El viejo se meció un rato y me sonrió.
«Tú estás solo la mayor parte del tiempo». Tenía razón. Yo disfrutaba de mi soledad. Tenía amigos, pero siempre me alegraba de volver a casa.
«¿Cómo lo sabe?», le pregunté.
«Tus pupilas se dilatan cuando hablo de ideas».
«¿De veras?».
«Mi joven amigo: hay dos clases de personas en el mundo. Una clase está orientada a las personas. Cuando conversan, lo hacen sobre las personas: lo que hace la gente, lo que dijo alguien, cómo se siente alguien. El otro grupo está orientado a las ideas. Cuando conversan, hablan de ideas, conceptos y objetos».
«Yo debo ser una persona de ideas».
«Sí. Y te causa problemas en tu vida personal, pero no te das cuenta cómo».
«Eso es bastante atrevido de su parte. ¿Qué le hace pensar que tengo problemas en mi vida personal?». Tuve que admitir que tenía razón.
Todo el mundo tiene una vida personal imperfecta, pero para mí la imperfección era casi un principio determinante. Continuó:
«La gente de ideas como tú es aburrida, incluso para otras personas de ideas».
«Oiga, no me insulte», dije, aunque en realidad no lo sentía. «Admito que no soy el alma de ninguna fiesta. Siempre que intento inyectar algo interesante en una conversación, todos se callan hasta que alguien cambia de tema. Creo que soy bastante interesante, pero nadie más comparte mi opinión. Toda la gente bien vista parece charlotear sobre cosas insignificantes, pero yo suelo tener cosas interesantes que decir. A la gente tendría que gustarle eso».
«En realidad, esas personas sólo parecen estar charloteando», contestó. «De hecho, hablan de un tema que interesa a todo el mundo: hablan de gente. Cuando una persona habla de los demás, es una cuestión personal para todos los que escuchan. Te sentirás identificado automáticamente con el relato; pensarás cómo reaccionarías en el lugar de esa persona, cómo tu vida presenta paralelismos. Pero por el otro lado, si hablas de una nueva herramienta que encontraste en la ferretería, nadie puede identificarse con la herramienta en un plano personal. No es más que un objeto, por muy útil o novel que sea».
«De acuerdo; entonces, ¿cómo hago para ser más interesante?».
«Si te diera un consejo, ¿lo seguirías?».
«Tal vez. Depende del consejo».
«No, no seguirías mi consejo. Nadie ha seguido nunca los consejos de otra persona».
«Ahora se me está poniendo antipático», dije. «Está claro que la gente sigue los consejos ajenos todo el tiempo. Eso no es un engaño».
«La gente cree que sigue los consejos de otros, pero no lo hace. Los humanos sólo son capaces de recibir información. Crean sus propios consejos. Si buscas influenciar a alguien, no pierdas el tiempo dándole consejos. Sólo puedes cambiar lo que sabe la gente, no lo que hace».
«Bien, pues. ¿Puede darme información que me ayude en el plano personal?».
«Tal vez», dijo, ajustando la manta alrededor de su diminuto cuerpo.
«¿Qué tema es el que te interesa más que cualquier otro?».
«Yo mismo, supongo», confesé.
«Sí, eso es la esencia de ser humano. Cualquier persona que conozcas en una fiesta estará interesado en su vida por encima de todos los demás temas. Tus silencios incómodos se pueden superar formulando preguntas sencillas acerca de la vida de la persona».
«Eso sería falso y prefabricado», dije. «En primer lugar, sería como someterle a un interrogatorio. En segundo lugar, sería incapaz de fingir interés en las respuestas. Si resulta que es un vendedor de zapatos que vive con su madre, mis ojos se me pondrían vidriosos».
«Te parecería falso y prefabricado mientras formulas las preguntas, pero no le parecería así a la otra persona. A él le parecería un obsequio inesperado, la oportunidad de disfrutar uno de los mayores placeres de la vida: hablar de sí mismo. Se volvería más animado y tú le caerías bien de inmediato. Le proyectarías la imagen de ser un conversador brillante y talentoso, aún cuando tu única contribución fuera la de hacer preguntas y escuchar. Y habrías resuelto el temor de esa persona a esos silencios incómodos. Estaría agradecido por ese hecho».
«Eso resolvería el problema de la otra persona, pero yo sería el que se tendría que tragar que el tipo hablara de sí mismo. El remedio es peor que la enfermedad».
«Las preguntas que tú formularas a esa persona no serían más que el punto de partida. Desde ahí lo podrías conducir hacia lo que más te importa: hacia ti».
«¿No querría hablar de sí mismo en lugar de hablar de mí?».
«Cuando te enteras de cómo los demás se enfrentan a las situaciones que viven, automáticamente te sientes identificado», dijo. «Siempre habrá paralelismos en tu vida. Descubre el tema que tenéis en común y luego pregúntale si le gusta, cómo lo encara y si tiene alguna solución ingeniosa para afrontarlo. A lo mejor los dos tenéis que recorrer largas distancias para llegar al trabajo. O tenéis madres que os llaman con demasiada frecuencia. O practicáis el esquí. Encuentra ese punto de interés común y los dos estaréis hablando de ti —y de él— para deleite de ambos».
«¿Qué hay de compartir mis opiniones sobre cuestiones importantes?», pregunté. «Siempre acabo debatiendo con la gente. Siempre parece que tengo una visión más madurada de las cosas y siento que tengo la responsabilidad de iluminar a mis interlocutores. Aunque a veces pienso que sería mejor que me callara, pero cuando escuchas las ideas alocadas que tienen algunos —en realidad, la mayoría— entonces, ¿cómo puedes pasarlo por alto?».
«¿Has estado alguna vez en tu coche detrás de alguien en un semáforo que no arranca cuando se pone verde, entonces le das al claxon pero luego te das cuenta de que se le ha calado el coche y no hay nada que pudiera haber hecho el otro conductor?».
«Sí, he tocado el claxon. Y es embarazoso», dije.
«La mayoría de los desacuerdos son como mi ejemplo. Dos personas tienen información diferente, pero creen que en el fondo del desacuerdo reside el hecho de que a la otra persona le falla el juicio, los modales o los valores. De hecho, las personas en su mayoría compartirían tus opiniones si tuvieran la misma información. Si dedicas el tiempo a discutir sobre los fallos que observas en las opiniones de los demás, pierdes tu tiempo y el suyo. Lo único que puede servir de algo es examinar las diferencias en vuestras presuposiciones y sumarlas a la información de cada uno. A veces eso es suficiente como para hacer que los puntos de vista converjan con el paso del tiempo».
«Si pudiera enseñarme cómo llevarme bien con las mujeres, me sería muy útil».
«Puedo decirte algunas cosas».
«Acepto cualquier ayuda que me quiera ofrecer».
«Las mujeres piensan que los hombres son, en cierto sentido, versiones defectuosas de las mujeres», empezó.
«Los hombres, en cambio, piensan que las mujeres son versiones defectuosas de los hombres. Ambos sexos están atrapados en el engaño de que sus puntos de vista personales son universales. Ese punto de vista —que cada sexo es una versión defectuosa del otro— está en el origen de todas las desavenencias».
«¿Eso cómo me ayuda?», pregunté.
«Las mujeres se definen por sus relaciones y los hombres se definen por a quién ayudan. Las mujeres creen que el valor es el producto del sacrificio. Si estás dispuesto a sacrificar tus actividades favoritas para estar con ella, confiará en ti. Si estar con ella te resulta demasiado fácil, desconfiará de ti. Puedes hacer tus sacrificios de forma simbólica al principio: saliendo antes del trabajo para comprarle flores, cancelando tu partido de fútbol para salir con ella; esa clase de cosas».
«¿Por qué parece que los tipos ricos y famosos son los que atraen a todas las mujeres?», pregunté.
«En parte porque los ricos y famosos son capaces de hacer mayores sacrificios. El hombre corriente podría sacrificar una noche de televisión para estar con una mujer. El hombre rico y famoso podría sacrificar una semana en Tahití. Se podría hablar mucho de la atracción que ejerce el poder y la confianza que rezuma el hombre rico y poderoso, pero la capacidad de sacrificio es lo más importante».
«¿Qué valoran los hombres?», pregunté.
«Los hombres creen que el valor se genera por medio de los logros, y tienen objetivos para las mujeres en sus vidas. Si una mujer cumple esos objetivos, él cree que lo ama. Si no los cumple, él creerá que no lo ama. El hombre cree que si la mujer lo amara, se habría esforzado más, y siempre cree que los objetivos que fija para ella son razonables».
«¿Qué objetivos?».
«Los objetivos son diferentes para cada hombre. Es muy raro que compartan estos objetivos, porque si lo hicieran estarían invitando al desastre. Ninguna mujer toleraría que le diesen objetivos que cumplir».
«Entonces, ¿qué debe hacer un tipo si la mujer que forma parte de su vida no cumple estos objetivos secretos? ¿Cómo puede conseguir que ella cambie?».
«No puede», contestó.
«La gente no cambia para cumplir los objetivos de otras personas. A los hombres se les puede moldear en algunos aspectos insignificantes —en la ropa que llevan, el corte de pelo, los modales— porque son aspectos que no resultan importantes para la mayoría de hombres. A las mujeres no se les puede cambiar para nada».
«Nada de esto me será de utilidad».
«Lo máximo a lo que puedes aspirar en una relación es a encontrar a alguien cuyos defectos no te importen. Es inútil buscar a alguien que no tenga defectos o alguien capaz de cambiar en algún aspecto significativo: esa clase de persona sólo existe en nuestras imaginaciones».
«Supongamos que encuentro a alguien cuyos defectos no me molestan», dije. «La parte difícil está en retenerla. No he tenido mucha suerte en ese sentido».
«Una mujer necesita que le digas que sacrificarías cualquier cosa por ella. Un hombre necesita que le digas que es útil. Cuando el hombre o la mujer se aparta de esa fórmula, el otro empieza a desconfiar. Cuando se pierde la confianza, la comunicación se desmorona».
«No creo que haya que confiar en alguien para comunicarse. Puedo hablar con alguien en quien no confío con la misma facilidad que alguien en quien sí confío».
«Sin confianza, sólo puedes comunicar cosas de poca importancia. Si intentas comunicar algo importante sin que exista una base de confianza, tu interlocutor sospechará que te mueve una motivación secreta. Analizará tus palabras en busca de significados ocultos y tu mensaje simple se verá empañado por la sospecha».
«Supongo que puedo entender que sea así. ¿Cómo puedo hacer que confíen más en mí?».
«Miente».
«Ahora sí que bromea, ¿no?», pregunté.
«Debes mentir sobre tus talentos y tus logros, describiendo tus victorias en términos desdeñosos como si fueran debidas a la suerte o al azar. Y debes exagerar tus defectos».
«¿Por qué iba a querer decir a los demás que soy un fracasado y un imbécil? ¿No es mejor ser honesto?».
«La honestidad es como la comida. Ambas son necesarias, pero en exceso, ambas provocan molestias. Cuando le restas importancia a tus logros, haces que los demás se sientan mejor con respecto a sus propios logros. Es deshonesto, pero bondadoso».
«Eso está muy bien. ¿Tiene algún otro consejo?».
«Crees que las conversaciones intrascendentes son una pérdida de tiempo».
«Claro, a menos que tenga algo interesante que decir. No entiendo cómo la gente se puede pasar el rato charlando sobre cosas insignificantes».
«Tu problema es que entiendes la conversación como una forma de intercambiar información», dijo.
«Eso es precisamente lo que es», dije, pensando que estaba remarcando algo que era obvio.
«La conversación es más que la suma de palabras pronunciadas. También es una forma de reconocer la importancia de otra persona al mostrarle que estás dispuesto a concederle tu recurso más preciado: tu tiempo. Es una forma de transmitir respeto. La conversación nos recuerda que formamos parte de un ente mayor, conectados de un modo que trasciende el deber, la herencia o el comercio. La conversación puede ser muchas cosas, pero nunca puede ser inútil».
Durante las próximas horas el viejo reveló más de sus ingredientes para vivir una vida social exitosa. Expresar gratitud. Dar más de lo que se espera de uno. Hablar con optimismo. Tocar a la gente. Recordar nombres. No confundir flexibilidad con debilidad. No juzgar a las personas por sus errores: en cambio, juzgarlas por cómo responden ante sus errores. Recordar que el aspecto físico es para beneficio de los demás. Atender primero las necesidades básicas propias; de lo contrario, uno no será de utilidad para nadie.
No sabía si podría incorporar sus ingredientes en mi vida, pero parecía posible.