desván transformado en taller semiclandestino, en los suburbios lejanos de Leningrado.

—«Planeta», «Niet!» —declamaba el autor del poema, y los gritos del creciente orgasmo le contestaban desde detrás de los cuadros inacabados. El «niet» ahogaba la eclosión del talento, la expresión de la libertad, el amor sin trabas, los viajes al extranjero, todo, en realidad. Sólo aquel desván planeaba, desafiando las leyes de la gravitación.

Era un ambiente bastante propio en aquel tipo de reuniones de artistas más o menos disidentes. De Kiev a Vladivostok, de Leningrado a Tbilisi, se decía, se temía, se esperaba más o menos lo mismo. Por lo común, todo transcurría en medio de la alegría que procuran la clandestinidad y la subversión, sobre todo cuando se es joven. Y lo que no podía decirse en un poema o con una pincelada, lo expresábamos mediante aquellos orgasmos erráticos. Planeta Niet, y los gemidos proseguían con renovados ímpetus tras los cuadros.

Pero en aquella ocasión era una alegría apagada. Ni siquiera la presencia de aquel periodista americano cambiaba algo. El tenerlo allí era un gran acontecimiento para todos nosotros: estaba sentado en el centro, en un sillón, y podía tomársele, dada la solicitud con que lo tratábamos, por el presidente de Estados Unidos. Pero la mayonesa no cuajaba.

Hubiese sido fácil achacar ese decaimiento a mis celos. Apenas una semana atrás, la mujer que gemía tras los cuadros todavía dormía en mis brazos. Conocía su voz durante el amor, y ahora oía ese lamento a dúo. Sin chistar. Sin tener derecho a sentir celos. La propiedad sexual, ¡el colmo de la ridiculez pequeño-burguesa! Beber, fumar arrugando los párpados (como en las películas de Godard), aprobar la lectura de un poema y, cuando apareciese la mujer en medio de los cuadros, hacerle un guiño y ofrecerle una copa… Recordé que ella, mientras dormía, a ratos alzaba las pestañas, como si se preguntara: «¿Y todo esto para qué?». Entonces su rostro adoptaba una expresión desamparada, infantil… ¡Prohibido recordar!

A decir verdad, todos sentíamos que aquella noche no estábamos en lo que estábamos. Quizá debido precisamente al periodista americano. Un pez demasiado gordo para aquel taller cochambroso, una visita demasiado deseada. Era como la encarnación del soñado Occidente, escuchaba, observaba y cada uno de nosotros tenía la impresión de verse transportado al otro lado del telón de acero. A través de él, las estrofas recitadas parecían ya impresas en Londres o en Nueva York, un cuadro inacabado acababa de ser colgado en una galería parisiense. Interpretábamos en su honor una escenificación de la disidencia artística, y aun los gemidos de placer que brotaban de detrás de los cuadros estaban personalmente dirigidos a él.

En resumidas cuentas, nos había ganado la partida sin más. Yo había acudido con ánimo de hablar de mi viaje a Tallin. Los países bálticos eran por aquel entonces una antesala de Occidente. Arkadi Gorin, el morenito sentado en el suelo sobre un bote vacío de pintura, hubiera hablado de su inminente viaje a Israel, tras negársele el visado durante seis años. Pero allí estaba el americano, y nuestros relatos parecían baladíes, incluso comparados con el pesado movimiento de su mandíbula cuando pronunciaba los nombres de Filadelfia, Boston, Greenwich Village…

Ni siquiera el poema donde el Kremlin brezneviano aparecía descrito como un zoo de animales prehistóricos obtuvo el éxito deseado. Éramos actores mediocres, interpretábamos a Occidente, y él, como escenógrafo (¡un auténtico Stanislavski!), nos calibraba, dispuesto a lanzar el terrible veredicto: «¡No me lo creo!». Y hubiera sido justo, pues aquella noche éramos occidentales poco creíbles.

Demasiado impacientes. El telón de acero parecía tener que durar eternamente. El desgajamiento de nuestro país del resto del mundo presentaba la evidencia de una ley natural intangible. Nuestra juventud no era más que un segundo, un grano de polvo frente a aquel reino milenario. La espera se nos hacía ya insoportable.

Máxime porque nos hallábamos en posesión de todos los elementos de Occidente: aquellos poemas irrespetuosos, aquella pintura abstracta innovadora, aquel goce sin complejos, los autores occidentales prohibidos que comprábamos en el mercado negro, las lenguas de Europa y de otros lugares que hablábamos, el pensamiento occidental que nos afanábamos en conocer. Cual apresurados alquimistas, mezclábamos todas esas materias durante nuestras noches de borracheras y de declamaciones. Iba a nacer la quintaesencia de Occidente. La piedra filosofal que transformaría El Zoo Kremlin en obra maestra mundial y a su autor en un clásico vivo aclamado de Nueva York a Sídney, que llevaría aquel lienzo cubierto de cuadros naranja hacia el caracol de Guggenheim…

Una joven muy borracha se dejó caer junto a mí en el colchón ajado. Con una ancha y húmeda sonrisa intentaba hablarme al oído, pero no acertaba ya a articular las palabras. Farfullaba una y otra vez dos nombres masculinos. Más que entender adiviné lo que decía: dos hombres estaban haciendo el amor en la habitación contigua y eso le parecía «tronchante», porque se oían a la vez los gemidos de la pareja detrás de los cuadros. Yo fingí soltar el trapo para contestar a su risa, pero de pronto su rostro se paralizó, entornó los párpados y unas lágrimas muy finas, muy rápidas, comenzaron a correr por sus mejillas. El áspero susurro del cantante de jazz continuaba prometiendo una confesión muy importante, sin la cual sería imposible vivir.

La mujer dejó de llorar, me miró desafiante y se desplazó hacia el sillón del americano, «Very big gallerist…», decía éste. Un pintor le escuchaba moviendo sin cesar la cabeza. El vaso le temblaba fuertemente en la mano. La joven borracha trepó al brazo del sillón con obstinación de insecto.

Una noche que no acababa de arrancar…

Curiosamente, la imitación de Occidente que representábamos resultaba, en ciertos aspectos, más auténtica que el original. Sobre todo más dramática, porque la libertad de aquellas noches no siempre quedaba impune. Muchos años después me enteraría de que el autor de El Zoo Kremlin pagó su poema con cinco años de campo de concentración, y de que uno de los homosexuales, encarcelado (la ley perseguía ese vicio), fue golpeado hasta la muerte por sus compañeros de celda. Pensé en aquel amante desdichado quince años después, en París, en las calles del Marais: la abundancia de hombres musculosos y bronceados en las terrazas de los cafés, su aire satisfecho, que parecían gruesas muñecas hinchables masculinas haciendo gala de sus bíceps y de la normalidad conquistada. Recordé que habían rematado al homosexual del taller leningradense empalándolo en un tubo, desde el ano hasta la garganta…

Nuestro Occidente de opereta poseía, a fin de cuentas, su grado de verdad.

Mi amiga salió de detrás de los cuadros, atravesó la habitación atestada de cuerpos, restos de comida y botellas, y se acomodó sobre una caja llena de libros. Pese a la mezcla de asco y de celos que sentía, no pude reprimir un arrebato de admiración: qué bien actuaba, ¡mejor que las actrices de Godard! Un cuerpo lascivo, una boca apenas pintada y una mirada irreprochablemente indiferente, que resbaló sobre mí. Y ya contestaba a alguien y aceptaba una copa, gozando de esa solicitud muy particular que los hombres conceden a las mujeres… «en celo», pensé de forma malévola. «¿Cómo se te ocurre ponerte celoso? Estás ridículo, pedazo de oso siberiano», repetía en mi interior una voz analgésica. Vi que la chica se había quitado el panti. Sus piernas desnudas, pálidas, se me antojaron de pronto eternamente juveniles, enternecedoras con aquella piel blanca que nada protegía y con la configuración de las pecas que yo reconocía. Me inspiró una viva compasión, estaba dispuesto a ir a cubrir aquellas piernas con mi abrigo…

En ésas, comprobamos que el periodista americano estaba durmiendo. Se había quedado adormilado hacía ya un rato, inclinando levemente la cabeza, y nosotros habíamos seguido hablándole, tomando su sueño por una pose de profunda meditación. Le hablábamos aguardando su aprobación o su «¡No me lo creo!» a lo Stanislavski. Si hubiera roncado nos habríamos muerto de risa y nos habríamos reído de él. Pero dormía como un bebé, con los párpados cerrados y los labios formando un pequeño óvalo al respirar. Transcurrió un segundo embarazoso. Me levanté para ir a la cocina y, al pasar detrás de los cuadros, vi al hombre (era un pintor) que acababa de hacer el amor con mi reciente amiga. Estaba limpiándose el sexo con un trapo que olía a trementina… El periodista americano acabó despertándose, y desde la cocina oí su «So…» acompañado de un vigoroso bostezo y de las risas de alivio de los demás.

La cocina (en realidad la prolongación del mismo desván, con un fregadero de loza desconchada) sólo tenía una ventana, más bien un estrecho tragaluz, y estaba repleta de comida envuelta en hojas de periódico. El cristal, hendido transversalmente, dejaba filtrar un fino polvo de nieve. Los últimos fríos del invierno.

En aquel instante tuve la sensación de estar viviendo lo que desde hacía tiempo quería vivir: la penetrante crudeza de la nieve, un antiguo edificio en una ciudad nocturna a orillas del Báltico, la soledad total de aquel joven que era yo, la proximidad de las voces, tan familiares, tan extrañas, la rápida dispersión en el frío de lo que era mi amor por una mujer que, en aquel mismo momento, estaba abriéndose a las caricias de otro, la perfecta insignificancia de aquella fusión carnal y su gravedad irremediable, la irrisoria fugacidad de nuestro paso por las ciudades, por la vida ajena, por el vacío.

Algo me impedía expresarlo como hubiera querido. «¡El régimen!», decíamos durante nuestras noches clandestinas. El Planeta Niet. Escuchando a los demás había acabado convenciéndome. El Zoo Kremlin embotaba el cincel del escultor, decoloraba los lienzos, trababa las rimas. La censura, el pensamiento único, la imposición ideológica, decíamos. Y era cierto.

Sin embargo, aquella noche, plantado ante el tragaluz con el cristal roto, comencé a dudar de ello. Porque ninguna censura me impedía expresar aquel fino polvo de nieve, la soledad, las tres de la mañana en la oscuridad de una ciudad dormida a orillas del Báltico. El Planeta Niet me pareció entonces un argumento demasiado fácil. Quejarse del régimen, no escribir, o escribir únicamente para quejarse de él. Adiviné el círculo vicioso que representaba la literatura disidente.

No podía imaginar (ninguno de los invitados del Wigwam podía hacerlo) que diez años después el Planeta Niet comenzaría a resquebrajarse, que quince años después explotaría, perdería a sus aliados, a sus vasallos, sus fronteras e incluso su nombre. Y que entonces podría uno escribir cuanto quisiera sin temor a la censura. Podría uno permanecer bajo el tragaluz roto de un desván, en medio de la noche de una ciudad dormida, sentir el polvo nevoso en el rostro caldeado por el vino, meditar sobre la fugacidad de nuestro paso por la vida de los demás…

Pero en ese futuro, como sucediera en el pasado, a un poeta le resultaría igual de difícil expresar esas cosas sencillas que son el amor por una mujer que ha dejado de amar, la nieve una noche de marzo, el vaho de una respiración que se disipa en el frío y que nos mueve a pensar: «mi vida», ese leve velo de angustia y de esperanza.

Quince años después, el régimen habría dejado de existir, pero no nacerían más fácilmente las estrofas, ni la gente leería más los poemas. Ningún periodista americano escucharía aquellos versos declamados por poetas ebrios, ni acecharía peligro alguno a los temerarios. Y aun los gemidos brotados de detrás de los cuadros perderían su sabor discordante y provocador.

En aquella noche durante los últimos fríos creí comprender la irritante paradoja del arte bajo un régimen totalitario. «La dictadura es con frecuencia propicia al nacimiento de las obras maestras…».

—Mira, cuando no hay una torreta de vigilancia o un patíbulo a la vista, el poeta se aburguesa…

Quien así hablaba era Arkadi Gorin. Fue a verme a la cocina con una botella de aguardiente en la mano, y, como sucede con los hombres borrachos, nos daba la impresión de hablar con una misma voz, adivinábamos nuestros pensamientos, los transmitíamos por la telepatía propia de esa vidriosa ebriedad del amanecer.

—En Occidente sufriré impotencia poética, ya verás… —añadió lanzando un suspiro tragicómico.

—¿Y qué hacen ahí? —pregunté, interrumpiéndole.

Arkadi hubiera podido interpretar «ahí» por Occidente. Pero, con ayuda del alcohol, supo que me refería a quienes acabábamos de abandonar.

—Pues ahí está leyendo Chutov la segunda parte de su Zoo Kremlin, pero nadie le presta atención, porque tu amiga se ha puesto a follar otra vez detrás del arte no figurativo. Con el americano. El tipo utiliza un preservativo de un bonito color azul pálido. He oído decir que en Occidente también tienen preservativos que huelen e incluso saben a frutas. No sé si el americano… Disculpa, no era mi intención que te… ¿Quieres que le rompa esta botella en la cabeza a ese tiburón imperialista? ¿No? ¡Pues vámonos! —Y, ya en la calle, añadió—: Pasado mañana estaré en Viena, pero fíjate, sé que echaré de menos esta nieve que remolinea en torno a las farolas, y estas calles sucias, y estos portales que huelen a meado de gato. —De pronto empezó a gritar agitando los brazos y echando hacia atrás la cabeza—: ¡Soy feliz! ¡Me largo de este país de mierda! ¡Me voy a vivir a Occidente! Crujirán billetes de banco entre mis finos dedos de intelectual, billetes más verdes que el árbol de la vida… ¡Soy libre! ¡Odio a los esclavos que viven aquí!

En realidad, nuestras voces clamaban al unísono en aquel alboroto nocturno. Se mofaban de las ventanas oscuras de los edificios, del sueño de todos aquellos «esclavos» del régimen, de los cobardes que no se atrevían a gritar, a aullar su asco. Y que por su resignación consolidaban la sociedad carcelaria en la que vivíamos. Eran nuestros enemigos. Aquella noche de marzo, inmersos en nuestra borrachera, lo creíamos firmemente. Ello nos permitía olvidar nuestro propio fracaso: el suyo, los adioses fallidos con el Wigwam; el mío, la configuración de las pecas en las piernas de la mujer a la que amaba y que acababa de perder.

Nos encontramos con aquellos enemigos en el primer tren de cercanías que se dirigía a Leningrado. Estaban todos allí, un cúmulo compacto, indiferenciado, magma de rostros cerrados en sí mismos, de cuerpos embotados por la somnolencia, de prendas toscas sin fantasía alguna. No eran siquiera los proletarios glorificados por la ideología, aquellas «masas trabajadoras» representadas en todas las esquinas de las calles en enormes carteles de propaganda. No, era una subclase que formaba parte de los humildes engranajes del sistema: mujeres mayores que iban a frotar con cepillos metálicos la mugre de las fábricas teñidas de humo, hombres que iban a llenar vagonetas con desechos oxidados o a deambular, a menos de treinta grados bajo cero, en torno a los muros de hormigón de las fábricas, con un viejo fusil al hombro. Criaturas invisibles durante el día y que apenas se distinguían en la oscuridad todavía nocturna de una mañana de invierno, en aquel primerísimo tren del día.

Permanecíamos de pie para observarlos mejor. La agresividad de nuestros berridos de antes se convirtió en un pérfido susurro. Delante de nosotros, apretados en las banquetas, formaban un cuadro viviente de lo que el régimen podía hacer con un ser humano: arrebatarle toda individualidad, embrutecerlo hasta el punto de hacerle leer el Pravda por propia voluntad (había varios periódicos abiertos aquí y allá), pero sobre todo embutirle en el cerebro la idea de su felicidad. Porque ¿cuál de aquellos engranajes adormilados no se hubiera reconocido feliz?

—¿Has visto cómo viste? —ironizó Arkadi—. Si los alemanes volvieran, podrían enviarlos tal cual a cavar trincheras, o directamente a los campos; no necesitarían cambiarse.

—¿A los campos? Más bien parecen salir de ellos —contesté, imitando el tono de su voz.

—Y, desde luego, si en vez de ir a Leningrado mandaran este maldito tren camino de Siberia, nadie se atrevería a preguntar por qué…

De repente, vimos las manos de aquel hombre.

Sostenía un Pravda abierto apretándolo fuertemente con los pulgares y con lo que le quedaba de las manos: unos muñones a los que les faltaban los otros cuatro dedos.

Arkadi carraspeó, y luego dijo con voz sorda, un poco balbuceante:

—Un servidor de ametralladora… Ya sabes que, durante la guerra, utilizaban aquella ametralladora grande provista de un escudo que protegía la cabeza de la metralla, pero las empuñaduras dejaban las manos totalmente al descubierto, salvo el dedo pulgar, que quedaba resguardado por el acero. Y cuando llegaba una ráfaga de metralla…

El hombre volvió hábilmente la hoja con los muñones.

Miramos las manos de los pasajeros. Eran muy parecidas, manos de hombres, manos de mujeres, casi iguales, cansinas, con las articulaciones abultadas por el trabajo, marcadas por una tonalidad oscura, la de las arrugas negras de alquitrán. Algunas de aquellas manos apretaban un libro o un periódico, otras, posadas sobre las rodillas, parecían expresar con su inmovilidad algo simple y grave. Los rostros, algunos con los párpados entornados, traslucían también aquella gravedad tranquila.

El hombre del Pravda dobló el periódico y, cual prestidigitador mutilado, se lo metió en el bolsillo del abrigo. Se apeó en la siguiente estación.

—En definitiva —murmuró Arkadi—, gracias a esta gente podemos leer nuestros poemas r-r-revolucionarios y follar con preservativos que huelen a frutas exóticas. Gracias a sus guerras, a sus dedos arrancados…

No contesté, pensando que entre aquellos viejos pasajeros probablemente habría alguno que había defendido Leningrado durante el sitio de la ciudad. Las mismas personas que habían resistido bajo los obuses, durante más de dos años, en los pisos helados y en las calles sembradas de cadáveres. Tal vez por aquella época trabajaban ya en las mismas fábricas a las que acudían aquella mañana. Sin acusar a nadie. Sin quejarse. Yo siempre había identificado aquella resignación con el servilismo que tan sabiamente sabía imponer el régimen. En aquel tren de cercanías, por primera vez me pareció ver algo distinto en esa actitud.

Se abrían las puertas de los vagones, la gente salía a la noche barrida por la nieve, desaparecía en la oscuridad de las largas paredes de ladrillos renegridos.

En las proximidades de Leningrado cambió el aspecto de los viajeros. Mejor vestidos, más jóvenes, más locuaces. Nuestros contemporáneos. La única que se parecía a los pasajeros del tren era una anciana, en el metro, que tenía aspecto como de ida, y con ganas de perderse en los cruces de los pasillos.

—Nosotros nos largamos, a Boston o a Londres —dijo Arkadi antes de despedirse—. Seguro que aquí acaban fabricando también preservativos perfumados. Pero los ancianos con los dedos arrancados no estarán ya para verlo. Y mejor para ellos. Me marcho mañana. Si tienes alguna obra maestra que quieras pasar a Occidente…

Recibí tres cartas suyas, con más o menos cinco años de intervalo, enviadas desde Israel, y, nueve años después, una tarjeta franqueada en Nueva York. La primera carta anunciaba el nacimiento de su hija. La segunda me informaba de que la niña estaba estudiando piano. La tercera (la letra había cambiado mucho) decía que la adolescente había resultado herida en un atentado y había perdido tres dedos de la mano izquierda. Al enterarme pensé tontamente en el ametrallador que leía el Pravda. La estupidez de las coincidencias que llegan siempre en el momento preciso para demostrar la inhumana absurdidad de las actividades del hombre. Pensé también en la monstruosa mezcla de felicidad y de angustia que debían de experimentar los padres de una niña a quien todo el mundo consideraba una superviviente.

La tarjeta de Nueva York decía: «Si hace quince años hubiera podido imaginarme que me convertiría en lo que soy ahora, me habría colgado del tubo de la cisterna del váter del Wigwam. ¿Recuerdas aquel tubo cuyo óxido dibujaba en la pared la cara de Mefisto?».

A mí aquel trazo de óxido más bien me traía a la mente un velero con un mástil infinitamente largo.

Por otra parte, fue al despedirse de mí en el metro de Leningrado cuando Arkadi me ofreció aquel trabajo, un compromiso que él no podía aceptar debido a su marcha: trasladarse a la región de Arjánguelsk y escribir una serie de textos sobre los usos y costumbres locales. «En provincias, ya sabes, siempre necesitan un universitario de Moscú o de Leningrado. Es para su álbum conmemorativo. Para el aniversario de su ciudad o para una fiesta folclórica, yo qué sé. Vas allí y te inventas cualquier cosa sobre los gnomos de sus bosques, pero verás como encuentras un montón de material para tu sátira antisoviética… Me marcho muy temprano, así que no hace falta que vayas al aeropuerto».

En agosto del mismo año recalé en el pueblo de Mirnoie, a unos pasos de una mujer que acababa de sacar del agua una red de pesca. Una mujer que esperaba al hombre amado.