«Si tú fueras Dios», prosiguió, «¿qué querrías?».
«No lo sé. Apenas sé lo que yo quiero, mucho menos lo que quiere Dios».
«Imaginemos que eres omnipotente. Puedes hacer cualquier cosa, crear cualquier cosa, ser cualquier cosa. En cuanto decides que quieres algo, se convierte en realidad». Esperé, sabiendo que había más. Él continuó.
«¿Tiene sentido pensar que Dios quiere algo? Un Dios no tendría emociones, ni temores, ni deseos, ni curiosidad, ni hambre. Esas son carencias humanas, no algo que podría atribuirse a un Dios omnipotente. ¿Qué motivaría entonces a Dios?».
«A lo mejor es el desafío, el estímulo intelectual de crear cosas», ofrecí.
«La omnipotencia significa que nada es un desafío. ¿Y qué podría estimular la mente de alguien que lo sabe todo?».
«Usted hace que ser Dios suene casi aburrido. Pero supongo que dirá que el aburrimiento es una emoción humana».
«Todo lo que motiva a las criaturas vivientes se basa en alguna debilidad o algún fallo. El hambre motiva a los animales. El ansia motiva a los animales. El miedo y el dolor motivan a los animales. Los humanos estamos motivados por todas nuestras pasiones animales, además de cosas que suenan más nobles como el deseo de mejorarse, la creatividad, la libertad o el amor. Pero a Dios no le importarían estas cosas; o si le importaran, ya las tendría en dosis infinitas. Ninguna de ellas sería un factor motivante».
«Entonces, ¿qué motivaría a Dios?», pregunté. «¿Tiene la respuesta a esa pregunta o simplemente se está burlando de mí?».
«Sólo puedo concebir un desafío para un ser omnipotente: el desafío de destruirse a sí mismo».
«¿Cree que Dios querría suicidarse?», le pregunté.
«No digo que quiera nada. Digo que sería su único desafío».
«Creo que Dios preferiría existir a no existir».
«Estás pensando como un ser humano, no como un Dios. Temes a la muerte, y entonces das por sentado que Dios compartiría tu preferencia. Pero Dios no tendría ningún temor. El hecho de existir sería una elección. Y no habría dolor de muerte, ni sentimientos de culpabilidad o remordimiento o pérdida. Esos son sentimientos humanos, no los sentimientos de un Dios. Dios podría simplemente optar por dejar de existir».
«Hay un problema de lógica en lo que plantea, según su forma de pensar», dije. «Si Dios conoce el futuro, ya sabe que elegirá acabar con su existencia, por lo que tampoco encierra ningún desafío».
«Tus pensamientos se están volviendo más perceptivos», contestó. «Sí, Dios conocerá el futuro de su propia existencia bajo condiciones normales. Pero… ¿su omnipotencia incluiría el conocimiento de lo que ocurriría después de que perdiera la condición de omnipotencia? ¿O se acabaría en ese momento su conocimiento del futuro?».
«Eso suena a pregunta sin respuesta posible. Creo que ha llegado a un punto muerto», dije.
«Puede que sí. Pero considera esto: un Dios que sepa la respuesta a esa pregunta de veras lo sabría todo y tendría todo. Por esa razón no estaría motivado para hacer o crear nada. No tendría sentido actuar de una forma u otra. Pero un Dios que tuviera una pregunta insistente —¿qué pasa si dejo de existir?— podría sentirse motivado a buscar la respuesta para completar su conocimiento. Y como no tiene nada que temer ni motivo para continuar existiendo, podría intentarlo».
«¿Cómo lo sabríamos, de una manera o de la otra?».
«Tenemos la respuesta. Es nuestra existencia. El hecho de que existamos es prueba de que Dios está motivado a actuar. Y puesto que sólo el desafío de la autodestrucción puede interesar a un Dios omnipotente, cabe pensar que nosotros…». Interrumpí al anciano en mitad de la frase y me puse de pie. Sentí como un impulso de energía me recorría la espina dorsal, comprimiendo mis pulmones, electrificando mi piel, poniendo de punta los pelos de la nuca. Me acerqué al hogar, incapaz de absorber el calor del fuego.
«¿Está diciendo lo que creo?».
El conocimiento que mi cerebro estaba absorbiendo era demasiado. Se había producido una sobrecarga y necesitaba sacudirme de encima el exceso. La mirada del viejo se perdió en la nada mientras dijo: «Nosotros somos los escombros de Dios».