EL GENERADOR DE ENGAÑOS

La hora que me concedían para almorzar había pasado. Técnicamente, había abandonado mi trabajo. No me importaba. El tiempo que estaba pasando con el viejo valía la pena. No estaba de acuerdo con todo lo que decía, pero mi mente estaba más viva que lo que había estado en ningún momento desde mi infancia. Me sentía como si hubiera despertado en un extraño planeta en el que todo me resultaba familiar, pero donde todas las reglas eran diferentes.

Él era un misterio, pero ya me estaba acostumbrando a sus preguntas, que surgían de la nada.

«¿Alguien te ha aconsejado alguna vez que “seas tú mismo”?».

Respondí que era un consejo que había escuchado en muchas ocasiones.

«¿Qué significa “ser tú mismo”?», preguntó. «Si significa hacer lo que piensas que debes hacer, ya lo estás haciendo. Si significa que actúes como si estuvieras exento de la influencia de la sociedad, es el peor consejo del mundo: probablemente dejarías de bañarte y de llevar ropa. El consejo de “ser tú mismo” es, a todas luces, un disparate. Pero nuestras mentes aceptan esta gansada como si fuera sabiduría porque nos resulta más cómodo creer que tenemos una estrategia para la vida que creer que no tenemos ni idea de cómo comportarnos».

«Lo hace sonar como si nuestras mentes hubieran sido diseñadas para engañarnos», afirmé.

«Hay más información en un dedal de realidad que lo que puede comprender toda una galaxia de mentes humanas. La capacidad de la mente humana no alcanza a comprender el mundo y su entorno, con lo que la mente compensa esta insuficiencia creando ilusiones que sustituyen a la comprensión. Cuando las ilusiones funcionan bien y sobrevive el ser humano que las suscribe, esas ilusiones pasan a las nuevas generaciones».

«La mente humana es un generador de engaños. Estos engaños son impulsados por la arrogancia: la arrogancia de pensar que el ser humano es el centro del mundo, que nosotros y sólo nosotros estamos dotados de las mágicas propiedades de las almas y la moralidad y la voluntad propia y el amor. Se nos antoja que un Dios omnipotente tiene un interés singular por nuestro progreso y nuestras actividades, y que nos ha proporcionado todo el resto de la creación como nuestro patio de juegos. Creemos que Dios —porque piensa de la misma manera que nosotros— tiene que estar más interesado en nuestras vidas que en las rocas y los árboles y las plantas y los animales».

«Bueno, no creo que las rocas le resulten muy interesantes a Dios», contesté. «Sólo se quedan ahí en la tierra, inmóviles, y se erosionan».

«Así piensas tú, porque eres incapaz de ver la tormenta de actividad al nivel molecular de la roca o al nivel inferior a ése, y así sucesivamente. Y estás limitado por tu percepción del tiempo. Si observaras una roca durante toda tu vida, nunca te parecería diferente. Pero si fueras Dios y pudieras observar la roca durante quince mil millones de años como si hubiera pasado tan sólo un segundo, la roca estaría vibrante de energía. Se encogería y crecería e intercambiaría materias con su entorno. Sus moléculas se desplazarían por el universo y se acoplarían a cosas asombrosas que nunca podríamos imaginarnos».

«En contraste, la curiosa colección de moléculas de la que se compone el ser humano se mantiene unida por un espacio de tiempo inferior al que tarda en pestañear el universo. Nuestra arrogancia hace que imaginemos que este compendio temporal de moléculas posee un valor especial. ¿Por qué percibimos más valor espiritual en la suma de las partes de nuestro cuerpo que en cualquier célula individual que lo compone? ¿Por qué no celebramos funerales cuando mueren nuestras células?».

«Eso no sería práctico», respondí. No estaba seguro si quería que le diera una respuesta a su pregunta, pero quería demostrarle que le estaba escuchando.

«Exactamente», concordó. «Lo práctico gobierna nuestras percepciones. Para sobrevivir, nuestros diminutos cerebros tienen que domar la tempestad de información que amenaza con anegarnos. Nuestras percepciones son asombrosamente flexibles; transforman de forma automática y continua nuestra visión del mundo hasta que encontramos cobijo en un cómodo engaño».

«Para un Dios que no está condicionado por los límites de lo que es práctico para los humanos, cada minúscula parte de tu cuerpo estaría tan llena de actividad y sería tan significativa como las partes de cualquier roca o árbol o insecto. Y para un ser omnipotente, la suma de partes que forma la personalidad y vida que encontramos tan especial y asombrosa no le parecería ni especial ni asombrosa».

«Es absurdo definir a Dios como omnipotente para luego cargarle con el peso de nuestra visión miópica del significado del ser humano. ¿Qué podría ser interesante o importante para un Dios que lo sabe todo, puede crear cualquier cosa, puede destruir cualquier cosa? El concepto de “importancia” es un concepto humano, nacido de nuestra necesidad de tomar decisiones para nuestra supervivencia. Un ser omnipotente no tiene ninguna necesidad de clasificar las cosas. Para Dios, nada en el universo sería más interesante, más meritorio, más útil, más amenazador o más importante que cualquier otra cosa».

«Todavía pienso que las personas son más importantes para Dios que los animales y las plantas y la tierra. Creo que eso es obvio», argumenté.

«¿Qué es más importante para un coche, el volante o el motor?», preguntó.

«El motor es más importante, porque sin él no hay motivo para usar el volante», razoné.

«Pero a menos que tengas el motor y el volante juntos, el coche no sirve para nada, ¿no?», preguntó.

«Sí, supongo que es verdad».

«El volante y el motor tienen la misma importancia. Es un impulso humano —compuesto por arrogancia e instinto a partes iguales— creer que podemos clasificar todo lo que nos rodea. La importancia no es una cualidad intrínseca del universo. Existe solamente en nuestras mentes llenas de autoengaño. Te puedo asegurar que los seres humanos no son en absoluto más importantes que las rocas o los volantes o los motores».